La cocina del infierno (III)

Fernando Morote

Inmigración

Arrobado por tu nueva pasión.
El béisbol.
Gracias a él comprendes la sociedad en la que vives.
Observar los juegos se compara a una cátedra de sociología.
Una lección de pragmatismo.
Te vuelves hincha del equipo local.
Vas con tu familia al estadio.
Quedas atónito por la ausencia de sobresaltos.
No tienes que protegerte de las pandillas, los delincuentes o las barras bravas.
Seguidores de escuadras contrarias comparten asientos, toman cerveza y ríen juntos.
El sueño no existe.
Tentas una solución legal.
Visitas abogados.
-¿Cuál es su problema?
Le cuentas.
-Matrimonio.
Recuerdas el aviso de aquella iglesia.
“El matrimonio es un dueto; no un duelo”.
Interrumpes.
-¡Siguiente!
No hay tiempo para cruzar las piernas.
Ni mirarse las uñas de las manos.
Deberías trabajar en un programa político de televisión si quieres re-preguntar.
5 horas de espera en una oficina poblada de sudores se reducen a una consulta de 2 minutos.
Tu apellido suena a cualquier cosa en los labios de ellos.
Cuando te llaman ni siquiera volteas.
El hombre deja la puerta abierta.ç
-Negro conchetumadre.
El vapor se escapa incontenible.
-Chino maricón.
Sudar no sirve de nada.
-Hispano hijo de puta.
Nadie te obligó a venir.
-Blanco maldito.
La anfitriona polaca de ojos azules y su compañera ucraniana de piel albina te miran intrigadas:
-¿Turco o griego?
Tu amigo responde:
-Cuando yo como, todos comen.
-Ah, caramba…
-Cuando yo pago, todos pagan.
-Ah, caramba…
Al menos tu anhelo de estar en las librerías se ha cumplido.
-¿Cómo así?
Todos los días limpias una.
Te atrapa el tráfico en hora punta.
El peatón tiene preferencia.
Los patos tienen preferencia.
La pesada masa de autos se moviliza en orden.
Extrañas a los salvajes invadiendo la berma central, adelantando por la zona rígida.
Los buses escolares no son parte del transporte público.
Te cuidas igualmente de los taxis.
Resuelves el enigma de los descarrilamientos ferroviarios.
Sus maquinistas hindúes nunca superaron la etapa de la bestia.
Te internas en el conglomerado urbano.
Rebasas la frontera geográfica.
Atrás quedan las lagunas y el estrecho.
Rozas los edificios coloniales.
Cruzas el gigantesco puente con sus torres de piedra y cables de acero.
Las imágenes de “Metrópolis” de Fritz Lang se engarzan en tu memoria con las de “Radio Ga Ga” de Queen.
Rodeas la yarda marítima.
La imponente e intimidante línea del horizonte, atravesada por múltiples colinas y 3 ríos, se eleva majestuosa ante tus ojos.
Los túneles no te inspiran confianza.
No estás en competencia.
Tomas las vías auxiliares.
Eliges rutas alternas.
Cuando por fin logras relajarte, afloran los Cadillac y los Lincoln.
Las placas personalizadas.
Entre sus dígitos y letras, un canguro se da a la fuga.
Día libre sentado en la sala de tu casa.
Afuera, 15 grados bajo cero.
Adentro, pantalón corto y camiseta.
Nombres y títulos que siempre escuchaste.
Estrellas que nunca viste.
Cortometraje de la Warner Bros.
The hard guy, 1930.
Spencer Tracy es un veterano de la primera guerra.
Sobre sus hombros pesan 3 bocas que alimentar.
Campea la gran depresión.
El trabajo escasea.
El dinero se muestra esquivo.
La comida no llega a la mesa.
Las batallas entre mafias de irlandeses e italianos aterrorizan al vecindario.
Su pequeña hija brama de hambre.
Su esposa tirita de frío.
Otra vez, la cocina del infierno.
Rabioso e impotente, rumia una idea.
Corre a su baúl.
Desempolva su arma de reglamento.
La esconde en el bolsillo interior de su gabán.
Su cónyuge, al despedirse, palpa el fierro oculto.
-No lo hagas –suplica.
-No te preocupes –responde él.
La besa en la frente y parte apresurado.
Al cabo de unas horas, la ansiosa esposa oye unos pasos acercarse a la puerta.
Tracy, despeinado, vuelve a casa cargando una botella de leche, un pollo envuelto en papel, algo de pan bajo el brazo y hasta una muñeca de trapo.
La mujer, asustada, lo increpa.
Él la tranquiliza vaciando los bolsillos de su abrigo.
La pistola fue a parar a una tienda de empeños.
Los objetos en el espejo están más cerca de lo que parecen.
Quieres pasar por tipo duro tú también.
Hombre que resiste la presión a lo macho.
La enfrenta y se sobrepone.
Se supone que es tu trabajo.
Cabeza de familia.
Por un tiempo ni lo notas.
De pronto sientes que una daga se hunde en tu cerebro.
Comienzas a ver todo extraño y ajeno.
Figuras de papel.
Escenarios de utilería.
No es un juego.
Te asustas.
No hablas.
Prohibido experimentar indicios de debilidad.
Tienes que aguantar.
Piensas que es un tumor.
Demencia senil.
Principios de Alzheimer o Parkinson.
Recurres a la internet.
Insospechados síntomas de guerra.
Fatiga de combate.
Ceguera histérica.
Paranoia.
Ataques de pánico.
Complejo de persecución.
Ideas suicidas.
Despersonalización y desrealización.
Patología típica ocasionada por el brutal impacto del cambio.
Todo empieza a cobrar sentido cuando te nombran supervisor otra vez.
Aumenta la cantidad de cuentas.
Crece el lote de empleados.
Te plantan mayor responsabilidad.
Te pagan el mismo salario.
No tienes más que sentirte agradecido.
El puesto te conecta de nuevo con tu esencia.
Te encanta decirle a otros lo que deben hacer.
Las ambiciosas metas de tus jefes reposan en tus aptitudes.
Esperan que te desempeñes como gerente de recursos humanos.
Vendedor de productos y servicios especiales.
Planificador de estrategias.
Técnico de pisos y alfombras.
Repartidor de material.
En casos de emergencia, limpiador de edificios.
Todo por el mismo precio.
-Tómalo o déjalo –te dicen, sin abrir la boca.
El sistema de explotación está debidamente estructurado.
Absorbes la cultura popular.
Te preguntas dónde estabas antes de conocerlos.
El clarinete de Benny Goodman, la trompeta de Louis Armstrong, la batería de Gene Krupa, el saxofón de Charlie Parker, el trombón de Glenn Miller.
Admites que ni la poesía de Charly, Fito o Soda pueden disimular la privación de instrumentos.
Los ojos de Bette Davis, la voz de Barbara Stanwyck, las cejas de Joan Crawford te derriten sin oponer resistencia.
Aliviado agradeces la ventaja de que en sus cintas nunca las verás desnudas.
Visitas el rancho de Walt Whitman, el taller de Jackson Pollock, las casas de Jack Kerouac. Escarbas el origen de tu vocación.
Como no podía ser de otra manera, te vuelves fanático.
Te niegas a embarcarte en el matrimonio falso.
Penoso trámite que involucra la seguridad de tus hijos.
Puedes engañar a todo el mundo, pero no eres capaz de mentir a las autoridades.
Crees y confías en la reforma.
El mandatario puede convertirse en héroe.
Pero antes debe ser mártir.
Alguien tiene que asesinarlo.
La esperanza es lo último que se pierde.
El Ku Klux Klan no ha desaparecido.

(Sigue leyendo...)

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