Violeta Balián
Llegué unos minutos antes de las nueve y la Catedral se veía bien concurrida por familiares y amistades de Mercedes; también colegas del brigadier y funcionarios del ministerio.
Buscaba donde sentarme cuando me crucé con Latorre; el Brigadier se limitó a saludarme con un movimiento de cabeza. Vestía uniforme y se dirigía muy apresurado hacia la puerta de entrada.
Encontré un asiento en la penúltima fila. En el momento en que me entregaban el programa con las lecturas y oraciones, un zumbido de cuchicheos y voces bajas invadió el recinto. Entraba el General Lanusse, el nuevo Jefe de Estado acompañado de Latorre, una comitiva de funcionarios y personal de seguridad. El grupo oficial se tomó un buen tiempo para ubicarse en la primera fila, y recién entonces Monseñor Constanzo pudo comenzar con la acogida a los deudos y presentes según marca el ritual de la Misa de Exequias.
El coro ofreció los primeros cánticos litúrgicos. Los escuché con deleite y la música me llevó a pensar en Mercedes, en mi propia mortalidad, en todos aquellos que había perdido en los últimos años: familiares, amigos, pacientes. También en quienes seguían junto a mí: mis dos hijos, mi madre, mi marido. En la vida que llevábamos, en todos nuestros problemas y así hasta que mi atención tomó otro rumbo: hacia las hermosas imágenes, los vitrales de las naves laterales y las pinturas que adornaban la cúpula de la catedral. Soy luterana, no frecuento las iglesias católicas y todo lo que veía era nuevo para mí. En plena apreciación, volví la cabeza hacia la derecha y reconocí al hombre de la sala, apoyado contra la última de las columnas que rodeaban la nave central. Sí, era la misma figura de hombros anchos y pecho poderoso que había visto en la casona de los Latorre. Pero en esta ocasión, de pie y más imponente. El hombre vestía traje negro, llevaba anteojos gruesos de carey y sujetaba un sombrero con las manos mientras observaba el entorno con interés.
No quise que me viera. Me achiqué en el asiento y mantuve la mirada hacia el frente como si estuviese escuchando las palabras del Monseñor Constanzo. Pero aun así no pude dejar de observar que el hombre pasaba desapercibido. O eso fue lo que me pareció. Existía la posibilidad de que entre los presentes algunas personas ya se habían percatado de su presencia; sin embargo, nadie parecía notarlo. Latorre había dicho que la visita de ese individuo a su casa se debía a cuestiones de inteligencia y de alto nivel. De hecho, reconocerlo públicamente comprometía a cualquiera de los presentes conectados con el gobierno y no me cabía la menor duda de que en ese recinto la mayoría lo estaba. Por el otro lado, si el brigadier no exageraba cuando afirmó que esta persona era invisible, sólo quedaba suponer que no lo podían ver. Y eso era absurdo. Invisible. ¿Lo dijo literalmente? ¿O sólo quiso dar a entender que el hombre era prácticamente invisible? Poco importaba. A ese individuo yo lo veía y muy bien.
Se me estaba haciendo tarde y quería despedirme de Mercedes. A modo de oración le pedí perdón y prometí llevar su recuerdo en un lugar especial de mi alma, por toda la eternidad.
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