Al pie del acantilado (I)

Julio Ramón Ribeyro




A Hernando Cortés

Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla como crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir.

Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón. Vimos la planta allí, creciendo humildemente entre tanta ruina, entre tanto patillo muerto y tanto derrumbe de piedras, y decidimos levantar nuestra morada.

La gente decía que esos baños fueron famosos en otra época, cuando los hombres usaban escarpines y las mujeres se metían al agua en camisón. En ese tiempo no existían las playas de Agua Dulce y La Herradura. Dicen también que los últimos concesionarios del establecimiento no pudieron soportar la competencia de las otras playas ni la soledad ni los derrumbes y que por eso se fueron llevándose todo lo que pudieron: se llevaron las puertas, las ventanas, todas las barandas y las tuberías. El tiempo hizo lo demás. Por eso, cuando nosotros llegamos, solo encontramos ruinas por todas partes, ruinas y, en medio de todo, la higuerilla.

Al principio no supimos qué comer y vagamos por la playa buscando conchas y caracoles. Después recogimos esos bichos que se llaman muy-muy, los hervimos y preparamos un caldo lleno de fuerza, que nos emborrachó. Más tarde, no recuerdo cuándo, descubrimos a un kilómetro de allí una caleta de pescadores donde mi hijo Pepe y yo trabajamos durante un buen tiempo, mientras Toribio, el menor, hacía la cocina. De este modo aprendimos el oficio, compramos cordeles, anzuelos y comenzamos a trabajar por nuestra propia cuenta, pescando toyos, robalos, bonitos, que vendíamos en la paradita de Santa Cruz.

Así fue como empezamos, yo y mis dos hijos, los tres solos. Nadie nos ayudó. Nadie nos dio jamás un mendrugo ni se lo pedimos tampoco a nadie. Pero al año ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal.


Nuestra vida fue dura, hay que decirlo. A veces pienso que San Pedro, el santo de la gente del mar, nos ayudó. Otras veces pienso que se rió de nosotros y nos mostró, a todo lo ancho, sus espaldas.

Esa mañana que Pepe vino corriendo al terraplén de la casa, con los pelos parados, como si hubiera visto al diablo, me asusté. Él venía de las filtraciones de agua dulce que caen por las paredes del barranco. Cogiéndome del brazo me arrastró hasta el talud al pie del cual estaba nuestra casa y me mostró una enorme grieta que llegaba hasta el nivel de la playa. No supimos cómo se había hecho, ni cuándo, pero lo cierto es que estaba allí. Con un palo exploré su profundidad y luego me senté a cavilar sobre el pedregullo.

—¡Somos unos imbéciles! —maldije—. ¿Cómo se nos ha ocurrido construir nuestra casa en este lugar? Ahora me explico por qué la gente no ha querido nunca utilizar este terraplén. El barranco se va derrumbando cada cierto tiempo. No será hoy ni mañana, pero cualquier día de éstos se vendrá abajo y nos enterrará como a cucarachas. ¡Tenemos que irnos de aquí!

Esa misma mañana recorrimos toda la playa, buscando un nuevo refugio. La playa, digo, pero hay que conocer esta playa: es apenas una pestaña entre el acantilado y el mar. Cuando hay mar brava, las olas trepan por la ribera y se estrellan contra la base del barranco. Luego subimos por la quebrada que lleva a la ciudad y buscamos en vano una explanada. Es una quebrada estrecha como un desfiladero, está llena de basura y los camioneros la van cegando cuando la remueven para llevarse el hormigón.

La verdad es que yo empezaba a desesperar. Pero fue mi hijo Pepe quien me dio la idea.

—¡Eso es! —dijo—. Debemos construir un contrafuerte para contener el derrumbe. Pondremos unos cuartones de madera, luego unos puntales para sostenerlos y así el paredón quedará en pie.

El trabajo duró varias semanas. La madera la arrancamos de las antiguas cabinas de baño que estaban ocultas bajo las piedras. Pero cuando tuvimos la madera nos dimos cuenta que nos faltaría fierro para apuntalar esa madera. En la ciudad nos quisieron sacar un ojo de la cara por cada pedazo de riel. Allí estaba el mar, sin embargo. Uno nunca sabe todo lo que contiene el mar. Así como el mar nos daba la sal, el pescado, las conchas, las piedras pulidas, el yodo que quemaba nuestra piel, también nos dio fierros el mar.

Ya nosotros habíamos notado, desde que llegamos a la playa, esos fierros negros que la mar baja mostraba, a cincuenta metros de la orilla. Nos decíamos: «Algún barco encalló aquí hace mucho tiempo». Pero no era así: fueron tres remolcadores que fondearon, los que construyeron los baños, para formar un espigón. Veinte años de oleaje habían volteado, hundido, removido, cambiado de lugar esas embarcaciones. Toda la madera fue podrida y desclavada (aún ahora varan algunas astillas), pero el fierro quedó allí, escondido bajo el agua, como un arrecife.

—Sacaremos ese fierro —le dije a Pepe.

Muy de mañana nos metíamos desnudos al mar y nadábamos cerca de las barcazas. Era peligroso porque las olas venían de siete en siete y se formaban remolinos y se espumaban al chocar contra los fierros. Pero fuimos tercos y nos desollamos las manos durante semanas tirando a pulso o remolcando con sogas, desde la playa unas cuantas vigas oxidadas. Después las raspamos, las pintamos; después construimos, con la madera, una pared contra el talud; después apuntalamos la pared con las vigas de fierro. De esta manera el contrafuerte quedó listo y nuestra casa protegida contra los derrumbes. Cuando vimos toda la mole apoyada en nuestra barrera, dijimos:

—¡Que San Pedro nos proteja! Ni un terremoto podrá contra nosotros.

Mientras tanto, nuestra casa se había ido llenando de animales. Al comienzo fueron los perros, esos perros vagabundos y pobres que la ciudad rechaza cada vez más lejos, como a la gente que no paga alquiler. No sé por qué vinieron hasta aquí: quizás porque olfatearon el olor a cocina o simplemente porque los perros, como muchas personas, necesitan de un amo para poder vivir.

El primero llegó caminando por la playa, desde la caleta de pescadores. Mi hijo Toribio, que es huraño y de poco hablar, le dio de comer y el perro se convirtió en su lamemanos. Más tarde descendió por la quebrada un perro lobo que se volvió bravo y que nosotros amarrábamos a una estaca cada vez que gente extraña bajaba a la playa. Luego llegaron juntos dos perritos escuálidos, sin raza, sin oficio, que parecían dispuestos a cualquier nobleza por el más miserable pedazo de hueso. También se instalaron tres gatos atigrados que corrían por los barrancos comiendo ratas y culebrillas.

A todos estos animales, al principio, los rechazamos a pedradas y palazos. Bastante trabajo nos daba ya mantener sano nuestro pellejo. Pero los animales siempre regresaban, a pesar de todos los peligros, había que ver las gracias que hacían con sus tristes hocicos. Por más duro que uno sea, siempre se ablanda ante la humildad. Fue así como terminamos por aceptarlos.

Pero alguien más llegó en esos días: el hombre que llevaba su tienda en un costal.


Llegó en un atardecer, sin hacer ruido, como si ningún desfiladero tuviera secretos para él. Al principio creíamos que era sordo o que se trataba de un imbécil porque no habló ni respondió ni hizo otra cosa que vagar por la playa, recogiendo erizos o reventando malaguas. Solo al cabo de una semana abrió la boca. Nosotros freíamos el pescado en la terraza y había un buen olor a cocina mañanera. El extraño asomó desde la playa y quedó mirando mis zapatos.

—Se los compongo —dijo.

Sin saber por qué se los entregué y en unos pocos minutos, con un arte que nos dejó con la boca abierta, cambió sus dos suelas agujereadas.

Por toda respuesta, le alcancé la sartén. El hombre cogió una troncha con la mano, luego otra, luego una tercera y así se tragó todo el pescado con tal violencia que una espina se le atravesó en el pescuezo y tuvimos que darle miga de pan y palmadas en el cogote para desatorarlo.

Desde esa vez, sin que yo ni mis hijos le dijéramos nada, comenzó a trabajar para nuestra finca. Primero compuso las cerraduras de las puertas, después afiló los anzuelos, después construyó, con unas hojas de palmera, un viaducto que traía hasta mi casa el agua de las filtraciones. Su costal parecía no tener fondo porque de él sacaba las herramientas más raras y las que no tenía las fabricaba con las porquerías del muladar. Todo lo que estuvo malogrado lo compuso y de todo objeto roto inventó un objeto nuevo. Nuestra morada se fue enriqueciendo, se fue llenando de pequeñas y grandes cosas, de cosas que servían o de cosas que eran bonitas, gracias a este hombre que tenía la manía de cambiarlo todo. Y por este trabajo nunca pidió nada: se contentaba con una troncha de pescado y con que lo dejáramos en paz.

Cuando llegó el verano, solo sabíamos una cosa: que se llamaba Samuel.

En los días del verano, el desfiladero cobraba cierta animación. La gente pobre que no podía frecuentar las grandes playas de arena bajaba por allí para tomar baños de mar. Yo la veía cruzar el terraplén, repartirse por la orilla pedregosa y revolcarse cerca de los erizos, entre las plumas de pelícano, como en el mejor de los vergeles. Eran en su mayoría hijos de obreros, muchachos de colegio fiscal en vacaciones o artesanos de los suburbios. Todos se soleaban hasta la puesta del sol. Al retirarse pasaban delante de mi casa y me decían:

—Su playa está un poco sucia. Debía hacerla limpiar.

A mí no me gustan los reproches pero en cambio me gustó que me dijeran su playa. Por eso me empeñé en poner un poco de limpieza. Con Toribio pasé algunas mañanas recogiendo todos los papeles, las cáscaras y los patillos que, enfermos, venían a enterrar el pico entre las piedras.

—Muy bien —decían los bañistas—. Así las cosas van mejor.

Después de limpiar la playa, levanté un cobertizo para que los bañistas pudieran tener un poco de sombra. Después Samuel construyó una poza de agua filtrada y cuatro gradas de piedra en la parte más empinada del desfiladero. Los bañistas fueron aumentando. Se pasaban la voz. Se decían: «Es una playa limpia en donde nos dan hasta la sombra gratis». A mediados del verano eran más de un centenar. Fue entonces cuando se me ocurrió cobrarles un derecho de paso. En realidad, esto no lo había planeado: se me vino así, de repente, sin que lo pensara.

—Es justo —les decía—. Les he hecho una escalera, he puesto un cobertizo, les doy agua de beber y además tienen que atravesar mi casa para llegar a la playa.
—Pagaríamos si hubiera un lugar donde desvestirse —respondieron.

Allí estaban las antiguas cabinas de baño. Quitamos el hormigón que las cubría y dejamos libres una docena de casetas.

—Está todo listo —dije—. Cobro solamente diez centavos por la entrada a la playa.

Los bañistas se rieron.

—Falta una cosa. Debe quitar esos fierros que hay en el mar. ¿No se da cuenta que aquí no se puede nadar? Uno tiene que contentarse con bañarse en la orilla. Así no vale la pena.
—Sea. Los sacaremos —respondí.

Y a pesar de que había terminado el verano y que los bañistas iban disminuyendo, me esforcé, con mi hijo Pepe, en arrancar los fierros del mar. El trabajo ya lo conocíamos desde que sacamos las vigas para el talud. Pero ahora teníamos que sacar todos los fierros, hasta aquellos que habían echado raíces entre las algas. Usando garfios y picotas, los atacamos desde todo sitio, como si fueran tiburones. Llevábamos una vida submarina y extraña para los forasteros que, durante el otoño, bajaban a veces por allí para ver de más cerca la caída del crepúsculo.

—¡Qué hacen esos hombres! —se decían—. Pasan horas sumergiéndose para traer a la orilla un poco de chatarra.

En la lucha contra los fierros, Pepe parecía haber empeñado su palabra de hombre. Toribio, en cambio, como los forasteros, lo veía trabajar sin ninguna pasión. El mar no le interesaba. Solo tenía ojos para la gente que venía de la ciudad. Siempre me preocupó la manera como los miraba, como los seguía y como regresaba tarde, con los bolsillos llenos de chapas de botellas, de bombillas quemadas y de otros adefesios en los cuales creía reconocer la pista de una vida superior.


Cuando llegó el invierno, Pepe seguía luchando contra los fierros del mar. Eran días de blanca bruma que llegaba de madrugada, trepaba por el barranco y ocupaba la ciudad. De noche, los faroles de la Costanera formaban halos y desde la playa se veía una mancha lechosa que iba desde La Punta hasta el Morro Solar. Samuel respiraba mal en esa época y decía que la humedad lo estaba matando.

—En cambio a mí me gusta la neblina —le decía yo—. De noche hay buen temperamento y se goza tirando del cordel.

Pero Samuel tosía y una tarde anunció que se trasladaría a la parte alta del barranco, a esa explanada que los camioneros, a fuerza de llevarse el hormigón, habían cavado en pleno promontorio. A ese lugar comenzó a trasladar las piedras de su nueva habitación. Las escogía en la playa, amorosamente, por su forma y su color, las colocaba en su costal y se iba cuesta arriba, canturreando, parándose cada diez pasos para resollar. Yo y mis hijos contemplábamos, asombrados, ese trabajo. Nos decíamos: Samuel es capaz de limpiar de piedras toda la orilla del mar.

La primera migración de aves guaneras pasó graznando por el horizonte: Samuel levantaba ya las paredes de su casa. Pepe, por su parte, había casi terminado su trabajo. Tan solo a ochenta metros de la orilla quedaba el armazón de una barcaza imposible de remover.

—Con ésa no te metas —le decía—. Una grúa sería necesario para sacarla.

Sin embargo, Pepe, después de la pesca y del negocio, nadaba hasta allí, hacía equilibrio sobre los fierros y buceaba buscando un punto donde golpear. Al anochecer, regresaba cansado y decía:

—Cuando no quede un solo fierro vendrán cientos de bañistas. Entonces sí que lloverá plata sobre nosotros.


Es raro: yo no había notado nada, ni siquiera había tenido malos sueños. Tan tranquilo estaba que, al volver de la ciudad, me quedé en la parte alta del desfiladero, conversando con Samuel, que ponía el techo de su casa.

—¡Ya vendrán! —me dijo Samuel, señalando unas piedras que había tiradas por el suelo—. Hoy día he visto gente rondando por aquí. Han dejado esas piedras como señal. Mi casa es la primera pero pronto me imitarán.
—Mejor —le respondí—. Así no tendré que ir hasta la ciudad a vender el pescado.

Al oscurecer, bajé a mi casa. Toribio daba vueltas por el terraplén y miraba hacia el mar. El sol se había puesto hacía rato y solo quedaba una línea naranja, allá muy lejos, una línea que pasaba detrás de la isla San Lorenzo e iba hacia los mares del norte. Quizás ésa era la advertencia, la que yo en vano había esperado.

—No veo a Pepe —me dijo Toribio—. Hace rato que entró pero no lo veo. Fue nadando con la sierra y la picota.

En ese momento sentí miedo. Fue una cosa violenta que me apretó la garganta, pero me dominé.

—Quizás esté buceando —dije.
—No podría aguantar tanto rato bajo el agua —respondió Toribio.

Volví a sentir miedo. En vano miraba hacia el mar, buscando el esqueleto de la barcaza. Tampoco vi la línea naranja. Grandes tumbos venían y se enroscaban y chocaban contra la base del terraplén.

Para darme tiempo, dije:

—A lo mejor se ha ido nadando hacia la caleta.
—No —respondió Toribio—. Lo vi ir hacia la barcaza. Varias veces sacó la cabeza para respirar. Después se puso el sol y ya no vi nada.

En ese momento me comencé a desvestir, cada vez más rápido, más rápido, arrancando los botones de mi camisa, los pasadores de mis zapatos.

—¡Anda a buscar a Samuel! —grité, mientras me zambullía en el agua.

Cuando comencé a nadar ya todo estaba negro: negro el mar, negro el cielo, negra la tierra. Yo iba a ciegas, estrellándome contra las olas, sin saber lo que quería. Apenas podía respirar. Corrientes de agua fría me golpeaban las piernas y yo creía que eran los toyos buscando la carnaza. Me di cuenta que no podía seguir porque no podía ver nada y porque en cualquier momento me tropezaría contra los fierros. Me di la vuelta, entonces, casi con vergüenza. Mientras regresaba, las luces de la Costanera se encendieron, todo un collar de luces que parecía envolverme y supe en ese momento lo que tenía que hacer. Al llegar a la orilla ya estaba Samuel esperándome.

—¡A la caleta! —le grité—. ¡Vamos a la caleta!

Ambos empezamos a correr por la playa oscura. Sentí que mis pies se cortaban contra las piedras. Samuel se paró para darme sus zapatos pero yo no quería saber nada y lo insulté. Yo solo miraba hacia adelante, buscando las luces de los pescadores. Al fin me caí de cansancio y me quedé tirado en la orilla. No podía levantarme. Comencé a llorar de rabia. Samuel me arrastró hasta el mar y me hundió varias veces en el agua fría.

—¡Falta poco, papá Leandro! —decía—. Mira, allí se ven las luces.

No sé cómo llegamos. Algunos pescadores se habían hecho ya a la mar. Otros estaban listos para zarpar.

—¡De rodillas se lo pido! —grité—. ¡Nunca les he pedido un favor, pero esta vez se lo pido! Pepe, el mayor, hace una hora que no sale del mar. ¡Tenemos que ir a buscarlo!

Tal vez hay una manera de hablarle a los hombres, una manera de llegar hasta su corazón. Me di cuenta, esta vez, que todos estaban conmigo. Me rodearon para preguntarme, me dieron pisco de beber. Luego dejaron en la playa sus redes y sus cordeles. Los que acababan de entrar regresaron cuando escucharon los gritos. En once barcas entramos. Íbamos en fila hacia Magdalena, con las antorchas encendidas, alumbrando la mar.

Cuando llegamos a la barcaza, la rodeamos formando un círculo. Mientras unos sostenían las antorchas, otros se lanzaron al agua. Estuvimos buceando hasta medianoche. La luz no llegaba al fondo del mar. Chocábamos bajo el agua, nos rasguñamos contra los fierros pero no encontramos nada, ni la picota ni su gorra de marinero. Ya no sentía cansancio, quería seguir buscando hasta la madrugada. Pero ellos tenían razón.

—La resaca lo debe haber jalado —decían—. Hay que buscarlo más allá de los bancos.

Primero entramos, luego salimos. Samuel tenía una pértiga que hundía en el mar cada vez que creía ver algo. Seguimos dando vueltas en fila. Me sentía mareado y como idiota, tal vez por el pisco que bebí. Cuando miraba hacia los barrancos, veía allá arriba, tras la baranda del malecón, faros de automóviles y cabezas de gente que miraban. Entonces me decía: «¡Malditos los curiosos! Creen que celebramos una fiesta, que encendemos antorchas para divertirnos». Claro, ellos no sabían que yo estaba hecho pedazos y que hubiera sido capaz de tragarme toda el agua del mar para encontrar el cadáver de mi hijo.

—¡Antes que lo muerdan los toyos! —me repetía, muy despacito—. ¡Antes que lo muerdan!

Para qué llorar, si las lágrimas ni matan ni alimentan. Como dije delante de los pescadores:

—El mar da, el mar también quita.


Yo no quise verlo. Alguien lo descubrió, flotando vientre arriba, sobre el mar soleado. Ya era el día siguiente y nosotros vagábamos por la orilla. Yo había dormido un rato sobre las piedras hasta que el sol del mediodía me despertó. Después fuimos caminando hacia La Perla y cuando regresábamos, una voz gritó: «¡Allá está!». Algo se veía, algo que las olas empujaban hacia la orilla.

—Ése es —dijo Toribio—. Allí está su pantalón.

Entraron varios hombres al mar. Yo los vi que iban cortando las olas bravas y los vi casi sin pena. En verdad estaba agotado y no podía siquiera conmoverme. Lo fueron jalando entre varios, lo traían así, hinchado, hacia mí. Después me dijeron que estaba azul y que lo habían mordido los toyos. Pero yo no lo vi. Cuando estaba cerca, me fui sin voltear la cabeza. Solo dije, antes de partir:

—Que lo entierren en la playa, al pie de las campanillas. (Él siempre quiso estas flores del barranco que son, como el geranio, como el mastuerzo, las flores pobres, las que nadie quiere ni para su entierro).

Pero no me hicieron caso. Se le enterró al día siguiente, en el cementerio de Surquillo.

Perder un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo quedé como lisiado durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había muchísimo que hacer. Era época de mala pesca y el mar se había vuelto avaro. Solo los que tenían barca salían al mar y regresaban ojerosos de mañana, cuatro bonitos en su red, apenas de qué hacer un caldo.

Yo había roto a pedradas la estatua de San Pedro pero Samuel la compuso y la colocó a la entrada de mi casa. Debajo de la estatua puso una alcancía. Así, la gente que usaba mi quebrada veía la estatua y, como eran pescadores, dejaban allí cinco centavos, diez centavos. De eso vivimos hasta que llegó el verano.

Digo verano porque a las cosas hay que ponerles un nombre. En esta tierra todos los meses son iguales: quizás en una época hay más neblina y en otra calienta más el sol. Pero, en el fondo, todo es lo mismo. Dicen que vivimos en una eterna primavera. Para mí, las estaciones no están en el sol ni en la lluvia sino en las aves que pasan o en los peces que se van o que vuelven. Hay épocas en las cuales es más difícil vivir, eso es todo.

Este verano fue difícil porque fue triste, sin calor, y los bañistas apenas venían. Yo había puesto un letrero a la entrada que decía: «Caballeros 20 centavos. Damas 10 centavos». Pagaron, es verdad, pero eran muy pocos. Se zambullían un momento, tiritaban y después se iban cuesta arriba, maldiciendo, como si yo tuviera la culpa de que el sol no calentara.

—¡Ya no hay fierros! —les gritaba.
—Sí —me respondían—. Pero el agua está fría.

Sin embargo, en este verano pasó algo importante: en la parte alta del barranco comenzaron a levantar casas.

Samuel no se había equivocado. Los que dejaron piedras y muchos más vinieron. Llegaban solos o en grupos, miraban la explanada, bajaban por el desfiladero, husmeaban por mi casa, respiraban el aire del mar, volvían a subir, siempre mirando arriba y abajo, señalando, cavilando, hasta que, de pronto, se ponían desesperadamente a construir una casa con lo que tenían al alcance de la mano. Sus casas eran de cartón, de latas chancadas, de piedras, de cañas, de costales, de esteras, de todo aquello que podía encerrar un espacio y separarlo del mundo. Yo no sé de qué vivía esa gente, porque de pesca no entendía nada. Los hombres se iban temprano a la ciudad o se quedaban tirados en las puertas de sus cabañas, viendo volar los gallinazos. Las mujeres, en cambio, bajaban a la orilla, en la tarde, para lavar la ropa.

—Usted ha tenido suerte —me decían—. Usted sí que ha sabido escoger un lugar para su casa.
—Hace tres años que vivo aquí —les respondía—. He perdido un hijo en el mar. Tengo otro que no trabaja. Necesito una mujer que me caliente por las noches.

Todas eran casadas o amancebadas. Al comienzo no me hacían caso. Después se reían conmigo. Yo puse un puesto de bebidas y de butifarras, para ayudarme.

Y así pasó un año más.

(Continuará...)

Una respuesta a “Al pie del acantilado (I)

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