Huecos como butacas

Marcelo Filzmoser

 

 

Debió haber sido incómodo vivir con quien fui después, teniendo todos esos portarretratos desparramados por la casa.

Guadalupe se enamoró de mí cuando yo estaba por cumplir los veinte, vivía con mis abuelos y trabajaba cuando quería y de lo que encontraba. Con la paga de una semana vivía todo el mes. A veces trabajaba seguido un par de meses para juntar algo de plata y salir de viaje. Todo lo que necesitaba entraba en una mochila de mochilero. No me dolía el piso de la carpa ni me molestaba dormir al raso. Cargaba con la mochila como se viste cualquiera por la mañana y salía a caminar por huellas de ripio o banquinas de ruta. Por lo general hacía calor, aunque tuve muchos días fríos y otros tantos de lluvia. La comida quemada, el vino suelto de la proveeduría y los cigarrillos que se fumaban sin contar cuántos iban, completan por ahora mis recuerdos de ese tiempo.

Hoy, que casi no fumo para no toser por las noches, que me permito una o dos copas del mejor vino únicamente, ahora que me sobra la plata y que duermo menos que cuando no dormía, se me hace difícil mirarme en una de aquellas fotos, con la ropa perfectamente amoldada a mi cuerpo de tanto usarla, el pelo largo y sucio, la cara llena de la tierra de los caminos y la mirada desafiante.

La separación fue tranquila, no hubo gritos ni vajilla rota. Todavía me parece increíble que todo fuera cuestión de armar un bolso. Nos saludamos con tristeza, derrotados y sin ningún aprendizaje que sirviera de consuelo.

Después de visitar tres o cuatro departamentos me mudé al que resultó el más chico, donde sin embargo sobra espacio. Es un monoambiente bastante bien mantenido y lo que hizo que lo eligiera fue el balcón. Donde vivía con Guadalupe no teníamos jardín, ni siquiera un patio. Era un departamento enorme en el piso veintiocho de una torre. Estaba lleno de ventanales que se oscurecían solos cuando les daba el sol y que no se abrían por cuestiones de diseño y seguridad. Para estar al aire libre, sea en el parque o en la terraza, había que compartir el espacio con otras personas. Tanta gente vivía en ese   edificio que nunca conseguí estar solo en ninguno de los dos lugares, inclusive había días en que las plazas resultaban menos pobladas. Lo compramos a medias, después que ella se recibió. Para ese entonces yo ya había hecho las paces con mis padres y ocupaba la gerencia de la empresa familiar.

Le dije a Guadalupe que puede quedarse el tiempo que quiera. Por el momento no tengo intenciones de venderlo ni de repartir nada. Ella dijo que de todos modos me pagaría una especie de medio alquiler que todavía no acordamos.

De a poco voy haciéndome una nueva rutina. Cada tarde, al volver del trabajo, me saco la corbata, los zapatos y el cinturón, prendo la tele aunque no la mire y me siento frente a la computadora un rato. No soy bueno en la cocina y todavía no me decido a contratar a alguien para que se ocupe de eso, así que por el momento pido por teléfono. Después de cenar me gusta estar en el balcón. Sirvo vino en una copa y me siento entre las cuatro plantas que hice traer del vivero y que todavía no se acostumbran al lugar. Tengo una mesita de hierro con la tapa de vidrio donde apoyo la copa y el cenicero. Ahí me quedo. A veces hasta muy tarde. No reviso la hora pero veo apagarse las ventanas de los demás departamentos. Van quedando los huecos, como butacas que se vacían durante la representación de una obra mala. Yo sigo sentado, esperando esa sensación de soledad que no llega. De pasto en la espalda y cielo estrellado. Más tarde me voy a acostar sin ganas, molesto por el olor a perfume barato que le ponen a las sábanas en el lavadero.

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