La cocina del infierno (II)

Fernando Morote

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Escuchas canciones que habías dado por olvidadas.
Te acostumbras de nuevo.
Te sientes acompañado por tus recuerdos.
Descansas poniendo en tus oídos sonidos familiares que contrarresten el barullo de voces desconocidas.
Con décadas de atraso vienes a entender a los chinos.
Nunca supiste por qué leían con ávida nostalgia, tras el mostrador de sus bazares, los amarillentos periódicos que venían de su país.
Todas las mañanas cumples el mismo rito siguiendo por televisión las noticias del tuyo.
Es una forma de regresar, de no haberte ido.
No eres un ciudadano de segunda clase.
Ni siquiera uno de tercera.
No eres ciudadano.
Portas un número de contribuyente.
Declaras tus ingresos.
Mantienes una cuenta de banco.
Eres usuario de la biblioteca y miembro de un gimnasio.
Pero no mereces crédito.
Debes abstenerte de abordar una aeronave.
Rechazas sin objeciones convocatorias para intervenir como jurado.
Las revistas de vacaciones y los catálogos de viajes son sólo una lista de los lugares a los que nunca irás.
-¿Qué es eso, papi?
Lo que para ti es una horrible mole con chimeneas, surge como una fábrica de nubes para tus hijos.
Están parados en las esquinas.
No son vagos ni putas.
Parecen prófugos.
Te estremeces viéndolos saltar de frío, tragar los aguaceros, carbonizarse bajo el sol.
Sabes que si las cosas se ponen difíciles, en cualquier momento, puedes ser uno de ellos.
Para consolarte, te acuerdas de Mariátegui y sus cuentos sobre trabajadores manuales e intelectuales.
Los encuentras al borde de la vereda miccionando a plena luz del día.
Los policías motorizados, escondidos tras los arbustos, no entran en contemplaciones.
Los arrestan, los esposan y los encierran.
Es una isla larga en forma de langostino.
Una mancha de tinta derramada por accidente sobre el gran mapa.
La orilla norte conforma la costa dorada.
La bahía del sur es morada de la clase proletaria.
La isla de la esperanza es además la isla de las lágrimas.
Analizando el curso de tu vida, concluyes que no hay grupo humano donde no hayas sido parte –brillante- de la minoría.
Laboras en una compañía de limpieza.
Todos tus colegas, sin excepción, son diestros en asuntos mecánicos y eléctricos.
A diferencia de ellos, prefieres tomar los caminos largos y solitarios.
Lo que tú haces les parece raro y aburrido.
Lo que ellos hacen te parece estúpido.
Te deprime el primitivo estado espiritual en el que viven.
¿Quién de ellos sería capaz de pasar la tarde en una librería?
Su pobreza mental les alcanza apenas para recorrer embelesados los pasillos de una ferretería.
Perteneces al círculo de los que no pertenecen a ningún círculo.
Te acercas a las personas sólo cuando las necesitas.
Eres un tipo interesado.
Tomas en serio tu trabajo como artista.
Pero tienes cuidado de no tomarte demasiado en serio como artista.
Tratas de mantener clara esa fina línea divisoria para evitar el ridículo ante ti mismo.
Ya sabes.
Nunca nada está completo.
Unos tienen la fama.
Otros el talento.
A la hora de almuerzo escapas al tedio.
Eludes la presencia de tus congéneres.
Una táctica improvisada conduce tus pasos al baño portátil.
Aseguras tu privacidad.
Corres el cerrojo.
Te bajas los pantalones.
Te colocas en posición fecal.
Un tímido gas rompe la armonía del silencio, el encanto del mediodía.
Llamas a tu señora por el celular.
Atribuyes a la estática del satélite los ruidos que dificultan la comunicación.
Chirridos, voces y pasos entrometiéndose en el diálogo.
La caja de plástico repentinamente tambalea.
Se inclina hacia adelante.
Se eleva.
¿Cómo?
Sí.
Te mudan de ubicación.
Tus necesidades fisiológicas son ignoradas.
Nadie colgó en la perilla el cartel de “ocupado”.
Tus heces, remolcadas por una polea a 3 metros de altitud, acaban decorando la escena aérea de la urbe.
Tropiezas con vocablos inentendibles e impronunciables.
Los deshechos de un lenguaje enajenado, vejado y estrangulado por hordas de guanacos, catrachos y chapines.
Aborígenes desconcertantes.
Escuchas sus historias de la frontera.
Intentas imaginar el pavor, el hambre y la sed.
Las persecuciones y los escondrijos.
Reproduces en tu cabeza las imágenes de sexo que algunos confiesan haber tenido de pie con desconocidas mientras viajaban apiñados en los vagones de carga.
Sacudes la cabeza.
No sabes si reír o llorar.
Has empezado una nueva etapa en tu vida en la que tus amigos son sólo un recuerdo.
Te ascienden.
Has perdido el hábito de caminar.
Tienes a cargo un grupo de operarios en una tienda de muebles.
Te hablan por radio.
Revisas en secreto el diccionario.
Desarrollas el poder de la deducción.
Sólo necesitas captar un fonema.
El resto es expresión corporal, verso gráfico.
En uno de los corredores encuentras a Szyslo haciendo fila frente al excusado de hombres.
De sólo verlo te sientes agradecido.
Lo saludas y le presentas tus respetos.
Te responde con gentil humildad.
De no estar tan lejos no tendrías el orgullo de estrecharle la mano.
Un día, para no traicionar tu naturaleza, metes la pata.
Para decirlo claramente, dejas una gran cagada.
Te degradan.
Vuelves al campo.
Se olvidan de tu clase.
Honestamente deshonesto.

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Una respuesta a “La cocina del infierno (II)

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