Miguel Rubio Artiaga
Abrió apenas la caja…
un resquicio
y la estancia
se llenó de nubes,
de gotas brillantes de rocío
y dibujos de escarcha,
de recuerdos felices
y de risas desatadas.
Parecía un confeti
de estrellas fugaces
bailando la danza
de los cometas al viento,
con la orquesta
basada en ecos
de una brisa descarada.
La abrió con cuidado
un poco más
y se escapó un relámpago,
un torbellino de cielos,
de perlas de lluvia
hacia arriba, con alas.
El susurro de los trinos
de una flauta mágica.
La niña enferma,
no salía de su asombro,
su cuarto, luz danzarina,
parecía un Arco Iris bailarín
dibujado con acuarela,
en su mirada extasiada.
La destapó impaciente,
casi del todo, todo
y surgió radiante
una estampida de colores
al rosario arrullador,
de una sinfonía de nanas.
La niña vivió por dentro,
una danza de cisnes,
el sentimiento en el sueño
de La Bella Durmiente
y el cariño tierno de su madre
cuando se dormía
a ella, abrazada.
Ya no pudo más
y la Caja quedó abierta,
surgió libre un Castillo
de Fuegos Artificiales mudos,
como un estallar
repentino de galaxias.
La niña por vez primera
fue feliz
y feliz dejó caer la cabeza
sobre la almohada
y feliz cerró los ojos felices,
y feliz nació en sus labios
una sonrisa pintada.
Mientras, entraba a llevársela,
en una cuna hecha de flores,
una hada sonriente por la ventana.
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Poema perteneciente a “La luna y el lince“, de Miguel Rubio Artiaga