Miguel Rodríguez
En las paredes de la galería colgaban múltiples láminas de animales que – de alguna forma que nadie cuestionaba – acompañaban o seguían a Amelia por la casa empapados de lluvia. En otras estancias había también reproducciones de dibujos de Linneo y Seba, retratos de Humboldt, y fotos de Scott y Shackleton, exploradores de moda por entonces. Casi todos eran aportaciones de visitantes nórdicos, como Niklas y Lara, que se habían instalado allí – temporalmente, dijeron – para seguir de cerca las exploraciones de la época y participar en lo posible de ellas.
Según la necesidad, Amelia prefería ejercitar la habilidad de este o aquel animal – extinto, imaginario, mitológico o abisal – para seguir viviendo. Los huéspedes de la casa parecían hacer lo mismo, y así unos eran armadillos, otros cetáceos primos de Melville, y otros hacían suya una condición aparentemente más simple como artrópodos. Sobre algunos, como el celacanto, no se sabía si seguían vivos o se habían extinguido ya, como Darío desde el día del terremoto o nosotros mismos de vez en cuando. Aun así, para nosotros eran importantes porque el solo hecho de conocer sus cualidades y características hacía que éstas cobraran vida y se pudieran adquirir. Era como si todos ellos, humanos y animales, vivieran con nosotros, habitantes de continuo, y formaran parte de la familia. En el fondo, creo, todos somos un poco monstruos.
Nuestros nombres, de hecho, nos cayeron mayormente por influencia de los huéspedes que iban pasando por la casa, muchos de ellos extranjeros del norte de Europa, que llegaban huyendo de la guerra con sus libros, microscopios y proyectos.
Amelia, acostumbrada a viajar por el mundo y a no tener un sitio estable de residencia – a ser huésped también ella, en cierta manera –, decidió que su casa, heredada de sus padres y a la que llamó Maravilla para conjurar la adversidad (pues, pensaba, se había quedado sola en el mundo), fuera una pensión. Así estaría menos sola. No es de extrañar que el hombre con el que dio y concibió a sus hijas, Darío, fuera una especie de marido huésped, como por costumbre o por deriva. Es difícil reconocer el poder arrollador de la deriva. Pasan los años y un día descubrimos que, cuando estamos a solas, lo único que nos guía es la oscuridad y, en ella, millones de puntos luminosos y desconocidos, mundos íntimos que se ordenan cada noche para decirnos ‘es por aquí’. Pero para ello, hay que elegir mirar la oscuridad.
No mucho después llegó el terremoto.