A libro abierto (VI)

John Huston

john huston






Capítulo 7

No tuve horario mientras trabajaba para la Warner Brothers. Cuando me ponía a escribir un guion no paraba hasta que lo terminaba. Si escribía de noche, a la mañana siguiente llegaba al estudio sobre las diez o las once. Este no era el sistema de la Warner. Ellos querían tropas disciplinadas. Se suponía que los escritores debían llegar al trabajo a las nueve y media de la mañana y que no debían de marcharse antes de las cinco y media de la tarde.

Un día recibí una nota breve de Jack Warner, a quien yo no conocía todavía. Estaba mecanografiada sobre su papel azul y hacía hincapié en el hecho de que yo parecía tener la costumbre de llegar tarde. Terminaba con la frase: «¿Qué clase de chanchullo cree usted que es esto?» Le respondí en el mismo tono: «No sabía que estaba metido en un chanchullo. Esta información me coge completamente de sorpresa. Yo no me relaciono con chanchulleros, pero si éste es el caso, prefiero cancelar mi contrato ahora mismo…» La carta decía algo así, adoptando un aire absolutamente insoportable de integridad.

Jack Warner me contestó con una carta en la que me aseguraba que la Warner era cualquier cosa menos un chanchullo. Sus principios eran de lo más elevado. Esto fue lo último que oí sobre el asunto de llegar tarde.

Más adelante Jack y yo llegamos a ser buenos amigos. Tenía una graciosa ingenuidad infantil. Nunca se reprimía de decir lo que se le ocurriera; parecía que hablaba sin pensar lo que decía. Se le achacaba —y puede que hubiera algo de verdad en ello— que se hacía el tonto. Era cualquier cosa menos engreído, y parecía que siempre estaba riéndose de sí mismo, pero cuando se trataba de defender sus intereses se mostraba como un individuo cuerdo y astuto.

El hombre que de hecho dirigía la Warner Brothers era Hal Wallis. Creo que hoy día no hay nadie que tenga su combinación de imaginación y capacidad directiva. Bajo su dirección la Warner hizo una serie de películas biográficas: La vida de Emilio Zola, La historia de Louis Pasteur, Juárez, Dr. Erlich’s Magic Bullet.

Después de terminar Jezabel, mi primera película para la Warner, trabajé en The Amazing Dr. Clitterhouse, protagonizada por Edward G. Robinson y Humphrey Bogart. Poco después de esto, Henry Blanke me preguntó si me interesaría escribir un guion sobre Benito Juárez, el «padre» de la república de México. Yo no hubiera podido desear un encargo más atractivo. Parecía casi providencial, teniendo en cuenta mi conocimiento de México y mi amor por ese país.

Wolfgang Reinhardt estaba trabajando para la Warner con la esperanza de llegar a ser productor, y Blanke le preguntó si él también quería unirse a Juárez. Un pequeño escocés llamado Aeneas MacKenzie había efectuado una considerable labor de investigación, y su trabajo me impresionó tanto que solicité que le permitieran colaborar con nosotros.

La historia trataba del enfrentamiento entre el depuesto presidente mexicano, Benito Juárez, y la marioneta de Francia, el emperador Maximiliano. Fue un conflicto entre ideologías. Los dos eran hombres de elevados principios. Cada uno de ellos luchaba por lo que creía que era lo mejor para México. Maximiliano y Juárez, aunque antagonistas, se admiraban y respetaban mucho mutuamente. La última escena de la película estaba situada en la catedral donde Maximiliano estaba de cuerpo presente después de ser ejecutado por Juárez. Juárez entraba solo en la catedral, se acercaba al féretro, se arrodillaba y pedía perdón.

MacKenzie, Reinhardt y yo trabajamos en completa armonía. Wolfgang tenía un profundo conocimiento de Europa durante el período de Napoleón III y los Habsburgo; yo era un demócrata jeffersoniano que defendía ideales similares a los de Benito Juárez; y MacKenzie creía en el sistema monárquico, quizá hasta el punto de defender el derecho divino de los reyes. Así que, cuando MacKenzie y yo nos poníamos a escribir nos enzarzábamos en discusiones dialécticas. Trabajamos en el guion casi un año. La Warner Brothers llevaba siempre un registro diario del progreso de los guiones y de lo que hacían sus escritores, pero, gracias a Henry Blanke, nosotros fuimos dispensados de la vigilancia acostumbrada. No enseñamos nada a la oficina central hasta que terminamos de escribir la última línea. Después de que lo entregamos, recibí una llamada telefónica de Hal Wallis, seguida de una nota en la que nos decía que era el mejor guion que había leído nunca.

Esto nos encantó, pero nuestra alegría no duró mucho. Paul Muni, que iba a interpretar el papel de Benito Juárez, insistió en hacer cambios para adaptar el guion a su vanidad. Nosotros habíamos enfatizado el carácter taciturno del indio en el personaje de Juárez. Todo lo que decía lo hacía de la manera más concisa posible y siempre sin rodeos. Muni se quejó de que él tenía menos texto que Maximiliano. En aquellos años él era una gran estrella. Sus interpretaciones en varias películas biográficas con éxito le habían llevado a la cumbre. Se le tenía en alta estima, especialmente por parte de la Warner. Según el criterio del señor Muni, su contribución al arte dramático suponía un enriquecimiento para el mundo. Era difícil saltarse a Muni.

Wallis y Blanke intentaron convencer a Muni de que estaba equivocado en sus requerimientos, pero era sordo a sus argumentos. El director, William Dieterle, un alemán de considerable talento que había hecho dos películas con Muni —Pasteur y Zola—, se aseguró que él había defendido el guion con todas sus fuerzas, pero Muni tampoco había querido escucharlo. Muni no tenía una inteligencia muy despierta; sin embargo, en las discusiones era difícil de acorralar. Y si uno tenía éxito en acorralarlo, simplemente daba un ultimátum: si no se hacían los cambios, él no haría la película. El estudio le había ayudado a crearse su enorme prestigio; ahora tenía que pagar las consecuencias. Así que pusieron el guion en manos de un nuevo escritor, el cuñado de Muni. Sus cambios hicieron un daño irreparable a la película. Fue una película preciosamente montada, con actuaciones sobresalientes de Bette Davis, Brian Aherne, John Garfield y, sí, Muni. Podía haber sido una gran película si su mentalidad hubiera estado a la altura de su talento.

Por esa época Paul Kohner se convirtió en mi agente. Cuando yo estaba en Inglaterra, «Tío Carl» Laemmle vendió la Universal, y mi amigo Paul, junto con todos los demás «sobrinos» del viejo mundo, tuvieron que buscar trabajo en otro sitio. Él tuvo mala suerte. Un trabajo tras otro se desvanecían. Al final decidió olvidarse de ser productor y montó una agencia. Yo fui el primer cliente de Paul, y todavía es mi agente. Cuarenta años, más o menos, deben constituir una especie de récord en un ambiente en el que las relaciones entre los agentes y los clientes son tan pasajeras como las que hay entre maridos y mujeres. Yo había entrado en la Warner para escribir el guion de Three Strangers por 500 dólares a la semana. Cuando me renovaron el contrato, el sueldo subió a 750 dólares. Con la seguridad de que tenía un futuro en la Warner, pedí un préstamo de 25.000 dólares y Lesley y yo empezamos a construir una casa. Estaba situada cerca de Tarzana, que por entonces sólo era una encrucijada en el valle de San Fernando. Si no recuerdo mal, la industria más grande que había era la vaquería Adohr.

Diseñé la casa, y contraté a Rochelle Lewis, el hombre que había construido una casa para mi padre en las montañas de San Bernardino, para que la construyera. El terreno de Tarzana tenía unas tres hectáreas, estaba al pie de una alta colina y en él había dos pequeñas lomas. La casa se edificó sobre esas dos lomas con un puente entre ellas que servía como galería. Emplazamos la piscina debajo del puente, y podías tirarte al agua desde lo alto de la barandilla. El valle era bastante caluroso, así que proyecté un pequeño ático con varias claraboyas a todo lo largo del tejado. La casa estaba más inspirada en la arquitectura de las cuadras que en cualquier otro estilo. Contrarrestaba el calor y se acomodaba al terreno.

Un día Lewis me telefoneó y me dijo que estaba con Frank Lloyd Wright, quien había oído hablar de la casa y quería verla. ¿Podía llevarlo? Le dije que sería un honor para mí. Wright tenía un aspecto algo teatral con su melena plateada, demasiado larga para esa época, una capa y un gran sombrero de estilo bohemio.

Cuando entró en la casa, la miró con desaprobación y dijo:

—Veo que tiene usted un escalón en la puerta.

Antes de que yo pudiera preguntarle qué había de malo en ello, si lo había, se dio una vuelta por el salón y miró hacia arriba, otra vez con desaprobación.

—No me gustan los techos altos. Me gusta la sensación de protección que da un techo bajo. ¿Por qué tiene usted techos altos, señor Huston?
—Yo soy alto. —Le expliqué que los techos bajos son incómodos para alguien de mi estatura. Tienes la sensación de que no puedes ponerte erguido. Me gusta la sensación de espacio y libertad que da un techo alto.
—Cualquiera que mida más de uno setenta y cinco es una espiga —dijo Wright.

Después de un rato salimos fuera. Wright se detuvo a mirar hacia la alta colina directamente detrás de la finca. Con un largo suspiro dijo:

—¡Qué preciosidad! Odio darme la vuelta y mirar a la casa.

Pero lo hizo, y aunque ahora yo esperaba una diatriba que me demolería con seguridad y quizá también a la casa, me sorprendió cuando expresó una aprobación general de lo que yo había hecho. Tenía algunas críticas concretas. Había sido un error usar unas vigas tan pesadas en la estructura del puente. Rompía la unidad y desequilibraba el conjunto. Obviamente, él tenía razón. Continuó hablando y me dio una clase magistral, refiriéndose a la casa para ilustrar sus explicaciones. Fue una inolvidable lección de arquitectura. Al terminar sus observaciones, dijo que le había agradado ver una obra arquitectónica espontánea de un aficionado. Al contrario de las otras artes, la arquitectura moderna tiende a excluir a los aficionados: en primer lugar, porque la construcción es tan costosa que el propietario no puede permitirse cometer errores y volver a empezar. Dijo que éstas eran algunas de las razones por las que, de entre todas las artes, la arquitectura era la menos beneficiada por las ideas o sentimientos independientes y originales.

Esta fue la única vez que vi a Wright. Después de su muerte, unos años más tarde, recibí una llamada de una persona de la Universidad de Wisconsin diciéndome que entre las instrucciones dejadas por Wright para ser cumplidas después de su muerte, había una que decía que si alguna vez se planteaba hacer una película sobre su vida, él preferiría que la hiciera John Huston. Me gustaría hacerla.

Mi abuela y mi madre habían venido a Los Ángeles y habían alquilado un apartamento. Mi madre estaba animada y tanto a ella como a la abuela les agradaba mucho Lesley. Nos vimos muchas veces. Mi madre estaba muy orgullosa de su nuevo carnet de conducir. Había comprado un coche en Nueva York —su primer coche— y fue con él hasta Indiana, donde recogió a la abuela. Desde allí las dos habían venido atravesando el país. Un domingo por la tarde, ante su insistencia, fui a dar un paseo con mi madre, o mejor, ella me llevó a dar un paseo. Iba a unos veinticinco kilómetros por hora, manteniéndose con dificultad en el lado derecho de la calzada; llevaba el coche haciendo una línea en zig–zag, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda, alternativamente. De vez en cuando nos salíamos de la carretera, y nos metíamos en el arcén, pero esto no parecía asustarla. Con toda certeza, ella era el peor conductor con el que yo haya ido nunca, y me maravillé de lo que ella y la abuela habían hecho. El viaje a la Costa Oeste les había llevado casi dos semanas, y ahora ya sabía por qué.

Poco después de que llegaran, mi madre empezó a tener dolores de cabeza, tan fuertes que le hacían llorar. Duraban una o dos horas. A medida que pasaban las semanas, los ataques se hicieron más y más frecuentes, así que telefoneé a Loyal Davis.

Loyal, uno de los primeros neurocirujanos del mundo y un viejo amigo mío y de mi padre, era por entonces profesor de cirugía en la Universidad de Northwestern. Nos recomendó a un especialista de Los Ángeles. Llevé a mi madre para que la viera. El médico dejó abierta la puerta de su despacho. Le oí hacerle preguntas a mi madre y oí sus respuestas. Al principio sus réplicas eran inteligentes y coherentes. Luego, al responder a una pregunta sobre sus actividades diarias, empezó a hablar de una forma desordenada e ilógica, describiendo un estilo de vida que sólo existía en su imaginación: amigos, fiestas, acontecimientos alegres.

Poco después salió el médico.

—¿Ha oído usted?
—Sí, y no lo comprendo.
—¿Le ha sucedido esto anteriormente?
—No, es la primera vez.
—O es una sicótica o tiene una lesión en el cerebro —dijo.

Cuando Loyal oyó mi relato de lo que había sucedido, tomó el siguiente avión. En su opinión, después de examinar a mi madre, había que mantenerla bajo observación durante algún tiempo. Un pneumo–encefalograma no sólo era extremadamente doloroso, sino que también era peligroso, y nosotros no queríamos que mi madre pasara por ello si no era absolutamente necesario. La internamos en un sanatorio, pero empeoraba rápidamente. Hablando, trastocaba las sílabas. Hablaba con aparente desenvoltura, en un tono normal, excepto que lo que decía no tenía sentido. Después de unas semanas, apenas hablaba. Tuvimos que hacerle el pneumo–encefalograma, y reveló que tenía un tumor en el cerebro.

Poco antes de que mi madre se sometiera a la operación, le estuve hablando. Ahora, ella había enmudecido completamente. Estaba tendida, con los ojos cerrados, pero consciente. Le dije:

—Mamá, saben lo que te pasa. Ahora van a arreglarlo.

Yo sólo esperaba que algo de esto le llegara. Sabía que ella no podía responderme.

Pero me respondió con perfecta claridad:

—¿Pueden ellos arreglarlo, John?
—Sí, pueden arreglarlo, mamá.

Fue como si me hubiera hablado un fantasma. Sonrió sin abrir los ojos y meneó la cabeza sobre la almohada. Le pusieron una inyección y la llevaron al quirófano. Nunca recuperó el conocimiento.

Mi siguiente trabajo de escritor para la Warner, después de Juárez, fue Dr. Ehrlich’s Magic Bullet, otra película biográfica. Este film —la historia de Paul Ehrlich, el descubridor del Salvarsan, un remedio específico para la sífilis— fue estrenada en marzo de 1940. El guión fue nominado para el Óscar de la Academia.

Mi padre había estado trabajando exclusivamente en el cine y vivía en Los Ángeles. Un productor de Nueva York, Montgomery Ford, le envió una obra de teatro para que la leyera, A passenger to Bali, de Ellis St. Joseph. Mi padre sintió que era el momento de volver al teatro. Le gustó el papel y me preguntó si yo podría dirigirla. Pegué un brinco ante la oportunidad. La Warner me concedió un tiempo de excedencia y, poco después, mi padre y yo estábamos en Nueva York empezando los ensayos. La obra era un enfrentamiento entre un demagogo y un hombre de conciencia. Toda la acción tenía lugar en un carguero de vapor navegando por los mares de la China. El capitán está condenado a soportar la presencia de un pasajero solitario del que no puede desembarazarse. No le permiten desembarcar en ninguno de los puertos a los que arriban. Es un alborotador conocido, instigador de tumultos raciales y conflictos religiosos. Ahora, en el mar, a falta de un entretenimiento mejor, se dedica a minar la autoridad del capitán entre la tripulación nativa. El capitán se encuentra prisionero en su propio barco. Sólo cuando el barco se estrella contra las rocas, la tripulación comprende la injustificable destructividad del pasajero. Lo dejan morir en el buque abandonado. La cuestión planteada en la obra era la siguiente: ¿Debería el capitán haber puesto al pasajero en un bote a la deriva con antelación y haber salvado su barco, o tenía razón al haber actuado de acuerdo con la ley aun a costa de su propio barco?

Era un tema interesante, y la obra estaba bastante bien escrita, pero se debilitaba a la mitad y perdía ímpetu en el último acto. Lo que decía el pasajero llegaba a ser repetitivo. Fue un horroroso fracaso, porque se retiró de cartel con sólo unas pocas representaciones.

Volví a la Warner a trabajar en El sargento York. La dirigió Howard Hawks. Ha pasado a la historia como una de las mejores películas de Howard, y Gary Cooper hizo una interpretación triunfal del joven montañero. Mi siguiente trabajo fue la adaptación para un guion de la novela negra de W. R. Burnett El último refugio. Yo siempre he admirado a Burnett, quien me parece uno de los escritores americanos más olvidado: Iron man, Saint Johnson, Dark Hazard, Pequeño César, La jungla de asfalto y The Giant Swing, son todas ellas importantes novelas. En todos estos libros hay trozos de un realismo impresionante. Más de una vez me han producido escalofríos.

Mark Hellinger fue el productor de El último refugio, y Raoul Walsh la dirigió. Le ofrecieron un papel principal a Paul Muni, y me alegré cuando lo rechazó y contrataron a Humphrey Bogart para hacerlo. Antes de esta película Bogie estaba muy abajo en la nómina de la Warner. El último refugio marcó un hito en su carrera.

Paul Kohner había escrito en mi contrato que si la Warner volvía a renovármelo, yo podría dirigir una película. Elegí la novela de Dashiell Hammett El halcón maltés. Ya había sido filmada dos veces anteriormente, pero nunca con éxito. Blanke y Wallis se sorprendieron de que yo quisiera volver a hacer una película que había fracasado dos veces, pero el hecho era que El halcón nunca había sido realmente trasladada a la pantalla. Los guiones anteriores habían sido productos de escritores que habían pretendido poner su propio sello en la historia escribiéndola de nuevo, con escenas innecesarias.

Esta vez fue a George Raft a quien le ofrecieron el papel principal. Raft lo rechazó; no quería trabajar a las órdenes de un director sin experiencia, así que me pusieron a Bogie, por lo que quedé debidamente agradecido.

Yo me preparé muy bien para mi primer trabajo como director. El halcón maltés tenía un guion muy cuidadosamente estructurado, no sólo escena por escena, sino plano por plano. Hice un esquema de cada plano. Si tenía que hacer una panorámica o un plano con grúa, lo indicaba. Yo no quería en ningún caso tener dudas delante de los actores o del equipo técnico. Comenté la planificación con Willy Wyler. Me hizo algunas sugerencias, pero en conjunto aprobó lo que vio. También le enseñé la planificación a mi productor, Henry Blanke. Todo lo que Blanke dijo fue:

— John, solamente ten presente que cada escena, cuando la ruedes, es la escena más importante de la película.

Este es el mejor consejo que un director joven puede recibir.

Yo tenía hecha mi planificación, pero no quería ser rígido al realizarla. Hacía que los actores ensayaran una escena, los dejaba desenvolverse por ellos mismos sin darles instrucciones. A medida que decían sus textos y se movían, la mayoría de las veces se iban colocando en las posiciones que yo tenía reflejadas en mis esquemas. Algunas veces lo que ellos hacían era mejor que lo que yo tenía planeado, en ese caso lo hacíamos a su manera. Sólo un veinticinco por ciento de las veces, aproximadamente, fue necesario hacer que se adaptaran a mi idea original.

El actor inglés Sydney Greenstreet había trabajado en Broadway, pero ésta era, creo, su primera película. Siempre se ha hablado de la dificultad que hay en pasar de la escena a la pantalla, pero no podrías darte cuenta de ello al observar a Greenstreet; estuvo perfecto en su papel del Hombre Gordo desde el principio hasta el fin. Yo sólo tuve que sentarme tras la cámara y disfrutar de su interpretación.

Mary Astor y yo ensayamos antes de empezar la película, y juntos definimos su caracterización de la amoral Brigid O’Shaughnessy: su voz indecisa, temblorosa y suplicante, sus ojos llenos de ingenuidad. Ella fue la encantadora asesina según mi idea de la perfección.

Peter Lorre fue uno de los actores más ajustados y sutiles con los que trabajé nunca. Debajo de ese aire de inocencia que utilizaba con gran efecto, uno presentía un Fausto mundano. Yo sabía que estaba haciendo una buena interpretación mientras rodábamos, pero no sabía lo buena que era hasta que lo vi en la pantalla.

Elisha Cook, Jr., vivía solo en la Alta Sierra, empleaba moscas para pescar truchas doradas entre película y película. Cuando se le necesitaba en Hollywood, le enviaban un mensaje por correo a su cabaña en el monte. Él venía, hacía la película y luego volvía a su retiro.

Bogie era un hombre de estatura media, no particularmente notable fuera de la pantalla, pero algo sucedía cuando estaba interpretando el papel adecuado. Aquellas luces y sombras se transformaban en una personalidad diferente y más noble: heroica como en El último refugio. Juraría que la cámara tiene una forma especial de ver el interior de una persona y de registrar cosas que el ojo desnudo no percibe.

Bogie estaba casado por entonces con Mayo Methot, a quien él llamaba «Rosebud», probablemente a causa del trineo de Ciudadano Kane. Ella siempre estaba «en escena», chillona y exigente. Bogie la consentía y hacía lo posible por calmarla. Pero si ella notaba que su persona no era el centro de atención, desencadenaba un infierno. Era conocida por arrojar platos en los restaurantes y por esgrimir cuchillos. Sólo puedo asombrarme de que Bogie la aguantara tanto tiempo como lo hizo.

Por norma, al final del día todos se iban a casa, cada uno a su domicilio particular. Pero lo pasábamos tan bien juntos haciendo El halcón que, noche tras noche después de rodar, Bogie, Peter Lorre, Ward Bond, Mary Astor y yo nos íbamos al club de campo Lakeside. Tomábamos unas copas, luego una cena fría y nos quedábamos allí hasta medianoche. Todos pensábamos que estábamos haciendo algo bueno, pero ninguno tenía ni idea de que El halcón maltés sería un gran éxito y que con el tiempo se convertiría en un clásico.

No se cambió ni una línea del diálogo durante la filmación. Quité una escena corta cuando me di cuenta de que podía sustituirla por una llamada telefónica sin que se perdiera nada de la historia.

Había una escena larga en el apartamento de Sam Spade, que, de acuerdo con mi planificación, tenía que ser hecha con una serie de planos, pero en los ensayos decidimos que en lugar de hacerlo así la haríamos con movimientos de cámara. Un movimiento de la cámara conducía a otro hasta que finalmente había, supongo, más movimientos de cámara en esa escena que en cualquier otra que haya hecho nunca.

La rodamos en una sola toma. Los hombres que movían la dolly tenían que saberse el diálogo tan bien como los actores; el suspense durante la toma fue electrizante, pero Arthur Edeson, el cámara, lo consiguió. No recuerdo exactamente cuántos movimientos de cámara se hicieron, pero me viene a la memoria el número veintiséis.

Blanke me reunió con el compositor Adolph Deutsch. Trabajar con el compositor era un privilegio que sólo se permitía a los principales realizadores. Esta fue otra muestra de la confianza que Blanke tenía en mí. Deutsch y yo repasamos la película muchas veces, discutiendo dónde había que utilizar música y dónde no. Como ocurre con un buen montaje, se supone que, por lo general, el público no es consciente de la música. Idealmente, ésta se dirige directamente a nuestras emociones sin que tengamos conciencia de ello, aunque, por supuesto, hay momentos en los que la música debe resaltar y dominar la acción.

Cuando llegó la hora de la proyección privada de la película —en un cine de barrio de Pasadena—, me sorprendió que Jack Warner y Hal Wallis asistieran. Los jefes de los departamentos de publicidad y de guiones y varios otros hombres importantes estaban también allí. Despertó considerablemente más interés que lo normal para una película de serie «B». La reacción del público fue buena, los comentarios de la proyección iban desde buena a excelente, y se decidió que no era necesario hacer cortes. El departamento de publicidad quería titularla The Gent from Frisco, pero Hal Wallis persuadió a Jack para que se respetara el título de El halcón maltés.

Cuando volvía en el coche al estudio con Hal me arriesgué a preguntarle hasta qué punto le parecía buena.

—Buena —dijo.
—¿Cómo de buena?
—Buena.

Le hablé a Hal Wallis de Howard Koch, el autor de The Lonely Man, y, por recomendación mía, lo trajeron a la Warner. Más tarde él escribió Casablanca, el mayor éxito que haya tenido nunca el estudio. Lo que hubiera debido ser una brillante carrera fue, sin embargo, irremediablemente truncada cuando Howard fue incluido en la lista negra durante la caza de brujas de comunistas después de la guerra. Él no fue uno de los Diez de Hollywood, tampoco era comunista, ni era un compañero de viaje, pero se negó a rebajarse ante sus acusadores, y esto fue suficiente para que no pudieran volver a contratarlo.

El primer encargo de Koch en la Warner Brothers fue Como ella sola, basada en la novela de Ellen Glasgow. Wallis me la ofreció. No me gustó el guión, pero Koch estaba allí gracias a mí y yo no podía echar por tierra su primer esfuerzo. También fue muy halagador para mí —un director con sólo una película tras él— que me encargaran una película con las primeras estrellas de la Warner: Bette Davis, Olivia de Havilland, Charles Coburn, George Brent y Dennis Morgan. Así que eché a un lado mis reservas e intenté hacer la mejor película que pude.

Nunca me gustó Como ella sola, aunque había algunas cosas buenas en ella. Fue la primera vez, creo, que un personaje negro era presentado como alguien que no fuese un sirviente bueno y leal o un recurso cómico. Bette me fascinó. Hay algo primordial en Bette, un demonio dentro de ella que amenaza con desatarse y comerse a todo el mundo, empezando por las orejas. El estudio la temía; temían a su demonio. Lo veían en su sobreactuación. Sin hacer caso de las objeciones del estudio, dejé que el demonio funcionara; algunos críticos dijeron que fue una de las mejores actuaciones de Bette. Pero yo recordaré esta película principalmente porque es una muestra del viejo sistema «dictatorial» del estudio: cuánta comprensión y tolerancia puede otorgarse incluso a alguien tan inexperto como yo.

Bajo el sistema del estudio, nadie tenía nunca una idea exacta de cuánto éxito tenía una película a menos que fuera un éxito absoluto. Variety daba semanalmente datos de recaudaciones de los cines más importantes, pero estas cifras eran sólo aproximaciones, y nadie podía asegurar si habían sido infladas con propósitos publicitarios o reducidas por otras razones. Los libros de contabilidad de la compañía no se podían ver. Podías saber, en general, si una película estaba dando dinero, pero no tenías acceso a las cifras detalladas. Y tampoco te importaba mucho. Te pagaban un sueldo, y tu principal objetivo era continuar y hacer la mejor película que pudieras.

La mayoría de los grandes estudios trabajaban aproximadamente de la misma forma. Primero se elegía el argumento y se escribía el guion y este guion era más o menos el evangelio. Con el sistema de hoy día, muchas películas llegan a la fase de producción con los guiones a medio cocer, y los realizadores y guionistas continúan trabajando en ellos incluso durante el rodaje. Esto rara vez sucedía en los viejos tiempos. Si había que hacer algunos cambios durante el rodaje, las páginas modificadas tenían que ser mostradas al productor y algunas veces incluso al jefe del estudio y los cambios tenían que ser aprobados. Esto parecía que daba al realizador menos autoridad de la que él habría deseado, pero, por lo menos en mi caso, nunca sucedió de esta forma.

Una vez que el guion era aceptado, se hacía un presupuesto. Para hacer esto, el estudio tenía en cuenta la categoría en la que entraba la película. A una película de la serie «A» con estrellas se le concedía más tiempo de rodaje. Haciendo una película de este tipo, tenías que rodar unas tres páginas de guion al día. Una de la serie «B» se hacía más rápido, aproximadamente unas seis páginas por día. El departamento de producción calculaba por adelantado el tiempo de rodaje de cada escena por separado y también determinaba el orden en el que debían de rodarse las tomas.

Siempre me ha gustado respetar la continuidad hasta donde es posible, porque ello permite tener una mayor libertad con la historia. Si no te has condenado a ti mismo rodando demasiado pronto escenas del final de la película, tienes libertad para incorporar ideas que se te pueden ocurrir a medida que avanzas. Por ejemplo, escena en la que le cortan la nariz a Jack Nicholson en Chinatown no estaba en el guion original. Si hubieran rodado escenas posteriores antes de rodar ésta, tendrían que haberlas rodado de nuevo, para poder mostrar los puntos en la nariz. Pero algo incluso más importante es esa sensación de contar una historia, la cadencia y el ritmo que están en el subconsciente del realizador. Estar saltando delante y atrás en el tiempo es perturbador. Sin embargo, esto sólo puede permitirse hasta cierto punto, y la ventaja debe ser sopesada frente a los gastos. Si mantener la continuidad exige desplazarte desde una localización lejana y luego tener que regresar a ella —que no es lo mismo que marcharte de un plató y volver—, sería, por supuesto, un despilfarro injustificable.

En ese momento de la producción el director artístico te habría presentado bocetos para que los aprobaras, y el director de escena, siguiendo las ideas del director artístico, habría verificado estilos y épocas contigo. Incluso la vajilla, la cristalería y la cubertería que tenían que usarse en el decorado de un comedor habrían sido discutidas.

El siguiente paso era una reunión de producción con los jefes de todos los departamentos. El realizador se sentaba en la cabecera de una mesa en forma de herradura con su productor, y el jefe de producción planteaba las dudas. Si había algunos aspectos oscuros, los jefes de los departamentos concretos pedían aclaraciones.

Los jefes de los departamentos eran necesariamente expertos en sus temas concretos, y estas reuniones se hacían fundamentalmente para asegurarles que todo estaba previsto. No querían sorpresas de última hora. Si tú decías: «Necesitaría cincuenta extras para esta escena», el jefe de producción podía muy bien contestarte: «Tendrás setenta y cinco». Pero si tendía a darte más de lo que pedías, tenías que atenerte a lo acordado; era como firmar un contrato. Tenías que hacer la película con los elementos y recursos fijados. El jefe del departamento de localizaciones te informaba de la accesibilidad, meteorología y condiciones físicas generales de los lugares donde había que rodar escenas y que estaban fuera de los estudios. Cuando se terminaba la reunión de producción, tú ya habías firmado, por así decir. Después de la reunión todo el plan de trabajo se trazaba en una tablilla de producción.

Una tablilla de producción era de hecho una tablilla de madera, de un metro veinte o uno y medio de largo por cincuenta o sesenta centímetros de alto. Tiras estrechas de cartulina de aproximadamente cuatro centímetros de ancho se fijaban verticalmente en esta tablilla. Cada tira representaba un día; los días se disponían según un orden, y las escenas se colocaban de acuerdo a las exigencias del plan de rodaje. Colores diferentes indicaban «día» y «noche», y también se usaban colores para cada secuencia. Para una película importante tenías un plan básico de 49 a 60 días, mientras una de la serie «B» había que rodarla en un plazo de 28 días o menos.

Después de empezar la película, tu trabajo era vigilado. Las tomas eran revisadas —normalmente por el jefe del estudio acompañado de tu productor— antes de que tú tuvieras oportunidad de verlas. Si pensaban que estabas filmando un número excesivo de tomas, te hacían un interrogatorio. Si una película se retrasaba con respecto al plan, querían saber exactamente por qué. Si ocurría algún contratiempo en el rodaje, la oficina central era informada. Nunca sabías quién era el que informaba, pero ninguna infracción pasaba por alto; el sistema de espionaje era perfecto. Si un actor llegaba tarde, u olía a martinis por la tarde, esta información llegaba sin tardanza a la oficina central. Lo mismo sucedía con la mayoría de las cuestiones delicadas. En todos los casos, el realizador era el primero en ser preguntado. Se tomaban las medidas oportunas. Los malhechores eran amonestados. Los estudios llegaban a extremos increíbles para mantener sus casas en perfecto orden.

Cuando se escribía un guion y el estudio lo aprobaba, se remitía inmediatamente a la oficina de censura. La oficina se conocía normalmente por el nombre del hombre que estaba a su cargo, quien era nombrado de acuerdo con los distintos estudios. Al principio fue la oficina Hays; más tarde fue llamada la oficina Breen, luego la oficina Sherlock, y así sucesivamente. Después de que los censores hubieran leído el guión, recibías una carta en la que exponían sus objeciones. Palabras como «infierno» y «maldición» estaban estrictamente prohibidas. No podía haber ninguna alusión a perversiones sexuales y no se podían mencionar las drogas. El adulterio —e incluso la fornicación— tenían que ser castigados. Recuerdo casos en los que estas exigencias provocaban una reacción en cadena que desembocaba en los más inmorales resultados. Por ejemplo, había una película en la que un joven soldado descubría al volver que su mujer le había sido infiel. Frente al planteamiento de esta situación, la única salida posible del embrollo para el escritor era hacer que el joven soldado matara a su mujer. De este modo ella había sido castigada. Luego él, por supuesto, tenía que ser ejecutado. Así él también era castigado. Este era el resultado de una lógica retorcida que tenía poco que ver con la defensa de la moral y mucho con cumplir los preceptos establecidos por la oficina de censura. Había poca o más bien ninguna permisividad. Los besos no podían ser muy prolongados. Los grandes escotes tenían que ser evitados escrupulosamente. A pesar del hecho de que yo tenga una pobre opinión sobre cualquier tipo de censura, tengo que decir que ninguna de mis películas fue nunca estropeada por los censores. Por lo general, siempre había algún camino para darles un rodeo.

La jungla de asfalto, por ejemplo, tenía una escena en la que el abogado deshonesto, interpretado por Louis Calhern, se suicidaba. De acuerdo con el guion, tenía que escribir una nota corta y patética a su mujer, luego sacaba una pistola del cajón de la mesa de su despacho y se la ponía en la cabeza. El suicidio estaba de los primeros en la lista de actos prohibidos, así que esta escena fue rechazada de plano. Pero era necesario que el nombre se destruyera a sí mismo; era una parte fundamental del argumento. Lo que la hacía reprobable para los censores era el hecho de que el hombre estuviera en su sano juicio: ningún hombre en su sano juicio se suicidaría. Yo dije:

—¿No prueba el acto en sí mismo que él no está en su sano juicio?

Ellos no pensaban de esta forma. Así que le di vueltas hasta dar con una idea con la que estuvieron conformes. Yo hacía que escribiera la nota y —como un escritor que no está satisfecho con lo que ha hecho— la arruga. El personaje es un abogado, ilustrado y culto, pero en este momento no consigue reflejar sobre el papel lo que él quiere decir. Lo intenta de nuevo y estruja otra hoja de papel; es incapaz de pensar con lucidez. Entonces se pega un tiro. Esto fue suficiente para indicar, según la opinión de los censores, que no estaba en sus cabales. A causa de la modificación la escena mejoró, pero yo no recomendaría intentar trampear el código de censura como forma de conseguir argumentos con éxito. Los censores fueron responsables de provocar daños irreparables en muchas películas.

La presencia de una estrella en una película era por lo menos una garantía parcial de su éxito; daba una mayor seguridad de recuperar la inversión. Esto se conseguía en la medida en que fuera la película adecuada para la estrella adecuada. Una estrella en un papel erróneo dejaba de ser una estrella. Los grandes estudios sabían esto muy bien y deliberadamente buscaban la creación de una imagen pública característica para cada estrella. Tenían a Clark Gable dedicado a interpretar un determinado tipo de personaje, de forma que cuando el público iba a ver una película de Clark Gable, sabían lo que podían esperar y que con toda probabilidad les gustaría. Ocurría lo mismo con Gary Cooper o Tyrone Power. Y sabías con toda seguridad que Cooper o Power no corrían más peligro de que los quitaran de en medio que el que corría el Llanero Solitario. Ser asesinado estaba reservado para las estrellas como Bogart y Cagney. Sabías más o menos lo que ibas a ver, y si una de las estrellas aparecía fuera de su personaje habitual, te sentías molesto.

La idea de que una estrella en una película asegura su éxito de cara a la taquilla todavía persiste, sin una base razonable. Hoy día, cuando hay que contratar a una estrella masculina, el productor envía el guión a uno o más de los diez primeros de la lista de actores taquilleros. Irá tras Robert Redford, Steve McQueen, Paul Newman, Burt Reynolds, Robert de Niro, Al Pacino o cualquiera de los mejores en el ranking del momento. No importa si es el actor adecuado para el papel. Es su nombre lo que quiere. Su nombre y su reputación como ganador pueden ser utilizados como medio para financiar la película.

Si un productor tiene a Steve McQueen como estrella, recibirá ofertas de adelanto de todos los distribuidores del mundo, compitiendo para obtener los derechos de la película. Estas ventas de preproducción pueden sumar cifras tan altas que garantizan la recuperación de los gastos de una película e incluso proporcionan beneficios. Pero el hecho es que el nombre de una estrella en candelero representa hoy día mucho menos que lo que era entonces. Una estrella puede estar en la lista de los diez mejores una semana y fuera a la siguiente.

La mayoría de las estrellas no están actualmente tan seguras de su posición como lo estaban en los viejos tiempos. Los estudios protegían a sus estrellas porque habían invertido en ellas. Ahora las estrellas eligen sus propias películas del mismo modo que los jockeys punteros eligen sus monturas. Robert Redford escoge sus películas con gran perspicacia, demostrando una magnífica visión del tipo de películas que van a tener éxito. Ha cometido muy pocos errores. Paul Newman, por otra parte, es más atrevido. A veces acierta y a veces se equivoca. Le gusta actuar en papeles muy diferentes; esto refleja su imaginación y su predisposición para correr un riesgo. Los grandes estudios hubieran visto con malos ojos este tipo de comportamiento. Ellos siempre cortaban el paño de acuerdo con la imagen pública de la estrella, protegiéndola de esta forma.

A menudo una imagen llegaba a cobrar tanta fuerza que la estrella la adoptaba tan fervientemente como su público. Errol Flynn es un claro ejemplo, aunque, en su caso, no estoy seguro de qué fue primero, si el huevo o la gallina. Era pendenciero, bebedor, alborotador y putero, tanto en su imagen cinematográfica como en su comportamiento diario. Después de Como ella sola, Howard Koch y yo escribimos una obra de teatro llamada In Time to Come, que trataba de la lucha de Woodrow Wilson a favor de la Liga de las Naciones al final de la primera guerra mundial. Bajo la dirección de Otto Preminger, In time to Come estuvo en cartel en Broadway desde el 28 de diciembre de 1941 hasta el 31 de enero de 1942, siendo retirada de cartel después de cuarenta representaciones. Los japoneses habían bombardeado Pearl Harbor el 7 de diciembre. Estábamos en guerra y el argumento de la obra probablemente resultaba anticuado.

Mientras tanto, mi matrimonio había terminado. Lesley había querido desesperadamente tener un niño, y finalmente se quedó en estado. Durante el embarazo fue feliz. El pronóstico para un parto normal era bueno, pero un mes antes más o menos, le vinieron los dolores y la criatura —una niñita— nació prematuramente. Murió. La recuperación después de esta pérdida fue larga y dificultosa. La reacción de Lesley fue extremada.

Yo no estuve a la altura de las circunstancias, en parte porque no me daba cuenta de sus profundos sentimientos, pero principalmente debido a que estaba absorto en los asuntos de cada día. Yo también había sentido pena por lo que habíamos perdido, pero después de algunas semanas lo habría podido superar, o lo habría superado si no hubiera sido por la atmósfera de inconsolable tristeza que envolvía la casa. La madre de Lesley vino a quedarse con nosotros. Esto me permitió pasar más tiempo en otros sitios. Algunas veces estaba fuera toda la noche. Mis ausencias apenas si se notaron. Luego, cuando se declaró la guerra y yo ingresé en el ejército, Lesley solicitó el divorcio. Ella pensó que esto era lo que yo quería. Creo que la culpa de todo estuvo en mi falta de atenciones. Ojalá lo hubiera intentado con más dedicación, o lo hubiera comprendido antes. Pero era demasiado tarde. No había posibilidad de dar marcha atrás para ninguno de los dos.

(Continuará...)

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.