André Malraux
Segunda parte
El Manzanares
I
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Ser y hacer
I
1
La multitud enloquecida que había huido de Toledo, los milicianos sin fusil del Tajo, los restos de los batallones campesinos de Extremadura, iban y venían por la estación de Aranjuez. Como hojas reunidas en un torbellino y después arrastradas por el mismo viento, los grupos que habían llegado corriendo se dispersaban en el parque de castaños lleno todavía de rosas granate, o recorrían a grandes pasos, como los locos su jardín, las avenidas de los plátanos imperiales.
Los desechos de las milicias con nombres históricos, los Invencibles, las Águilas Rojas, las Águilas de la Libertad, se agitaban sobre la alfombra de flores caídas, tan espesa como lo es en otras partes la de las hojas secas, los brazos colgando, los fusiles arrastrados por el cañón como perros, y se detenían para escuchar el cañón aproximarse del otro lado del río. Entre los golpes que subían del suelo ensordecidos por el espesor de las flores podridas de los castaños, se oyó una antigua campana.
—¿Una iglesia, en este momento? —preguntó Manuel.
—Se diría más bien una campana de jardinero —respondió López.
—Eso viene del lado de la estación.
Otras campanas y campanillas, timbres de bicicletas, bocinas de automóviles y hasta golpes sobre cacerolas acompañaban ahora a la campana. Los restos del sueño revolucionario, sables, cubrecamas rayados, trajes de encaje, escopetas —y hasta los últimos sombreros mexicanos— llegaban del fondo del parque hacia ese tam-tam que unía a las tribus.
—Pensar que la mitad por lo menos son valientes… —dijo Manuel.
—A pesar de todo, está bien, pánfilo; ¡no han destrozado un solo busto!
A lo largo del parque, los célebres bustos de yeso, iluminados de rosa por la reverberación de los ladrillos antiguos, estaban intactos bajo los plátanos. Manuel no los miraba. Girando como una pajarera traída de América por los príncipes para su jardín de Aranjuez, el carnaval se precipitaba hacia la estación bajo las arcadas de ladrillo, en la luz rosada de las perspectivas regias.
A medida que Manuel y López se dirigían ellos también hacia la campana, una palabra se hacía precisa: locomotora. ¡Que no vayan a Madrid a ningún precio!, pensó Manuel: no le costaba ningún trabajo pensar en la llegada de diez mil hombres desmoralizados, dispuestos a los más increíbles embustes, inmediatamente después de la toma de Toledo —en tanto que Madrid se organizaba desesperadamente.
Estaban ahora muy cerca de la estación. Drid-Madrid-drid-drid chirriaban de todos lados como el crepitar rabioso de las cigarras.
—Como huyeron, van a contar que los moros son invencibles —dijo López—: Es necesario que los moros estén superiormente armados, y así por el estilo, para que ellos tengan el derecho de haber huido, naturalmente.
—Huyeron porque no los dirigían. Antes se batían no menos bien que nosotros.
Manuel pensaba en Barca, en Ramos, en sus camaradas del tren blindado, en los del Tajo. Y también en un viejo sindicalista, abanderado de una manifestación, algunos años antes; la manifestación, detenida por enormes fuerzas de policía, había tenido el derecho de continuar su marcha a condición de arriar las banderas. «¡Arriad las banderas!», habían gritado pues los responsables. Manuel tenía una voz muy fuerte. Como repitiera el grito, el viejo lo había mirado sin decir una palabra, y su rostro quería de tal modo decir: «Bueno, puesto que es necesario, pero mientras más despacio, será mejor… Todavía tienes que aprender, muchacho…», que él no lo había olvidado. No eran siempre los mismos los que estaban equivocados. El vínculo de Manuel y del proletariado estaba hecho de demasiados recuerdos y fidelidades para que ninguna locura pudiera romperla —aunque fuese tan grave como aquélla.
—Lo difícil no es estar con los amigos cuando tienen razón —dijo—, sino cuando están equivocados…
—¡Puedes todavía intentarlo!…
Un barbudo que se parecía al Negus visto en un espejo deformante, alargado, se había subido sobre el techo de una limusina, ante la puerta de la estación. El interior, los corredores, las salas de espera llenas; en los andenes, imposible que cupiera ni siquiera un niño más; y, por encima, los inmensos árboles de la plaza.
—¿Quién sabe conducir una locomotora? —añadió el barbudo—. Hay tren. Y locomotora. ¡Hay de todo!
Silencio súbito. Todos esperaban al salvador.
—… tren anda…, tren anda.
—¿Qué?
—Tren anda…
El invisible que hablaba, empujado. Impulsado en medio de clamores de entusiasmo, llegó al techo del automóvil.
—… Poner en marcha… Yo sé ponerlo en marcha…
Era un personaje con aire de garduña, suave, con anteojos, un poco calvo.
—Os prevengo: con prudencia puedo conducirla.
La temperatura cayó. Manuel y López, paso a paso, se aproximaron al auto.
—¿Sabes moderar la velocidad? —gritó una voz.
—Hum… creo.
—¡Muchachos, saltaremos con el tren en marcha!
Manuel llegó al techo del cacharro.
—¿Y los heridos? —gritó—. ¿Saltarán?
Muchos trataban de trepar a los hombros de los compañeros. ¿Qué quería ése? Marchar sobre Madrid, ¿o qué? Un oficial más…
—¡Camaradas, atención! Yo soy…
No lo oían. De todos lados, las interjecciones cortaban sus palabras. Levantó los dos brazos, obtuvo tres segundos de silencio, pudo gritar:
—Soy ingeniero. Os digo: no podréis controlar la máquina.
—Es el excomandante de la motorizada —murmuraron en la multitud.
—¡Conduce!
—No sé conducir, pero sé lo que es una máquina que no se controla. Los que parten toman la responsabilidad de la muerte de dos mil camaradas. ¿Y los heridos?
Felizmente, el mecánico benévolo no inspiraba confianza.
—¿Entonces qué?, —gritaron en la multitud.
—¡Propón algo!
—¡Explícate!
—¿Ir a pie?
—¿Y si nos atajan?
—¿Es verdad que Navalcarnero está tomado?
—Es que…
—¡Quedémonos aquí! —aulló Manuel.
La multitud giró sobre sí misma con una rabia melancólica, agotada. Un centenar de manos salieron de ella, se agitaron como hojas que el viento mueve por encima de sí mismas, después volvieron a la contienda de los cuerpos.
—Hace dos días que no hemos…
—¡Los moros llegan!
Manuel sabía que no había intendencia.
—¿Quién nos dará de comer?
—Yo.
—¿Quién nos dará donde acostamos?
—Yo.
Manuel parecía un rompeolas, pero no estaba seguro de que las olas no fueran las más fuertes.
—Es menos difícil vencer a los moros que llegar a Madrid con un tren enloquecido —gritó.
Las manos, de nuevo, salieron de la multitud —cerradas—: Eran puños. Pero no para saludar.
—Dentro de media hora, seremos fusilados —dijo a media voz López, que acababa de subir a su vez al techo del automóvil.
—Me cago. Pero que no pongan los pies en Madrid —se acordaba de Heinrich:
«Toda situación presente tiene por lo menos un elemento positivo: hay que encontrarlo y utilizarlo». Comenzó a gritar—: El Partido Comunista ha dado la consigna de obediencia absoluta a las autoridades militares. ¡Que los comunistas levanten el brazo!
No se apresuraban en hacerse conocer. Manuel advirtió que el pequeño mecánico calvo, a su lado, llevaba la estrella del partido.
—¿Y tu fusil? —le preguntó—. Un comunista no abandona nunca su fusil.
El otro lo miró y le dijo sin ironía:
—Pues sí, ya puedes ver…
—Entonces se excluye él mismo del partido. ¿Tu insignia?
—Vamos, hombre, no grites así. ¡Qué mierda quieres que haga con ella!…
Siete u ocho estrellas lanzadas por la multitud cayeron sobre el coche del automóvil, con un ruido miserable, sin fuerza.
—Dentro de cinco minutos nos acribillarán a balazos —dijo López.
—Tienen el ánimo muy caído.
Manuel empezó a gritar, a plena voz pero muy lentamente, para estar seguro de ser oído.
—Nosotros hemos tomado las armas contra el fascismo. Sabíamos todos que podíamos morir. Si hubiéramos sido muertos en Somosierra, nos parecería muy natural.
»¿Por qué este cambio? Porque es puro desorden.
»El partido y el Gobierno han dicho: disciplina militar ante todo. Aquí somos dos comandantes; tomamos las responsabilidades.
»El desorden ha terminado.
»Comeréis esta noche.
»No dormiréis al descubierto.
»Tenéis armas y municiones.
»Hemos vencido en Somosierra, venceremos aquí. ¡Luchemos de la misma manera, eso es todo!
»El río es fácil de defender, los tanques no pueden pasar.
—… tienen… tienen…
—¿Los aviones? —gritó una docena de voces.
—Trincheras mañana por la mañana.
»Refugios subterráneos abajo.
»Y utilización de las laderas.
»No se trata de combatir a Madrid, en Barcelona o en el Polo Norte.
»Ni de aceptar la victoria de Franco, con la cola entra las piernas durante veinte años, a merced de una denuncia de la puta, de la vecina o del cura. ¡Acordaos de Asturias!
»Nuestra nueva aviación estará lista dentro de algunos días.
»Todo el país está con nosotros: el país somos nosotros.
»Debemos resistir; resistir aquí, no en otra parte.
»No llevar a Madrid un ejército de vagabundos ¡Y quedarnos con nuestros heridos!
—Eso basta.
—Os siguen engañando —gritó una voz que parecía provenir de las hojas podridas.
—¿Quién va? ¡Primero, muéstrate!
El que había gritado no se movió. Manuel sabía que para los españoles importa mucho el compromiso personal.
—Aquí no hay quienes que valga. Aquí estamos nosotros dos, que somos combatientes desde el primer día, que tomamos nuestras responsabilidades.
»Os digo: tendréis dónde acostaros, comeréis. Es un camarada quien os habla. Hemos estado juntos el 18 de julio. Vosotros estáis desmoralizados, mal armados, no habéis comido. Pero, entre vosotros, están los que atacan los cañones con autos, la Montaña con un ariete, a los fascistas de Triana con cuchillos, a los de Córdoba con hondas. Decidnos, hombres, ¿habéis hecho todo eso para escaparos ahora? De hombre a hombre, os digo: a pesar de vuestras injurias, os tengo confianza.
»Si mañana no tenéis lo que os prometo, tirad sobre mí. Hasta entonces, haced lo que os digo.
—¡Tu dirección!
—Aranjuez no es grande. Y no tengo escolta.
—Que diga…
—¡Basta! Me comprometo a organizaros, a enrolaros a defender la República. ¿Quiénes estáis de acuerdo?
Bajo un remolino de hojas secas hasta lo alto de los plátanos, la multitud onduló como si hubiera buscado un camino. Las cabezas bajas se balanceaban de derecha a izquierda, alzando los hombros como en una danza salvaje, bajo las manos levantadas con los dedos separados. López descubría que la autoridad de un orador sólo vale por sus cojones. Cuando Manuel había dicho: os tengo confianza, todos habían sentido que era verdad. Y habían comenzado a elegir la mejor parte de sí mismos. Todos lo sentían resuelto a ayudarlos, y muchos sabían que era buen organizador.
—Que los comunistas se acerquen al camión, a la derecha. No tenéis más derechos que los otros, pero tenéis más deberes. Así. Que los voluntarios se junten a la izquierda.
—Cavemos las trincheras enseguida —gritó una voz en medio del alboroto.
—Irás a las trincheras cuando los responsables te lo digan.
Ahora todos querían hacer algo; se empujaban para precipitarse en el orden como habían querido precipitarse en el tren.
—Los responsables de milicias o de partidos, que hagan evacuar la sala de espera y ocupadla. Yo voy a dar instrucciones para que se armen las camas y se provea la comida. Los demás camaradas, quedaos allí: cada uno tomará su jergón o su cama.
Saltó del automóvil, seguido de López.
—¿Volverá a comenzar dentro de cinco minutos, no? —preguntó éste.
—No. Es necesario que tengan algo que hacer hasta que estén acostados. Las cosas marcharán. Tú te quedas aquí.
—¿Qué diablos voy a hacer?
López se hacía pocas ilusiones acerca de sus condiciones de jefe.
—Contarlos. Es razonable, puesto que los voy a hacer acostar. Que cada responsable reúna a los muchachos de su milicia o de su organización, y que te dé su número. Así estarán reagrupados, y eso me dará una hora. Hay por lo menos mil quinientos hombres.
—Bueno, voy.
López era incapaz, pero con valentía y buena voluntad…
Manuel, desplomado en un sitial, en la celda del superior de un convento, miraba, ensimismado, los bustos de yeso del parque brillar suavemente en la noche del jardín persa. López proponía llevar los bustos a Madrid, y reemplazarlos después de la victoria por animales «significativos». Pero Manuel no escuchaba. Desde que dejó a López, fue al comité del Frente Popular. Allí había encontrado a algunos astutos que conocían bien la ciudad. Éstos le descubrieron el convento, le reunieron seiscientos jergones, camas o colchones. Las niñitas del orfelinato acostadas de a dos, le habían suministrado la mitad de su ropa de cama; había sido traído todo lo que quedaba disponible en los conventos, cuarteles o cuerpos de guardia. Para los demás, paja y frazadas.
Una delegación había llegado en medio del trabajo; elegida por los soldados para las relaciones entre ellos y el mando. Ahora todos estaban acostados. Eran las diez. Del Partido Comunista, del 5.º cuerpo y del Ministerio de Guerra, Manuel, atornillado una hora y cuarto al teléfono, había recibido la promesa de un abastecimiento para tres días. Durante ese tiempo, organizaría la intendencia. Pero los camiones sólo llegarían al alba. Algunos, sin embargo, habían partido ya: con qué alimentar a doscientos hombres. Manuel había hecho anunciar que se comería a las once.
Esperaba también del 5.º cuerpo soldados bastante instruidos para ser a su vez instructores, o formar la base del nuevo regimiento.
Llamaron. Era la delegación que volvía.
—¿Cómo? —dijo Manuel rodeado de una aureola de Vírgenes y de Sagrados Corazones—. ¿Es que todavía hay algo que no anda?
—No, no. Sería más bien lo contrario. Sucede lo siguiente: tú y tu compañero no sois militares, aunque estéis en el mando: eso se ve. Por un lado, nosotros lo preferimos. Vosotros habéis dicho cosas justas: que no hemos hecho todo lo que hemos hecho hasta ahora para terminar así. Hasta ahora, lo que habéis prometido, lo habéis cumplido. Sabemos que no era fácil. Entonces, nosotros, la delegación —y los muchachos— hemos reflexionado por nuestro lado. ¿Comprendes? Nos ha parecido que en lo que concierne al tren, teníais razón.
El portavoz era un carpintero de bigotes grises caídos. En el fondo del parque, los célebres ruiseñores cantaban con voz grave.
—Entonces nos hemos dicho: si no hacemos un control para proteger la estación, la historia de hoy correría el riesgo de repetirse. Hombres tenemos. Entonces venimos a proponeros el control.
Detrás del que hablaba, sus tres compañeros con monos erguidos sobre el fondo blanco de la celda: uno delante, tres detrás; en otro tiempo, las delegaciones obreras estaban formadas así. La conciencia que tenían esos hombres de representar las vidas, las debilidades y las responsabilidades, de representar a los suyos frente a uno de los suyos era tan evidente que la revolución, en su parte más sencilla y más pesada, había entrado con ellos: la revolución para aquel que hablaba era el derecho de hablar así. Manuel lo abrazó a la española, y nada dijo.
Por primera vez, estaba frente a una fraternidad que tomaba la forma de la acción.
—Ahora a comer —dijo.
Todos bajaron juntos. Como lo había esperado Manuel, en los dormitorios y en las salas abovedadas, bajo las estatuas azul pálido y oro de los santos que habían quedado allí (banderas rojas en las lanzas de los santos guerreros), los hombres agotados dormían un sueño de guerra. «¿Quiénes quieren comer?», preguntó Manuel, no demasiado fuerte. La respuesta fue el gruñido de un grupo extenuado: no habría cien hombres para alimentar. Bastarían los camiones de Madrid. Como los talones de sus botas resonaban en las losas con una sonoridad de iglesia, tenía a la vez vergüenza y ganas de bromear.
Cuando hubieron terminado la comida, volvió al comité del Frente Popular. Había que organizar aquella noche la armería, encontrar jabón, designar desde el alba los nuevos cuadros. No veía los árboles en la noche, pero sentía, muy por encima de él, la profusión de sus hojas que ahora arrancaba el viento nocturno. Un débil perfume venía de los rosedales, hundido bajo el olor amargo del boj y de los plátanos, como llevado por el tañido sofocado del cañón, del otro lado del río. Todavía no llegaban los camiones.
Los del comité vigilaban también.
Cuando Manuel volvió, lo detuvieron en la puerta del convento.
—¿Qué diablos queréis? —preguntó, haciéndose reconocer.
—El piquete de guardia.
¡Cuántos golpes fascistas habían triunfado por la falta de piquetes! En el débil resplandor que venía del convento, Manuel miraba los cañones de los fusiles por encima de los confusos abrigos: la primera guardia espontánea de la guerra española.
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2
Noche del 6 de noviembre
Tres multiplazas están reparados. El de Magnin, que ahora se llama el Jaurès, llega por encima de las Baleares nocturnas; desde hace una hora, es el único sobre el mar. Attignies pilota. En torno a las luces mal apagadas de Palma, el tiro antiaéreo estalla por todos lados contra el avión invisible; la ciudad, abajo, se defiende como un ciego que aúlla. Magnin busca en el puerto un crucero nacionalista y los transportes de armas. Los grandes resplandores de los faros cortan la noche delante y detrás de él, se cruzan. Atrapar una mosca con una varilla, piensa, tenso. Salvo en el puesto de pilotaje, la oscuridad del multiplaza es completa.
¿Combaten al enemigo o al frío? Más de diez grados bajo cero. Los ametralladores detestan tirar con guantes, pero el acero de las ametralladoras quema de frío. Las bombas aclaran de anaranjado los géiseres nocturnos. Sólo se sabrá por el Ministerio de Guerra si los barcos han sido alcanzados…
Cada cual mira estallar a su alrededor los obuses antiaéreos; todos tienen la cara helada, el cuerpo dentro del cálido mono forrado en piel —solitario hasta el fondo de la oscuridad del mar.
El avión se ilumina de pronto. «¡Apagad, Dios santo!», exclama Magnin; pero sobre el rostro y el casco de Attignies acaban de proyectarse las sombras de las ventanas del avión: ha sido pues iluminado de afuera.
El faro de la D. C. A. (Defensa Contra Aviones) vuelve, enfoca de nuevo el avión; Magnin ve la cabeza de Pol, la espalda de Gardet cruzada por el pequeño fusil. Han bombardeado los barcos en la oscuridad, evitado el tiro antiaéreo en una oscuridad de tormenta atravesada por los resplandores azules de los obuses. La fraternidad de las armas llena la carlinga con esa luz amenazadora: por primera vez desde que han partido, esos hombres se ven.
Todos están inclinados hacia el faro deslumbrante cuya barra luminosa los apunta. Todos saben que, debajo del foco, hay un cañón.
Abajo, luces que se apagan; aviones de caza que sin duda despegan —y la noche hasta el horizonte—. Y, en el centro de toda aquella oscuridad, el avión que baja en barrena se agita como una granalla, sin llegar a despegarse del faro, con sus siete hombres iluminados al magnesio.
Magnin ha saltado junto a Attignies, que le tira del brazo, cerrando los ojos para huir de esa luz cegadora. Antes de tres segundos, los antiaéreos tirarán.
En la carlinga, todos tienen la mano izquierda en el broche del paracaídas.
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Attignies gira, los dientes apretados, los dedos de los pies crispados sobre los pedales, deseando con todo su cuerpo, y hasta con el dedo gordo del pie, estar en un avión de caza: el multiplaza gira como un camión. Y la luz está allí.
El primer obús. A treinta metros: el avión brinca. Los cañones antiaéreos van a rectificar. Magnin arranca la orejera del casco de Attignies.
—¡Tormenta!, —grita el piloto, mostrando el movimiento de la mano.
Es la maniobra que se hace para librarse del viento del huracán, cuando los mandos ya no responden: picar con todo el peso del avión.
Magnin protesta frenéticamente con los bigotes, en el estruendo del motor y la luz blanca; el faro seguirá a la picada. Muestra, también con la mano, el deslizamiento sobre el ala, seguido de un viraje.
Como si cayera, Attignies parece patinar con un ruido de hierro y de cargadores que ruedan en la carlinga. Cae hasta la noche, gira, huye en S. Por arriba y por abajo, el faro corta, corta, como un ciego tantearía con un sable.
El avión está ahora fuera de toda la acción del faro —perdido de nuevo en la noche protectora—. Como en el sueño, la tripulación que ha vuelto a tomar su lugar se hunde en el aflojamiento que sigue a todo combate, en la oscuridad helada del mar sin faros; pero todos están habitados por los rostros fraternales percibidos por un instante.
Después de un corto alto en Valencia entre los bosquecillos de naranjos, Magnin había dejado en Albacete el Jaurès, que continuaba en Alcalá de Henares. Era el último campo de que los republicanos disponían hacia Madrid. Una parte de la escuadrilla permanecía en Albacete para el ensayo de los aviones reparados; la otra combatía en Alcalá.
Las brigadas internacionales se formaban en Albacete. En esta pequeña ciudad rosada y cremosa, bajo la mañana fría que anunciaba el invierno, miles de hombres animaban como en una verbena un mercado de cuchillos, de cantimploras, de calzoncillos, de tirantes, de zapatos, de peines, de insignias; una cola de soldados señalaba cada tienda de zapatos y de gorras. Un vendedor ambulante chino ofrecía su pacotilla a un centinela que le daba la espalda. El centinela se volvió, y el vendedor ambulante se fue: ambos eran chinos.
Cuando Magnin llegó al centro de las brigadas, el delegado que buscaba estaba en el campo de instrucción, de donde no volvería hasta dentro de una hora. Magnin no había almorzado. Entró en el primer bar.
En medio de un tropel, gritaba un borracho. A pesar de las precauciones, llegaban a las brigadas tipos de toda calaña. Eliminados, expedidos por el tren de mediodía, agobiaban a todos durante la mañana. Todos los vagabundos de Lyon habían sido expedidos un día a las brigadas, pero detenidos en la frontera y vueltos a mandar a su estación de partida; las brigadas estaban formadas de combatientes, no de figurantes de cinematógrafo.
—¡Estoy harto!, —gritaba el borracho—. ¡Harto! Yo, que he atravesado el Atlántico pilotando el príncipe de Mónaco, yo, un viejo legionario. ¡Pandilla de cochinos! ¡Sinvergüenzas! ¡Revolucionarios de pacotilla!
Había tirado al suelo un vaso y pisoteaba los pedazos.
Un socialista se puso de pie, pero un segundo extravagante lo detuvo con la mano:
—Déjalo, es mi compañero. Ya verás. Como está borracho, será fácil.
El amigo, detrás del que había roto el vaso, ordenó:
—¡A tu fila, rápido! ¡Firme!
Movimientos que el borracho ejecutó inmediatamente.
—¡A la derecha! ¡Adelante, march!
El borracho se dirigió a la puerta y salió.
—Ya ves que no era difícil —dijo el amigo, que volvió a su coñac.
Magnin buscaba sin encontrar algunas caras conocidas. Subió al primer piso. Bajo el retrato del propietario del bar, tres mercenarios de la aviación jugaban a la taba.
Muchos mercenarios habían vuelto a Francia. Éstos daban la espalda a Magnin, atentos a su juego en el aire frío de la mañana. La ventana estaba abierta, acompañando el redoble de las gruesas tabas españolas, entró un martilleo tan nítido como el de los cascos de caballo, pero ordenado como el de los golpes de una fragua: era el paso ensordecido de las tropas. El mercenario que acababa de lanzar la taba se había quedado con la mano en el aire: su taba continuaba temblando. El martilleo de las botas, ahora bajo las ventanas hacía temblar las casas de adobe: el juego mismo estaba agitado por el ritmo de la guerra.
Magnin fue hasta la ventana: todavía de civil, pero calzados con botas militares, con sus caras testarudas de comunistas o su largo pelo de intelectuales, viejos polacos de bigotes nietzscheanos y jóvenes con rostros de films soviéticos, alemanes con la cabeza rapada, italianos que parecían españoles extraviados entre los internacionales, ingleses más pintorescos que todos los demás, franceses parecidos a Maurice Thorez o a Maurice Chevalier, todos tensos, no con la tensión de los adolescentes de Madrid, sino con aquella proveniente del recuerdo del ejército o de la guerra que habían hecho los unos contra los otros, los hombres de las brigadas martilleaban la calle estrecha, sonora como un corredor. Al acercarse a los cuarteles, empezaron a cantar y, por primera vez en el mundo, los hombres de todas las naciones mezclados en formación de combate, cantaban la Internacional.
Magnin se volvió; los mercenarios continuaban con su juego. A ellos no se la pegaban.
Ahora Magnin esperaba poder transformar la aviación extranjera. Tuvo que pasar más de quince días en Barcelona para organizar el taller de reparaciones, y su ausencia no había contribuido poco al desorden de los pelícanos. Pero antes de una semana, seis multiplazas recuperados estarían en condiciones de volar.
El delegado con quien tenía que entenderse volvía con los hombres que pasaban bajo la ventana. Magnin volvió a partir con el Estado Mayor de las brigadas, las cejas en alto como acentos circunflejos, rumiando la idea que no apartaba de su cabeza.
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