Violeta Balián
2. CAFÉ ARTEMISA
A las siete en punto de la mañana siguiente fue el mismo Latorre quien abrió la puerta de la casona. ‒‒Pase, por favor. Me temo que tengo una mala noticia. Mercedes acaba de fallecer ‒‒dijo con la voz quebrada, carraspeando y cubriéndose la cara con las manos. De inmediato, se disculpó. ‒‒Perdóneme, Clara, es que se ha ido mi compañera de treinta años. Primero mi hijo, ahora ella. Me he quedado completamente solo.
‒‒Lo siento muchísimo, Brigadier. ¿En qué momento…a qué hora ocurrió?
‒‒Temprano, a eso de las cinco y media. Correas se acaba de ir, vino a hacer el certificado de defunción porque la funeraria la recogerá antes del mediodía.
«La hora no es correcta. Mercedes recibió suficiente morfina como para matar a un caballo. Falleció a medianoche, a más tardar», calculó Clara, intrigada por el giro inesperado de la situación. Tuvo también la corazonada de pedirle que le permitiese subir y ver a su paciente, pero no se atrevió.
‒‒ ¿El sepelio…cuándo será?
‒‒Mañana, a las diez en punto, en San Isidro. El Monseñor Constanzo oficiará una misa de cuerpo presente. A eso de las once y media, nos dirigiremos al cementerio privado.
«Ah, ya lo tiene todo arreglado»
‒‒Si le parece bien, Brigadier, me gustaría asistir a la misa.
Latorre asintió manteniendo la vista clavada en el suelo. De pronto, metió la mano en un bolsillo, sacó un sobre y se lo entregó.
‒‒Mercedes la apreciaba mucho, Clara. Pobrecita, mi Mercedes, me decía que su presencia la fortalecía. Lo sé, no fue nada fácil. Por eso mismo quiero agradecerle por los cuidados que le brindó. Créame, los Latorre tenemos una gran deuda con usted.
Conmovida, Clara agradeció el reconocimiento en silencio y guardó el sobre en el bolso. El brigadier era un hombre de influencia y no dudaba que la recomendaría a sus amistades y asociados.
«Sí, Clara, todo eso está muy bien, pero ¿qué hacemos con la noche anterior? Está eso, es verdad, pero no soy yo la persona indicada para juzgar los motivos detrás de sus acciones».
A punto de salir, se armó de coraje y preguntó:
‒‒Brigadier, una cosa más y perdone mi curiosidad. ¿Quién era ese hombre que esperaba anoche en la sala? ¿Un pariente suyo? ¿Un amigo de la familia?
Latorre palideció. Pero le tomó sólo un instante para presentarle lo que podría pasar por una expresión de asombro.
‒‒¿Qué hombre?
‒‒El que estaba sentado en el sillón inglés, frente a la chimenea, ayer por la tarde. No me saludó. Es más, me ignoró todo el tiempo que estuve sentada ahí, esperando a que usted volviera de la farmacia ‒‒dijo Clara señalándole el sofá de la sala.
‒‒Oh, no… No. Me disculpo si ese hombre fue grosero con usted. En realidad, es…un colega ‒‒explicó el brigadier, repentinamente exasperado. Acto seguido la amonestó con una voz cargada de urgencias: ‒‒Clara, por favor, olvídese de haber visto a ese individuo en mi casa. Y no se lo mencione a nadie. Repito, a nadie. Es más, se lo ruego por lo que más quiera, sus hijos, su familia. ¡Qué más le puedo decir! No calculé que lo fuera a ver. Le explico. Tenemos entre manos una situación delicada, la seguridad del gobierno, es decir, inteligencia a muy alto nivel, cosas de la Fuerza Aérea, ¿me comprende? Para nosotros, en el ministerio, ese hombre es prácticamente invisible.
‒‒Entiendo, Brigadier. No se preocupe. Bien, ya es hora de irme. Nos vemos mañana en la Catedral. Buenos días.
«¿Invisible? ¡Qué cosa más ridícula! Es un agente secreto. Un espía al servicio del gobierno que vino a la casa para conversar con Latorre. Invisible. ¿De dónde habrá sacado eso? Paranoia de militares, como siempre».
Clara salió de la casona dejándolo a Latorre en medio de su duelo y problemas de estado mayor. Su estado de ánimo era más importante. Y ya en la calle reconoció que se sentía cansada, deprimida y completamente vacía. Además, profundamente afectada por la muerte de Mercedes, por las circunstancias de las que fue testigo y había participado. El médico ausente. La dosis aumentada. Las órdenes del brigadier. Anoche mismo, en casa de la señora Rodríguez ‒‒la vecina parapléjica que cuidaba una vez por semana‒‒ la asediaron imágenes de Latorre y el visitante misterioso que había visto en la sala. Tampoco conseguía quitarse de la cabeza la sospecha de que en todo este asunto había gato encerrado. Querida Mercedes. No hacía un año lloraban juntas la muerte de Hernán, el hijo único de los Latorre en un accidente en la ruta a Mar del Plata. Y ahora, a pocas horas de su deceso, ya echaba de menos a la excelente persona con la que había formado un vínculo que superaba sus respectivas condiciones de paciente y enfermera.
Clara continuó su camino por el “bajo” de Vicente López. Tomó por las barrancas y la calle empinada donde se había caído ayer. Todavía le dolía la rodilla. Por eso mismo se le hizo necesario acortar el camino para llegar rápidamente a la avenida Maipú.
Pero el esfuerzo la mareó y de pronto, se sintió desfallecer. Entró al café Artemisa para tomar algo. En cuanto se sintiera mejor, recompondría los detalles de la última visita a Mercedes y la conversación de la mañana con Latorre. Pidió café y medialunas. Encendía un cigarrillo cuando se acordó del sobre de Latorre. Con curiosidad lo abrió. El contenido la hizo sonreír. Latorre había sido muy generoso; no sólo le incluía el pago de ese mes sino una suma adicional, equivalente al trabajo de quince meses. El gesto no daba lugar a malentendidos: el brigadier le pedía que hiciera “la vista gorda” sobre lo ocurrido la noche anterior. ¡Qué notable! Era la primera vez que la sobornaban y con una cantidad importante, difícil de rechazar.
Mientras decidía qué hacer con el aguinaldo caído del cielo se fumó otro cigarrillo.
«A Rogelio, no le digo nada. Será mejor que lo mantenga al margen del asunto. De lo contrario, tendré que darle muchas explicaciones. Y por ahí hasta me obliga a hacer una denuncia en la comisaría. Tenemos deudas, muchas deudas. Nos aliviaría pagarlas. Pero no, mañana mismo abro una cuenta en el banco. Para la educación de los chicos.»
Una vez hecha la decisión se relajó un poco más. Aun así, la obsesionaba la muerte de Mercedes. Y en ese momento estaba segura de que la noche anterior había cruzado un umbral, y que tanto su energía como su propia vida parecían írsele de las manos. Sentada en ese café, sin conocer las razones de lo que había sucedido, Clara tuvo la sensación de que vivía una mañana distinta, de capítulos leídos, de etapas finalizadas. La última estación de la línea, hubiese dicho Rogelio, su marido.
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3. EL COSTO DE LA ALEGRÍA
La familia de Miguelito Lopresti, el niño que sufría de leucemia, vivía por Puente Saavedra. Clara lo atendía una vez al día pero después de cada una de las visitas terminaba deshecha, malhumorada y reaccionaba a la situación poniendo a prueba su fe, cuestionándolo a Dios y a todos aquellos que lo interpretaban:
« ¿Dónde están la justicia y misericordia divinas que permiten que este inocente sufra de esta manera?»
‒‒Son los designios divinos y misteriosos del Señor quien nos los envía con el propósito de ejercitar y reforzar nuestra fe ‒‒explicaba el pastor de su iglesia.
¡Cuánta, inútil beatería! A Miguelito le quedaban un par de semanas de vida, a lo sumo, según las exactas palabras del médico quien ante el desconsuelo de sus padres, ya lo había abandonado.
«Hoy le dedicaré más tiempo a Miguelito».
En la calle, llamó a un taxi para que la llevara a Puente Saavedra. Un gasto adicional que Rogelio desaprobaría pero que justamente hoy se lo podía permitir, gracias a Latorre y seamos francos, a su propia falta de escrúpulos.
Una hora más tarde y con la cabeza llena de preocupaciones, inició el regreso a su casa caminando a lo largo de la avenida Maipú. Hiciera frío o calor, a Clara le gustaba caminar. No hacía mucho había descubierto el inmenso alivio que podía sentir cuando deambulaba por las veredas, rodeada de gente preocupada o distraída; personas a las que no conocía. Con sólo verlas, se despojaba de sus angustias y recobraba una excepcional sensación de libertad. Percibía a toda esa gente buscando algo en la nada misma simplemente porque ella también buscaba algo en la nada misma. En esos momentos, la atacaban unas ansias irreprimibles por descubrir o compartir los problemas de cada uno de esos seres pensativos y ceñudos que pasaban a su lado. ¿Qué los conectaba? ¿Hijos que asistían al mismo colegio que los suyos? ¿O vivían, quizá, en el mismo vecindario? Entonces, se embarcaba en una suerte de ejercicio silencioso que le permitía imaginarles destinos. Y que luego, a su antojo, cambiaba, mejoraba o disminuía. Así hasta que una brisa o un viento intempestivo le evaporaban los cuidadosos proyectos, la volvían a su realidad, a contentarse consigo misma y la suerte que le había tocado.
Se iba acercando a su casa, a la que volvía únicamente por el placer de estar unas horas con esos hijos que adoraba, consciente de que el alto costo de esa alegría la obligaba a encarar su vida de rutinas: los trabajos domésticos, la soledad acompañada y la crónica depresión de su marido. Aún era temprano para anticipar las horas finales del día, el momento cuando la familia se retiraba a descansar, y a ella la envolvía el silencio como también la oportunidad de encontrarse consigo misma, de entretener la desesperación que noche tras noche no fallaba en visitarla.
Pasó frente al cine Astral.
Los afiches anunciaban “Intriga Internacional”, la película de Hitchcock con Cary Grant. Tuvo ganas de verla otra vez. Como la primera función comenzaba en minutos, se refugió en la oscuridad de la sala y en la distracción hollywoodiense.
Recién a la media tarde abrió la puerta de su casa, vacía.
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