El buscador de almas (VII)

Georg Groddeck

XXI. LO QUE ES UNA CAMPANA. AGATHE SE MARCHA Y THOMAS JUEGA A LOS TRENES

Entretanto, Agathe había arrastrado consigo al todavía aturdido hermano. Una vez llegaron a la calle, él se detuvo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Que te has puesto en ridículo —lo increpó Agathe y le puso el sombrero, que ella había conseguido recoger al pasar a pesar de la prisa—. Te has puesto en ridículo tú y me has puesto en ridículo a mí.
—Ridí…, ridí…, ridículo. Pues sí, por supuesto. Pero no, ha sido el auditorio el que ha fracasado estrepitosamente. Esas mujeres hacen como si tuvieran un cinturón de castidad bien cerrado en lugar de un alma. Pero la gorda de la señora Walter, la de los brillantes, ella sí que me ha entendido. A plena luz del día, ante los ojos de todos, atravesó rápidamente la sala e hizo sonar la campanilla.

Agathe lo miró desconcertada.

—¿Qué quieres decir con eso?
—Tienes ojos y no ves, tienes oídos y no oyes nada. Supongo que sabrás lo que es esa forma abombada en cuyo centro oscila un badajo.
—De verdad que no te entiendo.
—El badajo era el buenazo de Willen, y la campana eras tú, y el hecho de que al badajo lo moviesen como era debido, hizo que a los nueve meses…
—¡August!
—¡… a los nueve meses resonase el tañido de la campanilla de Alwine!

Las cintas del sombrero de Agathe se erizaron, horrorizadas.

—¡Deberías avergonzarte!
—¿Yo? Esa noche, lo más probable, es que estuviese durmiendo tranquilamente.
—¡August!
—¡Cielos! ¡Caramba! ¡Rayos y centellas! ¡Maldita porquería!

Agathe se tambaleó en dirección a la pared, pálida por el horror.

—Me llamo Thomas.
—Sí, claro, bueno, Thomas, mantente tranquilo, la gente nos está mirando.
—¿Y qué? La gente, la gente… Aquí estamos hablando de sonidos de campana. Esa gorda comerciante de vinos deseaba fornicar en público, como las reinas de los hunos o como Absalón y las setenta concubinas de su padre, y dado que eso ya no está permitido por la policía, me ha marcado absalónicamente al agarrarme por el cogote, y las otras setenta mujeres, con los ojos fuera de las órbitas…

En ese instante se les acercó el profesor Kietz.

—¡Me alegra encontrármelo, señor Weltlein, su discurso fue sencillamente extraordinario! Eso de las clases privadas de los chicos y las chicas para que se prostituyan… Ejem… Perdón, apreciada señora, pero no hago más que repetirlo, el discurso de su señor hermano fue, sencillamente…
—Espeluznante —lo interrumpió Agathe.
—Sí, tal vez eso también, pero la verdad es que un estudio de esas importantísimas relaciones entre los sexos humanos no tiene por qué causar ningún daño, y en ese sentido el señor Weltlein tiene razón. Con los toques de campana la señora Walter se ocupó de que las palabras del orador fueran inolvidables.

Thomas estaba radiante.

—¿Lo ves? ¡Este hombre me entiende! Sí, él entiende el símbolo de la campana.

Kietz aguzó el oído.

—¿El símbolo de la campana?
—Bah, no es más que una broma de mi hermano. —Agathe cambiaba la posición del cuerpo de un pie a otro, temerosa.
—Ella recalca lo de la campana; pero escuche, ¡ya resuena en la torre!

Y, en efecto, en ese momento resonó la campana de la iglesia católica.

El profesor miró alternadamente a Thomas y a su atónita hermana.

—No entiendo del todo lo que quiere decir.
—La gente decente no puede entenderlo —habló Agathe—. No debe oír usted las tonterías que dice mi hermano.
—¿Cómo? ¿Tonterías? ¿Es que no oyes lo que nos dice el espíritu por boca de la campana? Tú misma eres una campana…
—No toleraré ni un minuto más tu falta de cordura.
—Sí, podríamos llamarlo «incordura», ya que en este caso no se debe tirar de la cuerda.
—¡August!
—¡Rayos y centellas!
—¡Cielos! ¡Caramba! —lo interrumpió Lachmann, que se acercaba en ese preciso instante.
—Maldita porquería —dijo Thomas, acabando la frase—. ¿Conque todavía te acuerdas de mis cánticos en la iglesia en épocas pasadas? Es muy amable de tu parte. Pero ahora piensa en las horas y presta atención al símbolo.
—Si tuviera usted por fin la bondad de aclararme lo relacionado con ese símbolo, pues yo no encuentro nada especial en esos tañidos —dijo Kietz, estirando la cabeza de tal modo que la chistera estuvo a punto de caérsele mientras miraba fijamente hacia el campanario.

Thomas lo cogió por el brazo, alzó su mano y señaló con el dedo hacia arriba.

—¿Qué es lo que ve? —le preguntó.
—Un campanario y una veleta en lo alto, con un gallo.
—Eso es. Ahí está, erguido, descollante, señalando hacia el cielo de las alegrías, y debajo está la iglesia, la novia.

El profesor retrocedió dos pasos, abrió los ojos de par en par y amagó con protestar:

—Es increíble, increíble. Eso tendré que restregárselo en las narices al párroco, es increíble.

Agathe estaba como petrificada, y ni siquiera oyó cómo Lachmann le susurraba al oído:

—Llévate a tu hermano, de lo contrario ocurrirá una desgracia.
—Increíble, sí —exclamó Thomas—. La verdad es siempre increíble. El seno de la iglesia…

Kietz, de repente, atravesó la plaza con paso impetuoso, en dirección al clérigo con el que había tenido hacía poco aquella conversación sobre la educación, en la taberna de Lord.

—Venga, señor cura —dijo—. Ha usted de oír lo que el señor Weltlein tiene que decir sobre la iglesia. —En ese momento metió la mano bajo el brazo del sacerdote y lo llevó hasta la acera donde Thomas, con los brazos extendidos, intentaba apartar de sí a Lachmann y a Agathe, que trataban de llevárselo a la fuerza. Lachmann dejó caer las manos.
—Ahora ya nada se puede hacer. El cura no le va a perdonar ni siquiera a un loco como él esas blasfemias contra la iglesia.

Resignado, se apoyó contra la pared de la casa, con los brazos cruzados, e hizo como si no le importara en absoluto aquella historia.

Agathe sostenía aún el brazo de su hermano y, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas, empezó a gritar:

—Basta ya, August, basta ya.

En medio de las solemnes reverencias con que tuvo lugar la presentación del párroco Adam, Thomas, cuyo discurso había quedado interrumpido por la marcha precipitada del profesor, y cuyos carrillos estaban inflados de ideas todavía no expresadas, como si fuera su turno ahora de hacer sonar las trompetas del Juicio Final, estalló:

—El seno de la iglesia, a través del bautismo, concibe al hombre como hijo de Dios. La iglesia es la novia ideal, la siempre fecundada madre de los creyentes. Desde la pila bautismal hasta el altar (el altar del amor, dicho sea de paso), cada piedra que sostiene y forma la bóveda erguida sobre columnas, cada capilla, cada ventana, el ábside, la cripta: he ahí la maternidad. El campanario lo indica, la campana lo anuncia, el gallo dorado de la veleta canta a los cuatro vientos el misterio del matrimonio de Dios. La forma de la iglesia, su arquitectura, su decorado no son cosas casuales, no son inventos del arte, y mucho menos son formas del desarrollo lógico de la historia, como nos enseñan los sosos libros de trivialidades estéticas; tal y como es la iglesia, así tenía que ser, ella expresa con perfecta armonía lo que es. ¿Acaso no es así, señor párroco?

Los pies de Kietz se habían colocado espontáneamente en la quinta posición del ballet, el derecho garbosamente sobre el izquierdo, y en la rojiza barba, con la cabeza algo inclinada, jugueteaba una de sus manos, enfundada en un guante de color amarillo claro, mientras que el brazo se apoyaba en la otra mano y sus ojos miraban mefistofélicamente por encima de las gafas hacia el clérigo.

Éste, sin embargo, respondió amablemente.

—Bueno, podría expresarse más o menos así, y el hecho de que haya una coincidencia entre la idea y la forma de la iglesia no se debe al azar, tampoco es consecuencia de un proceso de evolución humana, pues todo el que entra en la casa de Dios lo siente, y mucho más yo, que entro a diario, y veo cómo se revela el misterio de la armonía de las formas en la construcción.

El profesor se volvió entonces hacia Lachmann, que seguía apoyado contra la pared, malhumorado, cuya excitación sólo se revelaba de vez en cuando por algunos breves golpecitos del bastón.

Thomas había dirigido la mirada hacia su amigo:

—Imagino que quieras pegarme. Vosotros, los médicos, sois sádicos natos, verdugos simbólicos, tiranos y preparadores de venenos, pero no pienses, viejo amigo, que puedes domesticar el hervidero de ideas de Weltlein con esos insinuantes golpes de bastón. Estoy preñado de ellas desde hace tiempo, y retenerlas sería tan estúpido como querer ponerle un tapón en la vagina a una parturienta.

Agathe intentó llevárselo.

—Deberías sentir vergüenza —le gritó—. Decir tales cosas en plena calle.
—¿Es que nunca has oído hablar de partos prematuros en plena calle o en un carruaje? A la comadrona no le preocupa que llevéis traje de domingo o camisón. Y no dudo que el señor cura, al que miras tan temerosa, se orinara en los pantalones cuando era niño (lo cual es también, en cierto modo, un parto precipitado).

El clérigo asintió con una sonrisa entre amable y árida; la situación empezaba a ponerse incómoda.

—¿Y no ves cómo las señoras salen ahora en torrentes del instituto? ¿Qué es una casa, sino un útero?

El párroco Adam miró de reojo a la multitud de mujeres parlanchinas con la esperanza de encontrar entre ellas algo que le diera un pretexto para largarse, mientras que Kietz se le había acercado de nuevo y lo sostenía por la manga.

—La humanidad —continuó Thomas con tono triunfante— jamás hubiera tenido la idea de construir una casa si no hubiera visto lo seguro que se encuentra un niño en el vientre materno. Las casas no se inventaron para protegernos de la lluvia y la nieve, de las fieras y los enemigos, fue Eros quien forzó al hombre a construirlas. Se trata de una sencilla imitación del órgano reproductor femenino, ¿no es cierto, profesor Kietz? Surgida por fuerza, como la cámara fotográfica, que es una imitación del ojo, o los puentes de hierro, copias de la estructura ósea. El lenguaje preserva los orígenes de esas palabras. Atrio, vestíbulo llamaban los romanos a la entrada de la casa, y así llamamos nosotros a la entrada a la mujer, y un impluvio es lo mismo antes que ahora. La iglesia…

El párroco Adam se había liberado del agarre del profesor, pero Thomas detuvo al que se marchaba con prisa por un extremo de la túnica.

—… no es, en su arquitectura, algo tan nítido como el templo judío, porque allí tiene usted, entre el templo y el sanctasanctórum una cortina a través de la cual sólo puede pasar el sumo sacerdote…
—Ahí va tu chinche, Thomas —lo interrumpió Lachmann, señalando a Keller-Caprese, que pasaba por allí en ese momento, camino tal vez de alguna taberna. En medio de la frase, el escéptico profeta se interrumpió y, con pasos largos, salió en pos de su chupasangre, mientras el cura, observando el extremo de su túnica sin decir palabra, caminaba hacia la derecha. También Kietz se despidió escuetamente. Lachmann cogió del brazo a su prima, que parecía más muerta que viva, y se la llevó consigo a casa.

Un cuarto de hora más tarde apareció también Thomas. No prestó atención a la mirada de reproche de su hermana, una mirada que, normalmente, hubiera puesto de rodillas a cualquier otro, pues estaba impregnada de una ira divina; y antes de que Lachmann pudiera abrir la boca —un Lachmann con la cabeza erguida y las manos a la espalda, con lo cual insinuaba no menos claramente que antes, con sus golpes lanzados al aire, lo que deseaba hacer en su fuero interno—, Thomas ya había puesto sobre la mesa una tarjetita blanca, se había sentado delante de ella con la cabeza apoyada sobre ambos brazos y se había sumido en la contemplación del dibujo allí trazado.

—Es cierto —dijo, dirigiendo su mirada primero a la hermana, luego al primo, y añadiendo—: ¿Acaso no es cierto?

Esas palabras, a tantas millas de distancia de lo que preocupaba a los otros dos, le recordaron a Lachmann el estado de aquel loco. Entonces dio un paso al frente y miró a su amigo por encima del hombro.

—Mi tarjeta de presentación —dijo Thomas, mirando a su primo con ojos desafiantes. Agathe también se había acercado, y ambos exclamaron con el mismo asombro:
—¡¿Tarjeta de presentación?! Bueno, es difícil de entender, más bien parece, en realidad, un acertijo con imágenes.
—Eso me alegra —dijo Thomas—. El mundo es difícil de entender, y también está lleno de acertijos, pero ahora, adivinad.

Agathe sacó sus gafas de un estuche de plata que le colgaba del cinto, se las puso tranquilamente, de modo que Thomas empezó a dar golpecitos con los dedos sobre la mesa, irritado, hasta que ella dijo por fin:

—Esto parece un hacha rota y lo otro parece un pequeño globo terráqueo, pero sigo sin entender.
—¡Bravo!
—Esto es absurdo —continuó ella, con tono venenoso—. Una tarjeta de presentación así no es tal. Vete hasta la papelería más próxima y haz que te impriman «Thomas Weltlein» en una tarjeta, así toda persona razonable sabrá quién eres.

Thomas la miró con expresión burlona.

—¿Es que no sabes leer? ¿No ves que lo que dice ahí es, precisamente, Thomas Weltlein? —A Thomas le satisfizo ver cómo su hermana intentaba de nuevo descifrar alguna letra sobre la cartulina—. Deberías regresar a tus calderos, ese mundo de Bäuchlingen es el que encaja contigo. Y tú, medicastro obnubilado por la anatomía, la fisiología, la química y la bacteriología, ¿tampoco tú puedes ver lo que está escrito ahí, en caracteres Keller-Caprese y Weltlein?

Lachmann, con incomodidad visible, golpeó el suelo con la punta del pie derecho.

—El globo terráqueo significa Weltlein, pero el hacha rota con la «s» detrás…
—¡Vamos, suéltalo!
—Puede que signifique Thomas.
—Puede, amigo mío, pero ¿cómo? ¿Cómo?

Lachmann se encogió de hombros.

—Os lo explicaré; lo que preferís llamar un hacha… Tú también puedes escuchar, Agathe… no es un hacha, sino un tomahawk. Si quitas la última sílaba y añades una «s», tienes Thomas. ¿Qué te parece?
—¡Estúpido!
—¿Lo ves? Yo también lo veo así. Y por eso es tan genial; infantil, ingenuo, natural, primitivo, casi como de la edad de piedra, sin más. Sí, y en medio del tomahawk, ¿no lo notas? —y añadió, susurrando—: El nuevo mundo.

Lachmann asintió.

—Y la paz —añadió.

Thomas lo miró con ojos inquisitivos.

—¿Tú también tienes chinches? —preguntó.
—¿Por qué? ¿Porque entiendo tu idioma? No. Sólo estoy acostumbrado, por mi profesión…
—Por favor, deja ya lo de tu profesión. Tienes un oficio que, además, apesta. Mantener vivas a las chinches, para que sigan chupando. Porque los enfermos son…
—… chinches —dijo Agathe—. Sí, y porque tú estás enfermo, porque estas sandeces y estas cosas tan ordinarias y repelentes sólo se dicen cuando uno está enfermo… Así que lo que tienes que hacer es ir a casa y meterte en cama. —Agathe puso un dedo con energía sobre el tablero de la mesa, como si en ese instante estuviese rematando a uno de esos bichos.
—Sí, claro, en tu inmunda casa llena de chinches —se burló Thomas, regodeándose en la manera en que su hermana, a causa del susto, encogió el dedo redondo y algo corto—. Y en esa cama se meterá también la chinche, y tú vas a desinfectarme luego de esos sucios espíritus con petróleo, hasta que esté empapado con esos santos óleos, para luego hacerme renegar de Dios, como habéis hecho San Pedro y tú.

Agathe miró malhumorada al silencioso Lachmann, que estaba allí sentado, echado hacia atrás, entrechocando sus dedos extendidos, al tiempo que observaba atentamente el gesto. Apremiado de ese modo, se inmiscuyó en la conversación.

—¿Cómo es eso de que Agathe ha renegado de Dios?
—Renegó del bueno de Willen.
—Yo siempre he reconocido la buena voluntad —exclamó la mujer—, pero tú no tienes ninguna.
—No es eso lo que estoy diciendo, tú renegaste de tu prolijo Willen, el señor con el que te casaste, y al ver el gallo renegaste de su gallo, hace un momento, en plena plaza del mercado.
—No entiendo qué quieres decir con lo del gallo. —Agathe hablaba con los labios y la boca fruncidos, y cada sílaba sonaba santurrona, dulce, extraña, como si hablara a través de un tubo. Casi estaba morada por el esfuerzo.
—Si no recuerdas lo que llamábamos, cuando éramos niños, pajarito, pollito, gallito o gallito Pito, tendré que pasar un telegrama a nuestra comadrona para preguntarle.

Agathe no se atrevió a decir nada más. Con los labios fruncidos y entreabiertos, se quedó allí de pie, jadeando.

Lachmann se había puesto de pie de un salto, temblando de ira.

—¡Ni te atrevas! —le gritó a su amigo.

Thomas ni se inmutó.

—Ella debe regresar a casa. No entiende que el gallo dorado de la veleta en la iglesia es el mismo pollito dorado del niño, o más bien no quiere entenderlo. Entretanto, su hija se promete y ella ni se ocupa. Pero ten cuidado, Agathe, también un gallo clerical puede hacerse, en un descuido, con el cotarro.

Agathe se hundió en su silla.

—Qué vergüenza, qué vergüenza —balbuceaba.

Lachmann había cogido a Thomas por el cuello y lo sacudía como si estuviera clavando una puntilla en la pared con la cara del primo.

—Te retractarás de inmediato —le gritó, jadeante, y al hacerlo parecía haber cambiado la estufa por Agathe, por lo menos empujaba a ciegas al impertinente hacia el rincón de la estufa. Entonces Thomas, asustado y casi asfixiado, se lanzó hacia atrás con todo el peso de su cuerpo; el pequeño Lachmann se desplomó bajo la inesperada carga y, alzando una mano en el aire, cayó también hacia atrás, sepultado bajo el amasijo de carne de su primo.

Agathe se acercó de un salto.

—¡August! —gritó.
—¡Cielos!
—¡Caramba! —sonó la voz de Lachmann, medio ahogada, bajo el cuerpo de Thomas.
—¡Rayos y centellas! —dijo Agathe en un momento de iluminación.
—¡Maldita porquería! —completó Thomas el dicho, entre risas, y se sentó erguido, mientras Lachmann intentaba en vano levantarse apoyándose en los codos —. Siéntate en mi regazo, hermanita, y así seremos Santa Ana entre los tres.

Con la ayuda de Agathe, Lachmann consiguió levantarse a duras penas y se sostuvo, bufando, la redonda barriga.

—Tienes una barriga grasienta e indecente, Thomas, debes hacer ayuno.

Weltlein continuaba sentado en el suelo, con callada satisfacción.

—¿Barriga? ¿Grasienta? —preguntó asombrado—. ¿Crees que esto es grasa? Ya oíste antes a las mujeres decir que estoy embarazado, embarazado de espíritu.
—Ah —replicó Lachmann, tapándose la nariz—. Entonces es uno de los hijos de tu espíritu el que ha ensuciado ahora los pañales.
—Por supuesto, ¿acaso no has oído el estruendo con el que ha saludado al mundo? Por cierto, tenlo en cuenta, sabio doctor, un hombre nunca engorda, salvo por su anhelo de tener hijos.

Agathe se sacudió de la risa, pero parecía moralmente indignada.

—Los dos sois unos cerdos. De ti, Lachmann, bueno… Pero de ti no lo habría esperado, Thomas.
—Y yo habría esperado —respondió él, poniéndose en pie de un salto— que tú leyeras por fin la carta de Alwine.
—Dios mío, la he olvidado por completo. —Agathe se puso de pie rápidamente y buscó en su bolso, que, como de costumbre, no estaba en su sitio. Esta vez se encontraba sobre la silla de Lachmann, y mientras los dos hombres se sacudían el polvo mutuamente, ella repasó al vuelo la carta, dejándola caer de inmediato; acto seguido cogió el sombrero de la mesa y se lo puso.
—¿Qué pasa? —preguntó Lachmann, preocupado, mientras Thomas cogía la carta y la leía.
—Tengo que regresar de inmediato a Bäuchlingen —dijo, atándose las cintas del sombrero—. Alwine se ha prometido.
—¿Qué?
—Te lo dije —dijo Thomas, triunfante—, ¿y sabes dónde se ha prometido, Lachmann? En una capilla, en la capilla de Santa María Auxiliadora. ¿Acaso eso no es contagio? Una chica joven, un clérigo, una capilla, ¿acaso puede imaginar alguien que no se comprometan? Sí, date prisa, de lo contrario María la auxiliará demasiado —le gritó Thomas a su hermana, que se alejaba a toda prisa—. Bien, nos hemos librado de ella.

Lachmann sacó el reloj, y siguiendo una vieja costumbre, dio un golpecito al segundero y dijo:

—No sale ningún tren antes de esta noche, de modo que estará aquí de nuevo dentro de media hora.
—Conoces mal a mi hermana; se sentará en la sala de espera, protegiendo el estuche de su sombrero, y no se moverá del sitio hasta que parta el tren. Ha prescindido durante mucho tiempo del juego de los trenes, como para no aguantar un par de horas de incomodidad con tal de ver entrar la locomotora haciendo «¡Chuchu!». —Thomas se plantó en medio de la habitación, se llevó los codos a ambos costados y empezó a hacer como una locomotora: «Chu-cu-chu-cu-chu-cuchu », jadeando, echando los brazos hacia delante, moviéndose por el recinto de un lado a otro.

Lachmann sostenía aún el reloj en la mano y giraba su enorme cabeza hacia la derecha y hacia la izquierda, siguiendo con la mirada a aquel niño grande.

—Si quisieras hacer de guardavías —le dijo Thomas al pasar—, tendrías que agenciarte una bandera roja.

Lachmann metió la mano libre en el bolsillo y blandió en el aire un enorme pañuelo.

—No, blanco no sirve.
—No tengo ninguno rojo.
—Podrías sangrar un poco por la nariz.
—¡Berlín, bajen todos del tren! —gritó Lachmann, guardando el pañuelo y el reloj e incorporándose—. Eso, por cierto, sería una idea genial, lo de irnos los dos a Berlín.
—Sí, sí —dijo Thomas—; pero, dime, ¿por qué es tan desagradable el sangrar por la nariz?
—Porque caen gotas, y mancha, es incómodo.
—¡Qué simplón eres! —exclamó Thomas—. Sangrar por la nariz es algo contra natura. La nariz es un órgano excelente, exquisitamente masculino, y sangrar es algo exquisitamente femenino, por eso sangrar por la nariz tiene una naturaleza hermafrodita. Bien, mañana podríamos viajar a Berlín. Pero te recomiendo que hasta entonces hagas algunos estudios sobre las locomotoras, en las que se ocultan secretos divinos. Con Agathe, como ves, he tenido razón. No volverá.
—En mi condición de primo galante iré hasta la estación y le daré de comer y beber. —Lachmann estaba ahora de pie delante del espejo, poniendo orden en su vestimenta, deshecha a raíz de la caída, y se marchó con estas palabras—: Podemos encontrarnos dentro de un cuarto de hora en el Löwe.

Thomas sólo asintió. Tenía ante sus ojos la tarjeta de presentación y garabateó algo sobre ella.

Agathe, en efecto, estaba sentada en la sala de espera. Sobre el regazo tenía un bolso de mano, con la mano derecha sostenía la sombrilla y con la izquierda protegía la sombrerera: «Por si aparece algún ladrón», dijo.

Cuando más tarde Lachmann tuvo ocasión de contarle a su primo cómo había encontrado a su hermana, Thomas sólo soltó una carcajada.

—Eso le hubiera venido bien, toparse con un ladrón. En la sala de espera de la estación, trenes, equipaje de mano, un ladrón, ni la viuda más decidida podría resistirse a esa tentación.

Ni en el Löwe ni en ninguna otra parte se encontraron los representantes de la nueva era. Agathe viajó y, a pesar de los ladrones, todavía llevaba consigo su bolso de mano, su sombrilla, su caja del sombrero, y no había vuelto a ver a su hermano; tampoco el plan de Lachmann de viajar al Berlín se concretó. Thomas había desaparecido, sólo había dejado la tarjeta de visita, sobre la que había hecho un dibujo que, según explicó más tarde, era un caballo desbocado, mientras que Lachmann afirmaba que era un asno y una desvergonzada alusión a su persona. Muchas semanas después, Lachmann, gracias a una carta, tuvo motivos para buscar de nuevo a su amigo desaparecido.

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XXII. DOS SEÑORAS, ¿NO ES CIERTO? Y EL GOLPE A LA MANZANA DEL PARAÍSO

En cuanto Thomas supuso que Agathe había abandonado la estación de ferrocarriles, se apresuró a ir hasta allí y, en compañía de Keller-Caprese, que lo esperaba, se subió al tren en dirección a Berlín. Estaba contento, como un escolar, por haber conseguido eludir a sus dos cuidadores, y para expresar ese contento se sentó en las piernas de su compañero de viaje, lo que le deparó una amonestación del controlador, hombre de severo talante prusiano, para que se comportara decentemente. Ya pensaba replicar diciendo que estaba jugando con su amigo a la mamá y su hijo —algo, por demás, inverosímil, teniendo en cuenta el enorme bigote de Keller-Caprese, sus manos peludas y el grueso puro que sostenía entre los dientes—, pero en ese instante una dama echó una ojeada al compartimento desde el pasillo y, con ambas manos extendidas a modo de saludo, se acercó presurosa a Keller-Caprese con estas palabras:

—Pero no. ¡Cuánto me alegra encontrarle aquí, estimado maestro!

Thomas se levantó presuroso, y mientras el pintor, con bien fingido asombro, le besaba la mano a la dama y le susurraba: «Ya me temía que no vendría», Weltlein se dedicó a ayudar a una joven criatura de vestidos demasiado cortos y carita de ángel con carrillos redondos e infantiles a poner el equipaje de mano en la red situada encima.

—Es un placer verlas a usted y a su hija después de tanto tiempo, señora Von Lengsdorf. Espero que vaya como nosotros hasta Berlín.
—Por supuesto, por supuesto —dijo la mujer, sonriendo al controlador mientras le mostraba el billete, con una sonrisa tan encantadora como la dedicada al artista—. Quiero enseñarle un poco la capital a la pequeña e introducirla en sociedad. La princesa Pless me ha pedido desde hace tiempo que llevase a la niña conmigo, y el príncipe Viktor nos ha conseguido entradas para el baile anual. Allí la presentaremos a Su Majestad. ¿No es cierto, Helene?

Thomas, que en ese momento intentaba colocar arriba una carga de sombrillas, miró con la cabeza algo ladeada y a través de sus brazos extendidos a la joven muchacha, resopló lentamente a través de los labios fruncidos y se mostró tan pícaro en sus afectadas muestras de cortesía que la señorita, en un primer momento, se ruborizó muchísimo, para luego mirarlo directamente y sonreírle con familiaridad.

La señora Von Lengsdorf, cuyos enormes pendientes de esmeralda parecían incitar a cualquiera a que admirara sus atractivas orejas, echó una ojeada inquisitiva a Keller-Caprese y luego, tras las felices presentaciones de rigor, le extendió su mano al solícito Weltlein como si viera a un viejo amigo después de mucho tiempo de separación.

—Su amigo Lachmann me ha hablado de usted, ¿no es cierto, Helene? Vive usted en Bäuchlingen. Una ciudad pequeña y preciosa, ¿no es cierto? Muy bien situada. Seguro la recuerdas, hija; Bäuchlingen, con aquellas lindas vistas desde la montaña, ¿cómo se llama? Tú lo recuerdas, ¿no, hija? Burg…
—Ah, se refiere usted a Lügenburg, ¿no? —la ayudó Thomas, acompañando ese invento de su fantasía con una risa satisfecha que le sacudió la barriga.
—Eso es, eso es —dijo Helene, mezclándose en la conversación—. Ahora sí que lo recuerdo bien. Estuvimos arriba, visitando al conde Andor. Todavía lo veo trepando por el pretil del muro para coger una campanilla —añadió, mirando con sus ojos inocentes y soñadores hacia el pasado—. Sentí un miedo horrible de que pudiera caerse, y el abismo abajo era…
—Ah, sí, el bueno de Andor —dijo la señora Von Lengsdorf—. Hubiera dado su vida con tal de depararte una alegría, ¿no es cierto? —comentó, y al hacerlo acarició la mejilla de su hijita, dejando entrever una valiosa pulsera—. Usted también debería ir alguna vez a Bäuchlingen, querido maestro —dijo, dirigiéndose a Keller-Caprese.
—Es una idea deliciosa —exclamó con júbilo la jovencita—. Deberíamos encontrarnos todos allí y tomar café en el Lügenburg.

La señora Von Lengsdorf estaba a punto de levantarse el velo tras el cual ocultaba algunas arrugas, pero se detuvo, perpleja, en medio del gesto.

Thomas le hizo un gesto amable y le dijo:

—Tengo que hacerle un cumplido, estimada señora; o mejor dicho, tendría que hacerle varios. Usted posee todo lo que uno puede pedir en cuanto a perfección en una mujer, ¿no es cierto? Belleza, gracia, amabilidad; y también la señorita, su hija, ¿no es cierto? Pero, sobre todo, ha educado usted muy bien a esa niña. Le ha dado lo que usted ya posee en gran medida y que ahora se ha desarrollado en su hija hasta la perfección, ¿no es cierto, Keller-Caprese?

El pintor se sentía incómodo, y sólo asintió, mientras que la señora Von Lengsdorf se inclinó complacida ante su interlocutor y, mostrándole sus lindos dientes, le dijo:

—Sí, me he esforzado con la niña, pero no sé qué es lo que resulta tan estupendo en mí y que se ha desarrollado hasta la perfección en mi hija.
—El amor a la verdad, estimada señora.

La señora Von Lengsdorf le extendió su mano de nuevo.

—¡Qué hermosas palabras!

Helene, en su inocencia infantil, se sonrojó, mientras que Keller-Caprese casi se traga el puro al metérselo en la boca casi hasta el gaznate con tal de no reírse a carcajadas.

Thomas tomó la mano de la dama y, con desenfado, tomó también la de Helene y dijo:

—Verá usted. Cuando otras personas mienten, intentan ocultarlo; pero usted, estimada señora, cuando miente, al añadir a sus palabras esas interjecciones como «¿No?» o «¿No es cierto?», nos presenta el colmo de la sinceridad, ¿no es cierto?

La señora Von Lengsdorf se sintió cohibida por primera vez en su vida e intentó retirar la mano.

Thomas, en cambio, continuó imperturbable:

—¿He dicho el colmo? Pues sí, a eso ha llegado la señorita Helene. Cuando ella dice algo, sea lo que sea, aun cuando no añada el «¿No es cierto?», uno la cree. Esos rasgos puros e infantiles no pueden mentir; pero ella se sonroja y pestañea, y entonces uno sabe que siempre miente.
—Señor mío, esta ofensa… —La señora Von Lengsdorf estaba ya a punto de echar por la borda el plan que había acariciado con Keller-Caprese, pues no se sentía preparada para aquella situación, pero Thomas acudió en su ayuda.
—Perdóneme, no pretendía ofenderla, todo lo contrario: la admiro. No considero que la mentira sea un vicio, sino un pilar fundamental de todo lo bello, noble y magnífico. Enseñar a los hombres a mentir debería ser la meta de toda educación. Sería mucho más razonable castigar a un niño cuando, por casualidad, dice la verdad, en lugar de pegarle por mentir. De ese modo se le ahorraría a la criatura ese conflicto terrible, de desoladoras consecuencias, que surge cuando a los padres se les permite mentir (y mienten), mientras que el niño está obligado a decir la verdad. Si suprimiéramos del mundo la mentira no nos quedaría nada. El Estado, el comercio, la ciencia, la religión…, ¿qué son sino mentiras? ¿Y qué me dice del arte? Keller-Caprese puede atestiguarlo: él le dice al mundo que pinta, pero sabe que miente.

Helene ardía en deseos de partirse de la risa en la cara de los otros dos oyentes. Se había quitado el sombrero y estuvo jugueteando con él hasta que se le resbaló del regazo y rodó por el suelo. Cuando se puso de pie y se agachó, a Thomas, ante la peligrosa cercanía de sus dos hemisferios terráqueos, se le ocurrió una idea descabellada.

—Espera —exclamó y, alegremente, le estampó una nalgada a la chica.

La señora Von Lengsdorf se levantó como un bólido de su asiento.

—¡¿Cómo se atreve?! —dijo, increpando a Weltlein. Pero ya el pintor, casi asfixiado por la risa ante la cara de tonta de la muchachita, que se mostraba incapaz de decir palabra a causa de la sorpresa, la tenía cogida por el brazo.
—Ten cuidado —le dijo él, sin ceremonias—, o lo estropearás todo.

Thomas había puesto su mano sobre la cabeza a Helene, que estaba de pie delante de él.

—Veo que la niña está acostumbrada a esto, tal vez desde hace varios años —dijo Thomas—; sólo alguien que lo ha aprendido cubre con la mano la fortaleza amenazada, y también usted, estimada señora; usted, con suma frecuencia, acompaña sus palabras con gestos de los brazos que demuestran el gusto y la frecuencia con los que su mano se ha deslizado hasta allí, como lo ha hecho ahora la mía. Hubiera sido, por cierto, una descortesía no haber hecho caso del apetitoso reto de los dos hemisferios. —Thomas atrajo hacia él a la joven, que aprovechó la ocasión para acurrucarse contra él y restregar su seno izquierdo contra su mano con la expresión angelical de una niña pequeña. Al hacerlo, le hizo un guiño al pintor, que, satisfecho, se atusó primero la mitad derecha de su bigote, y luego la izquierda, se metió el puro en la boca y ambas manos en los bolsillos, se apoyó hacia atrás en su asiento, complacido, y se dedicó a echar bocanadas de humo.
—Véalo, pintor de mentiras, vea cómo me hace guiños. Puede que no lo crea, pero apretujarse contra mí, el contacto de esos dos hemisferios, sean los de delante o los de atrás, es algo que le gusta.

Helene apartó la mano de Thomas y se sentó, pero Thomas continuó, impasible.

—Es la inmortal naturaleza de Eva. Con tales manzanas sedujo a Adán la madre de los hombres. Confiemos en que sus pechos fueran tan hermosos y henchidos como los de esta niña, para quien, sin duda, yo no soy el Adán ideal. Con mi serpiente de cuarenta y cinco años ni siquiera podría entrar a ese jardincito del Edén. Sin embargo, fíjese en una cosa —Thomas hablaba cada vez con mayor emoción—, y usted también, madre dichosa, que llevó nueve meses en su vientre a este milagro del mundo: fíjese qué hermoso ejemplo del contagio interior es esta niña. Las orejas se han ocultado bajo el peinado y nos repiten ese proverbio tan cierto: «Quien no quiere oír, ha de sentir». Y para dejar bien claro dónde se esconde ese anhelado sentimiento, el pelo se ha partido exactamente por la mitad; lo veo —dijo, pasando el dedo por la raya—, veo con los ojos del espíritu la adorable muesca en la mente, siento el vello de un redondo durazno.
—Desvergonzado —estalló la señora Von Lengsdorf, y quiso retirarle la mano de un tirón, pero Thomas sacó del bolsillo de su pantalón un puñado de monedas de oro, las guardó de nuevo y lanzó a la madre una mirada cruel que hizo que la joven Helene se agazapara como si esperase un correctivo.
—Vana es la muerte, estimada señora, y yo tengo la libertad de la locura.

La mujer, entonces, se mordió los labios, se enganchó al brazo de Keller-Caprese y guardó silencio.

—La madre de esta niña maravillosa es ya, por sí misma, digna de adoración, su exuberante belleza nos sale al paso, pero ¡qué diferencia de caracteres, tanto en la verdad más íntima como en la forma externa! Allí, un broche de piedras brillantes que desvía la mirada hacia la doble fuente del placer y la maternidad; y aquí ni rastro de joyas, pero vea, en cambio, esa barbilla adorablemente partida, el lindo culito que invita a la caricia. Créame, el alma da forma al cuerpo, y todas las que tienen esa forma del mentón aman las nalgadas. ¿Te gustaría jugar conmigo a la escuela, Helenita? ¿Jugamos a la niña majadera? ¿Jugamos otra vez como lo hacíamos antes, cuando éramos pequeños? Piensa en lo agradable que era ser sometida por tus compañeros de juego.

La chica tenía la mirada fija al frente, había apoyado la mandíbula en las manos, de modo que su dedo meñique quedó junto al labio; con la otra mano, se abría y cerraba los botones de los guantes, que reposaban sobre sus piernas, mientras Keller-Caprese metía y sacaba del ojal el prendedor de la cadena de su reloj y la señora Von Lengsdorf se golpeaba nerviosamente la puntera de las botas con la sombrilla. Thomas había cruzado los brazos sobre el pecho y los miró a una y a otro fijamente.

—Contagio —dijo Thomas de repente—. No sabe usted lo que hace.

En ese instante pasó el camarero del vagón comedor anunciando su habitual: «La comida está servida», y miró de reojo, con avidez, al magnífico broche de la opulenta mujer.

—A este Adán imberbe le atraen las grandes redondeces. Tiene más frescos que yo los años de lactancia. En mi caso, cuentan que estuvieron dándome el biberón durante mucho tiempo; y algo así se queda, sólo que ahora la leche se me ha transformado en vino, y la plata en oro. Sabio Niedlich —dijo, pensativo, evocando algo en su memoria—, qué bueno haberte encontrado en la senda del dolor y haber aprendido de ti el profundo sentido del dinero. Patrimonio, dinero y juventud —dijo, mirando con expresión seria a la señora Von Lengsdorf y contemplando la risa malvada de su rostro—: esas tres cosas se aparean raras veces, y si la niña tiene los bolsillos vacíos será mejor encontrar al hombre que se los pueda llenar con su patrimonio. Sólo hay que ser hábil, estimada señora, abrir bien las piernas para avanzar. Todo consiste en tener piernas largas. Y… —Entonces volvió a meter las manos en los bolsillos del pantalón e hizo sonar las monedas—, la pequeña Helena sabe correr en pos de ello, y en su inocencia lo hace mejor que otras chicas en celo que, cuando quieren enseñar, cruzan las piernas y suben un poco el vestido con la punta del pie; pero esta niña —una vez más puso una mano sobre la cabeza de Helena, a la que los dientes le rechinaron de rabia—, es guiada por su Dios interior. Cuando se sienta (y todos podemos verlo), se baja la faldita, lo cual aviva el anhelo y resulta prometedor, se transforma en el anhelo del gesto contrario. Profunda es la vida, creedme. Primero uno está de pie —dijo, extendiendo su dedo índice para irlo torciendo lentamente—, luego llega el momento de sentarse y, después, toca recolocarse el vestido. Adiós, señoras mías, nos vemos en Berlín, ahora me voy a comer.

Thomas salió al pasillo y caminó en dirección al vagón comedor. Cuando abrió la puerta que conectaba con el otro vagón, tropezó y cayó de bruces. Buscando donde sostenerse, agarró la puerta de un compartimento, que cedió, se cerró rodando y, en el momento en que se ponía de rodillas, le aplastó la mano derecha, causándole gran dolor. Involuntariamente, se metió los doloridos dedos en la boca, pero luego extendió los brazos hacia lo alto, suplicantes, y gritó estas claras palabras:

—¡Alabado seas, guía divino, que me haces caer, pero en el descenso veo yo los abismos de secretos más profundos!

Pensativo, entró al coche comedor, miró por un instante a su alrededor y se sentó a una mesa en la que habían tomado asiento otros dos caballeros.

Mientras tanto, las dos damas tuvieron un violento enfrentamiento con el pintor, un enfrentamiento en el que ambas se superaron en el arte de insultar a Thomas y a Keller-Caprese. En eso la jovencita disponía de un arsenal más prolijo y rotundo de expresiones fuertes, y, mientras que la madre agotaba las suyas aludiendo a cabras, burros o bueyes, la hija atribuía al pintor una cabeza hueca y acabó llamándolo «mamarracho de mierda»; mientras la madre decía que Thomas era un ser inmundo, Helenita empleaba la expresión «cerdo inmundo» y casi se partía de la risa por los vanos esfuerzos de Keller-Caprese por contener su sonoro torrente de palabras.

—¿Por qué nos has reunido con ese tipejo? —preguntó por fin mamá Lengsdorf, secundada por la hija:
—Con esa bestia, ese buitre, ese… —En ese momento, el paso del controlador interrumpió la florida cosecha de insultos, y el pintor aprovechó la pausa para decir:
—Pero, niñas, ese hombre está loco, y tiene dinero, y os lo dejará si sois astutas. «Nos vemos en Berlín», ha dicho. Guardaos hasta entonces vuestros insultos.

Helene le saltó a las piernas, le tiró del bigote y repitió:

—Tiene dinero, muchísimo dinero, ¿acaso me llevará al teatro y me regalará un coche, un coche bien bonito, con flores frescas dentro todos los días?

Keller-Caprese se lo juró mil veces, y al final los tres acabaron concibiendo un nuevo plan de guerra para exprimir a aquel asno con dinero.

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Una respuesta a “El buscador de almas (VII)

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