El aquelarre del IMSERSO

Helga Martínez Pallarés

Me pareció divertida la idea de una fiesta de disfraces (la última vez que asistí a una juraría que tenía unos 10 años menos). Me pareció original el periplo hasta una tienda localizada en internet (resultó que en la mayoría de las tiendas al uso las opciones eran tan caras como enormes de talla, no caí en que se acercaba el carnaval). Y me resultó muy glamuroso el vestido y el estilismo que finalmente escogí (el único vestido gracioso y favorecedor que por otra parte no era ni de trabajadora cachonda de ningún sector, ni una versión pornográfica de los cuentos que le leía a mi hijo por las noches).

Lo que ya no me pareció tan estupendo cuando me vestí de brujita graciosa con mi vestido medieval morado y “sólo un poco” escotado (lo justito para no ser de mal gusto), a juego con los zapatos, el maquillaje, las uñas y todo lo demás (ojo: literalmente “todo” lo demás), fue descubrir que el enorme cancán que sujetaba la tela no me permitiría ni sacar el coche del garaje. Y que el conjunto no me permitía tampoco subirme dignamente a ningún transporte público. Pero lo peor fue poco después, cuando el taxista (muy profesional, sólo me radiografió un par de veces, mientras yo forcejeaba con las enaguas dejando al descubierto el interior al agacharme), me informó de que no es que la dirección fuera un poco lejos… es que casi estaba en otra provincia. Tan lejos de mi casa como alejadas mis expectativas de la realidad.

El chalet era precioso, es verdad. Moderno, lujoso, con esa modernidad minimalista neoyorquina tan de moda últimamente. La primera planta, a juego con la idea central, no tenía paredes. Era más bien, un inmenso, luminoso, enorme loft. Aquí y allá, salpicados entre los muebles, piezas de decorador coleccionista, de esas que no esperarías encontrar en directo, salvo en un escaparate o en una exposición. Lo dicho, que era un chalet impresionante… y trasplantado justo al medio de la campiña manchega, como un olivo jiennense en medio de la selva amazónica. Sencillamente fuera de sitio. Antinatural.

Y como no hay dos sin tres, y todo lo que empieza mal es susceptible de empeorar… Ocupada como estaba en observar la casa, no me había fijado en el resto de invitados. La mayoría no cumplirían ya los 60. Ni los 70. Tampoco me había fijado en la música de fondo. No, no eran los pajaritos, pero sí un pasodoble. Digno de cualquier baile de boda, una canción de esas que se ponen mientras la gente joven arranca con el alcohol esperando a que los abuelos y los bebes se retiren a sus casas.

Estaba tan azorada (y tan incómoda), que decidí simbiotizarme con el ambiente. Necesitaba imperiosamente pasar desapercibida, y a ser posible que nadie recordara mi cara en el futuro, con lo que decidí para empezar calarme el sombrerito de bruja hasta las cejas (en modo disfraz de camuflaje), y dejarme convencer para bailar, (nada menos que un merengue “casposo”), con el que menos pinta tenía de ir a morir de un infarto entre mis brazos (me evitaría, por lo menos, tener que identificarme como coautora del hecho ante el Samur y la poli, que seguro acabaría apareciendo, eran justo los que faltaban). Hice de tripas corazón, me bebí una copa más de lo aconsejable y me dejé llevar por el sarcasmo buena parte de la noche…. al final, al parecer, sobreviví.

Lo que no sabía es que había dos o tres fotógrafos en la sala (no eran invitados disfrazados de reporteros de guerra, las cámaras eran, por desgracia, de verdad). Tampoco esperaba encontrar mi propia foto, días después, en la colección de eventos de dos o tres redes sociales, de esas que sirven para encontrar amigos, pareja, o lo que sea que uno busque…

Como yo en el fondo soy una persona positiva, me pareció una noche, además de surrealista, divertida (sobre todo después del segundo ron). Tanto que me he quedado la foto, vestida de bruja con mi vestido morado. No salgo del todo mal. Y dentro del marasmo de la fiesta, llegué a conocer gente muy interesante. Tanto, que me he dado de alta en las dos o tres páginas de marras. Y voy perfeccionando mi destreza para bailar los pasodobles, que nunca se sabe dónde puedes acabar en una noche cualquiera de Madrid.

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