La cocina del infierno (I)

Fernando Morote

Estatua

Pierdes la corona cuando desciendes las escalinatas del avión.
Tu negocio se vino abajo desde que la tecnología empezó a eliminar el papel.
De pronto un día nadie te necesitó más y lo que habías esquivado por años, con un grado de encomiable habilidad, se volvió inevitable.
En la sala de equipajes una dama engaña a tus hijos.
En medio del ajetreo los despoja del carrito para las maletas.
Al salir recibes una patada en el estómago que te deja encorvado.
Creíste que tu chaqueta de cuero sería suficiente.
Tu camisa de seda, enseñando el pecho, es un adorno.
Tu elegante pantalón de poliester, una broma.
A principios de Marzo, la medianoche te advierte que el invierno aún no se ha ido.
Sientes ganas de vomitar.
El abrazo de tu pariente político resulta más frío que la temperatura extrema.
En el trayecto no eres capaz de apreciar el paisaje.
El nudo de nervios, producido por la inquietante incertidumbre, atraviesa tu garganta.
Te impide respirar.
-¿A qué hora llegamos al hotel, papi?
No encuentras una respuesta digna en tu lista de mentiras.
Tu nuevo hogar espera en un diminuto cuarto al fondo de un sótano.
Un colchón pelado sobre el piso, sin lamparitas ni persianas, será tu dormitorio conyugal.
Patio de juegos para tus niños.
Sala-comedor para el grupo familiar.
Por el baño y las hornillas ni preguntes.
Tendrás que compartirlos, siguiendo horarios pre-fijados, con los otros inquilinos.
No has llegado a la gran manzana.
Ni siquiera has tenido oportunidad de ver los rascacielos.
Bienvenido a casa, hermano.
Eres el flamante habitante de la cocina del infierno.
Sobre el arco iris brillan letras negras.
Sólo el piloto y su asistente gozan el privilegio de sentarse como seres humanos.
Tu antigua jerarquía, aunque dudosa, ha expirado.
Debes acomodarte de cualquier modo.
Al verte titubear se ríen.
-Pon un balde vacío -te dicen.
-De cabeza contra el piso -explican.
Tratas de mantener el equilibrio.
El chofer no está preocupado por tu seguridad.
Mucho menos por tu comodidad.
Buscas de dónde sujetarte.
No quieres revelar lo que estás sintiendo.
Juegas con los dedos.
Intentas congraciarte haciendo preguntas.
Nadie está interesado en responder.
Contemplas sobrecogido el estado del imperio.
La estatua y el puente.
Lamentas que tu familia no esté contigo en ese momento.
No eres un turista internacional a bordo de un autobús descubierto.
Vas encerrado en una pestilente cabina atestada de maquinaria.
Te percatas de que siempre has estado envuelto en algún tipo de actividad ilegal.
En ésta pierdes hasta el nombre.
Te llaman por uno que no es el tuyo.
El parche sobre el bolsillo derecho de tu camisa dice que pertenece a otra persona.
A quién le importa.
Sólo tienes que seguir instrucciones.
Cumplir órdenes.
Nada más lejano a la canción de los Stones.
Remembranzas de Chopin y su virtuoso piano.
La púa raspando el acetato.
Te llevan a todas partes.
No pasas de ser un bulto que descargan donde les conviene.
De tus compañeros -crueles enemigos- sólo recibes bromas de mal gusto, palabras ofensivas y tratos denigrantes.
Vuelves a sentirte, después de muchos años, un auténtico pelele.
Un indiecito adolescente, experto en el oficio, se regodea dirigiéndote.
Se mofa de ti cuando comprueba que cargas los químicos como si fueran material explosivo.
Cuando trabajabas en el banco los ignorabas y despreciabas.
Es tu turno de encajar los desplantes.
Eres demasiado sensible.
El único que sigue esperando prolegómenos extintos.
Te desubicas rápido.
Todo el mundo va directo al punto, como en las películas.
No hay tiempo para diálogos innecesarios.
Te muestras propenso a alimentar rencores injustificados.
Las respuestas profundas de la vida suelen sonar estúpidas.
Buscas una vivienda decente.
Recrudecen las piedras de tus riñones.
El dolor te dobla en cuatro.
Las ganas de orinar no te sueltan.
En el período de mayor crisis acudes de emergencia al hospital más cercano.
Solicitan tus datos personales.
Piden tu tarjeta de identificación.
Preguntan tu número de seguro social.
A falta de respuestas te suben sin demora al sistema de salud.
Te mantienen cinco horas en observación tendido en una camilla.
Te alivian con sedantes y te devuelven a tu casa.
Te mandan la factura por correo.
Abres el sobre.
Si no te mató la vesícula, con seguridad lo hará el corazón.
Antes del primer mes, sales de las mazmorras.
Abandonas el barrio de los negros.
Una semana más tarde oyes en las noticias que hubo un tiroteo en la esquina.
Un muerto, dos heridos.
Tu nueva casera es una peluquera puertorriqueña cuyo nombre retumba como una represalia.
Te estableces en el centro de una comunidad polaca.
Tus vecinos son carpinteros, electricistas y bailarinas de club nocturno.
Tienes todas las de perder.
La terquedad te aplasta.
Vives bajo permanente vigilancia.
Estás condenado al reproche, al descarte y al castigo.
No te atreves a cuestionar.
Te lo has ganado a pulso.
Preciado premio a tus incuestionables méritos.
Crees que eres un artista.
Piensas que si los demás pudieran entender lo que eso significa –e implica- no se espantarían ni decepcionarían.
La realidad es que debes muchas enmiendas.
Dices que no lo vas a hacer y es lo primero que haces.
Te arrastras como un ente vacío vegetando en un planeta distante.
Una hormiga atascada en el interior de un pan de molde.
Encuentras tu consuelo en los supermercados.
La mercadería que circula por los pasillos simboliza mayor estímulo que la exhibida en los estantes.
Has perfeccionado la sagacidad de reconocer, a simple vista, la nacionalidad de las nalgas.
Entrarías a los museos.
Pernoctarías en las galerías.
Deambularías fascinado frente a los originales de Gauguin, Van Gogh y Pollock.
Los billetes que ajustas en el bolsillo sólo alcanzan para el tren elevado y el bus de regreso a casa.
Nunca te has sentido un fugitivo.
Si ves asomar un patrullero, no eres de los que se sube el cuello de la casaca o se esconde tras una columna.
Sabes que no has cometido ningún crimen.
Sales de un parque enano para brincar a extraordinarios circuitos de alta velocidad.
Compartes la ruta con autos deportivos de lujo y diabólicos dragones con colas de acero.
-Allá, con pistas tan anchas -te dijeron antes de partir-, cualquiera maneja.
No tienes una puta idea de cómo lo estás haciendo.
Demasiada rapidez te marea.
Al menos aquí no tienes que pelear con el embrague y los cambios.
Nadie te dice que eres maricón porque conduces un vehículo automático.
Aplaudes la señalización vial.
Miras por el retrovisor.
El Titanic se te viene encima.
Se te pega tanto que lo sientes besándote el culo.
No toca el claxon.
Empuja para que lo dejes pasar.
Te hierve la sangre.
El orgullo te mantiene firme.
Por joder, en vez de moverte, aminoras la marcha.
El camionero lleva las barras y las estrellas amarradas en la cabeza.
Se desespera.
Lleno de tatuajes en brazos y cuello, te rebasa con una maniobra intolerante.
Está prohibido para unidades pesadas transitar por el carril izquierdo.
Vuelve de inmediato al centro.
Pisa el acelerador.
Desaparece en segundos.
Recuerdas que allá los policías te multan si vas a más de 100 kilómetros por hora.
Aquí lo hacen si estorbas con tu lentitud.
Circulando por la avenida, un infeliz invade tu espacio.
No te da tiempo de evitarlo y le pegas por atrás al guardafango.
Primer contacto con la ley.
John Travolta emerge gallardo de su Crown Victoria.
Tartamudeas.
Eres consciente de que tu billetera relumbra pletórica de documentos inútiles.
El oficial sonríe señalando tu licencia.
-¿Dónde la conseguiste? –pregunta.
-Sabes que esto es una broma –añade, blandiendo el cartón, antes de que contestes.
Si no te sanciona, te deporta.
Tú eliges.
Vencido el primer obstáculo, es el turno de la lluvia.
Tormenta tropical.
¿O eléctrica?
No ves un carajo a un metro de distancia.
Tu inexperiencia hace que pulses todos los botones de la consola.
Enciendes las luces.
Apagas la radio.
Activas el limpia-parabrisas.
Prendes la ventilación.
En realidad lo que necesitas es poner el aire caliente para desempañar los vidrios.
Los truenos te ponen nervioso.
Esquivas los pozos, sorteas los rayos.
Un decrépito anciano, inhalando oxígeno de una manguera, guía un buque de 8 cilindros.
La nariz adherida al volante, lanza galones de agua sucia sobre tu rostro desencajado.
Decides realizar una parada de emergencia.
Esperas a que mejore la visibilidad.
Cuando el cielo escampa respiras aliviado.
Por un pelo no abollaste una camioneta varada.
Las inclemencias del clima son un buen pretexto para volver cuanto antes al terruño.
Un poeta en auto es un autista.

(Sigue leyendo...)

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