Carlos E. Luján Andrade

De improviso infortunado. Collage sobre cartón-Carlos E. Luján Andrade
No deja de sorprenderme lo que uno recuerda. Hace más de una década instalé, por fin, un juego que me había obsesionado durante años: Battlefield 2142. Hoy, más que el juego, recuerdo el proceso absurdo, casi existencial, que me llevó a ese logro inútil.
Han pasado ya varios años desde que, luego de un largo intento, lo pude jugar. Era un videojuego que compré en 2006 y que, por alguna razón, no lo podía instalar en mi PC.
Recuerdo que al ver las imágenes del juego en la Internet mi frustración aumentaba, y me negaba a buscarlo en YouTube. No dejaba de preguntarme por qué me resultaba tan difícil hacer algo tan aparentemente sencillo como instalar un videojuego.
Como en todas esas cosas que uno intenta una y otra vez sin éxito, terminé por desistir. Con la resignación a cuestas, instalé otros juegos, y así mis horas de ocio lúdico quedaron aseguradas.
Hasta que, años después, compartí en la Internet mi antigua intriga por no haber podido resolver ese dilema. Descubrí que muchas personas compartían el mismo sentimiento de impotencia frente a ese codiciado, pero esquivo, videojuego. Las respuestas no eran claras ni simples; algunas soluciones eran más enrevesadas que el propio problema. Recordemos que era aproximadamente el 2008. Pero, en una de ellas —la más sencilla— encontré la clave. Con temor a una nueva decepción, seguí el consejo, lo probé… y funcionó.
Después de dos años de espera, el juego se instaló. Finalmente pude ver su entonces espectacular presentación y a los personajes que solo conocía en imágenes. Pero ya no era lo mismo. En ese tiempo había jugado títulos con mejores gráficos, tramas más interesantes y mecánicas más ágiles. Battlefield 2142 se había vuelto viejo: toda esa promesa tecnológica ya había sido superada.
Sin embargo, algo de satisfacción sentí en ese momento. Fue como el alivio que deja un esfuerzo concluido, aunque su sentido ya se haya desvanecido. Me recordó otra pequeña victoria tardía: aprobar mi examen final de Matemática Básica I en el tercer intento. Recuerdo el día en que salí caminando por los pasillos de la universidad, rememorando las veces que lloré porque mi padre me gritaba al no aprender la tabla de multiplicar, los regresos a casa con la libreta desaprobada en los cursos de números, la frustración de no alcanzar el puntaje necesario en ciencias para ingresar a la universidad.
Pensaba que toda esa historia de lucha constante había terminado con ese bendito examen. Y, en efecto, así fue. Nunca más resolví un problema matemático.
Esos ejemplos abundan en mi vida: pequeñas victorias tardías, que perdieron su importancia inicial y motivación, pero que no por eso son menos gloriosas. A veces me pregunto adónde van estos momentos de triunfo sin testigos. ¿Qué dejan en nuestra experiencia? ¿Solo la gratificación de la perseverancia? ¿La ilusión de un final feliz? Ya que se siente como gritar gol con el estadio vacío, alarido que no consigue la clasificación ni ganan campeonatos, pero es gritar gol al fin.
