Fernando Morote

Augusto Ferrando
(1919-1999)
¿Por qué tendría que sentarme en el banquillo de los acusados? ¿Fui acaso un desalmado? ¿Cometí algún crimen? ¿Crucé los límites razonables? No, primo. Burlarme de los concursantes, pidiéndoles un calzoncillo agujereado a cambio de un premio, es una nimiedad comparada con las canalladas que sufrí en este negocio. Yo me pasé la vida regalando cosas a los más necesitados. Sé que es difícil creerlo, pero no ridiculicé a nadie ni me regodeé en el escarnio. Todo lo que intenté durante mi carrera fue ayudar al prójimo, especialmente a los pobres, aquellos que no tenían literalmente dónde caerse muertos; les di visibilidad y provoqué que el país entero escuchara sus voces.
Quizás a muchos no les agradaba mi estilo, ni mis relojes ostentosos o mis sortijas impresionantes. Mis gigantescas guayaberas de colores estridentes, según la vista delicada de ciertas damas, dolían como un puñetazo en los ojos. ¿Qué querías que hiciera? Mido un metro noventa y peso ciento cuarenta kilos. Bajo los reflectores del estudio sudaba como un cerdo, así que necesitaba sentirme cómodo para hacer bien mi trabajo. Después de cada emisión me encerraba en los baños turcos y salía como nuevo.
Mi programa, que fue un verdadero Trampolín a la Fama, como su título lo indica, estuvo al aire 30 años, lo cual no sólo constituye un logro extraordinario sino que rompió récords históricos de audiencia, manteniéndose parejo en el primer lugar del rating a nivel nacional. Por él desfilaron figuras anónimas a quienes convertí en estrellas: cantantes, imitadores, cómicos, que luego destacaron por méritos propios en los escenarios. Yo los descubrí, patita. También vinieron artistas extranjeros y políticos locales, convencidos de que exhibiéndose a mi lado tendrían su minuto de gloria.
Había un sector del público que me consideraba un tipo chabacano y chusco, dirigiendo un espectáculo bochornoso, de pésimo gusto, poco profesional porque improvisaba y se dejaba llevar por la espontaneidad, descartando cualquier asomo de guión o libreto. Precisamente esa ausencia de poses y pretensiones generaba mi conexión íntima con el pueblo. Los sábados por la tarde, las interminables colas en las afueras del Canal 5 rodeaban por lo menos 4 cuadras a la redonda, y mis seguidores podían esperar hasta 6 ó 7 horas antes de entrar al set. Eso es para que te hagas una idea de la magnitud del impacto que causaba. Los concursos y las bromas, aunque sacaban chispas y a veces ronchas, servían como válvula de escape para que los televidentes en sus casas pudieran olvidar por un momento sus problemas y liberar las tensiones acumuladas debido a la hiperinflación y el terrorismo.
Mi elenco resumía casi a la perfección la ensalada mixta que es la sociedad peruana: el negro sumiso, el cholo arribista, la gringa perdida y la pituca creída. La gente desaprobaba el trato que les daba ante cámaras. No me importaba. La sorna y el sarcasmo formaban parte esencial del show. Tras bambalinas éramos buenos amigos y ellos me veían como un padre putativo.
La masa me adoraba como a un dios: el único zambo, animador-presentador en la pantalla chica, gozando el privilegio de conducir un espacio exclusivo. Mi talento, junto a mi habilidad para encandilar, venció al racismo ancestral que nos domina. El dinero que traía a Panamericana, a través de los canjes publicitarios con diversas empresas, transformó por arte de magia en acérrimos demócratas a los directivos.
Con el tiempo alcancé categoría de leyenda. De personaje curioso salté a ser un monstruo, un ícono, el titán de la televisión peruana; muchos jamás me perdonaron que hubiera llegado a la cúspide de la popularidad después de haber nacido en un establo de caballos. De ahí mi pasión por la hípica.
A menudo desaté polémicas y rechazos. Sin embargo, dormí siempre con la conciencia tranquila sabiendo que me movía un corazón generoso. La diabetes me jodió la vida y el cáncer acabó de doblegarme. Lo que más valoro es que, pese a mis excesos, el Perú nunca cesó de estar conmigo.
—

