Fernando Morote

Víctor Raúl Haya de la Torre
.
.
.
Dicen que me gustan los jovencitos. Nada más falso. Burda mentira. Me gustan los hombres. ¿No tengo acaso mirada matadora? Sí, señoras y señores, mi personalidad avasalladora obró de inspiración para componer la Marsellesa Aprista.
Las lenguas viperinas de mis enemigos aseguran que Alan García no fue únicamente mi protegido. La lacra política del Perú, esa recua de celosos y resentidos mal nacidos, no ha podido echar por tierra mi prestigio. Sus mentes podridas sugieren que hay siempre un lado retorcido en lo que hago. Ninguno de ellos, sin embargo, ha sido capaz, jamás, de probarlo. No niego que la máxima “piensa mal y acertarás” contiene una dosis de verdad, pero disfruto dejándoles sembrada la duda.
No soy de derecha ni de izquierda. Pateo con las dos piernas. Mi actitud idealista y mi posición ecléctica, producto de mis estudios y contactos con genios de las ciencias, las humanidades y las artes, me enseñaron a tomar de cada sistema lo mejor y organizar un programa propio que, desde mi punto de vista, se adaptara a la realidad nacional.
A tal efecto, planteé y propuse la unión de recursos entre los países latinoamericanos para mantenernos independientes del yugo norteamericano y soviético, rehuyendo a la alineación (y subsecuente alienación) con las superpotencias. El término Indoamérica, acuñado en uno de mis discursos (que convocaban mítines apoteósicos en las calles de Lima, especialmente frente a nuestro bastión de la Avenida Alfonso Ugarte), no proviene de una casualidad o de un capricho. Pan con libertad en mi concepto significa colaboración y apoyo, lo que se contrapone directamente al sometimiento y la humillación.
He ingresado a la historia de la patria con los honores que me concede la lucha en favor de los trabajadores manuales e intelectuales, que son el eje de mi doctrina y por quienes me entrego en cuerpo y alma cada día de mi vida. Mis temporadas en la clandestinidad y las persecuciones de las que fui víctima han forjado mi carácter a sangre y fuego. Creyendo que me amilanaban, sólo fortalecieron mi temperamento. Como consecuencia, fundé el partido más emblemático del continente. La Casa del Pueblo, lejos de ser un lema barato para la propaganda proselitista, es un símbolo de sacrificio y unidad.
Mi labor en el campo social es reconocida en el mundo entero, aunque en el ámbito doméstico he sido satanizado de modo cruel y perverso. Les cuesta aceptar que el movimiento democrático que lideré a fines de los años 70 representó una sonora bofetada a los militares que se empeñaron en borrarme del mapa. La nueva Carta Magna que coronó ese proceso y firmé con orgullo sirvió para mandarlos de vuelta, con el rabo enardecido, a sus cuarteles.
Los peruanos, lamentablemente, entendemos todo mal. Peor aún: entendemos todo al revés. A los auténticos revolucionarios los calificamos de terroristas, y a los terroristas los consideramos revolucionarios. Una cosa es ser radical, otra muy diferente pasarse de imbécil.
He sido exiliado, encarcelado y asilado por varios Jefes de Estado —dictadores, por supuesto— a lo largo de tres décadas. Y nunca pude ocupar la silla de Palacio de Gobierno. La única vez que gané las elecciones, el tirano de turno se encargó de anularlas. Al final se conmovieron, viéndome viejo y acabado, y me nombraron Presidente de la Asamblea Constituyente. Premio consuelo para un tipo que pronto estiraría la pata. Sólo los perdono porque los quiero.
—

