La anticipación a la nada

Carlos E. Luján Andrade

La elevación de las hojas caídas. Collage sobre cartulina-Carlos E. Luján Andrade



La complejidad de la claridad al escribir o hablar nace del desgano por expresar con certeza lo que se piensa y siente —se comprende cuán imposible puede ser. El lenguaje es comunicación: decir con códigos compartidos el bienestar, el malestar, lo conocido de la realidad; una impresión interna excesiva que anhela desbordarse en letras y sonidos, con la esperanza de alojarse en la conciencia o la emoción ajena.

Ahí aparece el inconveniente: basta un adjetivo para descubrir, crear o destruir un mundo mental ya formado —o aún formándose— en el otro. Y al ser conscientes de esa posibilidad, uno duda en intervenir. Tal vez esa creación, o la expectativa en torno a ella, podría alterarse por una sola palabra. Suponemos también que, al expresar, podríamos perturbar lo que ya se ha estructurado en nosotros mismos.

La intolerancia a romper un suave color o contaminar una imagen perfecta nos empuja hacia la vaguedad, lo oblicuo o el silencio. Asumimos que la ambigüedad es una forma de bordear lo que no queremos intervenir. Somos observadores de lo ajeno, como si asistiéramos a una película oscura donde no podemos filtrar nuestra presencia. El yo es impuro, y lo ajeno más aún: continente incontrolable de lo desconocido, del desencanto latente.

Rodeados de escenarios tan claros, tan interpretados y explicados, sentimos innecesaria la tarea de ser también claros, interpretables, explicables. Nos asumimos demasiado poco para alterar aquello que en otros es tan preciso. Basta una mínima parte de nosotros para crear un ser perfecto: un gesto, una oración pueden bastar como semiclaridad sincera de la impresión deseada. Nos volvemos esperanza indispensable para el suspiro matinal o el insomnio nocturno.

Poseemos lo incomprensible —ese “yo” completo que no cabe en un solo adjetivo— no por la confusión entre alma y carne, sino porque, en el otro, existe la necesidad de que seamos esperanza, y quizás también decepción. A veces detenemos nuestra proyección para que el mundo fermente en el universo social o personal. Una caricia puede ser una primavera, una mirada, un despertar; los versos, una nueva fe en un dios personal y desconocido.

Somos intermitentes. La falta de claridad nos vuelve prescindibles como existencia constante. Esos vacíos de incomprensión nos hacen celestiales, perfectos, dignos de angustias y de los odios más concisos. La materialidad de nuestra existencia se define en la distancia entre lo que somos y lo que queremos que los otros sean. En esa necesidad de que lo existente se disuelva —para quedarnos con el enigma de su ser— habitan nuestras más deliciosas certezas: aquellas que llevamos como sueños hacia la muerte.

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