Comedor de cinco estrellas

Manuel Villa-Mabela

dandy

 

 

Era domingo y el tiempo era un auténtico regalo. Tenía ganas de impresionarla y decidí invitarla a comer en un comedor de cinco estrellas. Me duché a conciencia, rompí todas mis huchas, incluidas las históricas, y busqué con ahínco unos preservativos de marca que me regaló mi padrino cuando me fui a hacer la mili a Melilla. Ella estaba preciosa. Cuando  salíamos lo normal era ir a la filmoteca, a una neo-hamburguesería vegetariana o a pasear por la orilla del mar. Nunca nos habíamos arriesgado a disfrutar de la liturgia culinaria de un comedor de cinco estrellas y no sabía que teníamos que haber hecho una reserva. ¡Joder con la crisis! Menos mal que llevábamos un libro y unas revistas, la cola era interminable.

Nos propusieron alimentarnos en una taberna franquicia que tenían en la esquina por una tarifa más módica, pero no aceptamos, queríamos comer donde come la gente bien los domingos, esos que no miran la cartera antes de entrar. Cuando ves un par de plantas en la entrada, una guardería para los abrigos y muchos camareros paseándose como posesos por el local, ya sabes que la cuenta no va a ser ninguna broma. Alrededor de las 4 y media un maître muy aparente nos pidió que le siguiéramos. Ella estaba cada vez más guapa y el cansancio por la espera no se reflejaba en su dulce mirada. Aquello era otro mundo: mantel de filigrana, servilletas de trapo, cubiertos para regalar y surtido de buenas maneras  a pesar de que el servicio de lujo ya había cumplido su horario y nos tocó lidiar con el servicio suplente, menos postinero y más reacio a la hora de alabar mis ocurrencias. Cuando nos trajeron la carta entendí perfectamente la distancia que existe entre la riqueza y la pobreza. Por entablar comunicación campechana se me ocurrió preguntar si tenían menú del día. Aquella mirada me hizo daño. Enseguida, el comprensivo  maître, se acercó y me confesó en voz baja que en ese establecimiento no se solía solicitar el menú. Creo que le entendí entre líneas, no les salía bueno el menú y la gente no lo pedía. Eso tendrían que arreglarlo. Ella no dejaba de mirarme feliz. Nunca la había visto tan bella. Los comensales de la izquierda se levantaron con ostentosa parsimonia y se fueron. Sobre la mesa abandonada, una aparición, una suculenta propina que podría cubrir mi presupuesto mensual. Yo jamás he robado pero es que no había menú. Entiendo que en esta zona no exista ni tan siquiera el índice de paro y que sean muy estrictos con la emigración que no sea de cinco estrellas, pero un menú de compromiso, un caldito, un arroz hervido para aplacar las furias estomacales siempre debería presidir la carta de cualquier restaurante aunque sea de pata negra y si no al tiempo, todas sus estrellas van a ir a parar al agujero negro de los comensales con úlcera.

Primero ojeé la carta. A continuación la estudié, pero fue tarea inútil, no me había traído el diccionario de exquisiteces de la real academia de degustadores de cinco estrellas y 2 galaxias cercanas. Siempre me he comprometido conmigo mismo a principio de cada año con que tenía que hablar idiomas o aumentar mi cultura mediante algún curso de repostería  o cocina de alto standing. Soy un simple consumidor de comida estándar y precalentada, un merodeador de la cocina de cloaca, pero allí estaba ella disfrutando de la carta. Su postura firme me enamoraba. En una hábil maniobra, cuando simulé acudir al servicio para lavarme las manos, me hice con el tesoro propinístico abandonado en la mesa de al lado. A fin de cuentas estoy colaborando con hacienda y su filosofía de antieconomía sumergida, porque no creo yo que los camareros declararen las propinas a hacienda.

El servicio era un paraíso: ambientador del caro, toallas planchadas, todo funcionando correctamente y las tazas del váter tan relucientes y blanqueadas que cualquiera podía comer sin ascos sobre ellas. Me daba apuro desahogarme porque todo estaba  inmaculado, incluso había un dispositivo que al tiempo que miccionabas te practicaba un análisis de orina. Espero que sea gratuito o tendré que darme otra ronda por las mesas vacías.

Cuando volví  nos tomaron nota. Ella pedía, no sé que pedía, pero daba gusto escucharla. El maître me sugirió unos platos que estaban fuera de la carta. En un gesto mundano me dejé asesorar por tan gallardo servidor de mesas. Me puse malo, primero por la comida, no me gustaba la comida, no la reconocía, todo triturado y relleno de salsas estrafalarias, pero cómo quejarme si era un restaurante de cinco estrellas. No me apetecía acabar el día desterrado en un calabozo para bárbaros de la buena mesa. Ya me imaginaba al juez: “Condenado a reciclar sus gustos. Condenado a no probar los bocadillos, las empanadas caseras y la comida de fiambrera”. Todo me sabía a nata y las arcadas no tardaron en aparecer, pero cómo atreverme a gritar: ¡Viva la tortilla de patatas! Si hasta el chef tiene 5 estrellas aunque yo le daría una patada en los cojones. Yo venga sonrisas y saludar a los que llenaban mi copa una y otra vez, claro, como ellos no pagan hay que joderse. Estaban confabulados para hacerme sentir inútil. Se escondían por cualquier rincón, entre bastidores, y en cuanto me descuidaba me llenaban la copa una y otra vez. Alguno debía ser un desertor de alcohólicos anónimos. Cuando me trajeron la cuenta vomité encima. Tengo que repetir esa estrategia porque solo nos cobraron la consumición de ella. Un perito del local aseguró que mi devuelto no salpicó su postre. Nunca había estado más cariñosa, más mimosa y es que comer en un comedor de cinco estrellas despierta los apetitos sensuales de la mujer más esquiva a los placeres, lástima que todo terminara ahí porque mi cuerpo no daba para más fiestas y tuve que refugiarme en la magia farmacéutica de urgencia. Escondí de nuevo el preservativo con otros recuerdos entrañables y empecé a ahorrar desaforadamente. Ahora que estamos en crisis tengo entendido que los comedores de cinco estrellas van a poner el miércoles como día del cliente.

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