Helena Garrote Carmena

Algunas tardes -y si no tengo otra cosa que hacer- me acerco a una pequeña residencia donde se atiende a personas sin recursos, enfermas y solas. Es una forma como tantas de apaciguar la conciencia.
Hay un hombre que me llama especialmente la atención, aunque a él no parece importarle mucho mi presencia.
Tiene los ojos negros, grandes y profundos. Está en el inesquivable camino de regreso, de vuelta de todo antes de tiempo, y herido de muerte.
Me siento a su lado, tomamos un poco el sol y luego le acompaño durante la cena. Hablamos poco. No me gusta perturbar el dolor ajeno, lejos de reconfortar, a veces puede ser irritante. Podría caer de rodillas delante de él. Me rinde la dignidad de los vencidos
-Tienes nombre de rey.
Eduardo se sorprende de mi ocurrencia y me hace una mueca entre la burla y la risa. No le falta razón.
Puede que esta noche, cuando se acueste, recuerde mi tontada y vuelva a reír al verse presidiendo el Salón Real. Ojalá se imagine apoltronado en su silla de pan de oro, sienta el calor del armiño en sus hombros y el peso de su preciosa corona.
Ojalá se le llenen los ojos de bellas danzarinas que le agasajan le complacen y le sirven.
Ojalá que la realidad esta noche tenga su castigo y caiga muerta a sus pies, estrangulada con sus propias manos.
Ojalá sea el guerrero libertador de todas las tierras sometidas que habitan su cuerpo.
Un joven rey, bello y poderoso. Dueño y señor de su destino y sus pulsos por una noche, antes de volver a despertar. Ojalá.
