Fernando Morote
Se aloja en un lujoso piso de dimensiones eclesiásticas. Me espera en pijama, arrebujada en el sofá. Me ofrece una copa de vino. No, gracias, le digo. Vengo a lo que vengo y me voy. La perversidad domina el brillo de sus pupilas. No tiene un cuerpazo, pero sabe cómo moverlo. Una minúscula piedra preciosa. No estoy seguro si me desafía o se me insinúa. Abro mi exhibidor portátil. La caja de acrílico es para los aretes cortos. En una manta verde llevo las argollas y en otra, de color azul, las sortijas. El tubo de paño me sirve para mostrar las pulseras y los brazaletes. El cubo de cuero es muy útil para las cadenas y los dijes. Utilizo la carpeta desdoblable para ofrecer los collares. Un completo y práctico catálogo no impreso de mi bazar. Se pone de rodillas sobre los almohadones y se lleva las manos a la cintura. El busto desnudo salta travieso bajo la prenda de seda. Discute los precios y protesta airada por la condición de ciertas joyas. Al finalizar su pliego de reclamos me sorprende con una petición insospechada: quiere que le inserte el anillo en el dedo medio del pie derecho.
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