Llámame esta noche a las nueve

Francisco José Segovia Ramos

Mujer en negro (1922)-Ernst Oppler

 

 

Yo acababa de abandonar la casa de la cultura, después de haber leído en el salón de actos un capítulo de Crónicas Marcianas, de Bradbury, con ocasión de la celebración del día del libro. Todavía iba pensando en los fragmentos leídos que, como balas de plomo, se incrustaban en la memoria y el sentimiento, y dejaban huella indeleble, pero placentera. Los ratones mecánicos aún combatían contra el polvo acumulado en el piso de la casa, y los cristales seguían cerrándose y abriéndose al compás de la luz del exterior, mientras el poema de Sara Teadasle1 resonaba, con toda su fuerza, en mis oídos: “Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra…”

Paseaba. Saboreaba los últimos rayos de sol de la tarde de primavera, triste como todas las de los domingos. Allá, al fondo, en la plazoleta, cerca de la rotonda que se encuentra al principio del pueblo, distinguí la parada del autobús, donde nadie esperaba. Avancé hasta situarme bajo su parasol protegiéndome, inútil e inconscientemente, de un sol que aparecía cubierto de nubes y que, aún en su plenitud primaveral, apenas era una leve molestia.

Después del acto de lectura había quedado en la capital con un amigo de toda la vida. El autobús, un interurbano, apenas tardaba veinte minutos en hacer el recorrido, así que aproveché para llamar a mi colega.

—Manel, soy yo, Francis –le dije en voz alta, debido a la intensidad del tráfico. —En una hora estoy ahí, en la plaza Central.

—Bien, te espero entonces allí, y te presento a mi novia. Ahora la llamo para confirmar que quedamos –me contestó, y terminó la conversación con un “hasta ahora” rápido e impaciente.

Odio los móviles. No es ningún secreto que si lo llevo encima es sólo en casos de necesidad, como era éste, y lo utilizo solo como último recurso. Casi prefiero no depender de este trasto que parece como un microchip que llevemos implantado y que controle todos nuestros movimientos… Manías de reacio a lo moderno, me digo continuamente, pero sigo sin convencerme de lo contrario.

El autobús tardó unos minutos en llegar hasta la parada. Sus rojas puertas se abrieron y entré tras un par de señoras mayores y un chaval de apenas quince o dieciséis años que, quizá, volvía a casa tras despedirse de su novia. Me senté en un solitario asiento, junto a la cristalera de la derecha, y aproveché para observar el paisaje que en breve tiempo dejaría atrás.

Aún me sonaba extraño que Manel tuviese novia, conociendo la gran timidez e inocencia de mi amigo, y su poco carisma para con las mujeres. Hacía tiempo que sabía que salía con una chica. Bueno, lo sabíamos todo el grupo de amigos, pero nadie la conocía porque él no la había presentado, diríamos, “en sociedad”. Esa tarde noche yo sería el primero en verla y en darle lo que él, cariñosamente, llamaba el “visto bueno”. Era un gran chaval, y se merecía lo mejor.

Las sombras se alargaban y confundían unas con otras. El conductor hizo dos o tres amagos de poner en marcha el vehículo, aunque sólo era para mantener el motor caliente. Mientras observaba la plaza y a los transeúntes pasear, vi acercarse a una pareja de jóvenes abrazados y en una actitud que no daba lugar a dudas sobre su relación. El chico, alto y agraciado, preguntó al conductor del autocar cuándo partiría y, ante la respuesta de aquél de que faltaban un par de minutos, encendió un cigarro que pasó acto seguido a los labios de su pareja. Ambos se quedaron fuera, fumando e intercambiando frases que, aunque no escuché, me imaginé amables, cariñosas y enamoradas. Las manos de él no paraban de acariciar las de ella, y sus miradas lo decían todo.

Oí al conductor decirles algo y la chica, casi de inmediato, arrojó el cigarro al suelo, lo pisó con sus zapatos de tacón, y besó en los labios al chaval. Luego se subió al autobús y se despidió de él con una sonrisa. El chico le lanzó un beso al aire y esperó, paciente, hasta que las puertas del vehículo se cerraron. Ella, con rapidez, se sentó justo delante de mí.

Los trayectos de autobuses en las horas nocturnas del domingo son como viajes a ninguna parte. Las calles de los pueblos dormitorio, de los barrios de la periferia, duermen. Las tiendas tienen sus luces apagadas y las persianas de aluminio están bajadas. Se van distinguiendo las luces amarillentas de los pisos, o de los porches, que contrastan con los blancos y deshumanizadores brillos de las farolas, que iluminan el recorrido del bus urbano.

A pesar de que mi mente estaba en otro sitio, quizá todavía en el salón de actos que dejaba atrás, podía escuchar perfectamente a la chica masticar chicle, tanto era el ruido que hacía, aunque también contribuía el silencio de los que nos encontrábamos en el autocar. Las paradas se espaciaban, una tras otra, escondidas y solitarias, casi como si ansiasen que el inoportuno ruido del motor y el vaporoso olor aceitoso del tubo de escape pasasen y volvieran las sombras y el silencio. Nadie subía, apenas nadie bajaba. Ensimismado, no pude evitar oír un marcado de teléfono móvil e, incapaz de sumirme de nuevo en mis propios pensamientos, escuché -banal pecado- una conversación a la que debería haber sido ajeno.

—Hola. Perdona que no te haya llamado antes, cariño, pero es que cuando he recibido tu llamada estaba en el bar tomando una cerveza con una amiga y no he escuchado el sonido.

La chica hablaba de forma rápida, con tono alegre y desenfadado. Me reprendí mentalmente llamándome de todo menos decente, pero la curiosidad mata a los gatos igual que a las personas, y seguí escuchando.

—No, no –se excusaba —Acabo de despedirme de una amiga y ya estoy en el autobús.

Seguía sin perder ese aire alegre, aunque algo en sus comentarios a través del teléfono levantó una chispa de interés, impropia de quien debería preocuparse por sus cosas, pero muy adecuada para quien sea amigo de narrar historias.

—Sí, una amiga de la peluquería –continuó.

Ella permanecía impasible ante una mentira que para mí era evidente: no hacía ni cinco minutos que acababa de verla abrazada de un chico y despedirse también bastante calurosamente de él. No pude reprimir una maliciosa sonrisa al pensar en el joven que se estaba “tragando” todo aquél cuento.

Una parada más. El chaval que se subió conmigo al principio del recorrido pasó a mi lado, me miró y se sonrió, haciendo un ligero gesto con la cabeza. Supuse que ella no lo estaba observando en ese momento y que el chico, igual que yo, se había dado cuenta con claridad de lo que pasaba.

Le respondí entornando las cejas y torciendo ligeramente la boca, temiendo que la chica pudiera darse cuenta de nuestro mutuo descubrimiento de su mentira.

Me perdí las últimas palabras de despedida de la mujer, pero sí escuché que ella iba a verlo en cuestión de unos minutos, justo después que el autobús hiciese a su última parada. También oí con claridad el sonido que produjo un beso lanzado a ese objeto inanimado que era el móvil, y que me pareció mucho más terrible cuando recordé ese mismo gesto que ella recibiera a la salida de este mini viaje. Lo sentí por el pobre chaval que la esperaba, tan seguro de su amor y al que la traición le estaba cubriendo con una sombra de la que, seguramente, tarde o temprano alguien debería sacarlo. Así es la vida, me dije para congraciarme con el género humano, conocedor, por propia experiencia, que lo que uno ha vivido no ha sido castigo individual ni primerizo y que, mientras la humanidad siga existiendo, estas historias se repetirán hasta la saciedad.

Me levanté de mi asiento cuando vi cercana mi parada. Pulsé el aviso para que el conductor detuviese el autobús. No miré atrás, siquiera para observar el rostro de la traidora, e intenté no hacerlo tampoco una vez en plena calle. La tentación, empero, fue demasiado fuerte y lo hice: antes de que el autobús arrancase de nuevo, mientras aguardaba a que una anciana subiese penosamente las escaleras de la puerta delantera, contemplé un rostro inocente y distante, enmarcado por un cabello negro que llegaba hasta sus orejas. Vi sus ojos oscuros perdidos en la lejanía: quizá pensaba en su anterior encuentro y en cómo disimularía sus faltas ante su novio o pareja, tal vez esposo. Se encogió, víctima de una fugaz corriente de aire fría. Se abrigó con un jersey negro orlado de botones plateados e intuí que taconeaba con sus zapatos sobre la fría tarima del vehículo, para calentarse los pies.

Era noche cerrada y, mientras paseaba hacia mi encuentro con mi amigo, no pude menos que sentirme identificado con el pobre sujeto del otro lado del móvil de la chica, y casi odié a la joven, sin conocerla, víctima de mis propios remordimientos por escuchar aquello que no debiera haber oído.

Miré la hora en mi reloj. Demasiado pronto para la reunión con mi amigo, así que me metí en un bar y pedí un café. Mientras removía inconscientemente la cucharilla dentro del líquido me vino a la mente una historia de engaños y desengaños. Saqué la libretita que siempre llevo a mano y garabateé unas líneas –una breve idea- en ella. Me sentía incómodo, como un ladrón que haya robado la historia de otra persona y, también, incapaz de qué final darle a aquél esbozo de relato.

Tras un rato apuré el café y salí a la calle. Una ligera brisa, fría y desagradable, se había levantado. Aceleré mi paso, aún a sabiendas que así llegaría un poco antes de la hora acordada, pero no me importaba si entraba en calor. El tiempo pasó rápido y las calles se desmadejaron poco a poco, hasta abrirse finalmente al encontrarse con la plaza Central.

Estaba casi desierta. Sólo un par de parejas caminaban lentamente por uno de sus laterales, y unos pocos coches giraban en la rotonda que dividía la plaza en dos. No vi a mi amigo así que me senté en un banco de madera, resguardado del vientecillo por un gran roble. Encendí un cigarrillo, cogí la libreta e intenté volver a mi inconclusa historia iniciada en el bar.

Pocos minutos después una voz conocida me sacó de mi improductiva labor: Manel me llamaba. Venía desde detrás de mí, así que me levanté y me giré para saludarle.

Tuve que contener mi asombro. Creo que me mordí la lengua, a riesgo de envenenarme con todas las palabras que quise decir y no dije finalmente. Manel venía acompañado de su novia, una chica guapa y morena.

Me la presentó, y yo la besé en las mejillas. Me di a conocer y pretendí ser amable, ocultar los sentimientos que combatían dentro de mí. Estuvimos cerca de una hora tomando unas cervezas, enfrascados en una conversación insulsa, mundana, casi innecesaria. Sé que no estuve muy cortés, quizá ni siquiera estuve nunca con ellos, porque me veía desde fuera, como si visionara una película vieja y manida, o escuchara una historia antigua y demasiado conocida. Con una estúpida excusa de que me dolía la cabeza, me despedí de ellos.

Volví a casa despacio, muy despacio. Fumaba con ansiedad, mientras recorría conocidas calles que me parecían demasiado frías. Mientras abría la puerta de mi casa, con el inusual deseo de tomar un buen trago de güisqui para calmarme y tratar de poner cada cosa en su sitio, supe que jamás escribiría el final del relato que había comenzado.

Lo sabía porque la novia de Manel… era esa mujer joven y morena que vestía un jersey negro de botones plateados y calzaba zapatos de tacón, que era dulce pero parca en el hablar, y a la que había conocido en el autobús. Y supe también que, más temprano que tarde, le rompería su corazón. Y también, y esta fue el mayor y más desgraciado de mis descubrimientos, que yo sería incapaz de decirle a mi amigo que la dejara, y que guardaría silencio para siempre. Me maldije por no haberme quedado sordo, o haber perdido ese autobús, y anhelé desesperadamente que volvieran las lluvias suaves que lavaran tanta tierra sucia, como decía el poema del libro de Bradbury.

1 Poema recogido en un capítulo de “Crónicas marcianas”, de Bradbury.

 

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