Kurt Vonnegut
El verano había muerto pacíficamente en su sueño, y el otoño, como albacea de voz suave, guardaba la vida a buen recaudo hasta que la primavera volviera a reclamarla. Al unísono de esa triste y dulce alegoría, exterior a la ventana de la cocina de su casita, se encontraba Ellen Bowers, quien a primera hora de la mañana preparaba el desayuno del martes a su marido, Henry. Henry estaba bailando, dándose palmadas y soltando gritos ahogados bajo una ducha fría, al otro lado de una pared magra. Ellen era una mujer rubia y pequeña, de treinta y pocos años, claramente temperamental y brillante, aunque vestida con una bata sin gracia. Habría amado la vida en casi cualquier circunstancia, pero ahora la amaba con una emoción abrumadora que era como el amén vibrante del órgano de una iglesia, porque aquella mañana se podía decir a sí misma que su marido, además de ser bueno, sería pronto rico y famoso. No lo esperaba, pocas veces había soñado con ello; se había contentado con las posesiones baratas y las aventurillas del espíritu, como pensar en el otoño, que no costaban nada. Henry no tendría éxito con el dinero. Eso era lo convenido.
Su esposo era un pensador que se daba fácilmente por satisfecho, un creador y remendón con una habilidad rayana en la magia en lo relativo a las máquinas y a los materiales; pero sus milagros siempre habían sido modestos en su empleo como ayudante de laboratorio de la Accousti-gem Corporation, fabricante de audífonos. Aunque sus jefes lo estimaban, el salario que recibía de ellos no era grande. Ellen y Henry habían convenido amistosamente que un sueldo alto estaba probablemente fuera de lugar, puesto que el simple hecho de recibir dinero por hacer un poco de esto y de aquello ya era un honor y un lujo en sí mismo. Y ahí terminaba la cosa.
O ahí parecía terminar, meditó Ellen, porque en la mesa de la cocina descansaban una cajita de estaño, un cable y un auricular parecido a un audífono, una creación que, a su estilo moderno, era tan maravillosa como las cataratas del Niágara o la Esfinge. Henry la había fabricado en secreto durante las horas de comer y la había llevado a casa la noche anterior. Justo antes de acostarse, Ellen tuvo la inspiración de dar un nombre a la cajita, una combinación atractiva de confianza y animal doméstico, Confido.
—¿Qué es lo que verdaderamente desea todo el mundo, casi más que la comida? —preguntó tímidamente Henry, enseñándole a Confido por primera vez. Era un hombre alto y rústico, tan tímido en general como las criaturas del bosque; pero algo lo había cambiado y lo había vuelto apasionado y de voz fuerte—. ¿Qué es?
—¿La felicidad, Henry?
—¡La felicidad, desde luego! Pero ¿cuál es la llave de la felicidad?
—¿La religión? ¿La seguridad, Henry? ¿La salud, cariño?
—¿Cuál es el anhelo que ves en la calle, en los ojos de los desconocidos,
en los ojos de cualquiera a quien mires?
—Dímelo tú, Henry. Me rindo —respondió Ellen, impotente.
—¡Alguien con quien hablar! ¡Alguien que verdaderamente los entienda! Eso es. —Henry agitó el Confido por encima de su cabeza—. ¡Y esto es eso!
Ahora, a la mañana siguiente, Ellen se alejó de la ventana y se introdujo cuidadosamente el auricular del Confido en la oreja; después, se prendió la cajita plana de metal en el interior de la camisa y disimuló el cable por debajo del pelo. Un tañido muy suave, similar al zumbido de un mosquito, le llenó el oído. Carraspeó con timidez, aunque no iba a hablar en voz alta, y pensó con parsimonia: «Qué agradable sorpresa eres, Confido».
—Tú, más que nadie, mereces un buen descanso, Ellen —le susurró Confido. La voz era metálica y aguda, como la de un niño a través de un peine con una lámina de papel—. Después de todo lo que has soportado, ya era hora de que algo medianamente agradable se cruzara en tu camino.
—Ooooooh —pensó Ellen con desdén—. Tampoco he soportado tanto. En realidad ha sido fácil y bastante placentero.
—En apariencia —puntualizó Confido—, pero has tenido que renunciar a mucho.
—Oh, supongo que…
—Vamos, vamos —dijo—. Te entiendo. De todas formas, esto queda entre nosotros. De vez en cuando conviene hablar abiertamente de estas cosas; es saludable. Vives en una casa asquerosa y diminuta que te ha dejado una marca profunda, y tú lo sabes, pobrecilla. Además, ninguna mujer puede evitar sentirse algo herida cuando su esposo no la quiere lo suficiente como para demostrar ambición. Si él supiera lo valiente que has sido, cuánto has fingido, siempre feliz…
—Bueno, a decir verdad… —objetó débilmente.
—Pobrecilla, ya era hora de que tuvieras tu oportunidad. Mejor tarde que nunca.
—Nunca me ha importado, en serio —insistió Ellen en sus pensamientos—. Al no estar atormentado por la ambición, Henry ha sido un hombre más feliz; y los maridos felices hacen esposas y niños felices.
—En cualquier caso, no hay mujer que no piense a veces que el amor de su marido se puede medir por su ambición —dijo Confido—. Oh, tu mereces esta olla de oro al final del arco iris.
—Estoy de acuerdo contigo — declaró Ellen.
—Y yo estoy de tu lado —afirmó Confido con afecto.
Henry entró resueltamente en la cocina, frotándose su cara curtida con una toalla tan áspera que se la dejó rosa brillante. Tras una noche de sueño seguía siendo el nuevo Henry, el promotor, el empresario, preparado para encaramarse a las estrellas por sus propias ligas.
—¡Estimados señores! —dijo con vehemencia—, por la presente les notifico que dentro de dos semanas, a partir de esta fecha, causaré baja como empleado de la Accousti-gem Corporation para poder dedicarme a ciertos negocios e investigaciones de mi interés. Atentamente… —Henry abrazó a Ellen y la meció de un lado a otro entre sus grandes brazos—. ¡Ajajá! Te he pillado charlando con tu nuevo amigo, ¿verdad?
Ellen se ruborizó y apagó rápidamente a Confido.
—Es increíble, Henry, absolutamente espeluznante. Oye mis pensamientos y los contesta.
—¡Ya nadie tendrá que estar solo!—dijo Henry.
—A mí me parece magia.
—Todo en el universo es magia — declaró con grandiosidad—; Einstein sería el primero en decírtelo. Lo único que yo he hecho es tropezar con un truco que siempre estuvo esperando a que alguien lo ejecutara. Ha sido un accidente, como tantos descubrimientos, y el afortunado no es ni más ni menos que Henry Bowers.
Ellen aplaudió.
—¡Oh, Henry, algún día harán una película sobre esto!
—Y los rusos afirmarán que fueron los inventores —dijo entre risas—. Bueno, dejémosles. Seré generoso, dividiré el mercado con ellos. Me daré por satisfecho con la bagatela de mil millones de dólares por ventas en Estados Unidos.
—Vaya, vaya…
Ellen se había sumido en el placer de imaginar una película sobre su marido famoso, interpretada por un actor que se parecía muchísimo a Lincoln. Veía al hombre sin malicia y agradecido por su suerte, ligeramente avejentado, tarareando y trabajando en un micrófono minúsculo con el que esperaba poder calcular el más pequeño de los ruidos en el interior del oído humano. Al fondo, sus compañeros jugaban a las cartas y le tomaban el pelo por trabajar en horas de comida. Después, él se colocaba el micrófono en la oreja, lo conectaba a un amplificador y a un altavoz, y se quedaba pasmado con los primeros susurros de Confido sobre la Tierra:
—Aquí no llegaremos nunca a nada, Henry —decía el primer y primitivo Confido—. Los únicos que salen adelante en Accousti-gem son los tiralevitas y los artistas del engaño. Todos los días hay alguien que se lleva un aumento de sueldo por algo que hiciste tú. ¡Espabila, hombre! Eres diez veces más capaz que nadie en todo el laboratorio. No es justo.
A continuación, Henry conectaba el micrófono a un audífono en lugar de a un altavoz; lo fijaba en un auricular de tal manera que captaba la voz débil, fuera lo que fuera, y la reproducía con más potencia por el audífono. Y allí, en sus manos temblorosas, estaba Confido, el mejor amigo de todos, preparado para el mercado.
—Lo digo en serio —declaró el nuevo Henry a Ellen—. ¡La friolera de mil millones! El equivalente a una ganancia de seis dólares por Confido para todos los hombres, mujeres y niños de Estados Unidos.
—Ojalá supiéramos qué es esa voz. Da que pensar —Ellen sintió una inquietud fugaz.
Henry desestimó su preocupación y se sentó a comer.
—Es algo relacionado con la conexión entre el cerebro y el oído —dijo con la boca llena—. Hay tiempo de sobra para averiguarlo. Lo importante ahora es sacarlo al mercado y empezar a vivir en lugar de limitarnos a existir.
—¿Somos nosotros? —preguntó Ellen—. La voz… ¿somos nosotros?
Henry se encogió de hombros.
—No creo que sea Dios ni la voz de Estados Unidos. ¿Por qué no preguntárselo a Confido? Hoy lo dejaré en casa, así que tendrás muy buena compañía.
—Henry… ¿es que no hemos hecho otra cosa que existir?
—No según Confido —respondió Henry, que se levantó y la besó.
—No, supongo que no hemos hecho otra cosa —afirmó, distraída.
—¡Pero por Dios que lo haremos a partir de ahora! Nos lo debemos. Confido lo dice.
Ellen estaba en trance cuando dio de comer a los dos niños y los despachó al colegio. Salió de él momentáneamente por su hijo de ocho años, Paul, quien gritó en el repleto autobús escolar: «¡Eh! ¡Mi papá dice que vamos a ser tan ricos como Creso!».
La puerta del autobús se cerró ruidosamente tras él y tras su hermana, de siete años, y Ellen volvió a un limbo, ni cielo ni infierno, en la mecedora situada junto a la mesa de la cocina. Sus pensamientos revueltos dejaban una mirilla diminuta al mundo, y llenando aquella mirilla estaba Confido, sentado en el caos, entre los platos del desayuno sin retirar.
El teléfono sonó. Era Henry, que acababa de llegar al trabajo.
—¿Qué tal? —preguntó, animado.
—Como siempre. Acabo de subir a los niños al autobús.
—Me refería a qué tal tu primer día con Confido.
—Todavía no lo he probado, Henry.
—Bueeeeno… pongamos esto en marcha. Tengamos un poco de fe en el producto. Quiero un informe completo con la cena.
—¿Es que ya has dimitido, Henry?
—La única razón que me lo ha impedido es que no he conseguido una máquina de escribir —rió—. Un hombre de mi posición no dimite de palabra; abandona por escrito.
—Henry, ¿podrías esperar, por favor? Sólo unos cuantos días.
—¿Cómo? —preguntó con incredulidad—. La oportunidad la pintan calva.
—Sólo quiero que actúes con prudencia, Henry. Te lo ruego.
—¿Cuál es el peligro? Funciona tan bien como un reloj. Es más importante que la televisión y el psicoanálisis combinados, y ambos son muy rentables. Deja de preocuparte. —Su tono de voz empezaba a volverse desagradable—. Ponte a Confido y deja de darle vueltas. Para eso está.
—Creo que deberíamos pensarlo mejor.
—Sí, sí —dijo Henry con una impaciencia inusual en él—. Vale, vale, sí, sí. Hasta luego.
Ellen colgó, abatida y deprimida por lo que había hecho con el espléndido humor de Henry. Aquel sentimiento se transformó rápidamente en enfado consigo misma, y en una demostración vigorosa de fe y lealtad, se prendió a Confido, se ajustó el auricular y empezó con las tareas de la casa.
—¿Qué eres, a todo esto? —pensó —. ¿Qué es Confido?
—Un instrumento para que te hagas rica —dijo Confido. Ellen descubrió que aquello era lo único que Confido iba a decir sobre sí mismo. Repitió la pregunta varias veces, a lo largo del día, y Confido siempre cambiaba apresuradamente de conversación; en general, mencionando que el dinero compraba la felicidad por mucho que se afirmara lo contrario.
—Como dijo Kim Hubbard — susurró Confido—, ser pobre no es ninguna desgracia; pero puede serlo.
Ellen soltó una risita, aunque había oído la cita con anterioridad.
—Bueno, escúchame… —dijo ella.
Todas sus discusiones con Confido eran de esa naturaleza extremadamente leve. Confido tenía el don de decir cosas con las que no estaba de acuerdo de tal modo y en tales momentos que a Ellen no le quedaba más remedio que darle parcialmente la razón.
—Señora Bowers… Eeeeellen —la llamó una voz desde fuera. Era la señora Fink, la vecina de al lado, cuyo vado daba al lateral del dormitorio de la casa de los Bowers. La señora Fink estaba acelerando el motor de su coche nuevo junto a la ventana de la habitación.
Ellen se inclinó sobre el alféizar. «Vaya —dijo—, estás muy guapa. ¿Es un vestido nuevo? Va perfectamente con tu cutis. La mayoría de las mujeres no pueden vestir de naranja».
—Sólo las que tienen el cutis como el salami —dijo Confido.
—¿Y qué le has hecho a tu pelo? Me encanta ese peinado. Es perfecto para una cara oval.
—Como un gorro de baño mohoso —afirmó Confido.
—Bueno, me voy al centro. He pensado que tal vez querrías que te trajese algo —dijo la señora Fink.
—Es muy amable de tu parte —dijo Ellen.
—Y nosotros pensando que sólo nos quería restregar por la cara su coche nuevo, su ropa nueva y su peinado nuevo —declaró Confido.
—Quería arreglarme un poco, porque George me va a llevar a comer al Bronze Room —explicó la señora Fink.
—Los hombres deberían escapar de vez en cuando de sus secretarias, aunque sea para estar con sus esposas —dijo Confido—. Las separaciones ocasionales mantienen viva la pasión, incluso después de años y años.
—¿Tienes visita, querida? — preguntó la señora Fink—. ¿Te estoy entreteniendo?
—¿Hummm? —dijo Ellen, distraída—. ¿Visita? Oh… no, no.
—Te comportas como si estuvieras escuchando algo o a alguien.
—¿En serio? ¡Qué extraño! Te lo habrás imaginado.
—Con toda la imaginación de una calabaza —dijo Confido.
—Bueno, debo salir disparada — dijo la señora Fink, liberando la potencia de su magnífico motor.
—No te culpes por intentar huir de ti misma —dijo Confido—. Aunque sería imposible… hasta en un Buick.
—Chao —se despidió Ellen.
«Es verdaderamente dulce —dijo en sus pensamientos a Confido—. No sé por qué has dicho esas cosas terribles».
—Aaaaaah —dijo Confido—. Su vida consiste en intentar que el resto de las mujeres crean que no valen un bledo.
—De acuerdo… digamos que es cierto, pero es todo lo que tiene la pobre, y es inofensiva.
—Inofensiva, inofensiva —repitió Confido—. Vale, es inofensiva; el sinvergüenza de su esposo es inofensivo y un pobre hombre; todo el mundo es inofensivo. Y después de llegar a esa conclusión tan generosa, ¿en qué lugar quedas tú? ¿Qué te hace pensar?
—Mira, no estoy dispuesta a seguir hablando contigo —dijo Ellen, llevándose una mano al auricular.
—¿Por qué no? —preguntó Confido—. Nos lo estamos pasando en grande—rió—. Bieeeen, veamos… ¿no te parece que las viejecitas acartonadas del barrio, como la duquesa Fink, se retorcerán y se morirán de envidia cuando los Bowers alardeen un poquito de riqueza para variar? Eso les demostrará que los buenos y los honrados ganan a largo plazo.
—¿Los buenos y los honrados?
—Tú. Tú y Henry, por Dios —respondió Confido—. Vosotros. ¿Quién si no?
Ellen apartó la mano del auricular y la bajó. Empezó a subirla otra vez, pero con un gesto no demasiado amenazador, y terminó por agarrar una escoba.
—Lo del señor Fink y su secretaria sólo es un horrible rumor de vecindario —pensó.
—¿Ah, sí? Donde hay humo…
—Y no es un sinvergüenza.
—Mira esos débiles y furtivos ojos azules, mira esos labios gordos pensados para los puros y dímelo otra vez.
—Bueno, bueno —pensó Ellen—, ya basta. No hay ninguna prueba en absoluto de que…
—Del agua mansa nos libre Dios — dijo Confido, que se quedó en silencio durante un momento—. Y no me refiero solamente a los Fink. Todo el vecindario es una ciénaga; sinceramente, creo que alguien debería escribir un libro al respecto. Fíjate simplemente en esta manzana, empezando por la esquina de los Kramer. Al mirarla a ella, cualquiera pensaría que es la más recatada y tranquila de…
—Mamá, mamá… eh, ma —dijo su hijo, varias horas después.
—Mamá, ¿estás enferma? ¡Eh, ma!
—Y eso nos lleva a los Fitzgibboons—estaba diciendo Confido—. Ese pobre hombre, reseco, retaco, calzonazos…
—¡Mamá! —exclamó Paul.
—¡Oh! —dijo Ellen, abriendo los ojos—. Me has asustado. ¿Qué estáis haciendo en casa? ¿Por qué no estáis en el colegio? —Estaba sentada en la mecedora de la cocina, medio dormida.
—Ya son más de las tres, mamá. ¿Qué te pensabas?
—Oh, Dios mío, ¿es tan tarde? ¿Cómo he perdido el día?
—¿Puedo escuchar, mamá? ¿Puedo escuchar a Confido?
—No es para que lo escuchen los niños —respondió Ellen, escandalizada —. Me temo que no puede ser. Es estrictamente para los mayores.
—¿Tampoco podemos mirarlo?
Con una dificilísima hazaña de su voluntad, Ellen se desenganchó a Confido de la oreja y la blusa, y lo dejó en la mesa.
—Aquí está. ¿Lo ves? No hay nada más. —Jo… mil millones de dólares ahí mismo —dijo suavemente Paul—. No parece para tanto, ¿verdad? La bagatela de mil millones. —El niño estaba haciendo una imitación perfecta de su padre la noche anterior—. ¿Podré tener una motocicleta?
—Todo lleva su tiempo, Paul — afirmó Ellen.
—¿Qué haces en bata tan tarde? — preguntó su hija.
—Estaba a punto de cambiarme —respondió.
Sólo llevaba un momento en el dormitorio, con la mente bullendo por el escándalo vecinal, del que había tenido alguna noticia en el pasado y que Confido había refrescado y adornado, cuando oyó gritos destemplados en la cocina.
Salió a toda prisa y encontró a Susan llorando y a Paul, sonrojado y desafiante. El niño tenía a Confido en la oreja.
—¡Paul! —dijo Ellen.
—Me da igual. Me alegro de haber escuchado —declaró el niño—. Ahora ya conozco el secreto… toda la verdad.
—Me ha empujado —dijo Susan entre sollozos.
—Confido me ha dicho que lo hiciera —se defendió Paul.
—¿De qué secreto estás hablando, Paul? —preguntó Ellen, horrorizada—. ¿Qué secreto, cariño?
—Que no soy tu hijo —respondió hoscamente.
—¡Por supuesto que lo eres!
—Confido dice que no. Confido dice que soy adoptado, que sólo quieres a Susan y que por eso me llevo siempre la peor parte.
—Paul, cariño, cariño… Eso no es verdad; te lo prometo, te lo juro. Y no tengo la menor idea de qué quieres decir con eso de la peor parte.
—Confido dice que es absolutamente cierto —declaró, con firmeza.
Ellen se apoyó en la mesa de la cocina y se frotó las sienes. De repente, se inclinó sobre Paul, le quitó a Confido y exclamó:
—¡Dame a esa fierecilla asquerosa!
Ellen salió por la puerta de atrás, con paso resuelto.
—¡Eh! —dijo Henry, que taconeó al entrar por la puerta principal y lanzó el sombrero, por primera vez en su vida, al perchero del vestíbulo—. Adivina quién ha llegado. ¡El sostén de la familia!
Ellen apareció en el umbral de la cocina y le dedicó una sonrisa forzada.
—Hola.
—Esta es mi chica —dijo Henry—.Tengo buenas noticias para ti. ¡Es un gran día! Ya no tengo trabajo. ¿No te parece genial? Me han dicho que puedo recuperar mi puesto cuando quiera, pero será cuando las ranas tengan pelo.
—Hum —dijo Ellen.
—La fortuna sonríe a quien se ayuda a sí mismo —afirmó Henry—. Aquí tienes a un hombre con sus dos manos libres.
—Hum —repitió Ellen.
Susan y el joven Paul aparecieron a ambos lados de su madre, respectivamente, y miraron a su padre con expresión sombría.
—¿Qué ocurre? —preguntó Henry—. Esto parece un funeral.
—Mamá lo ha enterrado, papá — declaró Paul con voz quebrada—. Ha enterrado a Confido.
—Lo ha hecho… lo ha hecho de verdad —dijo Susan, asombrada—. Debajo de las hortensias.
—Tuve que hacerlo, Henry — explicó Ellen, desolada, mientras se arrojaba a los brazos de su esposo—. Eramos nosotros o él.
Henry la apartó.
—Enterrado —murmuró, sacudiendo la cabeza—. ¿Enterrado? Sólo tenías que apagarlo.
Lentamente, Henry salió de la casa y entró en el patio trasero, bajo la mirada sobrecogida de su familia. Buscó bajo los arbustos sin pedir indicación, abrió el hoyo, limpió la tierra a Confido con su pañuelo y se llevó el auricular a la oreja. Después, ladeó la cabeza y escuchó con atención.
—Tranquilo, no pasa nada —dijo suavemente. Henry se giró hacia Ellen—. ¿Se puede saber qué diablos te ha pasado?
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ellen—. ¿Qué te acaba de decir, Henry?
Él suspiró. Parecía terriblemente cansado.
—Dice que si nosotros no queremos, alguien sacará tajada de él más tarde o más temprano.
—Pues que la saquen —dijo Ellen.
—¿Por qué? —preguntó Henry. La miró con gesto de desafío, pero su firmeza decayó rápidamente y apartó la vista.
—Si hubieras hablado con Confido, sabrías por qué. ¿No te parece?
Henry no alzó la mirada.
—Se venderá, se venderá, se venderá —murmuró—. Por Dios que se venderá.
—Es una línea directa a lo peor que llevamos dentro, Henry —dijo Ellen, que rompió a llorar—. ¡Nadie debería tenerlo, Henry! ¡Nadie! Esa voz interna ya es bastante fuerte sin él.
Un silencio de otoño, amortiguado en las hojas enmohecidas, cayó sobre el patio. Sólo se oía el leve silbido entre dientes de Henry.
—Sí —dijo al fin—. Lo sé.
Se quitó a Confido de la oreja, lo devolvió suavemente al hoyo y echó tierra sobre él.
—¿Qué es lo último que ha dicho, papá? —preguntó Paul.
Henry sonrió con añoranza.
—Ya nos veremos, mamón. Ya nos veremos.
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