Gog (V)

Giovanni Papini

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Visita a Edison

New Jersey, 23 junio

He ido a Menlo Park para charlar algunos momentos con el viejo Edison. Uno de los secretarios me había telefoneado que no podía dedicarme más de diez minutos.

Encontré al viejo sentado ante una larguísima mesa de madera blanca que ocupaba la mitad de la habitación y aparecía sin ningún objeto encima: ni un trozo de papel, ni un lápiz, ni una estilográfica.

Mi aspecto debió de complacer de golpe al venerable inventor, porque me hizo, sin muchos preámbulos, una confidencia imprevista, que hubiera considerado como inverosímil si otro me la hubiese contado.

—Se ve en seguida que es usted un profano —me dijo—, pero de todos modos sabrá que yo he ideado alguno de esos juguetes de base eléctrica que los hombres, niños eternos, llaman pomposamente grandes inventos. No me avergüenzo; es necesario hacer algo para pasar el tiempo y hacer uso de aquella pequeña astucia del cerebro que si no se emplea produce fastidio. Por otra parte, algunos de esos juguetes pueden ser útiles en el aspecto práctico de la vida común, es decir de la vida material y diaria. Pero usted comprende que fijar los sonidos en un disco, ampliar las voces, perfeccionar las lámparas eléctricas, o la radio, no significa ni mejorar la existencia humana, ni aumentar la felicidad, ni acercarse a los secretos del Universo. Ahora que soy viejo me doy cuenta de que he consagrado toda mi vida a cosas de poca importancia. Que el hombre pueda ver mejor para bailar o para hacer el amor, o que le sea dado oír a voluntad la última canción del Broadway o el último discurso del candidato republicano, no modifica en nada nuestra fundamental importancia o nuestros pecados originales.
»Cuando veo a los hombres de hoy que se entusiasman por la velocidad de sus aparatos, no puedo menos de reírme. Los aeroplanos, con sus 300 kilómetros por hora, son, respecto a la luz, que recorre 300.000 kilómetros por segundo, ridiculísimos caracoles.
»Cuando era joven imaginaba tontamente que toda la vida consistía en las máquinas. He construido alguna máquina afortunada y nos hallamos lo mismo que antes. Más de medio siglo de cálculos, de investigaciones, de vigilancia, de tentativas, para lograr introducir en el comercio bagatelas cómodas o rumorosas. Confieso que el hombre de la calle es una criatura extraordinariamente indulgente y optimista.
»¡Si al menos hubiese descubierto las dos máquinas decisivas que pudieran librarnos de las penas mayores! El martirio de la Humanidad es doble; para el macho, la más dura fatiga: el pensar; para la hembra, la más espantosa tortura: el parir. Pero no hemos inventado todavía —y tal vez no las inventaremos nunca— ni la máquina pensante ni la máquina generadora. Hemos construido máquinas calculadoras y motores esclavos, pero nos hallamos infinitamente lejos del ideal: estos aparatos requieren siempre la intervención del hombre. Raimundo Lulio y Leibniz habían imaginado verdaderas y auténticas máquinas para pensar, pero ninguno consiguió fabricarlas ni servirse de ellas. En cuanto a la creación de los seres vivos, nos hallamos todavía en el autómata mecánico de Maelzel, más o menos perfeccionado. La industria de los androides se halla, sin duda alguna, todavía en la infancia.
»Un decadente francés, Villiers de l’Isle Adam, se divirtió contando, en una novela, que yo había dado vida a una mujer artificial tan perfecta que se confundía con una viviente. Pero esto no es verdad: aquel francés era un adulador o un mixtificador.
»Por otra parte, es verdad que hasta que no hayamos encontrado las máquinas que sustituyan al cerebro macho y al útero femenino, la ciencia mecánica y la electrotécnica deben confesar su fracaso. Solamente después de haber librado al hombre del tormento de su reflexión y a la mujer del peso de la maternidad, podremos cantar victoria. Pero este día está todavía lejos y yo ya no tengo la esperanza de verlo. He cumplido hace poco ochenta años y en mi corteza cerebral la sangre no circula libre y rica como antes. Lo que hice está hecho, pero es muy poca cosa. He dado botones de hueso a quien tenía necesidad de dólares de oro. Tiene ante usted a un viejo técnico desilusionado, por no decir fracasado. No cuente usted a nadie que Edison en persona le ha confirmado la bancarrota de la ciencia. Los ignorantes tienen necesidad de ilusionarse, los obreros tienen necesidad de trabajar y los industriales de ganar dinero. Nuestro deber es salvar, hasta que se pueda, las supersticiones ventajosas.

El cándido y melancólico Edison miró en este momento el reloj, y con un gesto majestuoso de su mano me hizo comprender que había ya transcurrido el tiempo que me tenía reservado.

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La fortaleza en el mar

New Parthenon, 6 octubre

El mundo, desde hace algunos años, es cada vez más espantoso y peligroso y he tenido que pensar en prepararme un refugio inexpugnable. Tenemos todavía para rato guerras, invasiones y sublevaciones, y nadie puede considerarse seguro. Quien reflexiona y no tiene la intención de dejarse morir de hambre o de dejarse degollar, se prepara con tiempo.

He encontrado, en la costa norte del Brasil, no muy lejos de la ría del Paranahyba, una pequeña península muy apropiada para lo que deseo. Los obreros, para hacerla habitable y defendible, están trabajando en ella. Se halla unida al continente por una especie de istmo en el que he hecho disponer tres filas de minas: en caso de peligro mi península se convierte, en tres minutos, en una isla.

He hecho construir, en la cima más alta, un castillo revestido de piedra, pero acorazado interiormente con planchas de acero, lo mismo que bajo el techo y bajo las terrazas. Más lejos, entre los árboles, dos casas para la gente de servicio. El castillo tiene un profundo subterráneo, dividido en numerosas estancias y en donde se podrá habitar cómodamente en caso de necesidad. Hay, además, un sótano vastísimo para las provisiones y las municiones.

He hecho construir instalaciones que me aseguren la absoluta independencia del resto de los hombres: tres cisternas para agua, una central eléctrica, una estación de radio, una cámara frigorífica y un gigantesco depósito de carbón (ya lleno). Dentro del castillo ya se halla colocada una biblioteca de cerca de veinte mil volúmenes, que contiene las obras maestras de todas las literaturas, las mejores enciclopedias y los manuales de todas las ciencias. Tengo después tres gramófonos con millares de discos y una galería de representaciones en colores de las obras maestras del arte de todos los tiempos y países.

En la terraza más alta hay un telescopio con una lente de veintiséis pulgadas que puede servir para las noches de insomnio, pero hay también una batería de cañones antiaéreos para el caso de que algún aeroplano indiscreto quisiese informarse de mis actos.

En mi península hay por fortuna un puerto natural donde tendré siempre, cuando habite el refugio, un yate, dos balleneros y dos motonaves. Creo haber pensado en todo.

Apenas se produzcan cambios indeseables o movimientos amenazadores en el país que habito, podré correr a mi fortaleza eremítica, donde no falta nada para vivir cómodamente, y allí esperar, sin peligro, el fin de la crisis. El lugar está muy bien elegido, porque me hallo cercano al golfo de México y mi yate puede llegar en pocos días a Nueva Orleáns. No tengo ciudades cercanas, por fortuna, pero las tierras vecinas son ricas y pueden proporcionarme muchas de las cosas que se necesitan para un largo apartamiento. Llevaré conmigo unas treinta personas, entre ellas un médico, un bibliotecario, un ingeniero, tres buenos mecánicos y dieciséis atletas negros. He comprado ya un centenar de fusiles, seis ametralladoras y he encargado veinte cañones de costa: la defensa, dada la configuración de la península, es fácil por la parte del mar.

Un vapor cargado de alimentos en conserva de toda especie ha zarpado ya para el Brasil y pienso hacer construir un establo capaz para un centenar de vacas. Podré resistir así, aun sin recibir nada de fuera, lo menos un año. Con las precauciones que he tomado no me espanta la soledad. Con los libros, la música y la astronomía, el tiempo pasa pronto.

Me extraña mucho que los grandes señores del mundo, que poseen tanto o más que yo, no piensen en habilitar refugios semejantes contra la mala fortuna y las convulsiones guerreras y revolucionarias. La ceguera de los hombres es inverosímil, espantosa. Nadie prevé y nadie se previene contra desastres que son, en la Humanidad alocada de nuestros días, no sólo probables, sino seguros y tal vez inminentes. El ejemplo de Rusia no ha abierto, sin embargo, los ojos a esos jefes de la plutocracia que se hallan más expuestos al peligro de ser fusilados y despojados. Yo soy tal vez el único en todo el mundo que haya pensado en prepararse un buen retiro para los días de tempestad: buen retiro que tiene algo de castillo feudal, de convento fortificado o de cueva de piratas, pero que es mucho más útil que esas suntuosas villas que los ricos poseen en el campo, al alcance de cualquier mano, como si quisiesen cultivar la envidia de los pobres y tentar falazmente ese instinto de saqueo que se halla en cada uno de nosotros.

Y además de eso, mi refugio peninsular me servirá también en tiempo de paz. De cuando en cuando, experimento un violento deseo de huir de la ciudad y hasta de los campos demasiado poblados. Haré de anacoreta solitario con todas las comodidades de la civilización. Y no hay mejor placer, en opinión mía, que sentirse en todo y por todo separado de la insoportable raza de los demasiado semejantes, en todo y por todo independiente de ellos y en un refugio bien protegido donde no puedan molestar ni ofender.

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El seguro contra el miedo

New Parthenon, 8 agosto

Me he caído de un árbol —donde estaba leyendo, montado sobre una rama, en estos días de calor— y me he roto una pierna. Apenas el cirujano ha terminado su trabajo y me he encontrado inmóvil y prisionero en la cama, he tomado mi acostumbrada precaución. He mandado buscar a toda prisa y con urgencia a dos cojos para que vengan a hacerme compañía. Los pago como son pagados los gobernadores del Estado, pero deben andar y también saltar delante de mí. Los dos derrengados me llegaron al día siguiente: al uno le faltan las dos piernas y camina con muletas; el otro tiene las dos, pero tan retorcidas y encogidas, que se mueve con trabajo y con movimientos grotescos.

Los dos infelices son, en estas jornadas de aburrimiento y de rabia, mi consuelo. El mutilado y el estropeado me hacen ver, con sus ridículos movimientos, aquello en que podría convertirme, y, por contraste, me alegran.

Es un método excelente. Lo descubrí hace años cuando me di cuenta de que era miope y sufrí durante algún tiempo el fastidioso fenómeno de las manchas volantes delante de los ojos. Me procuré inmediatamente algunos ciegos y, con el pretexto de hospedarlos, me distraía contemplando las pupilas muertas, las cuencas vacías, y su estupor silencioso un poco idiota y un poco extático. Tenerlos cerca, verlos, era para mí un inmenso consuelo: me hacían sentir la valía del poco de vista que aún poseía, me hacían disfrutar mejor de la luz del Sol, los colores de las cosas, las formas.

Muchos me preguntan por qué en un castillo del parque —aquel que he hecho traer, pedazo a pedazo, del Suffolk— tengo un museo de centenarios. La causa no es ciertamente la filantropía, sino la misma que me ha hecho llamar a los ciegos y a los cojos. Apenas comencé, después de los cuarenta años, a tener miedo de la vejez, me puse en busca de los hombres que desde hace más de un siglo desafían a la muerte. He reunido siete, hasta ahora; el más joven tiene ciento tres años, y el más viejo, ciento veintidós. No acepto más que centenarios auténticos, en buen estado, y únicamente varones.

De cuando en cuando, si me siento abatido y me invade la melancolía, voy a verlos y a estar un poco con ellos. Aquellas caras arrugadas, apergaminadas, atontadas, aquellos ojos gelatinosos y ausentes, aquellas bocas babeantes, aquellas manos frágiles y trémulas, producen en mí un curioso efecto, aplastante, pero de todos modos bastante consolador.

Algunas veces pienso: si éstos han conseguido vencer las asechanzas diarias de la muerte hasta esta edad, esto quiere decir que no es imposible, para el hombre, superar los límites usuales y que existe una probabilidad incluso para mí.

Pero en otros momentos, en los que domina la repugnancia de aquella decadencia lamentable, concluyo pensando: mejor que verse reducido a un estado semejante, entre lo grotesco y lo lamentable, esclavo de todos, sin otra alegría que paladear un poco de menestra, vale más morir pronto: en los setenta años fijados por Aristóteles, tal vez antes.

De todos modos, me son útiles y no me duele lo que me cuestan. Son, como los ciegos y los cojos, un seguro viviente y visible contra el miedo, y me parece que muchas formas de la beneficencia pública —hospitales, hospicios, asilos— no tienen, en el fondo, otro origen.

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La reconstrucción de la Tierra

New Parthenon, 20 noviembre

Cuando oigo hablar del dominio del hombre sobre la Naturaleza, casi siento rabia. Imaginad un muchacho, abandonado en un parque, que después de tres o cuatro horas haya conseguido aprisionar algunas docenas de hormigas y de luciérnagas, trazar un nuevo sendero en la hierba, crear una cascada artificial en el arroyuelo y coger los frutos más maduros de los árboles: ésta es, aproximadamente, teniendo en cuenta las proporciones, nuestra potencia sobre la Tierra. Nos hallamos, según parece, al principio.

Hemos sabido utilizar el viento de la atmósfera y el agua de los ríos, pero no hemos conseguido adueñarnos de la fuerza de las mareas ni utilizar el fuego de los volcanes. Cuando lleguemos a transformar en energía motriz los terremotos, entonces, pero no antes, podremos comenzar a enorgullecernos.

Entre tanto, nuestra pasividad ante la Naturaleza es vergonzosa y ridícula. Esperamos casi siempre la voluntad del cielo y de la Tierra. Nuestra alabada ciencia y nuestra ensalzada técnica no han sabido todavía dominar las estaciones, cambiarlas según nuestra voluntad. No podemos atenuar el frío del invierno, reducir el calor del verano. Aceptarnos los temporales cuando vienen y no sabemos alejar la tempestad; soportamos pacientemente la nieve y somos impotentes contra la sequía.

¿Por qué, por ejemplo, no sabemos producir tempestades y ciclones artificiales, lluvias a voluntad, terremotos a capricho? ¿Cómo es que nunca somos capaces de crear, para los países brumosos, un gran sol artificial que ilumine y caliente toda una provincia? Me gustaría, si tuviese tiempo, crear en la Groenlandia un vasto jardín tropical donde creciesen en invernaderos caldeados por termosifones, las plantas del Ecuador. Desearía fabricarme, en pleno Sáhara, una villa con tres o cuatro frigoríficos, de manera que en todas las habitaciones hubiese la temperatura de la Laponia.

Huir de la monótona tiranía del día y de la noche, sería, me parece, facilísimo: bastarían enormes reflectores colocados sobre las montañas para iluminar toda la Tierra después del crepúsculo, y durante el día gigantescas emisiones de humo denso para impedir que la luz del Sol llegase hasta nosotros.

Pero lo peor es que nos adaptamos estúpidamente, como los campesinos de los tiempos antiguos, a la irritante lentitud de la Tierra. Hoy, en el triunfo de la velocidad, aun los más modernos farmers esperan meses y meses la germinación del trigo, del maíz, de los frutos, y no saben hacer nada ni nada intentan para abreviar la duración de la fabricación agrícola. ¡Es como si en la cuestión de los transportes se contentasen todavía con los pies! ¡Y se dice que somos los dueños de la Tierra! Dueños que deben esperar el beneplácito de su esclava para obtener de ella, y a su debido tiempo, un poco de comida.

Además, dominio implica posibilidad de modelar, de transformar, y poco más o menos hemos dejado la Tierra como la hemos encontrado, con todas sus irregularidades, sus asimetrías, sus obstáculos, sus defectos de construcción. Fuera de la despoblación de los bosques, del corte de un istmo y de los túneles para los ferrocarriles, hemos alterado muy poco la estructura del minúsculo planeta donde nos hallamos encerrados. La gloria y el distintivo del genio humano es el espíritu geométrico, pero no hemos siquiera empezado a reducir more geometrico la escandalosa veleidad de la Tierra. Si verdaderamente fuésemos esos déspotas de la Naturaleza que nos vanagloriamos de ser, a esta hora habríamos transformado los lagos en estanques cuadrados o en forma de cruz o estrella, los ríos en canales rectilíneos, y las montañas —escarnio y reto de nuestro poder— en cubos, pirámides, conos o paralelepípedos de contornos precisos. Ni siquiera hemos demolido valerosamente una gibosidad.

No hablo porque sí ni para ejercitar la fantasía. En el planeta hay demasiado mar: tres quintas partes de la superficie terrestre están ocupadas por las aguas. Y la población crece continuamente. Hay dos mil millones de hombres y cada uno tiene 4 metros de intestinos. Cada día es preciso llenar 8 millones de kilómetros de tripas. Y muchos países producen poco y las montañas son, por lo general, estériles. Sería necesario, pues —si el hombre es verdaderamente el potentísimo rey del mundo—, deshacer las montañas y servirse de los miles de toneladas de material así extraído para construir islas artificiales en los océanos. Se obtendrían de ese modo dos resultados excelentes para el aprovisionamiento de la Humanidad: todos los continentes serían transformados en cómodas y fructíferas llanuras y se extendería, con la creación de las nuevas islas, la superficie seca y cultivable.

Empresa, sin duda, gigantesca, pero que no debería parecer imposible a la ingeniería de nuestro tiempo, que se vanagloria cada día más de los progresos de la mecánica y se da importancia de poder rehacer el Universo con sus invencibles maquinarias. La tierra es, en cierto sentido, la posesión del género humano. ¿Y qué propietario de una posesión no se esfuerza en mejorarla y engrandecerla? O somos dominadores o no lo somos, y si verdaderamente queremos ser los autócratas de este grumo de fuego enfriado, ¿nos contentaremos con rascar la corteza y abrir aquí y allá algún agujero o algún surco?

Los estetas dirán que de este modo la Tierra se convertiría en algo espantosamente monótono. Pero con la estética no se multiplican los panes y cuando la tierra hospedará a cuatro o cinco mil millones de hombres, será necesario resignarse a hacer lo que yo propongo, a menos de volver a la antropofagia.

Además soportamos muchas otras monotonías. Aunque no fuese nada más que la pobreza de los colores humanos. Nuestra piel no tiene más que tres tintes: el blanco, el negro y el amarillo. Y ni siquiera son las coloraciones más bellas; recuerdan demasiado la cera, la oscuridad y la ictericia. Una vez, para salir de esta pobreza, hice teñir a uno de mis camareros de un bello color verde; otro de encarnado puro, y de cobalto a una muchacha del servicio. ¡Pero los visitantes me trataron de loco y los criados me amenazaron con marcharse!

Hace algún tiempo obtuve un riachuelo de leche que corría entre riberas negrísimas, esparciendo masas de cal en la fuente y polvo de carbón en las orillas, y todos se rieron de mí.

Otra vez, siempre para rebelarme contra la monotonía, hice tirar al río que atraviesa mi parque muchos quintales de cinabrio para ver, finalmente, el agua de un bello color rojo, y entonces también protestaron.

Los hombres, pues, soportan perfectísimamente la uniformidad y todavía no están cansados de ver de color verde todas las hojas y eternamente amarillo un pedazo de oro. Se resignarán, por necesidad también, a la desaparición de las montañas, que constituirá, entre otras cosas, la victoria visible de uno de los ideales más queridos de la modernidad: la universal nivelación.

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El camino de los dioses

New Parthenon, 26 octubre

Se puede negar la existencia de los dioses, pero no se puede negar la existencia de las religiones. Si son tantas y han conseguido sobrevivir durante tantos siglos, quiere decir que responden a una necesidad profunda del alma humana. Aun en los países más inteligentes y civiles, la mayor parte de la población pertenece a una Iglesia: es necesario, pues, que también yo elija una.

Pero la elección es terriblemente difícil. Yo vivo, de ordinario, en países cristianos y mi religión debería ser el Cristianismo. Pero confieso que el Cristianismo, por lo poco que conozco, me espanta. Estoy dispuesto a reconocer que es la más perfecta y la más sublime de las religiones, pero sin embargo, contradice y condena todos mis instintos más hondos Yo detesto a los hombres, y el Cristianismo me impone amarlos; soporto a duras penas a los amigos, y el Cristianismo me obliga a abrazar a los enemigos; soy uno de los hombres más ricos de la Tierra, y el Cristianismo enseña el desprecio y la renuncia a las riquezas; siento inclinación a gozar de la crueldad, y el Cristianismo me impone la dulzura y me invita a llorar el martirio de un Ajusticiado.

Debo, pues, con gran sentimiento, renunciar a hacerme cristiano. Sería, de lo contrario, un cristiano rebelde e hipócrita. El Cristianismo es demasiado alto para un ser de mi especie.

Por fortuna no faltan otras religiones que tal vez concuerden mejor con mi naturaleza. Pero no es fácil elegir una, antes de conocerla prácticamente. Y por esto decidí, hace tiempo, recurrir al método experimental.

En un claro apartado de mi inmenso parque he creado, para mi uso personal, una Avenida de los Dioses, esto es, dos filas de templos de las mayores religiones del mundo, atendidos por sacerdotes auténticos traídos del país de origen.

Hay en primer lugar un templo hindú, dividido en tres partes —atrio, santuario y celda— según las mejores reglas. La divinidad elegida por mí —la diosa Kali y Siva el destructor— es servida por un verdadero brahmán, asistido por un purôhita o capellán, y por un grupo de bailarinas sagradas (bayaderas). Allí se celebran los cinco sacrificios diarios (sandhya) y, de cuando en cuando, las fiestas de la diosa Kali, en honor de la cual es degollada una cabra.

A pocos pasos se eleva el templo budista, dispuesto según el rito chino. Es una gran habitación vigilada a la entrada por monstruos. En el fondo hay una estatua de Maitreya, futura encarnación del Buda, y en el centro la de Sakyamuni, es decir, del Buda histórico, entre sus discípulos preferidos: Ananda y Kasyapa. Dos monjes venidos del Ce-Kiang, vestidos de amarillo, atienden el culto, que, por otra parte, es sencillísimo.

Enfrente hay un templo de Zeus, en mármol, de estilo dórico. La religión pagana, verdaderamente, está muerta, pero tuve la fortuna de encontrar, en el sur de Francia, un rezagado discípulo de aquel Gabriel Auclerc que, bajo el nombre de Quintus Nantius, quiso resucitar el antiguo paganismo en el tiempo de la Revolución francesa. Es un viejo con una florida barba, muy estudioso y admirador de Juliano el Apóstata, y ha reconstituido, como mejor pudo, las tradiciones de los sacerdotes flaminios. De cuando en cuando me pide que le conceda una vaca o un toro para los sacrificios, y se contenta en vez de un verdadero victimario, con uno de mis cowboys.

Al lado se halla el templo sintoísta (miya), cuadrado, según la tradición japonesa, y construido con maderas sagradas. En el interior hay únicamente el espejo de plata, símbolo del Sol, y el famoso Shintai, piedra redonda en la cual debe transferirse el mitama, es decir, el alma de Dios. Dos Kannushi se hallan afectados al templo, pero no pueden realizar, casi nunca, las procesiones del Shintai por falta de fieles.

He querido que no faltase tampoco un templo Zoroastriano. Es el más sencillo de todos: un recinto de piedra donde el sacerdote parsi —que me procuré en Bombay—mantiene siempre el fuego sagrado, tirando a él cinco veces al día madera de sándalo. Cuando el parsi ha hecho las plegarias, toma un poco de aquella ceniza y se la lleva a la frente, y nada más.

Al otro lado hay una minúscula mezquita musulmana del más puro estilo árabe del siglo X, con el mihrab de cara a La Meca. Un imán y un muezín, procedentes de Marruecos, repiten cada día las obligadas plegarias.

Y, finalmente, hay una minúscula sinagoga, imitación en pequeño de la de Amsterdam, donde un rabino rumano, pero de la tribu de Leví, provee en compañía de un hazzan de origen ucraniano, a las ceremonias indispensables.

Hay, por ahora, siete templos, pero no desespero de aumentarlos próximamente. Tanto más cuanto que no he conseguido hasta ahora hacer mi elección. Voy a menudo, cuando resido aquí, a la Avenida de los Dioses; asisto, el mismo día, a una y otra ceremonia y sostengo un poco de conversación, bien con el monje budista, que sabe inglés, bien con el rabino, bien con el francés sacerdote de Júpiter Máximo, o con el imán musulmán. Ninguna de estas religiones presenta aspectos que me atraigan, y descubro, en cambio, preceptos y dogmas poco adecuados para mí.

Un teósofo me ha aconsejado que reúna todas las imágenes de los dioses, incluso la de aquellos que ya no son adorados, en un gran templo único, y que llame a un ministro de la Iglesia Unitaria —o mejor de la Teosófica— para el ceremonial del culto colectivo. La propuesta no me desagrada —incluso porque representaría una importante reducción en los gastos—, pero por ahora prefiero tener separadas las varias religiones.

Intenté, hace dos meses, una empresa bastante atrevida: reunir en torno mío un pequeño concilio de dioses en carne y hueso. He sabido que viven, esparcidos por el mundo, algunos hombres que son venerados como verdaderas y propias encarnaciones divinas, y encargué a un amigo teósofo que invitase a algunos. Pero la cosa no ha salido como quería. El Dalai Lama de Lassa —que es el más célebre de esos dioses vivientes— no quiso ni siquiera recibir a mi emisario y comunicó su desdeñosa negativa por mediación de un simple lama rojo. ¡Y pensar que le ofrecía, por permanecer aquí una semana, una compensación enorme! El Buda viviente de Urga, en la Mongolia, se dejó traer hasta aquí, junto con el célebre Krishnamurti —encarnación divina que vive habitualmente en Adyar—, pero dos solos no me bastaban. Mi encargado consiguió descubrir, en un suburbio de París, el sucesor de aquel Guillermo Mondo, muerto en 1896, que se proclamó encarnación del Espíritu Santo a fines de 1836. También este menudito francés, que se hace llamar Guillermo III, pretende ser un verdadero dios. A estos tres añadí un ruso de Saratov, miembro de la secta de los Bojki (pequeños dioses), que afirma resueltamente ser una encarnación terrestre del Dios Padre, y un pequeño siciliano, sordo, que es considerado por sus discípulos como la manifestación definitiva del Espíritu Santo. Pero la conversación de estos cinco dioses no me ha sido de ningún provecho. El Buda viviente es un viejo alcohólico que sabe repetir únicamente, entre una y otra borrachera, la célebre fórmula tibetana: Om mani padme Hum! Krishnamurti se ha contentado con exponer, en tono hierático y en un mal inglés, algunas teorías confusas que se encuentran ya en los libros de Mrs. Blavatsky; el mujik se niega a hablar hasta que haya llegado no sé qué paloma divina; el siciliano se limita a recitar algunas de sus extravagantes poesías; y en cuanto al francés, no hace más que soltar los lugares comunes de las sectas protestantes que esperan la venida del Paráclito. Después de una semana de perder el tiempo y de aburrirme decidí expedir a los cinco dioses vivientes a sus países.

Y de este modo, aunque no haya ahorrado ni los dólares ni la paciencia, no tengo todavía una religión a mi modo, y no me atrevo a decir, hasta hoy, cuál sea la divinidad que más me conviene. ¿Si volviese un día u otro a la religión de mi madre, a la maorí? ¿No podrían ser Atua y Tangaroa los verdaderos dioses que voy buscando?

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La gloria

Palm Beach, 20 marzo

Pienso, desde hace algunos días, en la gloria. Me gustaría llegar a ser famoso; me gustaría aún mucho más que mi nombre quedase, por decenas de siglos, en la memoria de los hombres.

¿Es necesario haber nacido grande para sobrevivir en la historia? No lo creo. Pero es necesario, sin embargo, hacer algo enorme y singular, que no pueda ser olvidado.

Empresa ahora difícil. Todo ha sido ya hecho. Se ha ido a los dos polos; el Atlántico ha sido atravesado en vuelo; hay quien ha dado la vuelta al mundo en barca y quien la ha dado a la pata coja. Las gestas asequibles a los mediocres provistos de medios y de resistencia han sido realizadas. Los antiguos trucos me están vedados. ¿Escribir un poema? No lo conseguiría. ¿Gobernar un Estado? No me siento capaz; además no sería suficiente. ¿Crear una nación? ¿Y dónde están ahora los pueblos esclavos, las razas divididas? Tal vez en África, entre los negros: no me entusiasma bastante. ¿Hacerse caudillo de una revolución? ¿Y dónde? ¿Y por qué? Para semejantes aventuras se requiere un místico, un optimista, un poeta. Yo no amo a los hombres y no sabría con qué palabras levantarlos. ¿Ser un héroe en la guerra? La guerra ha pasado y cuando se desencadene otra seré viejo o estaré muerto. Y en las guerras anónimas, de aniquilamiento, no es fácil hacer el héroe de los monumentos, ni el inventor de las estrategias.

Se puede obtener la notoriedad momentánea con poca fatiga, con una extravagancia cualquiera, idiota o ingeniosa, pero no es eso lo que busco: desearía la gloria a la manera antigua —disfrute perpetuo—, la de un David, de un Sócrates, de un Newton, de un Napoleón.

Podría, como tantos imbéciles de esta época, bailar tres días seguidos, volar durante tres semanas, casarme con una china centenaria. ¿Y luego? Algunas líneas en los periódicos, una fotografía en las revistas ilustradas y, después de una semana, silencio y olvido.

Para hacer un gran descubrimiento soy demasiado ignorante; tampoco sé pintar ni componer música. Si regalase todos mis millones al primero que se me presentase, sería tomado no por un santo, sino por un prodigio o por un loco, y tal vez encerrado.

Queda el delito, pero también este medio de conquistar la fama es arduo y aleatorio. Si incendiase la central de Nueva York no me haría célebre como Eróstrato. Y sería un plagio vulgar que me costaría, probablemente, la libertad.

Sería preciso un delito monstruoso y original, que quedase en la memoria de la Humanidad como algo único. No tengo escrúpulos, pero tampoco fantasía. Inventar un delito absolutamente nuevo, después de tantos siglos en que los hombres se torturan y se asesinan, no está al alcance de todos. No bastan una inteligencia superior, la abundancia de dinero y la total falta de prejuicios: es preciso la intuición mágica de lo nunca visto, la potencia de un espantoso genio. Y esto son cosas que no se compran ni se improvisan. Sin contar que el resultado puede ser, en vez de la fama eterna, la breve popularidad de la silla eléctrica.

Podría intentar el camino opuesto: el del bien. Algunos santos, algunos filántropos, gozan de una fama duradera y de primera magnitud. Pero no me atrevo a verme entre los leprosos o a hacer una campaña para la redención de los salvajes. Mi amor por los hombres sería falso, hipócrita y por eso ineficaz. Mi instinto es hacer daño más que socorrer.

Y, sin embargo, no estoy resignado a la oscuridad definitiva, al hundimiento en el silencio. He pensado en comprar un descubrimiento o una obra maestra a un genio pobre, y apropiarme, con el fraude, la gloria. Pero un genio ya famoso no consentiría este mercadeo y, por otra parte, para reconocer un genio futuro entre los desconocidos, es preciso tener una especie de genio: por lo menos el de la profecía. Y éste, ¿no se vería tentado después a revelar su venta y desenmascararme? Sin contar que de un hombre grande se esperan nuevos y continuos milagros y yo no podría, por mí solo, producirlos.

¿Construir un monumento colosal y milagroso que pueda resistir los milenios y los cataclismos? Pero se haría célebre el nombre del monumento y el de los artistas que lo hicieran: solamente los eruditos sabrían el nombre del que lo pagó.

He consumido más de la mitad de mis años para conquistar la riqueza y me doy cuenta de que no es verdad aquello que me repetía, en San Francisco, mi primer patrón, Joe Higgins: todo se puede obtener en el mundo con una determinada cantidad de dólares. ¡Con todos mis millones no consigo divertirme ni tampoco hacerme célebre! Temo que, al fin, mi vida no haya sido más que un pésimo negocio.

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La industria de la poesía

New Parthenon, 27 mayo

He renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.

Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente nueva, y que no exigiese demasiado capital.

Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en “organizar” de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos.

Para mí no se trataba de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir, para esta nueva empresa, a skilled workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.

Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable para igual período de tiempo.

En los primeros meses ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los cinco obreros no la dejaban en paz; otro poeta me pidió una pequeña orquesta para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.

Transcurridos seis meses hice, como establecía el contrato mi primera visita al establecimiento de la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.

El primero que se presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés, disertador de la escuela Dada y que había sido pescado, naturalmente, en Montparnasse. Pequeño, moreno, calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de provincias.

—Nos recomendó usted, a mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado internacional. Je me flatte d’avoir réussi au delà de vos esperances. Usted sabe que cada lengua tiene su musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido. Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso, y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voilà mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous même.

Y al decir esto, Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa y una reverencia. El título de la primera poesía decía:

Gesang of a perduto amour

Y leí los primeros versos:

Beloved carinha, mein Wettschmerz
Egorge mon âme en estas soledades,
Muy tired heart, Raju presvétlyj
Muore di gioia, tel un démon au ciel.
Lieber himmel, castillo de los Dioses,
Quaris quot, durerà this fun desespére?
Δαμπάδα θείς, drévo zizni…

Mi ignorancia lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta Cocardasse.

—¿Tal vez no le parece equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia demográfica y política…

Comprendí que era inútil discutir con semejante imbécil.

—Continúe su trabajo —le dije—, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible de una amplia venta.

Despedido Cocardasse, fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de doscientos metros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla.

Parecía nacido del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin un revólver en el bolsillo.

—Aunque de pura raza germánica —comenzó diciendo Muttermann con aire solemne—, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice exactamente así: S’il est un homme tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans una page, toute una page dans une phrase, et cette phrase dans un mot, c’est moi. De este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico. El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa enorme de hierba y de flores.
»Mi vida es fidelidad a este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que debía contener no sólo mi Weltanschauung, sino de paso, la revolución histórica de la Humanidad en torno al mito central de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta, cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica, quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado de mis treinta años de fatigante forcejeo en el camino de la perfección.

Y al decir eso puso sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una elegante escritura bastarda, había esta palabra:

Entbindung

Nada más. El resto de la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi perplejidad.

—¿No encuentra usted tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de re-ligar), los abusos de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro aspecto del drama cósmico. Entbindung es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada, al fin, de los mitos y de las leyes Aquí está comprendida la doble respiración del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!

Los ojos de Muttermann comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.

El tercer poeta era uruguayo y procedía de la escuela ultraísta. Carlos Cañamaque era jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.

—Yo también —me dijo— he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad, un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo, este madrigal.

No pude menos de leer:

Lienzo, sombra, suspiro
Amarillas, misterios, desierto
Huella, palabra, doliente, Tiro
Faraón, corazón, labios, huerto.

Mi paciencia, puesta a prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.

—¿Y cree usted, señor Cañamaque —grité—, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!

El pobre Cañamaque bajó sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:

—Así han sido tratados siempre los descubridores de mundos nuevos.

Y dignamente salió, sin ni siquiera saludarme.

El cuarto poeta que se me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre los manos, por el terror de una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka, decían sus amigos.

—Señor Gog — comenzó—, no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.

Era un pequeño volumen encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba, en la parte superior, un título Lo demás estaba vacío.

—Vea —añadió Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación individual, un la para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera poesía, por ejemplo, se titula: Siesta del ruiseñor abandonado. Hay todos los elementos para la eflorescencia poética. La siesta le da la estación y la hora; el ruiseñor le evoca toda la música, todo el amor; y ese abandonado le induce a elaborar los temas eternos de la traición y del dolor. Reflexione algunos minutos sobre este título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente, gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.

No tuve ni siquiera fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado, que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto poeta.

La misma noche me marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi olfato en el business. Y comienzo a comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república. En este negocio he experimentado una pérdida de sesenta y dos mil dólares.

.

Visita a Wells

Londres, 17 mayo

H. G. Wells me ha tomado por un periodista.

—Nací —ha dicho en seguida, acercándome una poltrona de cuero— en 1866, en Bromley, en el Kent. Fui comisionista en un almacén de novedades, luego estudié biología; en 1886 fundé la Science Schools Journal, donde publiqué mi primer artículo, sobre Sócrates…

He tenido que explicarle quién era y que no deseaba que me repitiese a voces la biografía del Who’s Who, que ya conocía.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted?

H. G. Wells es un hombre gordo, seguro de sí mismo, que tiene el aspecto de un administrador de fincas rurales mejor que el de un escritor.

Bien alimentado y sano, su cara redonda y maciza parece que quisiera decir:

—¡Cartas a la vista! ¡Terminemos!

Nada de un poeta, nada de un soñador o de un metafísico Ha permanecido eternamente el vendedor de novedades. En vez de lazos y sombreros, comercia desde hace treinta años, con utopías científicas, últimas novedades noveladas, historias para el domingo, paradojas proyectadas en narraciones.

Tuve que decirle, para hacerle hablar, que iba realizando por Europa una encuesta acerca de la suerte futura de la Humanidad. Apenas la palabra futuro llegó a sus oídos, Wells se reanimó:

—Usted sabe —dijo— que la exploración y la previsión del futuro es mi especialidad y que nadie ha conseguido, en este país, arrebatármela. Inglaterra tiene en la sección de literatura tres altos empleados: un Bardo nacional, que es Kipling; un Clown nacional, que es Shaw, y un Profeta nacional que soy yo. Desde noviembre de 1901, es decir, cuando publiqué Anticipations, mi ocupación dominante ha sido la profecía. Profecías científicas, mecánicas, astronómicas, biológicas, políticas, militares, sociales; nada ha escapado a mi espíritu. Nada más alto puede emprender la mente humana. La religión, tanto la pagana con los oráculos, como la judaica con los profetas, se halla fundada sobre las profecías: el único fin de la ciencia, como han demostrado Ostwald y Poincaré, es el de profetizar. Mi gloria está en el haber impuesto triunfalmente la profecía en el mercado de la literatura.

La elocuencia de Wells se vio interrumpida por los timbres del teléfono.

—¿Cuántas palabras? —gritaba el poeta a su lejano interlocutor—. ¿Para qué día? Well, seis mil palabras, el 25 de mayo. Well, good bye! Se trata —dijo Wells volviéndose hacia mí— de una nueva profecía para la Westminster Gazette. Léala: le interesará. Puedo adelantarle la idea principal. Antes de que nuestro siglo llegue a la mitad, tendremos una espantosa guerra intercontinental que destruirá al menos las tres cuartas partes del género humano. La técnica de la guerra aérea y de la guerra química, que realizará nuevos y espantosos progresos en los próximos años, abolirá la distinción histórica entre combatientes y civiles. Las mayores metrópolis del mundo serán destruidas; las ciudades menores derrocadas y despobladas; los centros de alta cultura, incinerados y dispersados; las zonas industriales, aniquiladas. Cuando la guerra —mejor el suicidio en masa de los pueblos— termine por falta de gases y explosivos, no quedarán en el planeta más que pocas decenas de millones de seres espantados y famélicos, originarios de las regiones más pobres y menos civilizadas. Todos los intelectuales, los jefes, los ingenieros, habrán muerto, y los sobrevivientes semibárbaros no serán capaces de reconstruir, ni siquiera aproximadamente, la civilización que conocían tan sólo por el exterior. Las palabras capitales se habrán perdido; los secretos del poder y del saber serán ignorados u olvidados. Las bibliotecas que hayan escapado al incendio servirán a los que hayan quedado refugiados entre las ruinas de las iglesias y de las oficinas, para calentarse.
»Poco a poco los últimos utensilios se gastarán y los hombres no serán capaces de hacer otros. Las carroñas arrugadas de las máquinas destrozadas cubrirán los nuevos desiertos, pero nadie conseguirá descubrirlas ni copiarlas. Antes de que el siglo termine, las bandas de los que hayan escapado, impotentes para resucitar la obra de los muertos, se verán reducidas al estado salvaje. En las selvas, que habrán vuelto a surgir, en los campos incultos, se congregarán tribus sospechosas y hostiles que se lanzarán en busca de un poco de alimento. En menos de cincuenta años, Europa, orgullosa de su ciencia, y América, soberbia de su riqueza, estarán pobladas por clanes de neoprimitivos que habrán olvidado el florecimiento efímero de la civilización entre los siglos XVII y XX. Y entonces comenzará un nuevo, fatigoso, largo ciclo de la historia universal. Podrá ver mejor todos los detalles en la Westminster Gazette, último número de mayo.

Era una invitación a que me marchase. Apenas salí de la habitación, oí el repiqueteo apresurado de la máquina de escribir. Era Wells que comenzaba a redactar su profecía sesenta y siete.

.

(Sigue leyendo)

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Una respuesta a “Gog (V)

  1. Pingback: Gog (IV) | Periódico Irreverentes·

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