Marguerite Yourcenar
Acabo de ver, reflejada en los espejos de un palco, a una mujer que se llama Safo. Está tan pálida como la nieve, como la muerte o como el rostro blanco de las leprosas. Y como se pinta para disimular su palidez, parece el cadáver de una mujer asesinada que lleve en las mejillas un poco de su propia sangre. Sus ojos son como cuevas que se hunden para escapar de la luz del día, lejos de unos áridos párpados que ya ni sombra le proporcionan. Sus largos bucles se le caen a puñados, como las hojas del bosque en precoces tempestades. Todos los días se arranca una nueva cana y estos hilos de seda pálida pronto serán tan numerosos como para tejerle una mortaja. Llora su juventud, como si fuera una mujer que la hubiese traicionado. Llora su infancia, como si se tratara de una niña que hubiera muerto. Está muy flaca: cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el espejo. Va errante de ciudad en ciudad, con tres grandes maletas llenas de perlas falsas y de restos de pájaros. Es acróbata, como en otros tiempos fue poetisa, pues la índole especial de sus pulmones le obliga a escoger un oficio que pueda ejercerse entre la tierra y el cielo. Todas las noches, entregada a las fieras del Circo que la devoran con los ojos, mantiene sus promesas de estrella en un espacio repleto de poleas y mástiles. Su cuerpo pegado a la pared, cortado en menudos trocitos por las letras luminosas, forma parte de ese grupo de fantasmas de moda que planean por las ciudades grises. Criatura imantada, con demasiadas alas para estar en la tierra y demasiado carnal para estar en el cielo, sus pies untados de cera han roto el pacto que nos une al suelo; la Muerte agita por debajo de ella los chales del vértigo, sin conseguir jamás enturbiarle los ojos. Desde lejos, desnuda, cubierta de lentejuelas de astros, parece un atleta que se negara a ser ángel para no restarle mérito a sus saltos prodigiosos; de cerca, envuelta en largos albornoces que le restituyen sus alas, parece haberse disfrazado de mujer. Sólo ella sabe que su pecho contiene un corazón demasiado pesado y grande para alojarse en sitio distinto de un pecho ensanchado por unos senos; ese peso escondido en la jaula de huesos proporciona —a cada uno de sus saltos en el vacío— el sabor mortal de la inseguridad. Medio devorada por esa fiera implacable, trata de ser en secreto la domadora de su corazón. Nació en una isla, lo que ya es un principio de soledad; luego, intervino su oficio para obligarla cada noche a una especie de aislamiento en la altura; tendida en el tablado de su destino de estrella, expuesta medio desnuda a todos los vientos del abismo, la falta de dulzura le hace sufrir como la falta de almohadas. Los hombres de su vida sólo fueron escalones que ella subió no sin mancharse los pies. El director, el músico que tocaba el trombón, el agente de publicidad, terminaron por hacerle sentir asco de los bigotes engomados, de las corbatas rayadas, de las carteras de cuero y de todos los atributos exteriores de la virilidad que hacen soñar a las mujeres. Sólo el cuerpo de las muchachas jóvenes sería lo bastante suave, lo bastante flexible, lo bastante fluido para dejarse manejar por las manos de aquel ángel, que fingiría por juego soltarlas en el vacío. No consiguió que ellas permanecieran durante mucho tiempo en aquel espacio abstracto, limitado por las barras de los trapecios. Enseguida se asustaban de aquella geometría que se transformaba en batir de alas, y todas renunciaron a ser sus compañeras en el cielo. Tuvo que bajar de nuevo a la tierra para hallarse a la misma altura que la vida de ellas, remendada con trapos que ni siquiera son pañales, de manera que aquella ternura infinita acabó por adquirir el aspecto de un permiso de sábado, de un día de asueto que el gaviero pasa en compañía de las mujeres. Ahogándose en aquellas habitaciones que no son más que una alcoba, abre al vacío la puerta de la desesperación, con el gesto de un hombre obligado por amor a vivir con las muñecas. Todas las mujeres aman a una mujer: se aman apasionadamente a sí mismas, y su propio cuerpo suele ser la única forma que ellas consienten en hallar hermosa. Los penetrantes ojos de Safo van mucho más lejos, présbitas del dolor. Pregunta a las jóvenes qué esperan de los espejos esas coquetas ocupadas en ataviar a su ídolo: una sonrisa que responda a la suya temblorosa, hasta que el aliento de los labios cada vez más cercanos empañen el reflejo y calienten el cristal. Narciso ama lo que él es. Safo, en sus compañeras, adora amargamente lo que ella no ha sido. Pobre, cargada con el desprecio que es para el artista el envés de la gloria, sin más futuro que las perspectivas del abismo, acaricia la dicha en el cuerpo de sus amigas menos amenazadas. Los velos de las niñas de primera comunión que llevan su alma al exterior de sí mismas le hacen soñar con una infancia más límpida de lo que fue la suya, pues aun agotadas las ilusiones, continuamos imaginando en otros una infancia sin pecado. La blancura de las muchachas despierta en ella el recuerdo casi increíble de la virginidad. Amó el orgullo de Gyrinno y acabó por rebajarse hasta besarle los pies. El amor de Anactoria le reveló el sabor de los buñuelos que se comen a mordisco limpio en las ferias, de los caballitos de madera y del heno de los almiares cosquilleando la nuca de una bella tumbada. Attys le enseñó a amar la desgracia. Encontró a Attys perdida en una gran ciudad, asfixiada por el aliento de las multitudes y la niebla del río; su boca aún conservaba el olor a caramelo de jengibre que acababa de chupar; los churretes de hollín se pegaban a sus mejillas escarchadas de lágrimas; corría por un puente, vestida con pieles falsas y calzada con unos zapatos agujereados. Su rostro de cabritilla rebosaba de despavorida dulzura. Para explicar sus labios apretados, pálidos como la cicatriz de una herida, y sus ojos semejantes a turquesas enfermas, Attys poseía en el fondo de su memoria tres relatos diferentes que no eran sino las tres caras de una misma desgracia. Su amigo, con quien ella acostumbraba a salir los domingos, la había abandonado, porque una noche, en un taxi al volver del teatro, no había consentido en dejarse acariciar. Una amiga que le prestaba su diván para dormir en un rincón de su cuarto de estudiante, la había echado tras acusarla falsamente de haber querido robar el corazón de su prometido. Finalmente, su padre le pegaba. Todo le daba miedo: los fantasmas, los hombres, el número trece y los ojos verdes de los gatos. El comedor del hotel la deslumbró como un templo donde ella se creía obligada a hablar en voz baja; tanto la impresionó el cuarto de baño que se puso a aplaudir. Safo derrocha por aquella niña fantástica el capital acumulado en sus años de flexibilidad y temeridad. Impone a los directores de circo a la mediocre artista que no sabe hacer más que juegos malabares con ramos de flores. Ambas mujeres dan vueltas por las pistas y tablados de todas las capitales, con esa regularidad en el cambio propia de los artistas nómadas y de los libertinos tristes. Por las mañanas, en los cuartos donde se hospedan, arreglan sus trajes de teatro y las carreras de sus medias demasiado estrechas. A fuerza de cuidar de aquella muchacha enfermiza, de apartar de su camino a los hombres que pudieran tentarla, el taciturno amor de Safo adquiere, sin que ella se dé cuenta, una forma maternal, como si quince años de voluptuosidades estériles hubieran dado como resultado el nacerle aquella niña. Los jóvenes vestidos de esmoquin con los que tropiezan por los pasillos de los camerinos le recuerdan a Attys al amigo cuyos besos en un tiempo rechazó y que ahora echa de menos: Safo la ha oído hablar tan a menudo de la hermosa ropa blanca de Philippe, de sus gemelos azules y de la estantería llena de libros licenciosos que adornaba su habitación de Chelsea… que acaba por tener de aquel hombre correctamente vestido una imagen tan neta como la de algunos amantes que ella admitió en su vida sin poder evitarlo: lo archiva distraídamente entre sus recuerdos. Los párpados de Attys van adquiriendo poco a poco reflejos color violeta; va a buscar a Correos unas cartas que acaba por romper tras haberlas leído. Parece extrañamente bien informada sobre los viajes de negocios que podrían obligar al joven a cruzarse por casualidad en su camino de nómadas pobres. Safo sufre al no poder darle a Attys más que un refugio apartado de la vida, y porque sólo el miedo mantiene apoyada contra su fuerte hombro la cabecita frágil. Esta mujer, amargada por todas las lágrimas que con valor no derramó jamás, se da cuenta de que sólo puede ofrecer a sus amigas un acariciador desamparo; su única disculpa es decirse que el amor, en todas sus formas, no tiene nada mejor que ofrecer a las temblorosas criaturas, y que Attys, al alejarse de ella, tendría muy pocas probabilidades de dirigirse hacia una mayor felicidad. Una noche, Safo regresa del circo más pronto que de costumbre, cargada con unos manojos de flores que ha recogido para dárselas a Attys. La portera, al verla pasar, hace una mueca distinta de la de todos los días; la espiral de la escalera se parece de repente a los anillos de una serpiente. Safo se percata de que la botella de leche no está en la esterilla que hay delante de la puerta, en el sitio de costumbre; ya en el vestíbulo, olfatea el olor a colonia y a tabaco rubio. Comprueba en la cocina la ausencia de una Attys ocupada en freír los tomates; en el cuarto de baño, la ausencia de una muchacha que juega con el agua; en el dormitorio, el rapto de una Attys dispuesta a dejarse mecer. Al abrir de par en par las puertas del armario de luna, llora por la ropa desaparecida de la joven amada. Un gemelo de color azul yace en el suelo como una rúbrica del autor de aquel rapto, de aquella partida que Safo se obstina en no creer eterna por miedo a no poder soportarlo sin morir. Vuelve a recorrer ella sola la pista de las ciudades, y busca ávidamente en todos los palcos un rostro que su delirio prefiere a cualquier cuerpo. Al cabo de unos años, una de las giras por Levante la devuelve a su tierra natal; se entera de que Philippe dirige ahora en Esmirna una manufactura de tabacos de Oriente; acaba de casarse con una mujer rica e importante que no puede ser Attys: se cree que la joven abandonada ha entrado a formar parte de una compañía de bailarinas. Safo recorre otra vez todos los hoteles de Levante, cada uno de cuyos porteros posee su peculiar manera de ser insolente, desvergonzado o servil; los tugurios del placer donde el olor a sudor envenena los perfumes; los bares donde una hora de embrutecimiento en el alcohol y en el calor humano no deja más huella que el redondel de un vaso en una mesa de madera oscura; registra hasta los asilos del Ejército de Salvación, con la vana esperanza de recuperar a una Attys empobrecida y dispuesta a dejarse amar. En Estambul, la casualidad hace que se siente todas las noches al lado de un joven descuidadamente vestido, que dice ser empleado de una agencia de viajes; su mano más bien sucia sostiene perezosamente la carga de su frente triste. Intercambian unas cuantas palabras banales que en ocasiones sirven de pasarela al amor entre dos criaturas. Él dice llamarse Faón y pretende ser hijo de una griega de Esmirna y de un marino de la flota británica: el corazón de Safo torna a latir de nuevo al oír el acento delicioso que ella besaba en los labios de Attys. Él arrastra tras de sí recuerdos de huida, de miseria y de peligros independientes de las guerras y más secretamente emparentados con las leyes de su propio corazón. También él parece pertenecer a una raza amenazada, a quien una indulgencia precaria y siempre provisional permite permanecer con vida. Aquel muchacho sin permiso de residencia está lleno de preocupaciones; es defraudador, traficante de morfina, tal vez agente de la policía secreta; vive en un mundo de conciliábulos y de consignas donde no entra Safo. No necesita contarle su historia para establecer entre ellos una fraternidad en la desgracia. Ella le confiesa sus lágrimas; se detiene a hablarle de Attys. Él cree haber conocido a ésta: recuerda vagamente haber visto en un cabaret de Pera a una mujer desnuda haciendo juegos malabares con las flores. Él tiene un barquito de vela con el que pasea por el Bósforo los domingos; ambos buscan por todos los cafés pasados de moda que hay en las orillas, por los restaurantes de las islas, por las pensiones de la costa de Asia donde viven modestamente algunos extranjeros pobres… Sentada en la popa, Safo contempla, a la luz de un farol, cómo tiembla aquel hermoso rostro de hombre joven que es ahora su único sol humano. Descubre en sus facciones ciertas características antaño amadas en la muchacha desaparecida: la misma boca tumefacta como si la hubiera picado una misteriosa abeja, la misma frente pequeña y dura bajo unos cabellos diferentes y que ahora parecen empapados de miel, los mismos ojos semejantes a dos largas turquesas turbias, pero engarzadas en un rostro tostado en lugar de ser blanco, de suerte que la pálida joven de cabellos oscuros le parece haber sido una simple reproducción de aquel dios de bronce y oro. Safo, sorprendida, comienza a preferir lentamente aquellos hombros rígidos como la barra del trapecio, aquellas manos endurecidas por el contacto de los remos, todo aquel cuerpo en el que subsiste la suficiente dulzura femenina para que ella lo ame. Tendida en el fondo de la barca, se abandona a las nuevas pulsaciones de las olas por donde se abre paso aquel barquero. Ya no le habla de Attys sino para decirle que la muchacha perdida se le parece, aunque es menos bella: Faón acepta estos homenajes con una alegría inquieta mezclada de ironía. Ella rompe ante sus ojos una carta donde Attys le anuncia su regreso, y cuya dirección ni siquiera se ha molestado en descifrar. Él la mira con una sonrisa en sus labios temblorosos. Por primera vez, descuida ella las disciplinas de su oficio severo; interrumpe sus ejercicios que ponen cada músculo bajo el control del alma; cenan juntos y, cosa inaudita para ella, come demasiado. Sólo le quedan unos días de estar con él en aquella ciudad de donde la echan los contratos que la obligan a planear por otros cielos. Él consiente por fin en pasar con ella esa última noche, en el pisito que ella habita en el puerto. Safo mira cómo pasea de un lado a otro de la habitación aquel ser semejante a una voz en que las notas claras se mezclan con otras profundas. Inseguro de sus ademanes, como si temiera romper una ilusión frágil, Faón se inclina con curiosidad para ver los retratos de Attys. Safo se sienta en el diván vienés cubierto de bordados turcos; se aprieta la cara entre las manos como si se esforzara por borrar las huellas de los recuerdos. Aquella mujer que, hasta ahora, tomaba sobre sí la opción, la oferta, la seducción, la protección de sus amigas más frágiles, se relaja y naufraga por fin, blandamente abandonada al peso de su propio sexo y de su propio corazón, dichosa por no tener que hacer en lo sucesivo, sino el gesto de aceptación. Oye moverse al joven en la habitación contigua, donde la blancura de una cama se extiende como una esperanza, pese a todo maravillosamente abierta; oye cómo destapa unos frascos en el tocador, cómo registra en los cajones con el aplomo de un ladrón o de un amigo íntimo que piensa que todo le está permitido, cómo abre al fin las dos puertas del armario donde cuelgan los vestidos como si fueran suicidas, mezclados con algunas fruslerías que aún le quedan de Attys. De repente, un ruido sedoso, parecido al estremecimiento de los fantasmas, se acerca como una caricia que podría hacer gritar. Ella se levanta, se da la vuelta: el ser amado aparece envuelto en una bata que Attys dejó al marcharse. La muselina, que se pega a la carne desnuda, acusa la gracia casi femenina de las largas piernas de bailarín. Sin sus estrictos trajes de hombre, aquel cuerpo flexible y liso es casi un cuerpo de mujer. Aquel Faón que tan cómodo se encuentra con su disfraz no es sino un sustituto de la bella ninfa ausente; es una mujer la que llega hasta ella con risa de manantial. Safo, loca, corre con la cabeza desnuda hacia la puerta, huye de aquel espectro de carne que sólo podrá darle los mismos tristes besos de siempre. Baja corriendo por las calles sembradas de desechos y de basuras que conducen al mar, irrumpe en la marejada de los cuerpos. Sabe que ningún encuentro llevará dentro de sí la salvación, puesto que allí donde ella vaya siempre encontrará a Attys. Aquel rostro desmesurado le tapa todas las salidas que no dan a la muerte. Cae la noche, semejante a un cansancio que borrase su memoria; aún persiste un poco de sangre por el lado de poniente. De repente, suenan los címbalos como si la fiebre los entrechocara en su corazón: sin darse cuenta, la costumbre la ha llevado hasta el circo a la hora en que ella lucha cada noche con el ángel del vértigo. Por última vez se embriaga con el olor a fiera que acompañó su vida, con aquella música desafinada y enorme como el amor. Una camarera le abre a Safo su camerino de condenada a muerte: se desnuda como para ofrecerse a Dios. Se frota con un color blanco grasiento que la transforma ya en fantasma; se ata apresuradamente al cuello el collar de un recuerdo. Un empleado vestido de negro viene a avisarla de que ha llegado su hora. Trepa por la escala de cuerda de su patíbulo celeste. Huye hacia las alturas de la irrisión de haber creído que existía un hombre joven. Deja a un lado la perorata de los vendedores de naranjada, las risas desgarradoras de los niños de color de rosa, las faldas de las bailarinas, las mil mallas de las redes humanas. Sube de un solo impulso por el único punto de apoyo que le consiente su amor al suicidio: la barra del trapecio, que se balancea en el vacío y cambia en pájaro a la criatura cansada de no ser más que medio mujer; flota, alción de su propio abismo, suspendida por un pie ante los ojos del público que no sabe su desgracia. Su habilidad la perjudica: a pesar de sus esfuerzos, no consigue perder el equilibrio. Como un turbio profesor de equitación, la Muerte vuelve a sentarla en la silla del próximo trapecio. Sube cada vez más arriba, a la región de los focos: los espectadores se cansan de aplaudirla, pues ya no la ven. Colgada de la cuerda que domina la bóveda tatuada de estrellas pintadas, su único recurso para superarse es reventar su cielo. El viento del vértigo hace chirriar bajo sus pies cuerdas, poleas y cabrestantes de un destino ya superado. El espacio oscila y cabecea como en la mar, cuando sopla el cierzo, se tambalea el firmamento cuajado de estrellas entre las vergas de los mástiles. La música allá abajo se ha convertido en una ola grande y lisa que lava todos los recuerdos. Sus ojos ya no distinguen las luces rojas de las luces verdes; los focos azules que barren la negra multitud hacen brillar a un lado y a otro los hombros desnudos de las mujeres que semejan dulces rocas. Safo, agarrada a su Muerte como a un promontorio, escoge para caer el lugar donde las mallas de la red no puedan detenerla. Pues su suerte de acróbata sólo ocupa la mitad del inmenso circo: en la otra parte de la arena, donde se desarrollan los juegos de foca de los payasos, no hay nada preparado para impedirla morir. Safo se sumerge, con los brazos abiertos como si quisiera abrazar la mitad del infinito, dejando tras de sí el balanceo de una cuerda como prueba de su partida al cielo. Pero los que fracasan en sus vidas corren asimismo el riesgo de malograr su suicidio. Su caída oblicua choca con uno de los focos que parece una gran medusa azul. Aturdida, pero intacta, el choque rechaza a la inútil suicida hacia las redes que prenden y se desprenden de las espumas de luz; las mallas se hunden sin ceder bajo el peso de aquella estatua repescada de las profundidades del cielo. Y pronto los peones no tendrán más que halar sobre la arena ese cuerpo de mármol pálido, chorreando sudor como una ahogada en el agua del mar.
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