EL ACCIDENTE

Lucas Berruezo

 

 

Abre los ojos. Sabe que no hay nada que hacer, ya no se va a volver a dormir.

«Lo que te hizo y te hace feliz –intuye, más que piensa–, lo que, de alguna manera, te mantiene a salvo de vos mismo, puede matarte al desaparecer: un abrazo, una palabra, ese beso, su sonrisa…»

Se sienta sobre la cama. Mira a su alrededor. La oscuridad apenas se ve interrumpida por algunos reflejos eléctricos que entran por los orificios de la persiana cerrada. Está solo, claro, y la soledad, como siempre, es amiga del silencio. Estira su mano y agarra el celular de la mesita de luz. Al activarlo, ve que son las tres de la mañana: demasiado tarde como para escuchar sonidos humanos, demasiado temprano para el canto de los pájaros.

«Un abrazo, una palabra, ese beso, su sonrisa…»

Vuelve a dejar el celular donde estaba. Al prender la luz del velador, las paredes descascaradas por la humedad quedan a la vista. Ahora que todo se ha ido, ahora que no queda nada, en especial su sonrisa, él se siente expuesto, no ante el asilo de la muerte, que siempre es un refugio (con paredes podridas por la humedad, pero paredes al fin), sino ante la intemperie de la vida, que no deja lugar donde esconderse.

Baja los pies de la cama y siente, con un ligero escalofrío, la superficie helada de las baldosas. Tiene ganas de mear. La cerveza antes de acostarse es buena para inducir el sueño, pero mala para sostenerlo sin interrupciones.

Va hasta el baño y mea, sin importarle prender la luz o apuntar con exactitud. A juzgar por el sonido que hace el pis al caer, su puntería no es muy buena.

Que se vaya todo a la mierda –dice en voz alta–. El pis es pis, nada más. Además, Pamela ya no está, que era la que siempre nos rompía las pelotas con el tema de mear adentro del inodoro… ¿O no?

Y ahí está, hablando de nuevo consigo mismo como si no estuviera solo.

¿Quién es el otro?

¿Con quién habla?

¿Con quién es?

Con Lucio no, claro. Lucio «se había ido», que es la forma más diplomática para decir que se había muerto, que ahora no es más que un montón de huesos blancos rodeados de carne podrida. Si es que todavía queda algo de carne. Si es que los gusanos ya no se habían comido todo, dejando los huesos relucientes en su blancura…

«Si lo bueno se suele relacionar con lo blanco y lo malo con lo negro, ¿por qué, entonces, los huesos son blancos y no negros? ¿Por qué la muerte es tan blanca que, para no confundir, tiene que vestirse de negro?»

Sale del baño y, en vez de girar a la izquierda para volver a su habitación, va hacia la derecha, hasta la puerta de madera con el póster de Las tortugas ninjas adherida a ella por medio de cuatro chinches, una en cada ángulo del afiche. Lo mira con atención. Ahí están las cuatro: Rafael, Donatello, Leonardo y Miguel Ángel. Las conoce porque había sido uno de los dibujitos favoritos de Lucio y siempre lo miraban juntos.

Se lleva una mano a la sien. Algo late ahí dentro, algo que le genera una leve molestia, un leve dolor.

Abre la puerta, tantea en la pared en busca del interruptor de la luz y, cuando lo encuentra, lo acciona. La luz se enciende y, con ella, se inicia un viaje al pasado, a un pasado perversamente modificado, en el que todo está como había estado (la cama, el canasto con los juguetes, la biblioteca llena de libros), con excepción de una cosa: Lucio ya no está. La cama, con sus sábanas de Superman y Batman, está hecha. Y vacía.

Como se dice, Lucio se había ido y él estaba enojado, porque tenían que ir a buscar a Pamela al trabajo y Lucio no se quería poner el cinturón de seguridad.

–Dale, Lucio –le decía, una y otra vez, sintiendo que su paciencia se volvía viscosa como uno de esos juguetes que su hijo siempre quería y que a él le repugnaban. ¿Cómo se llamaban? Slime. Sí, slime, su paciencia era un slime–. Dale, Lucio, que tu mamá ya sale y nos tiene que esperar en la calle.

–¡No quiero! –negaba Lucio al tiempo que movía la cabeza de un lado para el otro–. Quiero quedarme en casa. ¡Quiero usar la tablet!

–Después la usas.

Él se estiró desde el asiento del conductor y le abrochó el cinturón a su hijo, que lo miraba con una expresión que evidenciaba que, si tenía que salvarlo de una manada de lobos famélicos, no sólo no lo haría, sino que se quedaría para ver el espectáculo.

–¡Malo!

Puso el auto en marcha y salió del garage de su casa.

Eran las 8.25.

Pamela salía del trabajo a las 8.30.

No llegarían a tiempo. Ella se enojaría y él se sienta sobre la cama de su hijo. Está fría, tan fría que parece mojada. Si Lucio estuviera ahí, vivo, la cama no se habría llegado a enfriar tanto.

Pero no está.

–Ya sé.

Mira a su alrededor. Sobre la puerta de madera del placard, un dibujo del Capitán América. En los ángulos del techo, algunas telas de araña. A su alrededor, todo en su lugar. Otra cosa nueva, inusual. Cuando Lucio usaba esa habitación, las cosas nunca estaban donde debían. Si quiere, puede escuchar los gritos de Pamela, pidiendo orden.

Pero no quiere.

Pamela había sido la que había empezado a hablar sobre el hecho de tener un hijo. Él no quería. Todavía no. Le parecía demasiado pronto. Eran jóvenes, y todavía les faltaba mucho por cumplir. Pero ella había insistido, hasta que lo convenció de la manera más estúpida. Todavía puede verla, juguetona en su cama, acariciándose el espacio entre sus dos pechos.

–Me gustaría sentir que me acabás adentro. Sentir toda tu leche, calentita.

Y eso había sido suficiente. En ese momento se terminaron los proyectos, el futuro y los planes alternativos. Pamela nunca había usado la palabra «leche» para referirse a su semen, y eso lo había vuelto loco. Y, como todo loco, se había dejado llevar. Le había acabado adentro y nueve meses después había nacido Lucio.

Se lleva, nuevamente, una mano a la sien. Le sigue doliendo, cada vez más, como si el latido se intensificara con cada recuerdo.

Después de acabar, se había sentido traicionado. No por Pamela, sino por él mismo. Siempre había odiado la forma en que el sexo lo dominaba. Y Pamela lo sabía. ¿Cuántas veces había estado enojado y su esposa (ex esposa) había usado el sexo para lograr una reconciliación? Muchas. Incontables. Después de terminar, él seguía enojado, pero no podía hacer nada. Ella ya había ganado. Uno renunciaba a ganar, al igual que a tener razón, cuando metía su cosa en la cosa de su mujer.

Mira hacia la ventana y ve, entre el espacio que dejan las cortinas de Toy Story, la persiana cerrada. Tiene que abrirla más seguido, dejar entrar el aire. A lo mejor así evitaría que la cama estuviera tan fría, tan húmeda. Pamela lo haría.

Pamela…

Pamela había sufrido mucho por la pérdida de Lucio, con la misma intensidad con la que lo había culpado a él. Pero ahora ya lo había superado. No había que ser un adivino para saberlo. Lo decían sus fotos de Instagram, sus estados de WhatsApp, sus sonrisas, los memes que compartía, su vida nueva en un departamento nuevo. Todo eso lo decía. También lo decía la forma en que había terminado con él, dando un portazo como quien renuncia a lo que le lastima. Y él, sin lugar a dudas, la lastimaba. Él le recordaba a su hijo y su hijo le recordaba que la angustia existía, y que se alimentaba de aquellos que se negaban a darle la espalda.

¿La angustia se alimentaba de él?

Supone que sí.

Y él deja que se alimente.

De hecho, él le da de comer.

A través de la ventana cerrada, se escucha el primer «click», que le indicó que Lucio se había sacado el cinturón de seguridad.

–¡Lucio! –gritó, sin desviar la mirada del camino–. ¡¿Te sacaste el cinturón?!
–No –respondió Lucio con picardía, la misma picardía que usaba siempre para decir lo contrario de lo que decía.
–¡Ponételo!

Las calles estaban casi vacías. Era miércoles, hacía frío y el cielo repleto de nubes daba a entender que, en cualquier momento, iba a empezar a llover.

–¡Ponételo! –repitió.

Lucio no respondió.

Pasaron una bocacalle desierta. Delante, la cuadra se mostraba digna de un escenario postapocalíptico.

–Lucio, ¡por favor! –dijo él, casi suplicó–. Si tu mamá te ve sin cinturón se la va a agarrar conmigo. Dale, que si no te quedás sin tablet hasta mañana. Cuento hasta tres: uno…, dos… y…
–Está bien, ¡está bien! Ahí me lo pongo.

Otra bocacalle, sin autos ni peatones.

–¡No puedo, pa!
–Pero la put…

Esperó hasta cruzar la próxima bocacalle y, ante la cuadra vacía, se dio vuelta y trató de ayudar a su hijo a encajar la hebilla en el receptor. No podía. La luz era escasa y apenas podía usar una mano.

–Lucio, tratá, vo…

De pronto, todo se había puesto negro.

Ni siquiera llegó a sentir nada. No había sentido nada.

–¡Fueron solamente unos segundos! –grita a la habitación vacía.

Sí, solamente habían sido unos segundos, pero no se necesitaban más.

La muerte nunca necesita más.

De hecho, se arregla con mucho menos, con nada más que oscuridad. Todo era oscuridad hasta que abrió los ojos. Las luces de un auto que estaba en frente de él lo encandilaron, produciéndole un dolor fulminante, como si alguien le estuviera metiendo dos agujas de tejer en sus ojos, atravesándole el cerebro y golpeando, finalmente y desde el lado de adentro, su nuca. Quiso llevarse las dos manos a la cara, pero en seguida notó que el brazo izquierdo lo tenía dormido. Se lo agarró con la mano derecha. Era como agarrar un pedazo de masa cruda, como esas que amasaba Pamela y que después convertía en pizzas.

Lucio…

Una punzada le atravesó el pecho, doliéndole más que las agujas en su cabeza. ¿Por qué no lloraba? ¿Por qué…?

–Lucio, ¿estás bien?

Nada.

No quería darse vuelta. No quería mirar. No quería…

–¡Lucio! –gritó, todavía mirando hacia adelante. Las luces del otro auto ya no lo lastimaban tanto, al menos no tanto como el silencio de su hijo–. ¡Lucio!

Lucio no respondió.

Entonces se dio vuelta y miró. Al principio no vio más que manchas fantasmales, entre celestes y coloradas, como si el mundo no fuera más que un negativo a la espera de ser revelado. Pero después empezó a ver, y la punzada del pecho se le fue a la garganta, ahogándolo en un gemido que, de haber sido posible, hubiera deseado ser un grito.

Lucio no estaba.

La puerta del auto, con el vidrio completamente astillado, estaba abierta. La puerta había estado abierta.

Solamente unos segundos.

Se lleva las dos manos a los ojos, notándolos húmedos. Ahora puede usar las dos manos. Después de una breve pero intensa rehabilitación, había recuperado en su totalidad el uso del brazo y de la mano izquierda. También de la pierna. Pero en aquel momento no. En aquel momento solamente pensó en salir del auto, buscar a Lucio y llevarlo a un hospital. O, mejor todavía, deseó llevarlo a su casa, meterlo en la cama, meterse también él ahí y dormir abrazados, como siempre hacían, bajo la orden infantil de «¡te quedás toda la noche, ¿eh?!». Y él que se quedaba, siempre se quedaba, porque prefería dormir con su hijo a dormir con su esposa, porque su hijo le daba paz y su esposa… Bueno, su esposa no.

Abrió la puerta del conductor, cruzando su mano derecha, y salió al exterior. Ni bien apoyo el pie se cayó. Recién en ese momento notó que tampoco sentía su pierna izquierda. La miró, no parecía tener nada. No había manchas de sangre ni estaba hinchada. Sin embargo, estaba tan muerta como Lucio.

Se toca la pierna y siente la presión de su mano. No sabe si es la pierna la que siente la mano o la mano la que siente la pierna, aunque, de cualquier manera, siente… Su brazo y su pierna sobrevivieron al accidente. Lucio, por su parte, no estaba por ningún lado. Haciendo un esfuerzo que se sostenía sólo por la desesperación, él empezó a arrastrarse por la calle. Estaba todo húmedo y había vidrios por todas partes. Pasó por al lado de su auto. El otro, que seguía enfocándolo con sus luces de agujas de tejer, seguía ahí, tan inmutable como un libro abandonado en un banco de una plaza cualquiera.

Siguió avanzando, arrastrándose sobre la base del impulso que le daba, por delante, su brazo derecho y, por detrás, su pierna, que pateaba el asfalto con una desesperación que intentaba compensar la ausencia de su compañera. Dejó atrás los dos autos, las luces y los vidrios. Cuando ya empezaba a pensar que se había equivocado, que había doblado para el lado incorrecto, lo vio.

Lucio.

Lucio, tirado en el medio de la calle.

Lucio, tirado en el medio de la calle, boca arriba, con sus dos bracitos a ambos lados de su cuerpo, como un crucificado. Eso le había parecido en ese momento: un crucificadito.

–¿Y no lo fue? –se dice, tocándose la frente. Por momentos, el dolor parece remitir, mientras que por otros lo ataca como si fuera un animal rabioso. Ahora lo ataca, y lo muerde.

Mira a su alrededor. La habitación vacía no es más que una tumba. Una tumba sin muerto. Como la tumba del otro crucificado, ése que hablaba de que los que creían en él no morirían. Y Lucio había creído.

Era un nene. Los nenes siempre creían. Papá Noel, los Reyes Magos, Dios. Para ellos no había problema. Todo era lo mismo.

Todo era creíble.

Todo era posible.

Y murió.

Murió igual.

Murió de la manera más absurda, allá en el medio de la calle, boca arriba, con sus dos bracitos estirados.

Él empezó a arrastrarse con más desesperación y velocidad, mientras que la mitad de su cuerpo se resistía a avanzar, tirando de él en su insensible firmeza. Lucio, por su parte, parecía alejarse sin siquiera moverse.

Finalmente, en una distancia que le había parecido enorme, en un tiempo que le había parecido eterno, llegó junto a su hijo. Estaba blanco.

Blanco –un hilo de moco cae de su nariz. Se lo limpia con la manga de su camiseta, sin siquiera darse cuenta–. Estaba muy blanco, como si fuera un muñeco de porcelana. No era él. No –un nuevo moco asoma, ahora lo sorbe con la nariz–. No no no. No era él.

Se para, empieza a dar vueltas por la habitación. Se acerca a la biblioteca. Ahí todavía están los libros que le solía leer antes de acostarse. Él, siempre él le leía; Pamela no. Ella decía que leer en esa habitación le daba dolor de cabeza, por la poca luz. Pelotudeces. Simplemente no quería renunciar a sus noches. Nada más. Sabía que leerle a Lucio era tener que quedarse ahí, en esa cama que ahora está vacía, vacía para siempre, porque a Lucio le daba miedo dormir solo. Tenía seis años y todavía le daba miedo dormir solo. Y Pamela no quería perderse la noche, el WhatsApp, las series de Netflix, su vida… Pero no importaba. Igual, Lucio siempre lo llamaba a él. Pamela jamás había alcanzado el vínculo que ellos sí habían tenido. Y eso que ella había sido la que había insistido en tenerlo… Él no quiso, al menos no en un principio. Después, claro, había sido distinto. Al verlo ya en el hospital, con la ropa que les daban a los bebés, con ese sombrerito que lo hacía parecer un pitufo, no había pasado un solo día sin que se hubiera sentido feliz por ser padre, incluso en medio de los caprichos, de los berrinches, acurrucado en esa cama de dos por dos, incómodo pero feliz al sentir la respiración de Lucio contra su hombro. Nunca había conectado con nadie como lo había hecho con él. Y no esperaba volver a hacerlo. Con nadie.

Mira el estante superior. Ahí están los libros que a Lucio más le gustaban. Los de superhéroes: Spiderman, Hulk, Ironman, Batman, Superman, los X Men… En el estante de abajo, están los libros de las películas que más le habían gustado: Shrek, Zootopia, Toy Story, La Bella y la Bestia… Eso era algo que le había encantado de su hijo. A pesar de haber visto las películas, a pesar de tenerlas, siempre prefería los libros. Siempre los libros. Tan distinto a todos los demás chicos, tan blanco. Tan pero tan blanco. No podía ser bueno.

Se recostó al lado de su hijo y cruzó su brazo bueno por debajo de su cuerpo. ¿Estaba mojado o era el suelo? ¿Era sangre o se había hecho pis? Y ese frío… Estaba tan frío como blanco. No podía ser bueno…

–¡Lucio! –gritó, al tiempo que lo levantaba y lo acercaba a sí–. ¡Lucio, la puta que te parió, Lucio! ¡Decime algo!

La cabeza de Lucio se fue hacia atrás, colgando de su brazo como un péndulo inerte, muerto.

–¡Lucio! ¡Por favor, Lucio!

Lucio no respondía. Su cabeza seguía colgando, indiferente.

Con cuidado, volvió a bajar el cuerpo y a apoyarlo en el suelo. Su pelo, antes castaño, ahora estaba negro, con destellos amarillos como consecuencia de la luz del otro auto que, imperturbable, seguía alumbrándolos.

Con su mano buena, le acomodó la cabeza para que mirara hacia arriba. Recién entonces lo vio, un huevo del tamaña de una pelota de tenis en el lado derecho de su frente. A lo mejor estaba inconsciente. Eso había pensado.

–¡Qué ingenuo! –dice, sonriendo con una mueca que poco tiene de sonrisa y con la mirada perdida en la biblioteca.

Lo ve. Ahí está y va a seguir estando, dentro de la bolsa, en el estante de arriba de todo, apoyado en los tomos de los superhéroes: el libro que le había comprado a Lucio justo el día del accidente. Se lo iba a leer esa misma noche, cuando volvieran de buscar a Pamela y después de comer. No hace falta que lo agarre y lo saque de la bolsa, se acuerda perfectamente cuál es: Cómo se envuelve la luna para regalo. Lo que no se acuerda es del nombre del autor, pero qué importaba. El de la librería se lo había recomendado con énfasis. Por eso todavía se acuerda del título, porque el tipo le había dicho que a su hijo le iba a encantar, que iba a ser un paso adelante en su gusto por los libros. «Verdadera literatura para chicos –le había dicho el hombre, canoso, de anteojos–, no esos refritos de películas o de cuentos tradicionales…»

A lo mejor le encantaba. A lo mejor cambiaba para siempre sus gustos literarios, dejando de lado a los superhéroes. A lo mejor… Jamás lo sabría.

Lucio ni siquiera se había enterado de que había libro nuevo.

Da media vuelta, camina hasta la puerta y sale de la habitación de su hijo. Vuelve a la suya, donde lo espera la cama vacía. Fría por ausente. Detestable por indiferente. Si en vida de su hijo siempre había preferido la cama chiquita de una plaza, si ni siquiera cuando lo esperaba Pamela para hacer el amor él había preferido la cama grande, ¿cómo podía preferirla ahora que era todavía más grande? ¿Cómo podía llamar a la emergencia? No encontraba su celular por ningún lado. ¿Cómo podía llamar? A lo mejor había quedado en el auto. A lo mejor todavía estaba allá. En alguna parte.

Lucio, ¡despertá!

Pero Lucio no despertaba.

¡No me hagas esto, pendejo! ¡No me hagas…!
¡Señor, ¿está bien?!

La voz pertenecía a una mujer, y venía de algún lado que él no podía ni quería identificar. No le importaba de dónde salía esa voz, lo que le importaba era que…

¡Una ambulancia! –gritó, mirando hacia todos lados, como un ciego hablándole a un auditorio–. ¡Una ambulancia para mi hijo!
¡Ya llamé! –respondió la misma mujer, desde su no-lugar.
Por favor –dijo, sintiendo que las fuerzas lo dejaban–. Por favor, no sé si está vivo… No sé…

Y todo volvió a ser negro. Todo es negro desde que Lucio no está. Se acerca a su mesita de luz y agarra el celular. Lo enciende. Otra cosa que cambió: su teléfono ya no tiene contraseña. ¿Para qué? ¿Quién lo iba a agarrar? ¿Quién lo iba a ver?

Se mete al WhatsApp de Pamela. Ahí está ella, en su foto de perfil, con unos jeans ajustados y una remera al cuerpo. Siempre había tenido un cuerpo para el infarto, y el embarazo no lo había afectado en absoluto. Como tampoco la había afectado ser madre y dejar de serlo. Algunas personas, simplemente, no son afectadas, en especial las mujeres… Las mujeres siempre superaban todo antes y mejor. Siempre salían adelante. Como Pamela, con su cuerpazo, con sus historias de Instagram, con sus fotos en el gimnasio, con sus nuevos amigos, con su sonrisa de todos los días. ¿Cómo podía sonreír? ¿Cómo podía?

«¿Y por qué no? –le dice una molesta voz en la cabeza–. Tiene treinta y siete años, ¿por qué no seguir adelante?»

Porque es traicionar a mi hijo –dice, al tiempo que tira el celular sobre la cama.

Vuelve sobre sus pasos. Vuelve a la habitación de su hijo.

Se acerca a la cama y levanta las sábanas, de la misma manera que había hecho tantas veces para que Lucio se metiera adentro. Pero él no se mete, todavía no. Se acerca a la biblioteca y agarra la bolsita con el libro. La abre y lo saca. El autor se llama Fabián Sevilla. Una luna está envuelta en una cinta de regalo. Sí, algo le dice que a Lucio le hubiera encantado.

Se mete en la cama. Puede sentir el frío de la tela, la sensación de humedad. Se tapa bien.

Abre el libro.

Empieza a leer en voz alta, siguiendo cada palabra con su dedo índice, como había visto en YouTube que se debía hacer con los chicos chiquitos, para que ellos entendieran cómo era que se leía.

La cabeza le duele menos. Mucho menos.

En su hombro percibe un leve cosquilleo, como una corriente de aire, pausada, rítmica…

Una lágrima cae de uno de sus ojos, pero no le hace caso. No quiere interrumpirse. No va a interrumpirse.

Sabe que Lucio está ahí.

Sabe que lo escucha.

Y sabe que el libro le encanta.

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