María Staudenmann
Cuando era chico, a veces mi mamá me llevaba a jugar a la plaza de la virgen sin cara. Era una estatua blanca tamaño natural, de esas que se fabrican en serie. La Virgen, con su corona celestial y su manto largo hasta los pies, sostenía en brazos al Niño, que levantaba la vista hacia donde debería haber estado la cara de su madre, y de hecho alguna vez había estado. Pero la cara ya no estaba ahí. Alguien la había cortado de cuajo con algo parecido a una motosierra. Sólo quedaba la parte trasera del cráneo. Era muy extraño. Y la primera vez que la vi conocí la desagradable sensación de saber que algo andaba muy mal. Creo que fue la primera vez que tuve miedo. Sí, le tenía miedo a la virgen sin cara. Sobre todo porque temía por la suerte de ese niño que amaba ciegamente a una madre que no tenía rostro.
La plaza guardada por la virgen no era gran cosa, pero mi mamá me llevaba ahí cada vez que tenía un rato (algo no muy frecuente), ya que quedaba a tres cuadras de casa. La mitad de los juegos estaban rotos, la otra mitad, viejos. Habían sacado el tobogán y la calesita; había pocos árboles y una buena cantidad de basura. Lo que sí me gustaba era que la plaza estaba junto a las vías del tren, y cuando éste pasaba, mi mamá y yo le gritábamos como locos desde las hamacas. Le gritábamos al tren sin fijarnos en los viajeros. Le gritábamos al ruido para hacernos oír más que él. Y después nos reíamos más fuerte que nuestros propios gritos.
Pero desde el día en que descubrí la estatua de la virgen sin cara, no quise volver a la plaza. Algunas noches la virgen se daba una vuelta por mi cuarto. Aparecía en el marco de la puerta de la mano de su niño –que estaba más crecidito–, se acercaba a mi cama, e intentaba besarme. Pero como no tenía cara, nunca podía hacerlo. Yo tampoco quería que lo hiciera. Entonces su hijo se adelantaba y me besaba por ella. Después se iban, y yo me despertaba a los tumbos llamando a mi mamá, que sí tenía cara (pero de dormida), y con esa cara me contaba un cuento en el que ella era una superheroína que me protegía de cualquier amenaza, y luego me pedía que soñara con ella vestida con un ajustado traje rosa, blandiendo una espada de luces de colores. Me gustaba esa imagen. Era la imagen de una mamá fuerte y divertida, cosa que mi mamá muchas veces no era; por lo general estaba cansada y rara vez me parecía que realmente tenía ganas de jugar conmigo, aunque hacía el esfuerzo para que yo no me diera cuenta. Ocurre que en esa época mi mamá estaba medio ida. Por momentos la oía llorar quedamente en el baño, y cuando yo me acercaba de sopetón, ella miraba para otro lado, trataba de sonreír, y me echaba con dulzura. Otras veces la espiaba desde mi habitación mientras ella hablaba por teléfono, frenética. Parecía una loca. No me acuerdo qué decía ni con quién hablaba, pero después de esas charlas solía retarme y castigarme sin motivo.
De todas formas, de a poco me fui olvidando de la estatua. Pero un día mi mamá me invitó a pasear, y ya estábamos allí cuando me di cuenta de que habíamos vuelto a la plaza de la virgen sin cara. No lo pude evitar: corrí al centro de la plaza y me acerqué a la figura. Estaba más blanca que nunca (evidentemente la habían pintado hacía poco), y el bebé seguía con la cabeza alzada hacia el no rostro de su madre. Solo que esta vez sí tenía un rostro. Alguien le había pintado unos ojos, una nariz y una boca con aerosol azul. Era un dibujo grotesco, sin razón, de trazos infantiles hechos por una mano adulta. Cuando la vi, sentí que esa cara era peor aún que la ausencia de cara. Porque ahora el niño amaba a un monstruo. Pero no dije nada. Fue recién a la noche, mientras mi mamá estaba lavando los platos, que le pregunté por qué la virgen no tenía cara, por qué alguien había tenido la necesidad de arrancársela, por qué alguien le había dibujado una cara tan fea, por qué…
No recuerdo sus respuestas, pero algo vago y tranquilizador me habrá contestado, ya que dejé de preguntar.
Sin embargo, cuando unos días después volvimos a la plaza, esa rara compulsión me llevó a fijarme nuevamente cómo se encontraban la virgen y el niño. La cara desagradable seguía en su lugar, pero había algo más: el semicírculo que fuera la sonrisa había sido completado transformándose en un círculo, como si la virgen tuviera la boca abierta en “o”. Y en el centro de ese círculo alguien había dibujado un óvalo rojo y gordo con dos circulitos pequeños en un extremo.
–¡Mirá! ¡La virgen se está comiendo una salchicha! –le dije a mi mamá.
Ella rió una risa franca, y yo comencé a reírme también; una porque su risa me contagiaba, y dos porque no quería que ella supiese que yo no había entendido qué le había causado tanta gracia.
Esa es la última imagen de la infancia que tengo de la virgen sin cara. El tiempo pasó. Las hamacas fueron reemplazadas por la bicicleta, los juegos fueron desplazados por las aventuras con mis amigos en el barrio. Me hice adolescente, me hice joven y me hice adulto. Mi madre ya no podía valerse por sí sola y mi hermana y yo, ambos con familias y profesiones propias, no tuvimos más remedio que internarla en un hogar de ancianos.
Un día, cuando volvía del geriátrico, mis pasos inconscientes me llevaron hasta la plaza de la virgen sin cara. Siempre supe que seguía ahí, pero volver a mirarla y constatar que efectivamente seguía ahí me conmovió más de lo que puedo expresar.
Habría sido pintada por última vez un par de años atrás, porque si bien la pintura blanca estaba resquebrajada aquí y allá, se conservaba bastante bien. La virgen seguía sin tener rostro y el niño seguía mirándola amorosamente.
Esa noche, al volver a casa, decidí que esa situación no podía continuar. Hacía calor, así que después de cenar invité a mi hijo a tomar un helado. Secretamente llevé acrílicos de colores y un pincel. La heladería está enfrente de la plaza, así que, cucuruchos en mano, nos cruzamos para sentarnos en un banco frente a la estatua. Tras algunos minutos de silencio, mi hijo me hizo la pregunta que yo esperaba:
–Pa, ¿por qué esa virgen no tiene cara?
–No sé, mi amor, pero mirá lo que traje… –saqué los colores y el pincel. –¿No querés pintarle una?
Ahora la virgen ya no está pálida. Tiene unos lindos ojos marrones y una tierna sonrisa roja. Ahora el niño la mira, y eso está bien.