Estefanía Farias Martínez

Lavadero en el Manzanares (1887)-Eusebio Pérez Valluerca
—¡¡Pepi!! ¡¡Son casi las nueve!!
—¡¡Ya voy!! ¡Daos prisa que no llegamos! ¡Tómate la leche, Fede! ¡Fidel, la cartera!
—¡¡Charo!!
—¡¡Ya salgo!! ¡¡ Paca!!
—¡¡Voy!!
En la puerta del 4-B Cándida se colocaba las rodilleras, las coderas, el casco y las gafas de buceo. El mono de motero que le habían regalado las vecinas era perfecto, ni un rasguño. Ella había oído que a los pulpos hay que darles una paliza para que se ablanden y llegó a la conclusión de que lo mismo pasaría con la grasa. Así sería más fácil de eliminar. De niña era gordita, de adolescente, entrada en carnes y de adulta, más bien rolliza. Llevaba años a dieta, pero no funcionaba. Aquel método tenía que ser el bueno. Contaba con el apoyo de los vecinos, que salían a la puerta para animarla todos los días a las nueve en punto. Entraba a trabajar a las diez y aunque estaba cerca, tardaba un rato en cambiarse en el portal, luego cogía el autobús. Miró su reloj, las nueve. Se asomó a la escalera y allí estaban todos jaleándola. Se lanzó. Los rellanos eran muy estrechos y no desviaban su trayectoria. Rodó un piso y otro y otro y otro, rebotando contra los escalones y la baranda, hasta perder velocidad en el hall de entrada. Todo muy calculado: se hacía una pelota para la parte difícil y estiraba brazos y piernas y giraba sobre su espalda para frenar. Los niños aplaudían y se acercaban a felicitarla, las madres la besaban y los padres le daban palmaditas en la espalda.
—

