André Malraux
Tercera parte
La esperanza
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I
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1
8 de febrero
Magnin encontró a Vargas en el Ministerio del Aire, en Valencia, como lo había encontrado en Madrid la tarde de Medellín. Los ministros no eran ya los mismos, los combatientes llevaban uniformes, Franco había estado a punto de tomar Madrid, el ejército popular se formaba; pero la guerra era siempre la guerra y, si tantos hombres habían encontrado la muerte y tantos otros su destino, ni Vargas ni Magnin habían cambiado mucho. Como en Madrid, Vargas acababa de hacer traer whisky y cigarrillos; como en Madrid, ambos tenían sus caras de fin de noche.
—Málaga está perdida, Magnin —dijo Vargas.
A Magnin no lo sorprendía; pensaba que contra las fuerzas italianas y alemanas, los republicanos no podrían salvar los frentes cortados de su centro. Y García le había dicho ocho días antes: «Espero todo del centro, y nada de los pequeños frentes: Málaga es Toledo».
—El éxodo es extraordinario, Magnin… Más de cien mil habitantes en fuga… Terrible…
Por encima de ellos, en el centro de la sala de esa vieja mansión de un rico comerciante, un águila embalsamada sostenía la araña.
—Y los aviones italianos los persiguen. Y los camiones. Si detenemos los camiones, los refugiados alcanzarán Almería.
Magnin, ojos y bigote tristes, hizo un gesto que significaba: ¿cuándo partimos?
—Nuestros mejores aviones deben estar en Madrid, Magnin, yo sé…
—Los fascistas atacaban a fondo el Jarama.
—Se necesitan dos multiplazas para la carretera de Málaga. Aquí, casi no tenemos cazas…
»Pero hay también una misión en Teruel. Nadie, entre los internacionales, conoce Teruel como usted. Yo quiero que usted no…
Continuó en español:
—… no elija siempre el peligro más grande, sino la misión más útil. Usted en Teruel, Sembrano en Málaga. Él está aquí.
»Usted sabe —agregó— que Teruel se halla también completamente sin cazas…
Desde hacía dos meses, la aviación internacional combatía en el frente de Levante: Baleares, Sur, Teruel. La época de los pelícanos había terminado. Con dos misiones diarias y una debida proporción de hospital, la escuadrilla, que había apoyado la brigada internacional durante la batalla de Teruel, combatía, reparaba, fotografiaba sus bombardeos durante el combate; los aviadores habitaban un castillo abandonado entre los naranjales, cerca de un campo clandestino; habían hecho estallar, durante la batalla, la estación y el Estado Mayor de Teruel con el tiro antiaéreo, y una foto agrandada de la explosión estaba pegada con tachuelas en la pared de su refectorio. Magnin y sus pilotos conocían ese frente mejor que sus mapas.
—¿Al alba? —preguntó Magnin.
Pasaron a la cartografía.
Jaime y Scali, Gardet y Pol, Attignies, Saïdi, mecánico llegado de las brigadas, y Karlitch bebían manzanilla en un café.
Detrás de ellos, del otro lado de los vidrios del café, había una pequeña feria cuya música llegaba hasta el salón: rifas, venta de dulces, tiro al blanco. Era la fiesta de los niños. Los ametralladores habían venido para tirar, y no se cansaban de reventar cerdos rellenos de aserrín; era allí donde habían encontrado a Karlitch, en medio de un círculo de admiradores. Gardet y Saïdi, más que por el tiro al blanco, habían ido por los niños. Habían gastado todo su dinero en distribuir dulces; a Gardet le gustaban los niños como a Shade los animales: por amargura; Saïdi los quería por todo lo que había en él de infancia y de piedad musulmana.
—Son buenos los norteamericanos —dijo Pol.
Los primeros voluntarios norteamericanos de la aviación acababan de llegar.
—A mí, lo que me gusta de ellos —dijo Gardet— es que no creen que salvan la democracia cada vez que hacen girar una hélice.
—Y han mandado a paseo a sus mercenarios —dijo Attignies.
Detestaba a los mercenarios, indistintamente.
—Pero el nuevo comandante —continuó Pol—, un imbécil, un soberano imbécil.
Por primera vez el comandante español que dirigía el campo con Magnin era un jefe insoportable.
—No hay que impacientarse —dijo Attignies—. No creemos que entre nosotros todo será la perfección. Pero todo se arreglará pronto: Sembrano vuelve. Hagamos nuestro trabajo, y eso basta. El capitán español de los Bréguets es estupendo.
—Y para luchar todas las semanas contra aviones modernos, ¡se necesita ser paciente!
—Hay algo curioso —dijo Scali—: Ningún país tiene, como éste, el don del estilo. Se toma a un campesino, a un periodista, a un intelectual; se le da una función y la ejerce bien o mal, pero casi siempre con un estilo como para dar lecciones a toda Europa. Ese comandante no tiene estilo: cuando un español pierde el estilo, lo ha perdido todo.
—Esa noche, en la Alhambra —dijo Karlitch—, he visto algo que merece contarse: una bailarina medio desnuda pasa por el escenario. Muy cerca de la gente. Un miliciano borracho corre, la acaricia con todo el brazo. El público bromea. El miliciano se vuelve, los ojos cerrados, la mano también. Como si hubiera tomado la belleza de la mujer cuando la ha acariciado, y guardado en el puño. Y se vuelve hacia el público, abre el puño y le arroja la belleza. Con desprecio hacia el público. Admirable. Sólo posible aquí.
Hablaba francés mucho peor que antes. Jefe de un cuerpo franco, pulido, parecía salir de un baño donde el alcanfor hubiera reemplazado al agua de Colonia. Se echó hacia atrás su gorra de capitán, y Scali reconoció su penacho negro y espeso.
—Lo que me gusta aquí —dijo Pol— es que me instruyo. ¡Es verdad!, pero el comandante, a pesar de todo, es un zopenco.
—Hablar así de un comandante no está bien —dijo brutalmente Karlitch.
Se había dejado crecer el bigote: su rostro era menos infantil, más duro, y Scali sentía reaparecer en él al antiguo oficial de Wrangel.
Pol se alzó de hombros y levantó el índice:
—Digo y repito: un zopenco.
Esto podría echarse a perder, pensó Attignies.
—¿Cómo has venido aquí? —le preguntó a Saïdi.
—Cuando supe que los moros combatían con Franco, le dije a mi sección socialista: «Debemos hacer algo. Si no, ¿qué dirán los camaradas obreros de los árabes?».
—Veo luces —dijo Jaime, que trituraba un alambre. Hacía aviones de alambre, cuyos mandos funcionaban, y que los aviadores se arrancaban.
Desde hacía un mes, día tras días, veía luces. Al principio, sus amigos las buscaban para encontrar siempre, no luces, sino la misma tristeza. Scali y Jaime estaban a su lado, los otros enfrente.
—Entonces —dijo Karlitch—, hemos tomado Albarracín. Allí había uno de los fascistas más responsables. Muy joven: quizá veinte años.
»Estaba escondido. Fuimos allí, y encontramos sólo a dos viejas. El muchacho había denunciado quizá… a cincuenta de los nuestros. Y a otros, que ni siquiera estaban con nosotros. Fusilados.
—Nada peor que los adolescentes —dijo Scali.
—Una de las viejas dijo: «No, no hay nadie; sólo mi otro sobrino…». Eran sus tías. Entonces ocurrió algo: salió un muchacho en calcetines, y un sombrero…
Karlitch hizo en torno a su cabeza un ademán circular que pretendía imitar un Jean Bart, el famoso corsario.
—… un traje marinero, pantalones cortos. «Ya ven ustedes —decían ellas, las viejas—, ¡ya ven ustedes!…». Era nuestro canalla; le habían puesto el traje de un niño para engañarnos…
—Las luces giran —dijo Jaime, que se había quitado sus anteojos ahumados.
Karlitch rió, con la misma risa que atacaba los nervios a Scali, en agosto.
—Lo fusilaron.
Todos sabían que Karlitch había ido dos veces a buscar a sus camaradas heridos bajo el fuego enemigo. Y que lo matarían. Servir era para él una pasión, que esperaba hallar también en los que servían bajo sus órdenes; la primera vez que había encontrado sus heridos torturados por los moros, había ido él mismo a dar el golpe de gracia a sus oficiales. En conjunto, inquietaba a Scali y a Attignies. Los demás creían a Karlitch un poco loco. Saïdi dudaba mucho de todo eso.
Scali recordaba la llegada de Karlitch: tenía unas botas soberbias. Con el primer limpiabotas había comenzado a hacerlas limpiar; pero limpiar unas hermosas botas de cosaco no es limpiar un par de zapatos, y treinta especialistas, ya que el ómnibus militar era colectivo, habían esperado media hora a un Karlitch exasperado, golpeteando sobre la mesa, a quien el limpiabotas no terminaba de hacer relucir su segunda bota.
—Las luces se detienen —dijo Jaime.
Esta esperanza, sin cesar renovada, creaba siempre en torno a él un atroz malestar. Tanto más cuanto que tenía vergüenza de ser casi ciego, y se esforzaba en hacer humorismo. Había prometido ostras que creía haber descubierto mediante una extravagante invención. Error. Y los primer llegados (Scali y él habían llegado los últimos) habían encontrado estas palabras en el café: «Pensándolo bien, no vendremos… Las ostras».
—¿Te gusta esta vida? —preguntó Attignies a Karlitch.
—Cuando murió mi padre (tengo tres hermanos), yo estaba… en el ejército. Y ya mi padre había dicho: que los tres sean felices; y el otro… el otro debe vencer.
Scali encontraba una vez más lo que lo inquietaba desde hacía dos meses: lo que los técnicos de la guerra llamaban «los guerreros». Scali quería a los combatientes, desconfiaba de los militares y detestaba a los guerreros. Karlitch era demasiado sencillo, pero ¿los otros?… Y, en las filas de Franco, había también miles como ése.
—Espero pasar a los tanques —continuó el ametrallador. Tanquistas, aviadores, ametralladores, ¿los mercenarios iban a invadir Europa?
—¿Qué te da miedo, Karlitch, en la guerra?
Quería decir horror o piedad, pero no era demasiado sutil.
—¿Miedo? Al principio, todo.
—¿Y después?
—No lo sé.
—¿Veis las luces? —preguntó Jaime.
—¡Sí! —continuó Karlitch—. Hay algo que me da miedo. Miedo. Los ahorcados. ¿Y a ti?
—Nunca he visto.
—Tienes suerte… Da miedo. Comprende cómo ocurren las cosas: con la sangre todo es natural. Los ahorcados no son naturales. Cuando no hay sangre, no es natural.
Cuando las cosas no son naturales, dan miedo.
Hacía veinte años que Scali oía hablar de «noción del hombre». Y se rompía la cabeza tratando de entenderla. ¡Era en verdad bonita la noción de hombre frente al hombre comprometido en la vida y la muerte! Scali ya no sabía decididamente dónde estaba. Tenía coraje, generosidad —y sentido psicológico—. Había revolucionarios —y había masas—. Había política —y había moral—. «Quiero saber de lo que hablo», había dicho Alvear.
—Ahora salen de nuevo las luces —dijo Jaime.
Scali se irguió, con la boca abierta, los dos puños sobre la mesa, enviando a tres metros el avión de alambre; Gardet agarraba a Jaime por los hombros, y todos miraban más allá de la vidriera del café los grandes globos eléctricos de los tiovivos que se habían puesto a girar.
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Jaime y sus compañeros, completamente enloquecidos, silbaban como oropéndolas, y Magnin, en otro auto, iban de nuevo al campo por la llamada —y por Málaga—. Lina escuadrilla enemiga bombardeaba el puerto, a seis kilómetros. La llovizna cubría Valencia y chorreaba suavemente sobre los naranjales. Para la fiesta de los niños, los sindicatos habían decidido preparar un cortejo sin precedentes. Consultadas las delegaciones de niños, habían exigido personajes de dibujos animados: los sindicatos habían construido en cartón ratones Mickey, enormes, gatos Félix, patos Donald (precedidos, a pesar de todo, de un don Quijote y de un Sancho). De los miles de niños venidos de toda la provincia para la fiesta, dedicada a los niños refugiados de Madrid, muchos estaban sin amparo. En el bulevar exterior, los tanques, terminado su triunfo, yacían abandonados; en dos kilómetros aparecieron en los faros de los autos los animales parlantes de los modernos cuentos de hadas, del mundo donde todos aquellos a quienes se mata resucitan… Chiquillos sin protección se habían refugiado en los pedestales de cartón, entre las patas de los ratones y de los gatos. La escuadrilla enemiga continuaba bombardeando el puerto; y al ritmo de las explosiones, bajo la guardia del don Quijote nocturno, los animales que temblaban en la lluvia sacudían la cabeza por encima de los niños dormidos.
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Attignies era bombardero del avión de Sembrano. Las manipulaciones de los dos aparatos eran mixtas: en éste, Pol, mecánico, y Attignies. Sembrano había llevado a su segundo piloto, un vasco, Reyes. En el último aeródromo Sur habían encontrado bombas que fue necesario cambiar, y un desorden digno de Toledo; poco antes de Málaga, el éxodo de ciento cincuenta mil hombres, a lo largo de la carretera que costea el mar, y después, hacia atrás, los cruceros fascistas que subían hacia Almería en una mañana maravillosa y un largo hervidero de humo; por último, la primera de las columnas motorizadas italoespañolas; vista desde los aviones, parecía que debía alcanzar el éxodo en algunas horas. Attignies y Sembrano se habían mirado y habían descendido lo más bajo posible. No quedaba nada de la columna.
Para volver más pronto, Sembrano cortó y tomó el mar.
Cuando Attignies se volvió, el mecánico frotaba sus manos llenas de aceite de las palancas de bombardeo. Attignies miró de nuevo delante de sí el cielo lleno de cúmulos nítidos: dieciocho aviones de caza enemigos —con retraso— llegaban en dos grupos. Y otros detrás, probablemente.
Las balas atravesaron la torreta delantera.
Sembrano recibió un furioso garrotazo en el brazo delantero, que le quedó colgando. Se volvió hacia el segundo piloto: «¡Toma la palanca de mando!». Reyes no tomaba la palanca; se tomaba al vientre, con ambas manos. Sin el cinturón que lo retenía, hubiera caído sobre Attignies, vuelto hacia atrás, tendido en la cabina, con un pie en la sangre. Sin duda el caza enemigo, que había pasado detrás del avión, iba a tirar en profundidad; ninguna protección posible: ante ese número de enemigos, los cinco cazadores republicanos debían proteger la huida del otro multiplazas, en mejor posición de combate. Los agujeros de la carlinga eran agujeros de pequeños obuses; los italianos tenían cañones ametralladoras. ¿Estaba o no herido el ametrallador de atrás? En el instante en que Sembrano se volvía, su mirada pasó por su motor derecho: llameaba. Sembrano cortó. Ninguno de sus ametralladores tiraba ya. El avión bajaba, segundo por segundo. Attignies estaba inclinado sobre Reyes, bajado de su asiento, y que pedía incansablemente de beber. «La herida en el vientre», pensó Sembrano. Sobre el avión pasó una nueva ráfaga enemiga, tocando sólo el plano derecho. Sembrano pilotaba con los pies y el brazo izquierdo. La sangre manaba suavemente de su mejilla; sin duda estaba herido también en la cabeza, pero no sufría. El avión bajaba siempre. Detrás, Málaga; debajo el mar. A lo lejos, más allá de una faja de arena ancha de diez metros, una cresta de rocas.
No era asunto de paracaídas: el caza enemigo seguía y el aparato estaba ya demasiado bajo. Imposible subir: el timón de profundidad, sin duda destrozado por las balas explosivas, respondía apenas. El agua estaba ahora tan cerca que el ametrallador de abajo se acostó en la carlinga, también con las piernas ensangrentadas. Reyes había cerrado los ojos y hablaba en vascuence. Los heridos no miraban ya el caza enemigo del cual les llegaban, aisladas, las últimas balas: miraban el mar. Varios de entre ellos no sabían nadar —y no se nada con una bala explosiva en el pie, el brazo o el vientre—. Estaban a un kilómetro de la costa, a treinta metros encima del mar; abajo, cuatro o cinco metros de agua. El caza enemigo volvió, tiró de nuevo con todas sus ametralladoras; las balas trazadoras tendieron en torno del avión una tela de araña de trazos rojos. Debajo de Sembrano, las olas claras y calmas de la mañana reverberaban al sol con una felicidad indiferente; lo mejor era cerrar los ojos y dejar descender lentamente el avión hasta que… Su mirada encontró de pronto la cara de Pol, inquieta, cubierta de sangre, pero en apariencia siempre alegre. Los trazos rojos de las balas rodeaban el aparato lleno de sangre, donde Attignies estaba ahora inclinado sobre Reyes que había caído de su asiento y parecía lanzar estertores de agonía: la cara de Pol, la única que vio Sembrano de frente, chorreaba sangre también; pero había en sus mejillas lisas de gordo judío animado tal deseo de vida que el piloto hizo un último esfuerzo para servirse de su brazo derecho. El brazo había desaparecido. Con toda su fuerza, pies y brazo izquierdo, hizo encabritar el aparato.
Pol había sacado las ruedas y ahora las metía: el fuselaje del avión resbaló como el de un hidro; el aparato se paró un instante, se hundió en la espuma de las olas tranquilas y capotó. Todos se revolvían en el agua que brotaba en el avión, como gatos ahogados: no subía hasta lo alto de la carlinga, ahora dada la vuelta. Pol se precipitó sobre la puerta, intentó maniobrarla como de costumbre, de arriba abajo, no lo consiguió, comprendió que como el avión se había dado la vuelta, debía buscar el picaporte arriba; pero la puerta estaba atrancada por una bala explosiva. Sembrano, puesto a flote en el avión al revés, el puesto de pilotaje dado la vuelta ante sus narices, buscaba su brazo en el agua como un perro corre detrás de su cola; la sangre de su herida manchaba de rojo el agua ya rosada de la carlinga, pero el brazo estaba en su lugar. El ametrallador de adelante hundió uno de los pedazos de mica de su torreta, abierta por el capotaje. Serrano, Attignies, Pol y él consiguieron salir, y se encontraron al fin, el torso al aire libre y las piernas en el agua, frente a la línea interminable del éxodo.
Apoyado en el mecánico, Attignies llamaba, pero las olas cubrían el ruido de su voz; a lo sumo, los campesinos que huían veían sus ademanes; y Attignies sabía que cada cual, en una multitud, cree que la llamada se dirige a los demás. Sobre la playa misma, un campesino caminaba. Attignies fue a cuatro patas hasta la arena: «¿Vienes a ayudarnos?», le gritó desde que lo tuvo al alcance de su voz. «No sé nadar», respondió el otro. «No hay profundidad». Attignies avanzaba siempre. El campesino no se movía. Cuando vio que Attignies, surgido del agua, estaba a su lado, le dijo por fin: «Tengo chiquillos», y se fue. Quizá fuera verdad, ¿y qué ayuda esperar de un hombre que, ante esa huida furiosa, esperaba pacientemente a los fascistas? Quizá desconfiaba: la cara enérgica y rubia de Attignies se parecía demasiado a la idea que un campesino de Málaga puede hacerse de un piloto alemán. Al este, muy cerca de la cresta de las montañas, los aviones republicanos desaparecían. «Esperemos que manden un automóvil…».
Pol y Sembrano habían sacado a los heridos del aparato y los habían transportado a la playa.
Un grupo de milicianos salió de la corriente de la multitud; de pie sobre el terraplén y por mucho más altos que ella, parecían armonizar con los peñascos y los pesados cúmulos y no con las cosas vivas, como si no pudiese estar vivo nada de aquello que no huyera; la mirada fija en ese avión que acababa de consumirse, oculto a medias por las cortas llamas que salían fuera del agua, dominaban esa corriente de hombros inclinados hacia delante y de manos en el aire, a la manera de los centinelas legendarios. Entre sus piernas, separadas para resistir el viento del mar, las cabezas rodaban como hojas secas; llegaron por fin hasta Attignies. «¡Ayudad a los heridos!». Avanzaron hasta el avión, paso a paso, detenidos por el agua. El último, que permanecía con Attignies, pasó el brazo del aviador sobre su hombro.
—¿Sabes dónde está el teléfono? —le preguntó éste.
—Sí.
Los milicianos pertenecían a la guardia del pueblo; sin cañones ni ametralladoras iban a tratar de defender su pueblo pedregoso de las columnas motorizadas italianas. En la carretera, con ellos y a su manera, de los doscientos mil habitantes de Málaga, ciento cincuenta mil seres desarmados huían, hasta la muerte, del «libertador de España».
Se detuvieron a media altura del talud. «Hay que tener descaro —pensaba Attignies— para decir que las heridas de bala no hacen doler». Y el agua de mar no aliviaba nada. Por encima del terraplén, los bustos inclinados avanzaban siempre hacia el oeste, al paso o a la carrera. Delante de muchas bocas un puño sostenía un objeto confuso como si todos hubieran tocado una silenciosa corneta: comían. Una verdura corta y ancha, apio quizá. «Hay un campo», dijo el miliciano. Una vieja subió al talud gritando, se acercó a Attignies y le tendió una botella. «¡Mis pobres hijos, mis pobres hijos!». Miraba a los otros huir, recuperó su botella antes de que Attignies la hubiera tomado y bajó lo más pronto que pudo, sin dejar de gritar siempre la misma frase.
Attignies volvió a subir, apoyado en el miliciano. Pasaban mujeres corriendo, se detenían, se ponían a gritar mirando los aviadores heridos y el avión que se consumía, y emprendían de nuevo su carrera.
«El bulevar del domingo», pensaba amargamente Attignies al llegar a la carretera. Bajo el ruido de la huida, ritmado por el golpeteo del mar, otro ruido, que Attignies conocía de sobra, empezó a subir: un avión de caza enemigo. La multitud se dispersaba; había sido ya bombardeada y ametrallada.
Venía en línea recta hacia el multiplazas cuyas últimas llamas se apagaban en el mar. Ya los milicianos transportaban a los heridos; estarían en la carretera antes de la llegada del avión enemigo. Había que gritar a la multitud que se echara de bruces, pero nadie oía. Siguiendo las instrucciones de Sembrano, los milicianos acostaban a los heridos a lo largo de la pequeña pared. El avión bajó mucho, giró en torno al multiplazas, patas arriba y cubierto de pavesas moribundas como un pollo en un asador; lo fotografió, sin duda, y volvió a partir. «Pero los camiones están patas arriba también».
Pasó una carreta. Attignies la detuvo, abandonó el hombro del miliciano. Una joven campesina le cedió su lugar y él se sentó entre las piernas de una vieja. Volvió a partir la carreta. Llevaba cinco campesinos. Nadie había hecho preguntas y Attignies no había dicho una palabra: el mundo entero, en ese minuto, corría en un solo sentido.
El miliciano andaba al lado de la carreta. Después de un kilómetro, la carretera se apartaba del mar. En los campos habían encendido fogatas; esas fogatas, esa gente acurrucada o acostada rezumaba angustia en la inmovilidad como en la huida. Entre ella, la masa pasiva de los desalojados continuaba hacia Almería su desesperada emigración. El enmarañamiento de los vehículos era en verdad inextricable. La carreta ya no avanzaba.
—¿Todavía está lejos? —preguntó Attignies.
—Tres kilómetros —contestó el campesino.
Un campesino los adelantó, montado en un asno: los asnos, abandonando incesantemente la carretera, se deslizaban por todas partes, yendo mucho más ligero.
—Préstame tu asno. Te lo devolveré en el pueblo, delante del correo. Es para los aviadores heridos.
El campesino bajó sin decir una palabra y ocupó el lugar de Attignies en la carreta.
Dos jóvenes, varón y mujer, estudiantes sin duda, casi elegantes, sin equipaje, pasaron al asno. Se tomaban de la mano. Attignies tuvo conciencia de que no había visto hasta entonces más que una multitud miserable, a veces obrera, campesina casi siempre. Y siempre, en las espaldas, las mantas mexicanas. Nada de conversaciones: gritos, y el silencio.
La carretera discurría por un túnel.
Attignies buscó su linterna eléctrica. Inútil sacarla de su bolsillo empapado. Innumerables luces, lámparas de toda clase, fósforos, antorchas, tizones, nacían y se apagaban, amarillos y rojizos, o bien permanecían, rodeados por un lado, a uno y otro lado de la corriente de hombres, de animales, de carretas. Al abrigo de los aviones, un gran campamento migratorio se había instalado en la vida subterránea, entre los dos agujeros azules y lejanos del día. Un pueblo de sombras se agitaba en torno de las antorchas o de las inmóviles lámparas de tormenta; por un instante aparecían las siluetas de los bustos y las cabezas, y las piernas se perdían bajo la roca como un río subterráneo, en un silencio tan intenso que hasta había conquistado a los animales.
El túnel envolvía a Attignies de calor, ya viniera de la multitud acumulada, o de la fiebre que aumentaba en él. Había que llegar al teléfono, evidentemente, pero ¿acaso Attignies no había muerto en el camino? La carreta, el asno, ¿no eran los sueños de una agonía bastante dulce? Del agua que lo había cubierto se deslizaba a ese mundo caldeado de las profundidades de la tierra. Una evidencia más fuerte que las certidumbres de los vivos iba de la sangre, que un momento antes chorreaba en la cabina, a ese túnel sofocante; todo lo que había sido la vida se diluía como recuerdos miserables en un sopor profundo y melancólico; los puntos luminosos llevaban en esa cálida oscuridad su vida de peces de las grandes depresiones, y el comisario político se deslizaba, inmóvil y sin peso, mucho más allá de la muerte a través de un gran río de sueño.
La luz del día que se aproximaba y que, al torcerse la carretera, se desplegó súbitamente, despertó su cuerpo entero, como si fuera una luz helada. Quedó asombrado de encontrar de nuevo la obsesión del teléfono, su pie dolorido, su asno entre las piernas. A pesar de haber salido del avión como de un combate, le parecía volver del limbo al misterio de la vida. De nuevo, por encima de la corriente del pueblo en fuga, se extendía hasta el Mediterráneo la tierra ocre de España, con sus cabras negras erguidas sobre los peñascos.
La multitud, agitada en todo sentido, hervía alrededor del primer pueblo, y dejaba mil instrumentos alrededor de las primeras paredes, como el mar abandona en su rompiente una playa de guijarros y desechos. Una gran confusión de trajes erizados por algunas armas yacía presa entre las paredes como una manada en un corral. Aquí el éxodo perdía su poder de avalancha: no era más que una multitud.
Gracias al miliciano, Attignies, siempre sobre su asno, llegó a la oficina de teléfonos. Los hilos estaban cortados.
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Pol, una vez que los heridos estuvieron alineados al pie de la pared, había preguntado a los milicianos dónde podía encontrar camiones. «En las granjas, ¡pero no hay gasolina!». Corrió hasta la primera granja, vio un camión, el tanque estaba vacío. Siempre corriendo, había vuelto con un balde, después de vaciar en él parte de la gasolina conservada en el depósito intacto del avión. Llegó de nuevo a la granja, manteniendo su balde en equilibrio, obligado a caminar lentamente al margen de la interminable huida campesina, y esperando de un momento a otro la llegada de los camiones que seguirían con toda seguridad a los que habían hecho estallar aquella mañana. Trató de hacer andar el motor: el magneto estaba roto.
Corrió a la segunda granja. Sembrano pensaba que Attignies no se las arreglaría fácilmente en medio de semejante desorden, y tenía más confianza en un camión encontrado que en un camión enviado. En esta granja, que era también una especie de casa de campo, vacía de muebles y en donde los azulejos moriscos y los falsos frescos románticos que abundaban en papagayos parecían a la espera del incendio, el ruido subterráneo de la multitud en fuga amenazaba segundo por segundo la llegada del enemigo. Esta vez, Sembrano, sosteniéndose con la mano izquierda su brazo derecho que un ametrallador español había entablillado, volvió con él. En cuanto encontraron el camión, Sembrano levantó el capó: el conducto de la gasolina estaba destrozado. Los camiones habían sido sistemáticamente saboteados para que los fascistas no pudieran utilizarlos. Sembrano que se había inclinado se incorporó con la boca abierta y los ojos semicerrados, Voltaire abrumado, y, con un paso de boxeador grogui, se dirigió sin cerrar la boca a la granja siguiente.
En medio de un campo, oyó gritar su nombre: el ametrallador español, muy redondo, semejante a una manzana jubilosa, siempre ensangrentado, saltando y rebotando, corría hacia él. Attignies estaba de vuelta con un automóvil. Los aviones de caza republicanos habían avisado al hospital. Sembrano y Pol instalaron a los heridos en el suelo y en el asiento de atrás: el ametrallador quedó con ellos.
Un médico, el jefe de servicio canadiense de transfusión de sangre, había venido con ellos.
Desde la caída del avión, ninguno de los aviadores había hablado de la llegada de los fascistas, y sin duda ninguno había dejado, como Attignies, de tener presente en el espíritu la columna motorizada bombardeada a la salida de Málaga.
El automóvil, sobrecargado delante, parecía vacío atrás; a cada kilómetro, los milicianos lo detenían, querían meter mujeres en él, al subir en el estribo veían a los heridos, y volvían a bajar. Al principio, la multitud había creído que los comités huían, al ver en cada automóvil aparentemente vacío los heridos apilados, había tomado la costumbre de mirar los coches con una melancólica amistad. Reyes lanzaba estertores. «Lo intentaremos con las transfusiones —le dijo el médico a Attignies—, pero tengo pocas esperanzas». Había tantos hombres acostados al borde del camino que era imposible distinguir, entre ellos, los heridos de los que dormían; a menudo se veían mujeres acostadas de través en la carretera, el médico bajaba, les hablaba; ellas iban a ver, dejaban pasar en silencio el auto, y se volvían a acostar a la espera del auto siguiente.
Un anciano, reducido a tendones y nervios, de esa vejez correosa que sólo parece existir en los campesinos, llamaba, llevando en el brazo izquierdo replegado un niño de pocos meses. Muchas y muy grandes angustias podían verse a lo largo del camino, pero quizá el hombre es más vulnerable a la infancia que a cualquier otra debilidad: el médico hizo detener el automóvil, a pesar de los estertores de Reyes. Imposible que dentro de él cupiera el campesino; se instaló en la aleta, con el niño siempre en el brazo izquierdo; pero no encontraba adonde agarrarse. Pol, instalado en la otra aleta y que se sostenía en el picaporte de la portezuela, tendió la mano izquierda, a la cual se aferró el campesino. El chófer estaba obligado a conducir por poco de pie, porque las dos manos se unían delante del parabrisas.
El médico y Attignies no podían separar los ojos de ellos. El médico, ante las escenas amorosas en el teatro y en el cine, tenía siempre la impresión de sentirse indiscreto. Y ahora también: ese obrero extranjero que iba a combatir de nuevo, tomando de la muñeca al viejo campesino de Andalucía delante del pueblo en fuga, lo turbaba; se esforzaba por no mirar. Y sin embargo la parte más profunda de sí mismo permanecía ligada a esas manos —la misma parte que los había hecho detenerse hace un momento, la que reconocía bajo sus expresiones más irrisorias la maternidad, la infancia o la muerte.
«¡Alto!», gritó un miliciano. El chófer no se detuvo. El miliciano apuntó al automóvil. «¡Aviadores heridos!», gritó el chófer. El miliciano saltó sobre el estribo. «¡Aviadores heridos, te digo, imbécil! ¿No lo estás viendo?». Dos frases más que los heridos no comprendieron. El miliciano tiró y el chófer se desplomó sobre el volante. El automóvil estuvo a punto de estrellarse contra un árbol. El miliciano apretó el freno, saltó y se fue por la carretera.
Un miliciano anarquista, con quepis rojo y negro, y un sable colgando del cinto, saltó al auto. «¿Por qué os detiene esa bestia?». «No sé», contestó Attignies. El anarquista saltó a tierra, corrió detrás del otro miliciano. Ambos desaparecieron detrás de los árboles verde oscuro al sol. El coche quedaba abandonado. Ninguno de los heridos podía conducir. El anarquista reapareció como si hubiera salido de bambalinas, el sable rojo en la mano. Llegó hasta el auto, depositó al chófer muerto al borde de la carretera, se sentó en su lugar, arrancó sin preguntar nada. Al cabo de diez minutos se volvió, mostró su sable ensangrentado:
—Puerco. Enemigo del pueblo. No hará más de las suyas.
Sembrano se encogió de hombros, harto de muerte. El anarquista, enfadado, volvió la cabeza.
Conducía simulando no mirar a sus vecinos; no sólo conducía con cuidado, sino tratando de atenuar las sacudidas.
Attignies miraba el rostro del anarquista, severo, hostil, detrás de las dos manos apretadas sobre el parabrisas.
Por fin llegaron al hospital.
Un hospital vacío, lleno aún de aparatos, de vendajes, de todas las marcas del paso del dolor. En las camas deshechas y a menudo ensangrentadas cuyo vacío estaba tan cruelmente mezclado a rastros frescos de presencias, parecía que se hubiesen acostado, no hombres, vivos o moribundos con sus rostros particulares, sino las heridas mismas —la sangre en vez del brazo, de la cabeza, de la pierna—. La inmóvil pesadez de la electricidad daba a toda la sala un aspecto irreal, cuya gran unidad blanca hubiera sido la de un sueño si las manchas de sangre y algunos cuerpos no hubiesen salvajemente impuesto la presencia de la vida: tres heridos esperaban a los fascistas, con el revólver junto a ellos.
Éstos no tenían otra cosa que esperar sino la muerte que vendría de ellos mismos, o la que vendría de los enemigos, a menos que no llegasen los aviones sanitarios. Miraron en silencio entrar al gran Pol rizado, a Sembrano con el labio prominente, y a los otros que no tenían más que el rostro del dolor; y la sala se llenó de la fraternidad de los náufragos.
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2
Guadalajara
Cuatro mil italianos en unidades completamente motorizadas, sus tanques y sus aviones, habían arrollado en Villaviciosa al frente republicano. Tenían la intención de bajar por los valles del Ingria y de Tajuña y, tomando Guadalajara y Alcalá de Henares, unirse con el ejército del sur, de Franco detenido en Arganda, cortando así Madrid de toda comunicación.
Los italianos, recién salidos de Málaga, no habían encontrado ante ellos cinco mil hombres. Pero en Málaga las milicias habían combatido como en Toledo; aquí, el ejército combatía como en Madrid. El 11, los españoles, los polacos, los alemanes, los francobelgas y los garibaldinos de la primera brigada —uno contra ocho—detenían el raid italiano de los dos lados de la carretera de Zaragoza y la de Brihuega.
Desde que la primera luz macilenta se deslizó bajo las pesadas nubes de nieve, los obuses comenzaron a destrozar los bosquecillos y el bosque ralo sobre el cual se apoyaban los alemanes del batallón Edgar-André y los nuevos voluntarios enviados a toda prisa. Desarraigados por un solo obús, los olivos saltaban enteros, brotaban hasta ese cielo donde la caída de la nieve estaba suspendida y volvían a caer como cohetes, las ramas hacia delante, con un ruido de papel arrugado.
Llegó la primera ola de asalto italiana.
—Camaradas —dijo un comisario político—, la suerte de la República va a decidirse en los diez primeros minutos —todos los ametralladores de la sección de ametralladoras pesadas estaban en su puesto, de las cuales retiraron el seguro justo antes de morir. Los republicanos llegaron a construir bajo el fuego una línea de defensa, y a fortificar sus flancos.
A veces, los obuses fascistas no estallaban.
—A los obreros fusilados en Milán por sabotaje de obuses, ¡hurra!
Todos se pusieron de pie, los obreros de las fábricas de armamentos vacilando: éstos sabían que los obuses no siempre estallan.
Entonces llegaron los tanques fascistas.
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Pero los internacionales y los dinamiteros se habían acostumbrado a los tanques en la batalla del Jarama. Cuando los tanques llegaron a terreno descubierto, los alemanes se replegaron bajo el bosque, y no arrancaron. Los tanques tenían ametralladoras, pero ellos también; ante los árboles apretados, los tanques se paseaban en vano de largo en ancho, como perros enormes; de tiempo en tiempo, una pequeña encina saltaba hasta las nubes de nieve.
En el bosque martilleado a cañonazos, las ametralladoras flamencas hacían caer las líneas de asalto fascistas. «Mientras haya remaches para que la máquina pueda remachar, andarán las cosas», gritaba el jefe de los ametralladores bajo el ruido de tormenta del cañón, el de los tiros de fusil, las ráfagas de ametralladoras, el estallido de las balas explosivas, el silbido agudo de los obuses de los tanques y el inquietante ronquido de los aviones que no lograban salir de las nubes demasiado bajas.
Por la tarde, los italianos atacaban con lanzallamas, que al igual que los tanques no pasaron.
El 12, el grupo de choque italiano atacaba de nuevo, encontraba de nuevo las brigadas del 5.º cuerpo, la de Manuel, los franceses y los alemanes. Al fin de la tarde, los italianos estaban agrupados en un terreno estrecho porque sus caminos de acceso habían sido obstruidos; sus municiones pesadas y sus víveres no alcanzaban ya el frente, y la nieve comenzaba a caer. La carretera permanecía amenazada; pero el ejército italiano no lo estaba menos. El 13, cesó la nieve, y algunos combatientes murieron de frío.
Por la noche llegaron de refuerzo las brigadas españolas de Madrid, los refuerzos de los internacionales y los carabineros de Jiménez. Los republicanos no eran sino uno contra dos. Los internacionales subían en línea, si no bien armados, equipados, paralelamente, del otro lado de la carretera, subían en alpargatas los hombres de Manuel y de la brigada Líster. Nunca, después de tres meses de combates comunes, Siry y Maringaud (ahora en el batallón francobelga) se habían sentido tan cerca de los españoles como en esa tarde helada de marzo, en la cual, hasta la nieve de la noche, el ejército del pueblo subía, al paso de sus alpargatas hechas jirones, hacia el horizonte agitado de obuses. A veces un cañón pesado rugía más rápidamente; entonces muchos otros le respondían, como en otro tiempo los perros en las granjas de Guadalajara; más subía el ruido del cañón, más los hombres se apretaban los unos contra los otros.
El 14, las tropas del 5.º cuerpo y Manuel atacaban Trijueque y la tomaban. El otro flanco del enemigo estaba protegido por el Palacio Ibarra, un fusil ametrallador detrás de cada ventana, que los francobelgas y los garibaldinos atacaban desde las dos de la tarde.
Un sesenta por ciento de los garibaldinos tenían más de cuarenta y cinco años.
Bajo los árboles del bosque, no veían ahora del Palacio bajo y chato sino cortas llamas en medio de la noche y a través de la nieve que había vuelto a caer. El fuego disminuía: se oían de nuevo tiros aislados. Y una voz, inmensa, que era a la voz humana lo que el cañón es al fusil, comenzó a bramar en italiano:
—Camaradas, obreros y campesinos de Italia, ¿por qué lucháis contra nosotros? Cuando dejéis de oír este altavoz, todo el ruido que lo cubre es el ruido de la muerte. ¿Morís para impedir a los obreros y a los campesinos de España vivir libremente? Os han engañado. Nosotros…
El desencadenamiento del cañón y de las granadas cubrió la voz del altavoz republicano. Cuadrangular, semejante a un pozo de petróleo acostado, más grande que el camión que lo llevaba, estaba casi solo detrás de una cortina de espesura, abandonado pero vivo, puesto que hablaba. Y ese aullido que llegaba hasta dos kilómetros, esa voz que anunciaba hasta el fin del mundo, muy lenta para que se distinguieran sus palabras, gritaba en la soledad a través de la noche que caía, los árboles con las ramas cortadas por las balas y la nieve interminable:
—Camaradas, aquellos de vosotros que han caído prisioneros os dirán que los «bárbaros rojos» les han abierto los brazos, aún ensangrentados por las heridas que han recibido de vosotros…
Una patrulla fascista caminaba a través de la nieve y el bosque henchido por el altavoz. Una descarga más: uno de los fascistas cayó.
—¡Arrojad vuestras armas!, —le gritaron en italiano durante un segundo de silencio.
—¡Dejad de tirar, imbéciles! —gritó el oficial—. ¡Somos nosotros!
—¡Arrojad vuestras armas!
—¡Dejad de tirar! ¡Os digo que somos nosotros!
—Ya lo sabemos. ¡Arrojad vuestras armas!
—¡Arrojad las vuestras!
—A las tres, tiramos.
La patrulla comenzó a comprender que los italianos que les contestaban no eran de los suyos.
—Bueno. ¡Rendíos!
—¡Jamás!
—Dos. ¡Rendíos!
La patrulla arrojó sus armas.
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Los garibaldinos atacaban el Palacio por un lado, los francobelgas por otro. Un cohete subió por encima del bosque, iluminó las ramas negras entre torbellinos de nieve. Saltó un árbol de ramas bajas y espesas. Mientras volvía a caer a lo lejos con un ruido de ramas, Siry vio a cinco compañeros correr, caer cuatro, desaparecer la cabeza de su compañero de la derecha, las balas atravesar todo el terreno por donde andaban, un hombre mostrar algo y recoger una mano ensangrentada. Antes de haber comprendido cosa alguna, desaparecido el árbol, Siry estaba bajo el fuego de una de las ventanas del Palacio Ibarra y comenzó a correr, contrayendo los músculos de la espalda para impedir que las balas entraran. Inspirado súbitamente por el buen sentido, se echó de bruces ante un teniente acostado que se levantó y cayó de inmediato con un gemido de sorpresa: «Oh, oh…». «¿Qué tiene? —preguntó Siry en voz alta—. ¿Herido?». «Muerto», respondió una voz. Siry se había acercado con sus camaradas hasta la pared del Palacio: pero el hermoso hueco, que había producido el árbol arrancado de cuajo, concentraba el tiro de veinte ventanas, todas adornadas de fusiles ametralladores. Los soldados retrocedían, arrastrándose hacia atrás, boca abajo, como si todos estuvieran heridos en el vientre. Un individuo arrastraba a otro con ademanes de abejorro, lentamente, con el horror pintado en la cara, pero no lo abandonaba. Siry, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo, oía bajo el estruendo del cañón, de los fusiles, de las ametralladoras y de las balas explosivas, el imperceptible tic tac de su reloj; mientras oyera ese ruido, no estaría muerto. Tenía la impresión confusa de ocultar una culpa, semejante a su temor al guardabosque, en otros tiempos, cuando robaba peras. Llegó por fin a cubierto, al mismo tiempo que el que arrastraba a un herido.
Maringaud estaba a diez metros de la pared que protegía el Palacio: desde allí se podían lanzar granadas. En la noche y la nieve, los tiros enemigos corrían por encima de la pared, a ras del suelo y detrás de cada ventana, como el crepitar de un incendio. El gordo Maringaud tiraba, tiraba, sobre los resplandores rosados y sobre las detonaciones, y se sentía tranquilo. Alguien se inclinó detrás de él: era el capitán. «No grites así. Indicas tu posición». Uno de los internacionales se había aferrado con las dos manos a la pared del Palacio; estaba muerto, sin duda. Maringaud, sin dejar de tirar, avanzó: a su derecha, avanzaban compañeros también, a través del estruendo de los fusiles ametralladores, de las granadas, de los aullidos absurdos y de los obuses. Todavía un cohete entre los árboles; abajo, las manchas convulsas de las granadas, de las ramas, y un brazo arrancado, los dedos separados. El fusil de Maringaud ardía. Lo puso sobre la nieve y comenzó a lanzar sus granadas que le pasaba un internacional herido. Otro abría y cerraba alternativamente la boca, como un pescado aún vivo. Otros tres tiraban. Dos metros más: estaba ahora muy cerca de la pared, con sus granadas, un cigarrillo que creía fumar en la boca.
—¿Qué hacen a la izquierda? —gritó en la nieve una voz imperativa—. ¡Tiren más rápido!
—Están muertos —respondió otra voz.
Los fascistas más valientes trataban de defender la pared, y sus mejores tiradores tenían la impresión de tirar mal, porque garibaldinos y francobelgas, enfurecidos, enloquecidos a la vez por el combate y por la nieve, se lanzaban contra la pared y sólo caían muchos segundos después de haber sido tocados. Inquietantes clamores subían de pronto, del Palacio o del bloque, y hubo un segundo de silencio cuando, a la luz de un cohete, los fascistas y los vagabundos recogidos en todos los rincones de Sicilia se vieron atacados en la nieve azul por los garibaldinos más viejos, con sus bigotes grises. Después volvió a empezar el estruendo. Y sea que los asaltantes hubiesen alcanzado la pared, sea que el misterioso silencio de los cafés y de las asambleas estuviera presente en la guerra también, el frenesí de las explosiones pareció de pronto subir con el torbellino de los copos que un viento furioso hacía subir nuevamente hacia el cielo negro y (los del altavoz estaban al acecho de aquel silencio) los fascistas, los garibaldinos y los francobelgas oyeron:
—¡Oíd, compañeros! ¡No es verdad! Es Angelo el que os habla. En primer lugar, tienen tanques, ¡yo los he visto! ¡Y cañones! ¡Y generales, nos han interrogado!
»¡Y no nos fusilan! ¡Soy yo, Angelo! ¡A mí no me han fusilado! Al contrario. ¡Nos han vencido y nos van a matar a todos! ¡Pasad, muchachos, pasad!
Siry, que había vuelto hasta la pared, escuchaba. Los garibaldinos escuchaban; Maringaud y los francobelgas adivinaban. Todos los fusiles ametralladores fascistas del Palacio respondieron. El viento había disminuido y la nieve indiferente caía de nuevo con fuerza.
Siry estaba en el ángulo de la pared. Más lejos, bajo los árboles, había casuchas. Las de la derecha eran de los republicanos, las de la izquierda de los fascistas. Y Siry oía, débiles después del altavoz, como las voces de los heridos, las voces de los prisioneros de la víspera, que combatían ahora con los garibaldinos, gritar a través de la nieve:
—Carlo, Carlo, no seas zopenco, quédate adentro. Soy yo, Guido, no tienes nada que temer, lo arreglaré todo.
—¡Pandilla de crápulas, pandilla de traidores!
Una orden, una ráfaga de fusiles ametralladores.
—¡Bruno, a los compañeros, no tires!
El estruendo subió y bajó de nuevo con los grandes torbellinos como si el viento que agitaba los copos hubiese también agitado la batalla. Maringaud lanzó su última granada, tomó de nuevo su fusil, que le fue enseguida arrancado de las manos, al mismo tiempo que sus tres compañeros ascendían en una llamarada, los brazos hacia atrás. Corrió hasta la pared, se pegó a ella, y levantó el fusil del camarada aferrado a las piedras con las dos manos.
Paró la nieve.
Hubo de nuevo un silencio súbito, como si los elementos hubieran sido más fuertes que la guerra, como si el apaciguamiento que caía del cielo de invierno, que los copos no velaban ya, se hubiera impuesto al combate. Por un gran agujero, la luna acababa de aparecer y, por primera vez, la nieve, siempre azul bajo los cohetes, era blanca. Detrás de los internacionales, a lo largo de todo un terreno cercado con paredes pequeñas escalonadas, los polacos atacaban con arma blanca. No en masa, sino en pequeños grupos aislados, protegidos por las paredes bajas semihundidas en la nieve. Los francobelgas y los garibaldinos los veían apenas, pero cuando paraba el avance a la bayoneta, oían con claridad aproximarse los tiros. Y esos hombres casi invisibles, cuyos tiros de fusil avanzaban pertinazmente en el desencadenamiento de las detonaciones y de las explosiones como si fuera un avance subterráneo, a través de un gran velo vertical y sosegado de finos conos bajo la luna, subían la vasta escalera de nieve de la colina como, en las leyendas, las legiones misteriosas enviadas por los dioses.
A lo lejos, Siry oyó el bramido incomprensible de un altavoz español por el que hablaba el padre Barca, el viejo compañero de Manuel y de García.
Y súbitamente, Siry y Maringaud, y los francobelgas, y los garibaldinos que combatían a su lado, se preguntaron si enloquecían: del Palacio bajaba un canto que conocían bien. Los internacionales atacaban de tres lados, y otras compañías podían haber entrado en el Palacio mientras éstas se hallaban detenidas en el muro; pero todos se acordaban de la Internacional cantada en la batalla del Jarama por los fascistas caídos después en sus trincheras: «¡Arrojad primero las armas!», gritaron. Nada les respondió: el bombardeo continuaba, la intensidad del tiro disminuía, la nieve caía en torbellinos más espesos. Sin embargo, en el fondo de esa nieve, las llamitas rojas en las ventanas del Palacio se habían apagado y el canto continuaba. ¿En francés o en italiano? Imposible distinguir una palabra… No tiraban ya contra ellos. Y el altavoz gritó en español a través de los árboles sin ramas: «Parad el fuego. El Palacio Ibarra ha sido tomado».
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Todos querían atacar a la mañana siguiente.
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