Fernando Morote

César Vallejo
(1892-1938)
No soy raro porque soy feo, soy raro porque soy vanguardista. No soy inquietante porque soy anarquista, soy inquietante porque soy brillante.
Todos me alaban y se llenan la boca mencionando mi nombre, pero muchos ni siquiera pronuncian bien mi apellido. Escuché un día en la televisión a alguien hablando con gran pompa de César Vallejos, con S al final. Estuve a punto de levantarme para reventar el aparato a martillazos. ¡Qué indignación, carajo! Luego recordé lo que declaró, en una emisión de su programa semanal sobre libros, el insigne Luis Alberto Sánchez: “Si se olvidaron de Homero, si se olvidaron de Virgilio, ¿cómo no se van a olvidar de mí?”. Tenía razón el maestro. Me reí como un imbécil de mi propia e ingenua petulancia.
Eso, sin embargo, no es suficiente para justificar la aberración de ustedes arguyendo que yo también perpetraba horrores ortográficos. “Abisa a los compañeros” es una falla deliberada porque así estaba escrita la nota, advirtiendo del peligro a sus camaradas, encontrada en el bolsillo de Pedro Rojas, el humilde hombre de pueblo, asesinado por las huestes de Franco durante la guerra civil española.
Resulta irónico que haya fugado del Perú, amenazado con ser encarcelado por un delito que no cometí, me uniera entonces a la causa republicana en contra del monarquismo, y al pasar de los años me erigieran como el héroe de las letras peruanas, cuando en esa época nadie quería tenerme de vuelta, en Lima o Trujillo, por rojo. Déjenme decirles compatriotas, corazónmente, que ésas son cojudeces románticas e hipócritas.
Presten atención al vicio masivamente ejercido por la tropa de aspirantes y escritores peruanos que sueñan con imitar a Vargas Llosa. A ninguno se le ocurre emular, por ejemplo, a Ribeyro. Los laureles, el reconocimiento, la fama, el dinero los vuelve locos, les hace perder su identidad. Siendo yo un pobre diablo que murió en París con aguacero, pocos se percatan de la contundencia de mi prosa, el doble o triple de potente y candente que la del Premio Nobel.
Soy consciente de que mi poesía le parte el cerebro a la inmensa mayoría. Ésa es, precisamente, mi intención. La poesía debe consternar, expresando los sentimientos, las emociones, en una manera no corriente. En poesía no puede uno darse el lujo de ser simple y directo, como los narradores, porque se cae fácilmente en la superficialidad y la idiotez. El poeta tiene que ser astuto con las palabras, tiene que ser músico y escultor, tiene que ser danzarín y esgrimista a la vez. Es claro que eso no se aprende, se trae en las entrañas, pero hay que educarse y cultivar el talento para convertirlo en arte. ¿Acaso no han experimentado al leer mis textos una sensación mezclada de placer, desconcierto y perturbación? De eso se trata la poesía.
El vulgo ignora mi sentido del humor y me ve como un tipo huraño, taciturno, básicamente triste. Las mujeres que perseguí, y aquellas que me llegué a tirar, pueden dar testimonio de lo contrario. ¿Se han fijado en mi semblante mientras camino con Georgette por las calles de Madrid? Riquísima la francesita, 16 años más joven que yo, cómo nos revolcábamos a escondidas en los parques…La foto clásica que siempre circulan de mí, con el codo apoyado en el bastón y la cara reposando sobre la mano derecha, me la tomaron junto a ella en uno de esos paseos, que por lo general terminaban en polvo antes de regresar a casa. Sospechando de la posteridad a la que pasaría por mi obra, posé con expresión de poeta serio, profundo, contemplando meditabundo el horizonte.
Sí, hermanos, hay muchísimo que hacer. Me sigo preguntando ¿qué chucha esperan para empezar?
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