Giovanni Papini

Filomanía
París, 22 diciembre
Esta noche, en la Coupole, me han hecho conocer a un tal Rabah Tehom, venido a París para iniciar, según dice, la revolución antifilosófica. En nuestro velador, donde se hallaban reunidos dos rumanos, un senegalés, un peruano y un sueco, el pequeño Rabah Tehom, gnomo de Oriente, vestido de color naranja, eructaba en pésimo francés sus palabras.
El color de su cara, bajo la luz deslumbrante, luchaba entre el violeta extinto y el verde marchito. Le falta un brazo: dice que lo ha perdido en una batalla, pero no se sabe en qué guerra. En torno de los cabellos untados llevaba una corona de laurel de papel dorado. Ningún licor le daba miedo.
—¿Qué es lo que habéis ganado —graznaba Rabah Tehom, alzando el único brazo hacia los lampadarios— siguiendo la razón y adoptando la inteligencia?
»La verdad no se ha alcanzado, el hombre es cada vez más infeliz y la filosofía, que debía ser, según los antiguos farsantes griegos, la corona de la sabiduría, se retuerce entre las contradicciones o confiesa su impotencia. Los dos malhechores fueron castigados desde el principio —Sócrates con el veneno, Platón con la esclavitud—, pero no fue suficiente. Ésos han envenenado y aprisionado ochenta generaciones con su enseñanza pestilencial. El monstruoso Sócrates se ha vengado de la cicuta ateniense intoxicando a los pasivos europeos, durante veinticuatro siglos, con su dialéctica. Los resultados están a la vista. El ejercicio testarudo y estéril de la razón ha llevado al escepticismo, al nihilismo, al aburrimiento, a la desesperación. Las pocas verdades entrevistas con aquel método han conducido al terror. En la Edad Moderna, los filósofos más lúcidos se han refugiado finalmente en la locura: Rousseau, Comte y Nietzsche han muerto locos. Y sólo gracias a esta fortuna han podido renovar el pensamiento occidental con ideas más fecundas y temerarias.
»Aquí está el secreto de la redención. Si la inteligencia lleva a la duda o a la falsedad es de presumir que la insensatez, por idéntica ley, conduzca a la certidumbre y a la luz. Si el demasiado razonar lleva no a la conquista de la verdad, sino a la locura, está claro que es preciso partir de la locura para llegar a la racionalidad superior que resolverá los enigmas del mundo.
»A la Filosofía —amor a la sabiduría— es preciso la sustituya la Filomanía, el amor a la locura. Pero la locura no se enseña como se puede enseñar la lógica y la ciencia del método. Es necesario deshabituar a los cerebros humanos de las prácticas nefastas del viejo racionalismo. No basta abolir el culto desastroso de la inteligencia; es preciso extirpar de nuestras mentes los tumores del intelectualismo, digamos más bien, si ustedes quieren, la claridad, el buen sentido, la maña inductiva, el intelecto. Quien quiera ascender al cielo superior de la revelación interna y universal, debe ante todo volverse loco. El sabio no podrá entrar jamás en el paraíso de la verdad; veinticinco siglos de experiencia contra natura lo demuestran de un modo irrefutable.
»Tomando el camino al revés, adoptando audazmente el delirio como punto de partida, podremos, tal vez, aferrar aquello que no pudo ser aferrado por ninguna clase de razonamientos. La Filomanía, sin embargo, no puede ser difundida por medio de libros, como la fracasada Filosofía. Es preciso extraer la inteligencia a los más aptos; educar, fuera de los sistemas normales, a los futuros creadores de la Filomanía. No nos podemos servir de los locos en el estado natural, en el que les quedan demasiados rastros de la enseñanza racionalista y del antiguo pensamiento. Estoy recorriendo Europa para recoger dinero que me permita fundar el primer Instituto de Demencia Voluntaria, del cual deberán salir los pioneros de la Filomanía. Los programas están dispuestos y yo me comprometo, en tres años, a transformar el animal más racional, apestado de lógica, en un loco milagroso, profético y demiúrgico. En tres generaciones, la Filomanía florecerá sobre la Tierra, iniciando una civilización nueva que responderá a las exigencias milenarias del espíritu humano y dará a todos la paz en la suprema certidumbre.
Rabah Tehom se reajustó la corona de papel que se le había caído casi encima de los ojos, se secó la frente, bebióse el whisky que uno de los rumanos se había hecho traer e interrogó con la mirada a sus oyentes silenciosos. Apiadándome de su melancólica chifladura, saqué del bolsillo un billete de cien francos y lo entregué al apóstol de la Filomanía.
—Aquí está —le dije— mi donativo para la Escuela de la Demencia Voluntaria. Es poco, pero creo que una escuela semejante debe ser mucho menos necesaria hoy de lo que le parece.
Rabah Tehom movió la cabeza con aire de conmiseración.
— ¡Todos podridos por la inteligencia! —murmuro—. Viene el médico y le contestan con una limosna.
Pero, a pesar de su visible mal humor, metió con cuidado los cien francos en su cartera sin darme las gracias y se puso en pie. Se quitó la corona dorada de la cabeza, se la metió en el bolsillo y, después de haber hecho una inclinación muy cumplida, salió de la Coupole, orgulloso y solemne como un profeta enviado al destierro.
Estrellas-Hombres
Niza, 27 febrero
A la hora del té, en la Villa des Abeilles, Maeterlinck me esperaba, sereno y sonriente, como un filósofo acostumbrado a todas las explicaciones.
—Como apologista del divino Silencio —me dijo— debería callar. Pero se puede callar únicamente ante aquellos a quienes conocemos desde hace mucho tiempo y a los cuales se ama. Nosotros no nos hallamos, me parece, en esta relación y debo recurrir a esta degradación y decadencia del silencio que es la palabra.
»Me perdonará si le hablo únicamente de astronomía. Estos meses no hago más que estudiar esta materia y no me atrevo a pensar más que en el cielo. Usted quizá no sabe que nuestro tiempo, no muy afortunado en las artes, es la edad de oro de la astronomía. Los progresos de estos últimos treinta años son prodigiosos. Desde el tiempo de Copérnico y de Galileo no se habían realizado tantos descubrimientos, tan frecuentes y de tal vasto alcance. Hombres como Jeans, Van Maanen, De Sitter, Russell, Arrhenius, Barnard, Adams, Eddington, Hubbles, han renovado y engrandecido fabulosamente nuestra conciencia del universo estelar. El siglo XX será, para la ciencia de los astros, lo que fue el Cuatrocientos para la antigüedad clásica y el Seiscientos para la física: un verdadero y genuino Renacimiento. Desgraciadamente hay dos obstáculos para que este florecimiento produzca todos sus efectos. Las personas cultas y habituadas a pensar no se ocupan de estudios astronómicos y tienen, a lo más, una conciencia superficialísima del sistema solar. Por otra parte, los astrónomos, que son al mismo tiempo excelentes físicos y matemáticos, están desprovistos de vocación filosófica. Descubren genialmente y exponen exactamente hechos y teorías, pero son incapaces de deducir las consecuencias morales y metafísicas. Yo desearía ser, si no le parezco demasiado soberbio, el cerebro de la unión entre la ciencia de los astros y la ciencia del hombre.
»Usted sabe tal vez que uno de los principios de la antigua ciencia esotérica afirma que el microcosmos es una repetición o reflejo del macrocosmos, esto es, que en el hombre se encuentra la forma y la estructura del Universo. Los hombres de ciencia positivistas se han reído de esta fórmula que parecía fruto de una ingenua extravagancia. Pero los últimos descubrimientos y las teorías astronómicas proporcionan una justificación insospechada del viejo principio hermético. En una palabra: la vida de los astros en el Universo se parece increíblemente a la vida de los hombres sobre la tierra.
»Hasta hace medio siglo se creía que las estrellas se hallaban esparcidas caprichosamente aquí y allá en el espacio y que eran, como decían los griegos, incorruptibles, es decir, siempre iguales a sí mismas. La astronomía contemporánea a changé tout cela. Encontramos en el espacio, finito como quiere Einstein, pero prácticamente ilimitado, naciones y pueblos de estrellas. Son los famosos Universos-Islas, entrevistos por Herschel, y hoy admitidos por todos. Estas islas son de dos especies: las Nebulosas Espirales, como nuestra Vía Láctea, a la que pertenece el Sol, y los Conglomerados Globulares. Las Espirales son inmensas humaredas de bruma gaseosa donde se han coagulado algunos miles de millones de estrellas. Los Conglomerados Globulares —como, por ejemplo, el de Hércules— son independientes de las Espirales, tienen forma esférica y contienen millones de estrellas. Los astros, pues, no viven esparcidos como se creía antes, sino reunidos en grandes sociedades. En el cielo, como en la tierra, reina la vida asociada.
»Y estas sociedades, como las humanas, están compuestas de familias: los sistemas solares. En el gigantesco pueblo que constituye la Vía-Láctea —formado, según parece, por centenares de miles de millones de cuerpos celestes, entre vivos y muertos— se hallan al menos cien mil sistemas solares semejantes al nuestro, es decir, donde un Sol hace de padre benéfico a una corona de planetas que son efectivamente sus hijos, porque ha salido de sus flancos, tanto si se acepta la vieja teoría de Kant y de Laplace, como la modernísima de Jeans. Los satélites son, a su vez, hijos de los planetas, de modo que cada sistema solar se parece perfectamente a una familia patriarcal.
»Otra admirable analogía entre los astros y los hombres es la existencia de las parejas. La mayoría de los seres humanos viven por parejas —marido y mujer, amigos inseparables, amantes— y la mayor parte de las estrellas son, como dicen los astrónomos, dobles. Aparecen como dos astros de tamaño casi igual que se mueven juntos y de acuerdo en torno al mismo centro de gravitación.
»Las estrellas, lo mismo que los hombres, viven, es decir, nacen, llegan a la juventud, envejecen y mueren. La espectroscopia nos ha permitido reconstruir la biografía de las estrellas. Son, primeramente, masas gaseosas que poco a poco se condensan y llegan al máximo del esplendor y del calor: es la adolescencia, la juventud. Son las estrellas gigantes, de color blanco o azulado, colosos adolescentes del cielo. Poco a poco se empequeñecen, se vuelven amarillas, luego rojas y cada vez más pequeñas. Entre las estrellas enanas amarillas, que ya presentan signos de vejez, se halla nuestro Sol. Finalmente acaban por no brillar: el rubí se oscurece y se vuelve negro; las estrellas están muertas, pero sus cadáveres oscuros continúan circulando en medio del fulgor de las hermanas vivas.
»Y hay otras semejanzas singulares entre el mundo humano y el mundo astral. Tanto entre nosotros como entre las estrellas el número de muertos supera al de los vivos; las estrellas jóvenes, ricas de luces y de calor, son infinitamente menos numerosas que las ancianas y empobrecidas; las estrellas gigantes y supergigantes son poquísimas en relación con las enanas. También en el cielo, come entre los hombres, predominan los muertos, los mediocres y los pobres.
»Y, a propósito de la vejez de las estrellas, quiero revelarle una afinidad sorprendente con los hombres. Como aparece en la escala espectroscópica de Harvard—que es el medio seguro para determinar la edad de los astros—, la vejez se revela, en el espectro, con la raya que denuncia la presencia y la extensión de la cal. Y en el hombre, la señal de la vejez es la arteriosclerosis, esto es, la osificación de las arterias, el endurecimiento, el predominio de la cal.
»Las estrellas gigantes —blancas y azules— son pródigas, arden e iluminan con una generosidad incalculable, vierten en todos los instantes torrentes de luz y de calor. Es la divina locura de la juventud, despreocupada de la brevedad. De hecho, este período, como el que corresponde al hombre, dura poco, y esto explica por qué el firmamento se halla poblado sobre todo de estrellas enanas y amarillas, esto es, más pequeñas, más frías y más viejas.
»Hay luego masas estelares que no llegan nunca a resplandecer, o por lo menos no alcanzan aquella temperatura mínima de 2.700 grados indispensable para que nosotros podamos verlas. Éstas corresponden a lo que en la generación humana son los abortos.
»Preveo, acerca de la edad, su objeción. Un astro antes de apagarse, vive millones de siglos, mientras que nosotros llegamos apenas, en promedio, a medio siglo. Pero si usted compara la masa inmensa de los astros con esa, pequeñísima, de los hombres, se dará cuenta de que la apreciación no tiene fuerza. He hecho cálculos aproximados y he descubierto que, en proporción a la masa, los hombres tienen una longevidad superior a la de los soles y de los planetas. La Tierra, según parece, cuenta apenas dos mil millones de años, y vivirá tal vez otro tanto, pero si tuviese una longevidad parecida a la del hombre, tantísimo más pequeña, debería vivir, en vez de cuatro mil millones de años, miles de millones de siglos.
»Pero, me dirá usted, hay otras diversidades: las estrellas son cuerpos puramente físicos y materiales, mientras que los hombres son criaturas vivientes y sensibles; la comparación entre la sociedad humana y la sociedad estelar tiene un límite. Enteramente falso. También las estrellas, como los animales y los hombres, se alimentan. Se tragan los innumerables bólidos errantes en el espacio y absorben los infinitos electrones suspendidos en el éter. De otra manera morirían mucho antes. No se puede consumir y resplandecer, como hacen los soles, sin reparar las pérdidas. Se multiplican lo mismo que nosotros: el Sol, como le he dicho, es un padre, y lo que es extraño, el parto de los planetas, no se podría producir si no interviniese otro astro gigante, el cual, aproximándose, produce una emisión de materia gaseosa del cuerpo del padre, ese fenómeno que podríamos llamar marea sideral. Esta marea, por efecto de la rotación, se desprende del astro enamorado y se fracciona en pedazos que, al enfriarse, forman los planetas.
»En cuanto a la sensibilidad, me contento con recomendarle los célebres experimentos de Bose sobre la vida psíquica de los minerales; no hay partícula del Universo que no vibre, que no sea atraída o rechazada, que no goce y no sufra. ¿Por qué las estrellas tendrían que ser una excepción?
»Se puede inferir, me parece, que verdaderamente el microcosmos es espejo del macrocosmos. Los pequeños hombres sobre el pequeño planeta corresponden perfectamente a las grandes estrellas en el inmenso espacio. En el cielo, las estrellas viven por parejas, en familia, por naciones, como nosotros, y como nosotros nacen, resplandecen en la efímera juventud, se reproducen, degeneran, se encogen y mueren. También allí los genios, los gigantes, los ricos y los vivientes son una excepción. Los habitantes del Universo, que parecen tan diversos y lejanos, viven del mismo modo que los habitantes de la Tierra, sufren la misma suerte, presentan idénticos caracteres. Pascal se espantaba ante los grandes espacios celestes; nosotros encontramos allí, gracia a los astrónomos, seres vivos, semejantes a nosotros, esto es, grandes hermanos. Al terror sucede el amor. Yo, mínimo animal terrestre, soy de la misma especie que Sirio y que Aldebarán. Si las estrellas se parecen en todo a los hombres, yo puedo hacerme la ilusión de ser una estrella.
El viejo Maeterlinck se dio cuenta de mi estupor —mezclado con un poco de aburrimiento— y cesó de hablar. Fuimos al jardín, bajo los racimos de escarcha azufrada de las mimosas que comenzaban a florecer.
—¿No está satisfecho de ser una estrella? —me preguntó el autor del Trésor des humbles.
—Contentísimo —contesté—. Y le estoy muy agradecido por haberme revelado mi parentesco celeste.
Mientras me dirigía a Niza, miré —contra mis costumbres— el gran cielo estrellado, y antes de meterme en el hotel hice un bello saludo circular a mis hermanas, que viven, por fortuna, a miles de millones de kilómetros lejos de mí.
Cadáveres de ciudades
Nápoles, 12 octubre
Me hallo casi al final de un viaje a través del viejo mundo, en busca de cadáveres. Itinerario de ruinas y de necrópolis. En vez de detenerme en las ciudades vivientes, habitadas por seres vivos, he ido en peregrinación a todas las ciudades muertas, pobladas por sombras. En Egipto, dejando a un lado El Cairo y Alejandría, he visitado Heliópolis y Tebas; en Asia, saturándome de Troya, he visto Pérgamo, Sardi, Ancira y Jericó, y adentrándome en el desierto, la fabulosa Tadmor de las mil columnas, Echátana, la ciudad de los Magos, y, finalmente Nínive y Persépolis, montones de restos imperiales. Luego he vuelto a Europa, en Creta me he paseado por entre los palacios medio sepultados de Cnosos y de Tirinto; en Grecia he contemplado los restos de Eleusis y de Delfos; en Albania, los de Butrinto. Finalmente he llegado a Italia. En Sicilia no me he detenido más que en Seimonte. Conocía Pompeya, pero he querido volver a ver Herculano; he ido al sepulcro de Cumas —encima de la caverna de la Sibila—; he llegado hasta Pestum, la antigua Posidonia. Ahora me quedan, hacia el Norte, Ostia, Norba, Velutonia y Populonia.
No puedo decir que las haya visto todas, pero sí las más famosas. Estos esqueletos sorprendentes de las antiguas colmenas humanas me atraen infinitamente más que las vulgares metrópolis donde se amontonan las carroñas de mañana. Las columnas despedazadas no sostienen ya los arquitrabes: el cielo ha sustituido la bóveda del templo. El sol ha vuelto a los sótanos y a las criptas; las casas se hallan reducidas a murallas desmanteladas; palacios y sepulcros están igualmente vacíos de habitantes; en todas partes cenizas, polvo y silencio. Sobre las piedras desconchadas de las calles no pasan ya los poderosos, los amos de las casas y de la provincia, sino únicamente los zapadores, los arqueólogos, los peregrinos, servidores y amantes de la muerte. En las habitaciones donde se reía y se amaba cae ahora libremente la lluvia; en los anfiteatros se calientan al sol las lagartijas y los escorpiones; en las salas de los reyes hacen el nido los búhos y las abubillas.
A otros, estas ruinas de grandeza, estas capitales de placer y de orgullo reducidas a murallas cubiertas de hierbajos, inspiran tal vez tristeza. A mí no. Mi gusto por la destrucción y la humillación se ve abundantemente saciado en estos laberintos de escombros. Algunos momentos disfruta mi orgullo; en medio de este desastre estoy yo vivo; algunos momentos gozo de deseo de rebajamiento: también nuestras ciudades se harán semejantes a éstas y nuestra soberbia tendrá el mismo fin. Pero siempre, de un modo o de otro, el alma sale de su estado usual: Palmira me ha conmovido bastante más que Londres.
Las ciudades desiertas o desenterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay nada tan verdaderamente maravilloso para mí como lo que no ha sido acabado o lo que está casi destruido. Y el olor de la muerte es un elixir potente para quien sabe que debe morir.
El día en que me hallaba en Pestum, el cielo era tempestuoso. Pero bastó que un poco de sol resucitase el templo de Neptuno, con sus potentes columnas de color de miel, corroídas por los siglos, pero terriblemente vivas, casi troncos de piedra salidos de la tierra, para que volviese a ver en un momento toda la luz y la vida de Grecia. Aquella gran cosa muerta de un dios muerto, colocada en medio de las hierbas y de los asfódelos floridos, entre los lejanos montes negros y el mar mugiente cercano, me pareció más viva y esplendorosa que la misma naturaleza. Se hallaba allí cerca una muchacha morena, con un cendal rojo en la cabeza y dos ojos de ángel nocturno, y parecía, junto al templo, la muerta.
Caccavone
Nápoles, 23 octubre
Conocí en Pompeya, en un café suizo, a un profesor Caccavone, que se titula Metásofo y que pretende haber superado las más modernas filosofías.
Caccavone es un hombre que tiende, como animal visible, a la globosidad de los mundos. Está formado, a primera vista, por una esfera y tres semiesferas: una cabeza de coloso asmático, dos redondeces inocultables que rebasan los más anchos asientos, y una redondez en la fachada que desde el pecho desciende, enarcándose, hasta el nacimiento de las piernas.
Es, según me dicen, un hombre fecundísimo: cada año publica un libro y genera un hijo. Los libros dicen todos, poco más o menos, lo mismo; los hijos son diferentes entre sí: de los unos y de los otros; Caccavone se muestra orgulloso. Son catorce volúmenes y catorce hijos, y el circunferencial Metásofo ha tenido que hacer una infinidad de oficios para proveer a las necesidades de la abundante familia.
No había puesto, cargo, empleo, sinecura en el radio de cien kilómetros que Caccavone no hubiese ocupado, no ocupase o no aspirase a ocupar. En el Municipio era asesor del Departamento de Instrucción, en la Academia Plutónica, secretario general y perpetuo, en la Escuela de Pompeya desempeñaba una cátedra de historia de los errores humanos y en la de Boscoreale enseñaba logología comparada; en Stabia desempeñaba una cátedra de neumatología, en Angri dirigía el Instituto Frenológico. Era, además, presidente de la Liga para los derechos de los vegetales; miembro de una Comisión internacional para extirpación del sentido común, considerado pernicioso por la metafísica; vicepresidente de la sociedad protectora de los herejes; miembro de tres consejos de administración de casas editoriales; subintendente de la Enciclopedia Interescolar; comisario interino del Centro para la difusión de los conocimientos inútiles; cajero de la Sociedad nacional para el vacío neumático; presidente del Consejo nacional para la represión de los movimientos telúricos; director de un periódico de metasofía de una revista de puericultura, de un semanario de política metempírica, de un boletín para la explotación de la Atlántida y de otros varios periódicos. A fuerza de sueldos, consignaciones, indemnizaciones y dietas, de derechos de examen, de gratificaciones extraordinarias, de tantos por cientos sobre los dividendos y otros menores emolumentos, conseguía nutrir a los hijos y a sí mismo, construirse algunas casas y tener cuenta corriente en varios Bancos.
No obstante las apariencias corporales y la glotonería económica, el gran amor de Caccavone es la filosofía o, como él dice, la metasofía. Hace unos días tuve una larga entrevista con él —porque espera que yo le dé dinero para fundar un cenobio metasófico del cual él quiere ser prior, maestro y ecónomo— y me parece haber comprendido el núcleo de su pensamiento.
—Un filósofo siciliano —me decía— consiguió hace años la reducción extrema de la antigua y de la nueva metafísica, demostrando la famosa ecuación Ser =Pensamiento. Pero no se dio cuenta de que en su monismo absoluto e idealista quedaba un residuo nefasto de dualismo. Insistir en una ecuación, aunque esté fundada únicamente sobre la identidad de los términos, implica siempre la existencia, al menos aparente y fenoménica, de dos términos. Si el Ser es declarado igual al Pensamiento y el Todo reducible a Pensamiento, quiere decir que hay partes del Ser que no son, a los ojos de la razón común, y de la experiencia razonadora, Pensamiento. El esfuerzo inmenso para juntar los dos conceptos demuestra que la identidad perfecta es un ideal más que una verdad de intuición inmediata.
»Yo he ido más lejos que ese archiidealista siciliano y he querido analizar los dos términos que él se esfuerza en identificar. El Ser, si bien se mira, es un concepto totalmente universal que no significa absolutamente nada. Puede contener en sí todas las cosas y por consiguiente no contiene ninguna en particular. Es un puro signo ortográfico.
»Queda el Pensamiento, y éste es el hueso más duro. Veamos, pues, en qué consiste este famoso Pensamiento que sería, según mi tímido precursor, la única realidad.
»Descompongámoslo. Se encuentran, ante todo, las llamadas sensaciones y representaciones. Pero éstas, después del genial descubrimiento de Berkeley, ya se sabe lo que son: las mismas cosas, aquello que los físicos llaman material. Tener una sensación de color encarnado equivale a decir que hay en nosotros, o fuera de nosotros, la presencia del rojo.
»Encontramos luego la voluntad. Pero los experimentos de Loeb y aquellos, más atrevidos, de Pavlov, demuestran que se trata simplemente de los tropismos o, mejor aún, de los reflejos. El hecho de que el macho sea atraído por la carne no demuestra un impulso consciente y una decisión voluntaria distinta del movimiento del girasol hacia el Sol. Jagadis Chandra Bose ha demostrado que semejantes atracciones existen también en las plantas y en los minerales, y ningún idealista admite que las berzas o los guijarros estén dotados de pensamiento.
»Quedan los conceptos generales, las abstracciones, las ideas. Pero éstas, como hemos visto a propósito de la idea del Ser, no son más que signos vocales o gráficos sin verdadero contenido, de los que nos servimos en nuestras conversaciones, como los niños, jugando, se sirven de bellotas o de botones, fingiendo creer que son monedas. Terminando: este famoso Pensamiento al que se quiere reducir todo el Ser no existe, es un puro fantasma o una simple convención. El ciclo heroico de la filosofía moderna ha pasado. Comenzó Descartes diciendo: pienso, luego existo. Y termina Caccavone deduciendo dialécticamente: no pienso, luego no existo. El verdadero sinónimo o, mejor dicho, el verdadero homónimo del Ser, es la Nada. Nosotros no existimos, el pensamiento no existe, por lo tanto nada existe. Ésta es la metafísica radical o, si usted prefiere un nombre griego, el Oudenismo.
—Pero, ¿dónde mete —le pregunté—, aquello que los alemanes llaman juicios de valor, esto es, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo feo y lo bello?
—Veo —me respondió— que no conoce bien el idealismo absoluto en el que se funda, siendo la cúspide suprema de la filosofía moderna, mi sistema.
»Mi antecesor demostró ya que el tiempo convierte de prisa en erróneo, malo y feo lo que en un momento dado parece justo, bueno y bello. Los errores de hoy son las verdades de ayer; el bien de hoy será el mal de mañana. Sentado esto, usted puede sacar la consecuencia: si todo, pasando por el tamiz de la duración, se convierte en mal, error, fealdad, quiere decir que no existe nunca, en realidad ni el verdadero bien, ni la verdadera verdad, ni la verdadera belleza. Y, por consiguiente, los juicios de valor no tienen ya sentido. Se vuelve a las profundas palabras del Viejo de la Montaña: Nada es verdad, todo está perdido.
—Permítame, sin embargo, una pequeña objeción —dije—. ¿Cómo explica usted, ya que nada existe y todo se reduce lógicamente a la nada, nuestra existencia, por ejemplo, la suya y la mía?
A estas palabras la caraza redonda de Caccavone se convirtió, por el ímpetu de la risa, en una máscara de arrugas móviles erizadas de pelos, y sus ojos, que un momento antes avanzaban hasta tocar los cristales de las lentes, se escondieron tras el velo arrugado de los párpados. Apenas se rehizo y pudo hablar, exclamó:
—¿Usted cree, pues, como las vulgares criaturas, en nuestra existencia? ¡Lleva usted todavía la venda de esta superstición grosera! Pero, ¿no comprende que, admitida su existencia y por lo tanto la existencia de los demás y del Universo, sería necesario admitir por la fuerza la existencia del Ser supremo, del eterno autor del todo? ¿Y no sabe todavía que Dios está muerto y que le hemos matado nosotros los filósofos y de una manera definitiva?
»Analice, se lo ruego, el contenido de existencia. ¿Qué quiere decir existir? Durar y ser consciente. Pero usted sabe que a cada momento nuestra persona física y moral cambia, pasa, se transforma. Usted ya no es aquel que era una hora antes; ha nacido otro Gog, el viejo Gog se ha muerto. Y así hasta. la destrucción total, que es, pensando en lo infinito del tiempo, cercanísima, inminente.
»¿Y tenemos nosotros noción de nosotros mismos? Nunca, de ninguna manera. Apenas me propongo observar mi estado de conciencia actual, añado, por el hecho mismo de concentrar la atención, algo que no estaba antes, es decir, lo deformo, lo transformo en un estado del todo diverso, y aquello que era presente resulta instantáneamente pasado, es decir, muerto, que no se puede asir, incognoscible. En lo que se refiere a mis estados futuros, no son todavía, es decir, no existen ni se pueden tener en cuenta. El estado presente, pues, huye y muere apenas intentamos detenerlo; el estado futuro no ha aparecido todavía y por esto es inaprehensible. La conclusión es que nosotros no somos nunca, ni un solo minuto, verdaderamente conscientes del contenido de nuestro pretendido e hipotético pensamiento. Y no tenemos, claro está, ningún derecho a deducir de los fenómenos irremediablemente ignotos e incognoscibles, nuestra existencia. Lo que indefinida y vertiginosamente muda no tiene consistencia ni realidad, es tránsito perpetuo y no sustancia. Tengo el derecho de repetir mi axioma. Y a la famosa e ingenua identidad del filósofo etneo sustituyo atrevidamente la mía: Ser = Nada.
No supe qué contestar a este discurso. Caccavone se puso en pie, con la majestad de sus cuatro esferas, y salió del café sin pagar las cuatro cervezas que se había bebido. Mi iniciación al Oudenismo me ha costado, pues, un intenso dolor de cabeza y dieciséis liras italianas, incluyendo la propina.
El conde de Saint-Germain
A bordo del “Prince of Wales”, 15 febrero.
He conocido estos días al famoso conde de Saint-Germain. Es un caballero muy serio, de mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refinada sencillez. No parece tener más de cincuenta años.
En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie. Una noche que me hallaba solo en la cubierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me saludó. Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de Saint-Germain que llenó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos. Había leído hacía poco, por casualidad, en un magazine, un artículo sobre el conde inmortal y no fui cogido por fortuna desprevenido. El conde mostró satisfacción al darse cuenta de que yo conocía algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.
—No he tenido nunca hijos y no tengo descendientes. Soy aquel mismo, si se digna creerme, que fue conocido con el nombre de conde de Saint-Germain, en el siglo dieciocho. Habrá leído que algunos biógrafos me hacen morir en 1784, en el castillo de Eckenfoerde, en el ducado de Schleswig. Pero existen documentos que prueban que fui recibido en 1786 por el emperador de Rusia. La condesa de Adhemar me encontró en 1789 en París, en la iglesia de los Recoletos. En 1821 tuve una larga conversación con el conde de Chalons en la plaza de San Marcos de Venecia. Un inglés, Vandam, me reconoció en 1847. En 1869 comenzó mi relación con Mrs. Annie Besant. Mrs. Oakley intentó en vano encontrarme en 1900, pero, conociendo el carácter de esa buena señora, conseguí evitarla. Encontré algunos años después a Mr. Leadbeater, que hizo de mí una descripción un poco fantástica, pero en el fondo bastante fiel. He querido volver a ver, después de unos sesenta años de ausencia, la vieja Europa: ahora regreso a la India, donde se hallan mis mejores amigos. En la Europa de hoy, desangrada por la guerra y alocada en pos de las máquinas, no hay nada que hacer.
—Pero si las noticias que yo tengo son exactas, usted era ya más que un centenario en 1784, en la época de su presunta muerte.
El conde sonrió dulcemente.
—Los hombres —respondió— son demasiado desmemoriados o demasiado niños para orientarse en la cronología. Un centenario, para ellos, es un prodigio, un portento. En la antigüedad, e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa ignorancia científica ha hecho olvidar. Una de estas verdades es que no todos los hombres son mortales. La mayoría mueren realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue viviendo indefinidamente. Los hombres se dividen, desde este punto de vista, en dos clases: la inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísima aristocracia de los desaparecidos. Yo pertenezco a esa pequeña élite y en 1784 había ya vivido no un siglo, sino varios.
—¿Es usted, pues, inmortal?
—No he dicho esto. Es necesario distinguir entre inmortalidad e inmortalidad. Las religiones saben desde hace miles de años que los hombres son inmortales, es decir, que comienzan una segunda vida después de la muerte. A un pequeño número de ésos está reservada una vida terrestre tan sumamente larga que al vulgo de los efímeros le parece inmortal. Pero así como hemos nacido en un momento dado del tiempo, es bastante probable que deberemos también nosotros, más pronto o más tarde, morir. La única diferencia es ésta: que nuestra existencia media en vez de por lustros se mide por siglos. Morir a setenta años o morir a setecientos no es una diferencia tan milagrosa para quien reflexiona sobre la realidad del tiempo.
—Ha hecho usted alusión a una aristocracia de inmortales. ¿No es usted, pues, el único que goza de este privilegio?
—Si vuestros semejantes conociesen mejor la Historia, no se extrañarían de ciertas afirmaciones. En todos los países del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia de que algunos hombres no han muerto, sino que han sido arrebatados, esto es, desaparecen sin que se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro. Vaya a Alemania y le enseñarán el Unterberg cerca de Salisburgo, donde espera desde hace siglos, en apariencia adormecido, Carlomagno; el Kyffhäuser, donde se ha refugiado, esperando, Federico Barbarroja; y el Sudermerberg que hospeda todavía a Enrique el Asesino. En la India le dirán que Nana Sahib, el jefe de la sublevación de 1857, desaparecido sin dejar rastro en el Nepal, vive todavía escondido en el Himalaya. Los antiguos hebreos sabían que al patriarca Enoch le fue evitada la muerte; y los babilonios creían la misma cosa de Hasisadra. Se ha esperado durante siglos que Alejandro Magno reapareciese en Asia, como Amílcar, desaparecido en la batalla de Panormo, fue esperado por los cartagineses. Nerón desapareció sin someterse a la muerte. Y todos saben que los británicos no creyeron nunca en la muerte del rey Artus, ni los godos en la de Teodorico, ni los daneses en la de Holger Danske; ni los portugueses en la del rey Sebastián, ni los suecos en la del rey Carlos XII, ni los servios en la de Kraljevic Marco.
»Todos estos monarcas se hallan adormecidos y escondidos, pero deben volver. Aún hoy los mongoles esperan el regreso de Gengis Kan.
»Una interpretación plausible de ciertos versículos del Evangelio ha hecho creer a millones de cristianos que san Juan no murió nunca, sino que vive todavía entre nosotros. En 1793, el famoso Lavater estaba seguro de haberle encontrado en Copenhague. Pero bastaría el ejemplo clásico del Judío Errante, que bajo el nombre de Ahas Verus o de Butadeo, ha sido reconocido en diversos países y en diversos siglos y que cuenta actualmente más de mil novecientos años. Todas estas tradiciones, independientes las unas de las otras, prueban que el género humano tiene la seguridad o al menos el presentimiento de que hay verdaderamente hombres que sobrepasan en gran medida el curso ordinario de la vida. Y yo, que soy uno de éstos, puedo afirmar con autoridad que esta creencia responde a la verdad. Si todos los hombres disfrutasen de esta longevidad fabulosa, la vida se haría imposible. Pero es necesario que alguno, de cuando en cuando, permanezca: somos, en cierto modo, los notarios estables de lo transitorio.
—¿Soy indiscreto si le pregunto cuáles son sus impresiones de inmortal?
—No se imagine que nuestra suerte sea digna de envidia. Nada de eso. En mi leyenda se dice que yo conocí a Pilatos y que asistí a la Crucifixión. Es una grosera mentira. No he alardeado nunca de cosas que no son verdad. Sin embargo, hace pocos meses cumplí los quinientos años de edad. Nací, por lo tanto, a principios del cuatrocientos y llegué a tiempo para conocer bastante a Cristóbal Colón. Pero no puedo, ahora, contarle mi vida. El único siglo en que frecuenté más a los hombres fue, como usted sabe, el setecientos, y puedo lamentarlo. Pero ordinariamente vivo en la soledad y no me gusta hablar de mí. He experimentado en estos cinco siglos muchas satisfacciones, y a mi curiosidad, en modo especial, no le ha faltado alimento. He visto al mundo cambiar de cara; he podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y Beethoven, Miguel Ángel y Goethe. Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los grandes hombres. Pero estas ventajas son pagadas a duro precio. Después de un par de siglos, un tedio incurable se apodera de los desventurados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y horrores; los acontecimientos no se repiten. pero se parecen; lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para aprenderlo. Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Se lo puedo confesar a usted, ahora que únicamente nos escucha el mar Rojo: mi inmortalidad me causa aburrimiento. La tierra ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes. Y repito con gusto las palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: “El hombre no me causa ningún placer, no, y la mujer mucho menos”.
El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por momentos. Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el cielo estrellado.
—Dispénseme —dijo finalmente— si mis discursos le han aburrido. Los viejos, cuando comienzan a hablar, son insoportables.
Hasta Bombay, el conde de Saint-Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que intenté varias veces entablar conversación. En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole.
Todo pequeño
Nueva York, 24 enero.
Me sorprende y me ofende —por cuanto pertenezco a esa especie— el humilde contentamiento de los hombres. Hablan a cada momento de grandezas —the biggest in the world— y luego se descubre que les parece inmensa cualquier modesta pequeñez. Falta, absolutamente en todos, el sentido de lo gigantesco. Discurren como Sansones y operan como Tom Pouce.
Una estatua alta de sesenta metros parece, a sus ojos un coloso; una casa de ciento cincuenta, un desafío al cielo; una torre de trescientos, un portento único; un puente largo de mil metros, un triunfo del genio humano. Una ciudad donde viven seis o siete millones de hombres —es decir, cien veces más desierta que ciertos hormigueros— hace el efecto de una metrópolis inmensa, y un pueblo de cien millones parece interminable. Nunca he visto pobres tan en éxtasis ante las obras de empresarios tan mezquinos. Cuando me encontré por primera vez al pie de la torre Eiffel no pude menos de reír. Aquella desgarbada jaula de hierro mohoso, que parece un juguete para ingenieros, abandonado cerca de un riachuelo, ¿era verdaderamente la más alta construcción de la Tierra? Hay que avergonzarse de ser hombre y haber nacido en este siglo.
San Pedro de Roma es, según dicen, la más vasta iglesia del mundo, y por lo menos tiene, como vestíbulo, una plaza que podría ser el modelo reducido de alguno de mis sueños. Pero si uno entra en las naves queda desilusionado. ¿Es esto todo? En pocos pasos se llega bajo la cúpula; no quiero decir que sea fea, ya que los especialistas en arquitectura la admiran, pero las dimensiones son increíblemente míseras. Si el Emperador del Mundo —que un día u otro reunirá bajo su dominio las pequeñas provincias llamadas hoy reinos y repúblicas— se fabricase un palacio real digno de él, una cúpula como la de Miguel Ángel podría, todo lo más, ser la bóveda de un atrio de servicio. Y en lo que se refiere al Coliseo, sería, imagino, un pequeño patio de paso a las cocinas.
Tal vez los babilonios y los egipcios tenían algo más que nosotros, la fantasía de lo grandioso, aunque hay que desconfiar de las ruinas que pueden ilusionarnos. Pero los modernos —que poseen medios y mecanismos muy superiores a los antiguos—deberían hacer mucho más y no abrir la boca a la vista de los mezquinos intentos de nuestros arquitectos micrómanos.
Ninguno tiene una imaginación digna de nuestra calidad de monarcas del planeta Se tendría, por ejemplo, que recomenzar la torre de Babel, abandonada, por una vil superstición, hace miles de años. Un torreón de mil metros, que rebase la zona de las nubes y permita contemplar todo un Estado entero a sus pies, no sería empresa imposible para nuestros constructores.
Hace ya cerca de cuatro siglos que Miguel Ángel tuvo una idea verdaderamente digna de un hombre: la de excavar una montaña y convertirla en una estatua gigante. Nadie le escuchó ni le ayudó, pero yo sostengo que aquella obra, aunque no realizada, es la verdadera obra maestra de Buonarotti. En los Alpes Apuanos hay todavía un monte de mármol que se prestaría óptimamente.
¿Y quién piensa en tender un puente verdaderamente digno de la potencia humana: esto es, entre Europa y América? Los técnicos interrogados por mí lo consideran factible: se trata únicamente del coste del tiempo y la audacia. Pero mis contemporáneos son de una timidez que asquea. Una vía imperial, ancha de doscientos metros, larga de doscientos kilómetros, bordeada de millares de estatuas colosales de los más grandes genios del mundo, que atraviese una verdadera metrópolis de al menos treinta millones de habitantes, parecería a estos pigmeos acomodaticios un sueño absurdo.
Se contentan con admirar las naves de dos o trescientos metros de largo que transportan lentamente, a través de los mares, algunos millares de vivientes. Pero la nave a la medida de nuestro tiempo debería ser una verdadera y propia isla, con jardines plantados en tierra verdadera, con calles y palacios, y destinada, no a andar de aquí para allá, de un continente a otro, sino a hacer posible la carrera seguida de todos los continentes. Las naves de hoy no son más que barcazas y vapores, que harán, dentro de un siglo, el mismo efecto que nos hacen las diligencias de cien años atrás.
Por ahora, únicamente las palabras son de titán, pero nuestras obras son de hormigas y de topos. Incluso las termitas nos pueden dar lecciones de grandeza. El hombre moderno, a pesar de su jactancia, piensa como Gulliver y no se da cuenta de que vive a nivel de Liliput.
La cátedra de Ftiriología
New Parthenon, abril.
Cuando los periódicos anunciaron que instituiría a mi costa, en la Universidad de W., una cátedra, a condición de que se enseñase en ella una materia no contenida en ningún programa de ninguna escuela superior del mundo, recibí al menos unas cincuenta cartas donde se me proponían las ciencias más extraordinarias e impensables. Copio en este Diario, como dato, la que me ha gustado más.
«Señor:
»Su generoso propósito de fundar una cátedra para una ciencia no enseñada en ningún lugar, podrá finalmente permitir la autonomía legítima a la disciplina que, desde hace largos años, cultivo con infatigables e ignoradas investigaciones y que es hasta ahora injustamente considerada como un simple capítulo de la entomología o, peor aún, de la parasitología.
»Se trata, como tal vez ya ha adivinado, de la Ftiriología, o sea la verdadera Ciencia de los piojos, en la que fui iniciado durante la guerra, en el British Museum de Londres, por el célebre W. N. P. Barbellion. Él, sin embargo, consideraba todavía a los piojos únicamente bajo el aspecto zoológico mientras que yo, habiendo ensanchado considerablemente el campo del estudio pedicular, puedo afirmar que he fundado como ciencia independiente la Ftiriología, la cual es el primer ejemplo por mí conocido de aquella que se podría llamar zoología histórica, moral y estética.
»Mientras que los antiguos zoólogos no se preocupan más que de la descripción de los animales y de sus costumbres, yo estudio su significado y su influencia en las vicisitudes humanas y en el arte. En el caso de la Ftiriología no me limito a observar diligentemente las cuarenta especies, dividida: en seis géneros, que forman la familia de los Pediculidae (orden de los Amípteros), sino que contemplo y resumo, con el auxilio de innumerables datos trabajosamente reunidos, el papel que el Piojo ha representado en el multiforme historial de la Humanidad.
»Usted sonríe, tal vez, al oírme decir que una bestia tan pequeña y tan poco amada tiene un puesto, y no de los pequeños, en la historia universal. Para hacérselo ver —y también para darle una idea de mi preparación para la cátedra que espero desempeñar— me permito exponerle rápidamente la materia de mis futuros cursos.
»La Ftiriología se puede dividir en cuatro partes principales: 1ª. El Piojo como familia zoológica. 2ª. El Piojo en la historia política. 3ª. El Piojo en la historia religiosa. 4ª. El Piojo en la literatura y en el arte.
»Omito la primera parte, que no presenta muchas novedades, y paso a las demás. No desconocerá usted que una especie particular de Piojos produce una enfermedad de la piel llamada ftiriasis, que es mortal. De esta horrible enfermedad han muerto muchos personajes célebres de la antigüedad y de los tiempos modernos. Acasto, el intrigante de Peleo; Callistenes de Olinto, que conspiró contra Alejandro Magno; Ferecidas de Siro, maestro de Pitágoras; el poeta Alcmano; Mucio el legislador; Antíoco IV Epifanes, famoso por sus locuras y crueldades; Sila el dictador; Enno, jefe de la terrible guerra servil de Sicilia; Herodes el Grande, parricida, el de la matanza de los Inocentes, y los emperadores Arnolfo y Maximiliano.
»Si recuerda las biografías de estas víctimas ilustres de la ftiriasis se dará cuenta de que la mayor parte de ellas se distinguieron sobre todo por su crueldad: basta el ejemplo de Sila y Herodes. Y no creo equivocarme al afirmar que, en la historia humana, el Piojo representa la parte honrosa del Justiciero. Quien mata a sus semejantes es muerto por los Piojos.
»Pero no se detiene aquí la injerencia del Piojo en las vicisitudes humanas. Narra Saint-Gervais, en su Histoire des Animaux, que en Aremberg, en la Westfalia, se procedía a la elección del potestad de la siguiente manera: todos los candidatos se sentaban en torno de una mesa con la cara inclinada, de modo que todas las barbas tocasen en la tabla. En medio de la mesa se ponía un piojo, el cual, después de haber girado en torno, acababa por saltar a una de las barbas. El propietario de la barba elegida era proclamado potestad.
»Pasando a la historia religiosa, citaré solamente que, según Flavio Josefo, los kinnim, que fueron enviados por Dios como tercera plaga contra los egipcios, eran Piojos, lo que confirma mi teoría que hace del Piojo el castigador de los crueles. Y los talmudistas hebreos, tal vez como agradecimiento póstumo, decretaron que en el día del sábado matar un Piojo es tan grave como matar un camello.
»En la India un bracmán ponía todos los años, con solemne rito, un Piojo en la cabeza de los devotos que deseaban consagrarse a la virtud de la paciencia. Cuentan también los historiadores de México —y lo refiere Bingley en el tercer volumen de su Animal Biography— que Hernán Cortés encontró en el tesoro de Moctezuma algunos saquitos de Piojos, fruto de un tributo religioso de los antiguos aztecas. No dejaré de recordar los Piojos que habitaban, sin ser molestados, en el cuerpo de Benito Labre, beato francés del siglo XVIII.
»Materia abundantísima ofrece la cuarta edición de la Ftiriología, pero no quiero abusar de su paciencia.
»Me contentaré con recordarle la oración a la muerte de un Piojo de aquel divertido Ortensio Lando, el Elogio del Piojo del célebre Daniel Heinsius, y el famoso soneto de Antón María Narduci, poeta italiano del Seiscientos, el cual describe de la siguiente manera los Piojos que se pasean por la cabellera rubia de su amada:
Sembran fere d’avorio in bosco d’oro
le fere erranti onde sì ricca siete.
»Pero los franceses modernos tampoco se quedan atrás. Si ha leído los Chants de Maldoror del conde de Lautréaumont, recordará la maravillosa visión del Piojo que se halla en el segundo canto. No puedo resistir la tentación de recordar el principio:
Il existe un insecte que les hommes nourrissent á leur frais… Ils ne lui doivent rien; mais ils le craignent. Aussi faut-il voir comme on le respecte, comme on le place en haute estime au-dessus des animaux de la création. On lui donne la tête pour trône, et lui, accroche ses griffes á la racine des cheveux avec dignité. Plus tard, lorsqu’il est gras et qu’il entre dans un âge avancé, en imitant la couturne d’un peuple ancien, on le tue, afín de ne pas lui faire sentir les atteintes de la vieillese. Pero la obra maestra inspirada por el Piojo es ciertamente la poesía lírica de Arthur Rimbaud, titulada justamente Les chercheuses de poux. ¿La conoce?
…leurs doigts électriques et doux
font crépiter, parmi ses grises indolences,
sous leurs ongles royaux la mort des petits poux
»Esta poesía sólo se puede parangonar, en un arte diverso, con el admirable cuadro de Murillo, “Muchacho que se despioja”, que habrá visto en el Louvre. A menos que no quiera dar la primacía al célebre poema de Robert Burns, titulado precisamente “Sobre un piojo”, donde no falta el vigor burlesco del estro.
»Pero no quiero fastidiarle más. Estos rápidos apuntes le habrán persuadido de que la Ftiriología, ciencia fundamental y primordial para la interpretación de la naturaleza, de la historia y del arte, merece tener una cátedra propia en la gloriosa Universidad de W. Añado que esta ciencia no es enseñada, que yo sepa, en ninguna escuela de Europa ni de América y que yo soy el único, en todo el mundo, que se haya dedicado únicamente a su estudio.
»Esperando una contestación favorable, le ruego me crea sinceramente su servidor.
Dr. Prof. Josiah Kunigrund.
Miembro correspondiente de la Academia
Entomológica de Lubeck, Colaborador de la
Entomologisch Zeischrift, Preparador Honorario
en el Zoologisch Institut de Lyndenbburg»
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