José Luis Barrera
Bodas en el cielo
Es 1972. Por las aceras de la Universidad de Chicago caminan dos mujeres. La primera tiene piel cobriza, viste un sari elegantísimo y da pasos inseguros apoyada en el brazo de su compañera, una estudiante rubia que luce a la moda.
La del sari tiene cincuenta y ocho años. Ha viajado varios kilómetros y aunque está emocionada, le asusta el futuro.
Su acompañante no para de hablar, le pregunta sobre la India, sobre el poeta Tagore, sobre su sari… Solo recibe monosílabos por respuesta.
En la carta de invitación a los Estados Unidos consta que la mujer del sari, la poetisa Maitreyi Devi, visitará el país para impartir conferencias sobre literatura hindú. Se trata simplemente de una excusa diplomática. Ella no atravesaría el planeta para hablar de poesía (sabe muy bien que esta no puede explicarse, debe sentirse). Su objetivo es cerrar un círculo llamado “Mircea Eliade”.
Con el paso del tiempo, él se ha transformado en un espectro en la vida de Maitreyi Devi. A veces parece que se esfuma pero, cuando ella menos lo espera, reaparece martillándola, implacable, con recuerdos.
Al rumano Mircea Eliade lo conoció en 1929 y ahora, luego de cuarenta y tres años, volverá a verlo lejos del río Ganges. Sabe que es un erudito, que está casado y que nunca respondió a los mensajes que ella le envió. Ambos han cambiado, pero comparten una historia a la que le falta un epílogo.
La estudiante rubia le señala una puerta. “Aquí es”. Maitreyi Devi tiembla. Su guía lo nota y, como Virgilio, casi la obliga a cruzar el umbral de una oficina a la que, paradójicamente, cientos de libros han quitado la luz.
Un hombre calvo permanece de espaldas a la entrada, mirando a través del único ventanal despejado. Maitreyi le hace un gesto a la estudiante para que se marche y, enseguida, el lugar estalla de silencio.
— No puedo atenderle hoy – dice Eliade al cabo de unos minutos –, estoy esperando a mi contador.
No la mira.
Maitreyi revela entonces su identidad, la misma que inspiró aquella novela escrita por Mircea Eliade en el año treinta y tres.
— Sé quién eres, lo que no entiendo es para qué viniste.
Su voz no es tan gélida como las palabras que pronuncia. Hierve de miedo.
— Quería verte para convencerme de que Mircea no ha muerto.
— Ha muerto.
Maitreyi hace un último intento:
— ¿Por qué no quieres mirarme? ¿Recuerdas que una vez me dijiste que no te interesaba tocar mi cuerpo, sino mi alma?
Eliade, con una pipa que parece un cuchillo entre sus dientes, se voltea, posando sus ojos sobre los de la mujer. No hay vida en ellos. Detrás de los lentes solo se puede detectar una mirada opaca y que apenas se mantiene viva por la fuerza del conocimiento. No hay amor, no hay luz.
Maitreyi Devi comprende, entonces, que fue un error aquel viaje y está a punto de marcharse, mas, él la sujeta del brazo.
— Prometo que pronto iré buscarte en el Ganges.
Ella no responde, Eliade está hablando de la muerte.
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Las aguas del Diablo
A Mircea Eliade lo unían con el profesor Nae Ionescu la amistad y la literatura.
El maestro nacido en 1890 era una eminencia en Metafísica y desde la Universidad de Bucarest, maravillaba a sus estudiantes con charlas magistrales sobre filósofos y lógica.
Futuros intelectuales de Rumania como el propio Eliade, Mircea Vulcănescu, Mihail Sebastian o Emil Cioran se convirtieron en discípulos incondicionales de Ionescu. En sus clases, les insufló ideas nuevas sobre arte y política cargadas de una versión local de Existencialismo.
Sus discípulos, cuando el profesor se hizo cargo de la sala de redacción del periódico Cuvântul, pasaron a formar parte de la plantilla y publicaron artículos de todo género, pero que apuntaban, en especial, al surgimiento del nacionalismo rumano y a un rechazo de los cánones académicos.
Los postulados del maestro de Metafísica se tornaron, con el calentamiento de la situación política internacional, en una fuerza incontenible, encontrando adeptos en un movimiento fundado en 1927 por Codreanu y que, pese a llamarse Legión de San Miguel Arcángel, es conocido solo como Guardia de Hierro.
Ionescu se convirtió en un apólogo de aquella ideología, cuyo motor era el cristianismo ortodoxo rumano y que para el año del Crac del 29 contaba con cerca de mil miembros.
Sus proclamas fascistas y religiosas pronto atrajeron a muchos jóvenes de distintas partes del reino, hartos de la crisis económica y de la falta de respuesta del rey y de los partidos tradicionales.
Ionescu y sus discípulos fueron acusados de reaccionarios, xenófobos y antisemitas (paradójicamente Mijail Sebastian era de origen judío), viéndose obligados a publicar en medio de un fuego cruzado.
En efecto, como sucede a menudo, las ideologías contradictorias comparten el odio y la izquierda radical reclamaba que el periódico Cuvântul, por culpa de Ionescu, solo admitía en sus filas a gente de derechas, mientras que estos se quejaban de que se publicaba a los de izquierda.
Mircea Eliade era un colaborador fiel. La admiración por su maestro hacía que siguiese escribiendo artículos aun cuando los pagos solían fallar por los problemas que afrontaba el periódico desde que el rey le declaró la guerra.
Sin embargo, en ese tiempo Eliade soportaba una crisis muy lejana de la política.
Sus múltiples lecturas lo habían hecho saltar de una disciplina a otra: Zoología, Literatura, Filosofía. En cada una de ellas, su tenacidad rayana en la neurosis, lo hacía convertirse en un experto, aunque lo dejaba en la incertidumbre sobre cuál era su verdadero camino.
Sentado en la buhardilla de su casa, leía durante horas, durmiendo apenas lo justo para no caer desfallecido y con la desesperación de aquel que busca respuestas.
Las conversaciones con Ionescu alimentaron en el joven intelectual algo incluso más exótico que el nacionalismo: la creencia de que el humano es un “homo religiosus”.
Eliade se percató de que Rumania era una suerte de puente entre Europa y Asia y de que el cristianismo a la rumana debía tener orígenes más ignotos que Grecia o Rusia. Sus ojos miraron hacia la India.
Con dirección a ese país partió en noviembre de 1928. Llevaba un visado inglés por tres meses, una beca del maharajá de Kassimbazar para estudiar con el sabio Surendranath Dasgupta y otra del Ministerio de Finanzas que no llegó sino mucho después.
Al abordar el barco, la política rumana adquirió para Eliade un tinte anacrónico, pero sus relaciones con intelectuales de la Guardia Hierro lo persiguieron hasta el fin de sus días. Él, en adelante, se limitará a responderles a sus críticos que “el filósofo debe vivir en el equívoco para que, a su muerte, sus exegetas se rompan la cabeza para explicarlo”.
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El vuelo mágico
La sed de conocimiento no le abandonó en la India. Dasgupta pronto comprendió que su discípulo europeo era muy parecido a él y trató de encaminarlo hacia áreas de interés mutuo.
Sin embargo, pese a compartir la tenacidad intelectual, Eliade se inclinaba por disciplinas esotéricas como el Tantra. En su espíritu luchaban la pasión por la carne y una desesperada búsqueda de misticismo.
Al principio, el rumano se hospedó en una pensión de indoingleses, compaginando sus estudios con escapadas a burdeles exóticos y bares de mala muerte. Las horas de descanso, por lo mismo, se volvían cada vez más escasas y su salud se resquebrajaba.
Dasgupta comprendió que era necesario llevarse a su discípulo a casa para evitar que las distracciones lo perdiesen.
Después de un viaje a la India profunda en medio de monzones, cocodrilos y fiebres, Eliade, disfrazado de bengalí, se instaló en la casa de su maestro. Pasaba sus días estudiando sánscrito, hindi, los clásicos de la literatura védica y tratados sobre tantrismo y yoga.
Aparte de Eliade y Dasgupta, vivían en aquella casa la esposa del maestro y sus hijos, entre los que brillaba una de dieciséis años, Maitreyi, quien era la aprendiz predilecta del poeta y premio Nobel, Rabindranath Tagore.
Dasgupta era muy riguroso en la educación de la muchacha. Se había empeñado en prepararla él mismo, lejos de los institutos educativos por considerar que ofrecían poco y la echarían a perder.
Los primeros días, la relación entre la familia del maestro y Mircea Eliade fue tibia. Para ellos, él era un sahib, un “blanco” extravagante capaz de convertir cualquier habitación en un búnker para estudios.
Mas, los constantes esfuerzos del extranjero por “vivir la India”, alejándose de ingleses y europeos, lograron que ganara el corazón de la esposa del maestro, quien terminó por adoptarlo como un hijo más.
La biblioteca de Dasgupta era un caos en el que los libros provenientes de distintas latitudes se mezclaban sin orden, pues el sabio los apilaba de acuerdo con sus intereses, transformándose aquello en un auténtico quebradero de cabeza para el que buscaba un tema específico.
Sugirió el profesor que, para sacarlos de la monotonía de sus respectivos estudios, hija y discípulo trabajasen juntos en un catálogo de la biblioteca.
Seis años de diferencia los separaban, pero sus intereses similares, los llevaron a alimentar una amistad que para Maitreyi era novedosa, al fin y al cabo, una hindú rara vez convivía tan de cerca con un extraño.
Para Eliade, aquella amistad era literatura. La poetisa de dieciséis años y él, un europeo de veintidós, cuadraban perfectamente como personajes de Las mil y una noches.
De todas maneras, al tiempo que él erotizaba a esa adolescente, la trataba con la condescendencia del intelectual del Viejo Mundo que cree que cualquier cultura distinta, sin importar su tiempo de existencia, es infantil e incongruente.
Las lecciones de Dasgupta iban de la mano con los paseos al lado de Maitreyi y, como siempre le sucedía a Eliade, su búsqueda intelectual se fusionó con su pasión amorosa, nutriendo la una a la otra de modo que un día no pudo resistirlo más y besando el brazo desnudo de la muchacha, le dijo:
― Yo no quiero tocarte el cuerpo, sino el alma.
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La noche bengalí
Dasgupta descubrió el romance entre su hija y Eliade por celos, pero no los suyos ni los de algún pretendiente de Maitreyi, sino los de su segunda hija, a quien las atenciones que recibía su hermana desesperaban hasta la locura.
Cierto día, Dasgupta ofreció una fiesta para presentar en sociedad a su hija mayor, hundiendo a la otra en una crisis nerviosa feroz. La celebración tuvo que suspenderse y la madre se llevó a la niña enloquecida al dormitorio mientras le oía quejarse de que nadie la amaba como a Maitreyi.
― Incluso el estudiante de papá la besa…
El romance de Mircea con Maitreyi y su familia se había terminado. Entre amenazas, el rumano fue expulsado de la casa de su mentor, quien le arrancó la promesa de no volver a cruzarse con su familia.
Al poco tiempo, Eliade emprendió su última aventura en India: a bordo de trenes y carretas llegó a Rishikesh, a orillas del Ganges y al pie del Himalaya. Allí, despojado incluso de su ropa hindú, se hizo anacoreta, tratando de exorcizar los demonios de la pasión y del arrepentimiento.
Los gurús que eran sus vecinos y que, como él, buscaban el camino a la iluminación con votos de silencio, hambre y sometidos a regímenes estrictos de meditación y yoga, le hicieron comprender que su destino estaba en otro lugar.
Tras meses de lectura de sutras y Vedas, volvió a enfundarse en un traje europeo, simbólica firma de paz con sus orígenes, para regresar a Rumania.
Se despidió de la India en diciembre de 1931. Como aventurero europeo del siglo diecinueve, iba acompañado de baúles llenos de antigüedades y libros, entre los que destacaba uno de tapa dura forrada con seda azul. Su autora era Maitreyi y en la última hoja se podía leer:
“Mircea, Mircea, le he dicho a mi madre que solo me has besado en la frente”.
Ella no lo supo entonces, pero el día que escribió aquella frase, se estaba transformando en literatura.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Mundo Diners de enero 2020