Helena Garrote Carmena
Balcón con niña-Luis García Pascual
En casa teníamos un balcón. Era pequeñito, de un paso a la izquierda, un paso a la derecha y medio paso al frente. En verano, me sentaba en su suelo de baldosa roja y sacaba mis delgadas piernas por entre los barrotes. Me gustaba esa sensación de no tocar suelo, como de volar. Perdía el tiempo mirando todo lo que pasaba bajo mis pies. Me gustaba ver a Pilar salir del portal y taconear calle abajo hasta doblar la esquina. Pilar era la mayor de siete hermanos. Una mujer bonita, de piel morena y melena negra hasta la cintura. Salía todos los días hacia la media tarde, muy arreglada, como si fuese a un baile.
Un día llamaron al timbre y mi madre salió a abrir; era Pilar y venía llorando. Mi madre la tranquilizó, la hizo pasar y se sentaron en la mesa grande del comedor. Pilar Lloraba cada vez más alto y balbuceaba, no sé qué le pasaba porque no se la entendía. Mi madre le cogía la mano y la insistía en que se tomará el café. Pasaron así un buen rato y luego, más tranquila, Pilar se fue.
De mí no se despidió o yo no me enteré, porque estaba muy atenta a Pedro que acababa de sacar a la calle su bicicleta nueva. Era de color azul oscuro y brillante, con las ruedas grandes y muy finitas. La colocaba en la acera con mucho cuidado, la observaba con mucho interés y se sentaba en el suelo a toquetear todas las piezas mientras hacía girar los pedales. Los chavales se arremolinaban alrededor de Pedro y su bici. Alguno se acercaba más de la cuenta y tocaba tímidamente el velocípedo. Él los ignoraba y seguía inspeccionando su bici, para darse importancia. Luego se montaba, y sin despedirse de la concurrencia comenzaba a pedalear, alejándose y dejando a todos con un palmo de narices. Cuando entré en casa, le pregunté a mi madre cuando podría yo tener una bici. Creo que no me oyó porque estaba muy concentrada cosiendo lo que parecía una blusa.
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En otoño, cuando llovía (antes llovía en otoño y primavera) me acercaba al balcón a ver como las primeras gotas se estrellaban en el cristal, resbalaban un poco y luego se detenían. Si veía que la lluvia arreciaba, corría a mi cuarto a buscar mi chubasquero rojo de plástico. Me lo abrochaba, me ponía la capucha y salía al balcón. Una vez en el exterior le pedía a mis hermanos que me cerrasen la puerta. Ellos lo hacían encantados mientras se reían y amenazaban con no volverme a abrir. A mi me daba igual, me gustaba quedarme allí. Me acurrucaba en una esquina del pequeño balconcito y me dejaba mojar. Entonces imaginaba que yo era un explorador que se había perdido en un bosque, sin alimento, ni refugio. Un superviviente. Escuchaba tamborilear las gotas de lluvia en mi capucha de plástico y me venía a la cabeza la imagen del agua cayendo en las grandes hojas de los frondosos árboles que me cobijaban. Me quedaba un rato disfrutando de esa sensación. Cuando me empapaba y empezaba a tener frío, (que no tardaba mucho) pegaba mi nariz al cristal y daba golpecitos para que mis hermanos me abrieran, y así lo hacían, sin dar más importancia a mi regreso, ni al hecho de haber superado el hambre, la soledad y la tormenta.
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En invierno no salíamos al balcón, permanecía cerrado y oculto por un gran cortinaje rojo muy pesado. Una noche, después de cenar, escuchamos unos golpes muy fuertes en la puerta. Mi madre no abrió. Apagó las luces, nos cogió a todos y nos llevó junto al balcón donde permanecimos apretados. Todo era muy raro, y daba miedo. No sé cuánto tiempo había pasado cuando mi madre destapó un poco el cortinaje rojo y vi unos destellos de color ámbar que se encendían y se apagaban, luego los golpes en la puerta cesaron.
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Cada verano era igual que el anterior, luminoso, cálido e interminable.
Yo me volvía a sentar en el balcón a ver pasar la gente. Volví a ver a Pilar. Ya no taconeaba, iba paseando y empujaba un carrito con un bebé dentro. Cuando pasaban por debajo de mis piernas el bebé miraba sorprendido hacia arriba, y yo le sonreía.
Aquel verano Pedro no sacó la bici, porque se fue a su pueblo a pasar las vacaciones. Yo tenía más suerte, en unos días me iría a Santander, a ver el mar por primera vez.