Juan Patricio Lombera

“Todo gran viaje empieza con un pequeño paso”. Tal pareciera ser la divisa de El doctor, El champero, El narizón y el conde empeñados en transformar la mentalidad de su país empezando por erradicar una insana costumbre que en países extranjeros sería impensable. Todo esto ocurre en el último relato de “La cocina del infierno”, última novela del escritor peruano Fernando Morote (Piura, 1962), autor de las novelas Los quehaceres de una zángana (Bizarro ediciones 2009), Polvos ilegales, agarres malditos (Bizarro ediciones 2011), así como del libro de relatos, poemarios. De igual manera, ha sido ganador y finalista de diversos premios en España.
La cocina del infierno relata tres momentos en la vida de sus protagonistas. Se trata de la historia de una mutación de unos jóvenes inconformistas y traviesos llamados los ingobernables, hasta la edad adulta en la que se convierten en seres responsables y comprometidos con su entorno más inmediato, aunque sus métodos puedan resultar por lo menos cuestionables. Sin embargo, La cocina del infierno es también la historia de la evolución del Perú y más concretamente del barrio Pompeya, en Lima. Si el narizón para cambiar debe vivir el infierno de un Nueva York hostil y opresivo –sensación acentuada con el magnífico uso que hace Morote de la narración en segunda persona-, el Champero y el Perú en general deben afrontar la locura de la violencia terrorista. Ni siquiera el deporte, válvula de escape de cualquier sociedad pobre, se salva de esta regla. Tan solo es un pretexto más para la violencia y la decepción y/o amargura. Solo una victoria en un partido de futbol se salva de esta regla sin por ello impedir que haya sangre derramada.
Cada uno de los relatos tiene una voz narrativa propia. Sin embargo, lejos de tratarse de un experimento literario, el uso de estas voces se justifica en cada relato. En el primero asistimos a una voz en engañosa primera persona que se confunde con el grupo de amigos a modo de coro (“ingresamos al edificio como si fuéramos a robar”). En efecto en la adolescencia el grupo se confunde perfectamente con el yo tal y como le ocurre a este misterioso narrador. El segundo capítulo se inserta de lleno en el subconsciente de El narizón y resume su vida en el célebre barrio de inmigrantes conocido como “la cocina del infierno”. No obstante pareciera que dicho título no se refiere al barrio en sí, sino a la propia sucesión de anécdotas y pensamientos encadenados del protagonista que pasan de las miserias de un recién llegado al odio que acabará teniendo el mismo a los inmigrantes como competencia y peligro para su puesto de trabajo. Finalmente, el libro termina con una tercera persona omnipresente que lo ve todo; esta voz es similar a la labor educativa que emprenden los 4 amigos que se auto asignan la labor de corregir a sus conciudadanos, mediante el espionaje y la humillación pública o, al menos, la amenaza de ello.
Pese a la profundidad y gravedad de los hechos relatados, Fernando Morote siempre consigue arrancarnos una carcajada con un humor negro típicamente latinoamericano como cuando uno de los protagonistas se salva de una matanza por tener el estomago descompuesto. La matanza en sí acaba siendo un despropósito absurdo ya que los sicarios acaban matando a las personas equivocadas. La cocina del infierno, la cocción de hechos y sentimientos a lo largo de treinta años dejan en el lector una sensación de incredulidad, esperanza, tristeza y alegría todas juntas como la vida misma.
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Tu novela, desde el nombre, se pretende atractivo. La trama simple en sus inicios, se va tornando compleja a traves de la obra.
Me parece una excelente contribucion a la literatura hispana.
Mis felicitaciones, Fernando
Un abrazo.