DIÁLOGOS EN LA TAZA: “El modernista irreverente”

Fernando Morote




Abraham Valdelomar
(1888-1919)

Me pregunto si la Dietrich habrá robado mi pose de diva, en la que salgo con las manos cruzadas sobre el pecho, mirando de soslayo a la cámara en esa foto de 1918. Vestir espejuelos, escarpines y bastón; plancharme el pelo antes de peinarlo con raya al medio; fumar pipa y combinar sombreros con abrigos de vibrantes tonalidades; llevar un anillo en cada dedo, empolvarme la cara para esconder mi tez morena y acudir al manicurista una vez por semana, conformaron mi estrategia para atraer la atención del público.

Mi aparente frivolidad y pomposos ademanes, con los que choleaba a los blancos y negreaba a los mestizos, fuera de encender la furia de ciertos panzones burgueses, me sirvieron para romper las argollas del estirado mundillo editorial limeño y promoverme como escritor. Los múltiples seudónimos que utilicé para firmar mis textos ayudaron a crear un aire de misterio alrededor de mi figura. Si viviera en los tiempos actuales, arrasaría en las redes sociales.

Nací en un hogar modesto y crecí seducido por el olor y el color del mar en el puerto de Pisco, al sur del Perú. Mi espíritu, demasiado libre y rebelde, arrancó mi cuerpo de los claustros universitarios e incentivó mi intelecto a desarrollar una visión cosmopolita de la vida. Pronto tomé la batuta del ilustrado, pero acartonado, ambiente cultural de la capital. Mi vena cínica y vocabulario florido fueron las armas con las que caricaturicé, primero con gráficos, después con palabras, la burbuja aristocrática que dominaba el escenario político y económico.

El Palais Concert, sin mí, no era más que un antro de lujo para niños ricos, un salón de té para damas encopetadas o un bar de esquina para artistuchos extravagantes. Mas allá de mis desfiles por el Jirón de la Unión, donde mis fans esperaban ansiosos para verme pasar y pedirme autógrafos, mi labor se concentró en abrir nuevos espacios para los escritores provincianos, que eran ignorados en el espectro literario local. A César y José Carlos, mis hermanos menores, los alenté y respaldé hasta que, por méritos propios, estamparon sus nombres en las letras nacionales como Vallejo y Mariátegui, respectivamente.

Innové el lenguaje transgrediendo las normas estéticas de la narrativa, incursioné en diferentes géneros e inauguré secciones dedicadas a libros en los periódicos. Viajé por ciudades y pueblos del país dictando conferencias, ofreciendo recitales, realizando lecturas, participando en tertulias. Valiéndome de la tecnología audiovisual de la época, mostré la belleza y difundí la audacia del arte moderno. Por supuesto cobraba por esas presentaciones, excepto a quienes de verdad no podían pagar. En lugar de disculparse y solicitar dádivas, el escritor debe ser puesto en un pedestal y ser admirado como una celebridad; es responsabilidad del gobierno proveerle los recursos necesarios para ejecutar su actividad creativa sin prostituirse cumpliendo oficios desconectados de su vocación. Es una ignominia de sumo grado que el dinero y la fama estén reservados sólo para los futbolistas. Décadas atrás, en reconocimiento a mi trayectoria, imprimieron mi rostro en el billete de 50 Nuevos Soles, lo cual me parece un gesto simpático, aunque tardío.

Lo que nunca entendí es ¿de dónde sacaron que se me salía el zapato o se me chorreaba el helado? Me batí a punta de sable con un infeliz que se atrevió a difamarme, me agarré a pistolazo limpio con la policía que reprimía los disturbios callejeros en la campaña presidencial de mi amigo Billinghurst, me enlisté en el ejército para defender a la patria frente a un posible conflicto armado con el Ecuador.

Algunos envidiosos criticaban que imitara los modos amariconados de Wilde y D’Anunzio. Cuando me quebré el cuello y mi columna vertebral quedó destrozada, no faltó quien regara la cizaña de que había resbalado las escaleras en un acto desesperado por conseguir morfina para prolongar la juerga nocturna. Incluso corrieron la voz de que mi cabeza terminó hundida en un silo lleno de excremento. Imbéciles hay en todas partes: esa teoría es, desde cualquier ángulo, improbable en sentido práctico.

Por fortuna la mayoría sabe hoy en día que soy un autor distinto y mi obra es única, porque odiaba repetirme y disfrutaba haciendo temblar a Lima entera cuando escribía.

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