Mircea Cărtărescu

(o Cómo me convertí en un escritor adocenado)
1
EN PRIMER LUGAR, quiero pedir a mis enemigos literarios que no se feliciten antes de tiempo: no siguen a continuación unas confesiones masoquistas sobre lo mal escritor que soy (o que al menos he sido), o sobre cómo he engañado a todo el mundo durante un cuarto de siglo con mis lamentables productos. No es mi estilo, más bien al contrario. De mi abuelo, Badislav Dumitru, he heredado (dicen) dos rasgos de mi carácter: la tacañería y la fanfarronería. Respecto a la primera, él la poseía a raudales: siempre que venía a vernos y llegaba, grande y sudoroso, desde su fabulosa Tântava, no nos traía a nosotros, a los críos, ni siquiera una ciruela pasa. Su vanidad la recuerdo aún mejor. Cuando íbamos a su casa, a Tântava, y nos sentábamos en torno a la mesita redonda de madera en la que humeaba, como en Moromeţii, la mămăliga, él sacaba las tacitas de barro, se servía esa ţuica floja y ahumada que se bebe por litros en el sur y, paseando la mirada por los tapices y los iconos de las paredes, comenzaba el discurso más embrollado que he escuchado nunca a persona humana. Si le prestabas atención, llegabas a pensar que todo lo que sucedía en aquel pueblo cercano a Ciorogârla y Domneşti era cosa suya: era el hombre más hacendoso, el más respetado, el más valiente y —si no hubieran andado por allí sus hijas, entre ellas mi madre— tal vez habría alardeado de ser también el mejor del pueblo en la cama. «¿A mí, hombre? ¿Que me amenace ese a mí? Mecagüen… le arreé una en toa la cara… Si no llego a ir yo hasta el molino… que si sí que si no, pero en cuanto me planté yo, ya se enteraron, ya…» De tanto «yo» y tanto «a mí» se nos atravesaba la sopa en la garganta. Su voz resuena a todas horas en mi cabeza desde que tenía cuatro años y durante mucho tiempo hice unos terribles esfuerzos por escapar de ella (El Levante es consecuencia de uno de esos intentos). ¿Que reconociera él una equivocación, un desliz, una debilidad? Podías pensar que había llegado su hora. Así que, aunque a su lado sea un enano en eso de alabarme a mí mismo, he heredado lo suficiente como para no empezar, en público, a arrepentirme de mis pecados.
Así que si me convertí en un escritor adocenado en noviembre de 2004, cuando embarqué con todo el grupo hacia las Belles Étrangères, no se debió a nada fuera de lo común. Todos éramos escritores adocenados, pues éramos doce… Los doce del patíbulo dispuestos a conquistar Francia, la literaria y la que no lo era, en una campaña que duraría tres 40/192 semanas. Tengo intención de transcribir, en las páginas que siguen, una parte de la epopeya de los escritores rumanos por aquellas tierras hexagonales, es decir, la parte de la que fui testigo y personaje en el citado noviembre rojo.
Es cierto que, además de en esta ocasión, me sentí también un escritor adocenado cuando fui uno de los doce escritores finalistas —¿cómo denominarlo?— de la convocatoria «Diez para Rumanía» que fallaron el año pasado. Entonces, en un mes de diciembre igualmente sombrío, los diez autores se transformaron como por arte de magia en una docena para que los titanes D. R. Popescu y Horia Gârbea no quedaran, ¡Dios mío!, excluidos de la partida. Entonces me llevé asimismo un premio, un trozo de metal reluciente que me fue de gran utilidad aquella noche lluviosa, ya que regresé del Ateneo con mi esposa a pie, tal y como habíamos ido: la circulación aquellos días previos a la Navidad era infernal y resultaba imposible encontrar un taxi. Así pues, le dejé a Ioana el paraguas, muy cortésmente, y yo me coloqué el diploma sobre la cabeza mientras aferraba confiado la correspondiente estatuilla con la mano derecha. En la penumbra de las callejuelas traseras de la Piaţa Palatului se nos acercaron unos perros abandonados: me defendí valientemente con el objeto, que por fortuna era contundente, y esto los mantuvo a raya… A veces resulta conveniente ganar un premio, incluso aunque no tenga dotación económica.
Estaba en Bucarest cuando me anunciaron que formaría parte, el siguiente otoño, de la delegación de los doce. Partiría, por tanto, a París desde Viena, ya que en septiembre nos trasladábamos con niño y todo, llevando con nosotros también a la niñera del crío, al amplio y acogedor apartamento de mi amigo Horia. Enseñaría rumano durante un año, en la Universidad de Viena, a unos estudiantes que, por lo demás, lo habían aprendido tan bien como yo de sus padres rumanos, emigrantes de los 70 y los 80, cuando estaba al alcance de la mano dejar el país del salchichón de soja por el país de la mantequilla. El grupo de escritores era bastante apañado ¿eh?, que no lo había elegido ni la Unión de Escritores ni el Instituto Cultural Rumano de la época, ni tampoco un jurado formado por críticos, sino que habían sido ellos mismos, los gabachos, que lo hacían bastante mejor, quienes se habían encargado de elaborar la nómina. Como un rumano imparcial, tras documentarse cuidadosamente, habían elegido doce escritores sin prestar atención a los hermosos ojos de los cocodrilos abonados a semejantes eventos. Pues lo que habían planeado, ciertamente, era un pequeño gran evento.
Todos los años, los franceses (no voy a liarme ahora con instituciones ni con nombres: los franceses están representados en mi historia por tres o cuatro señoras simpáticas que hicieron todo lo que estaba en su mano por que fuéramos felices) cierran los ojos y hacen girar la bola del mundo, clavan una aguja en un punto elegido al azar con la esperanza de acertar en tierra firme. Escogen así un país cada año e invitan a una docena de individuos, a unos cuantos poetas, a otros tantos novelistas, y los pasean por toda Francia para mostrárselos a un público ávido de sensaciones fuertes. Esta costumbre recibe el nombre de Les Belles Étrangères, Las Bellas Extranjeras. En cuanto me enteré de que yo sería una de esas extranjeras bellas, me interesé por quiénes serían las otras y descubrí que el harén completo incluía a antiguos conocidos míos o, como diría Ţoiu: «el equipo con el que he recorrido medio mundo». En realidad, todos eran unos amargados que, como decía antes, habían zampado, al igual que yo, salchichón de soja de lo lindo y que vivían aún, a pesar de la libertad posterior a 1989, en el terruño de sus antepasados. Era, así pues, una selección nacional carente de extranjeros. No lo eras tú, Virgil Tănase, ni tú, Norman Manea, ni tú, Matei Vişniec, ni siquiera tú, Ţepeneag, aunque hubieras regresado tiempo atrás a tus orígenes. Otra decisión draconiana de las señoronas que representaban a Francia. Un solo nombre de los once me resultaba completamente desconocido: el de Letiţia Ilea. El resto, la crème de la crème de cada generación: Blandiana y Agopian, Adameşteanu y Zografi, Crăciun y Mureşan, Marta Petreu y Simona Popescu, Cecilia Ştefanescu y Dan Lungu. ¿Torcí acaso el morro ante la mención de alguno de estos nombres? No voy a reconocerlo aquí porque no quiero meterme en balde en semejante berenjenal. Me conformaré con decir que, a grandes rasgos, la pandilla era OK. A unos ocho de ellos los habría elegido yo mismo si me hubieran preguntado. Quedaba pendiente el asunto de las compatibilidades: ¿con quién tendría que compartir mesa, con quién tendría que batirme el cobre hombro con hombro? Es curioso, con todos mantenía buenas relaciones que iban desde la amistad sincera hasta una sonrisa convencional y cordial. Tal vez con una pequeña excepción, absolutamente insignificante, que voy a dejar de lado.
Así que acepté; que sea lo que Dios quiera, seré un escritor adocenado y encima ¿dónde? En Francia, nada menos, famosa por su interés por la cultura de los demás. Y en cuanto acepté, se personó en mi casa la televisión.
2
HUYO DE LAS ENTREVISTAS Y DE LAS CÁMARAS como el diablo del incienso. Habitualmente todo empieza con una llamada al teléfono móvil y la voz sensual, irresistible, de una joven lánguida que soñaba contigo desde niña: «Hola, ¿señor Mircea Cărtărescu?» «Sí…» respondo con el sentimiento de estar hablando con Marilyn Monroe en persona. Sigue un diluvio de amorosas palabras. Me proponen un tête-à-tête en un ambiente romántico, «cuando y donde usted quiera». La voz suena como si la entrevista, para la página cultural de quién sabe qué periódico, no fuera sino el mero pretexto para una sobremesa apasionada. «De acuerdo» digo, embaucado una vez más por la sensual voz, de tintes promisorios, «entonces mañana en mi casa.» Desde el instante mismo en que acepto, sé lo que va a suceder al día siguiente, pues es lo que sucede siempre: en vez de una señorita nerviosa, me encuentro en la puerta a un individuo peludo, con la camisa desabrochada hasta el ombligo, muerto de aburrimiento, que aguanta lo justo antes de preguntarme por lo único que de toda mi naturaleza literaria le interesa a él: cuánto me han pagado por ¿Por qué nos gustan las mujeres? , cuál es la marca de mi coche, si me da miedo el número trece y si prefiero la cocina italiana a la griega. A continuación desaparece tambaleándose y lo hace para siempre: no me avisan de la aparición de la entrevista, no me envían la copia solicitada y cuando por fin veo la página, me saca de mis casillas: un titular con letras minúsculas, «Cărtărescu prefiere los pimientos rellenos a los salchichones de soja», «Cărtărescu se ha hartado de Rumanía», «Un Nobel para Cărtărescu» y, debajo, las tonterías que yo he dicho transformadas en algo diez veces más estúpido… Cuando eso ocurre, siempre me digo lo mismo: lo tengo merecido, soy un idiota y siempre caigo, pues en este valle de lágrimas las tentaciones son infinitas…
Aunque cuando viene un equipo de televisión es muchísimo peor. Invaden tu minúsculo despacho cinco o seis individuos en pantalones vaqueros, jerséis, chalecos y barbas, acarreando miles de cajas metálicas que, por la forma, no pueden contener sino metralletas, pero extraen de ellas unos objetos de lo más inofensivos: tubos, cables, reflectores, micrófonos y otras piezas que no soy capaz de identificar. Su montaje dura más o menos el tiempo que te llevaría aprender alemán. Siempre estás en medio, te despachan de un sitio a otro sin decirte una palabra, tu pobre alfombra se va llenando de manchas de barro de la calle, de aceite de coche y, sobre todo, de una increíble maraña de cables. Los técnicos parecen multiplicarse por momentos, surgen cámaras de video prehistóricas, se vuelca un vaso de agua sobre mi ordenador, cae un cuadro de la pared… ¡Qué voy a decir! En mi pobre despacho se instaura el estado de Tohu-Bohu del que habla el Talmud. Uno de los barbudos mete un enchufe en la toma de corriente que cuelga de la pared y entonces sucede habitualmente uno de los dos fenómenos eléctricos posibles: o bien explota la bombilla del reflector, o explota mi cuadro de luces. Si no sucede nada, a las dos semanas me llegará una factura de luz de proporciones bíblicas. Finalmente, una señora de formas expansivas complica aún más la situación en el despacho, que se transforma en una especie de ascensor. Me indica el lugar en el que tengo que sentarme y que, en cualquier caso, habría adivinado por mí mismo, pues es el único hueco libre que queda en la habitación. La experiencia de una entrevista de televisión no está hecha para claustrofóbicos. Un barbudo (otro diferente) me toquetea obscenamente por debajo del jersey con la excusa de colocarme el micrófono. Luego me obligan a fingir que escribo algo en mi ordenador portátil, que escojo un libro de la estantería y lo leo con inusitado interés, que miro al vacío a través de la ventana, arrebatado por una súbita inspiración poética…
La entrevista dura varios siglos aunque te hayan dicho al principio que no llevará más de media hora. Siempre falla algo con las cintas, con la luz, con los polvos del labio superior de la señora, siempre me interrumpen en medio de la frase más sutil (pues hago denodados esfuerzos por parecer listo mientras dieciséis individuos contemplan mi boca con cara de desprecio…) y me veo obligado a repetirla entera… Las preguntas son, por supuesto, siempre las mismas: que por qué me gustan las mujeres, que cuánto gano con la literatura, que qué coche tengo. A continuación, la entrevista acaba y yo vuelvo a convertirme en un estorbo. Les lleva tanto tiempo desmontar los aparatos como les ha llevado montarlos. Vuelve a derramarse un vaso sobre mi ordenador, vuelve a caerse un cuadro: es como una película proyectada al revés. Tengo la sensación, incluso, de que todos caminan de espaldas, balbuceando unas palabras al revés. Hasta bien entrada la noche, me ocupo de crear el mundo de nuevo tras el caos primigenio. Naturalmente, tampoco ahora recibo indicio alguno, por vago que sea, de cuándo se va a emitir. En cualquier caso yo no veo la televisión, así que con menos motivo voy a hacerlo para verme a mí mismo (si echo de menos mi cara, me miro al espejo y santas pascuas), pero mis padres, pobrecillos, siempre se llevan una alegría cuando salgo.
Con los franceses, sin embargo, la cosa no resultó tan dolorosa, tengo que reconocerlo. Pero la cadena de producción fue endemoniadamente complicada: una señora francesa me hacía las preguntas en la lengua de Molière, yo respondía en la de Caragiale (pues la única alternativa habría sido que respondiera en la de Guliţa , pero no era plan), y a continuación, otra señora francesa, pero conocedora del rumano, lo traducía y todo ello era vertido a la película por un señor francés. Este era un director que había recibido el interesante encargo de realizar un reportaje sobre Rumanía en general y sobre una docena de escritores rumanos en particular, a través de una visita de tres días a un país del que no sabía nada y con un presupuesto cercano a los cero grados Kelvin.
Intimidado por el evidente predominio del elemento francés en mi habitación, hablé por los codos, de lo divino y de lo humano. Una especie de extraña regla limita la libertad de los escritores cuando conceden entrevistas. Llegan enseguida a comprender que el impulso sincero y espontáneo de declararse los más importantes autores rumanos vivos (aunque a veces incluyen también a los muertos, algo que, al menos para los franceses, significa más o menos lo mismo) no es visto, en general, con buenos ojos. En consecuencia, interrogados sobre el verdadero valor de su obra, clavan tímidamente la mirada en el suelo y, con un aire artificioso de malos actores, disimulan diciendo que «algunos críticos son de la opinión de que…», «se ha dicho en algún lugar que…», de tal manera que un observador externo creería que el escritor rumano no piensa nunca en la gloria, en el dinero o en la fama, sino únicamente en la Gran Señora Poesía, cuyo humilde paje ha elegido ser por y para siempre. Yo tampoco constituí la excepción a la regla: fui decente, civilizado, políticamente correcto, generoso con mis compañeros de profesión, severo conmigo mismo y, por tanto, endiabladamente hipócrita.
En cualquier caso, al ver el reportaje iba a darme cuenta de que lo que dije durante aquellas dos horas no tuvo mayor relevancia: seleccionaron unos siete minutos en los que, en un plano fijo, yo parecía dirigir un discurso insoportable a las paredes. De vez en cuando, mi cháchara era interrumpida por las imágenes de mi amada Bucarest: carromatos, chuchos salvajes y ruinas siniestras. ¿Qué importa que yo hablara de la mente y la metafísica? Al público francés lo que le interesa saber es lo que florece a orillas del Dâmboviţa.
3
EL REPORTAJE, REALIZADO POR EL SIMPÁTICO FRANCÉS a modo de avanzadilla de nuestro viaje a Francia, se abría, por supuesto, con el primero y más importante escritor rumano, Nicolae Ceauşescu en persona. Y con su secretaria personal, la camarada Elena Ceauşescu. Transcurrían unos diez minutos en los que se mostraba al jefe en la tribuna, a los aplaudidores, los desfiles del 23 de agosto y la Casa del Pueblo. Luego venían la revolución, los escuderos, las barricadas, los tanques, los terroristas y finalmente la imagen del tío Ceaşca, abatido ante el muro abandonado e inacabado de Târgovişte, con su correspondiente agujerito en la frente.
¿Qué demonios, os preguntaréis, tenía que ver todo eso con la literatura rumana contemporánea? Imaginaos que viene a Rumanía una delegación de doce escritores franceses, la crème de la crème , y que nos ponemos a hacer una película sobre ellos. ¿Qué dirían los gabachos si empezáramos ese documental con los acontecimientos del no sé qué Thermidor, con la caída de la Bastilla, con Gavroche y con la tía aquella conduciendo a la multitud con las tetas al aire, con Luis XVI guillotinado, con Robespierre sujetándose el mentón? Creerían, probablemente, que habíamos perdido la cabeza. ¿Por qué —me pregunto— algunos tienen derecho a la normalidad y la modernidad y otros solo a una historia pintoresca? ¿Por qué nos ahogan siempre en el Sena, en el Támesis o en el Potomac con Ceauşescu atado al cuello? En fin, supongo que el hombre tenía que rellenar la película con algo, me dije, y seguí viéndola.
El esquema era el siguiente: un paisaje rumano típico de matices más bien indios. Gente muy bronceada, caballos pequeños pero vigorosos, carromatos de última generación, chuchos asilvestrados plantados junto a los bloques de casas, niños en «shándal» jugando al «fúmbol» en los solares vacíos, todo ello alternando con alguno de los escritores adocenados hablando, en su casa, con un tipo que no se dejaba ver. Y así, poco a poco, de un discurso autista a otro, de un carromato con capota a otro, el documental tocaba a su fin. No sé cómo habían filmado los interiores, pues todas las señoras escritoras rumanas salían un poco hinchadas, como a través de un ojo de pez, probablemente por razones ideológicas: ¿qué sentido tendría que parecieran unas señoras francesas cualesquiera? ¿Dónde quedaría el interés artístico entonces? De esta manera se ajustaban a los criterios estéticos orientales: brazos rotundos, papadas rellenitas, gestos de El rapto del serrallo . Solo con Marta Petreu no pudieron hacer nada: al ensancharla de forma considerable, la imagen la agrandó hasta las proporciones exactamente habituales… En cambio, los escritores barbudos parecían todos mendigos desaseados (es cierto que algunos se habían presentado en la filmación precisamente de esa guisa). ¿Los temas de los discursos? Agradables y variados, se desplegaban por toda la escala de sentimientos humanos, de la calma de Dan Lungu al gato de Ana Blandiana. Yo aparecía hacia la mitad y resplandecía con la camisa roja a rayas, italiana, que me acababa de regalar Ioana y de la que estaba tan orgulloso como Liiceanu de su Siegfried.
Respecto a los fragmentos extraídos de cada discurso de unas dos horas de duración delante de la cámara —en el que cada uno de los escritores confesó hasta los ingredientes secretos de la primera papilla que había tomado—, todos me dijeron lo mismo después: «Hombre, han dejado los fragmentos en los que aparezco diciendo más idioteces, más incoherencias, en el que más tartamudeo, en el que justo me rascaba la oreja o me hurgaba en la nariz… No sé qué demonios habrán querido demostrar con eso…». Bueno, no era exactamente así; la mayoría de nosotros (pues me incluyo) lo decíamos para justificarnos más bien por lo insípidos que eran los siete minutos que mostraba el documental.
En resumidas cuentas, partimos todos a la mítica Francia precedidos por un documental apañado deprisa y corriendo, en el que Rumanía salía bastante mal parada y los escritores rumanos no salían en absoluto, ni bien ni mal. Pero seamos justos: si a usted, que está leyendo este texto ante una humeante taza de café, le pidieran que realizara un documental sobre los escritores de la república de Tayikistán y le dieran dinero y mudas para tres días, en los que tendría que ir hasta allí y encontrarse con doce individuos e individuas desconocidos, de los que no sabe siquiera si utilizan tenedores en la mesa, ¿qué haría? ¿Cómo saldría del apuro? ¿No buscaría también lo pintoresco, los kumis, las cabras paseando por las calles, los adoradores de Stalin y cualquier otra cosa que hubiera por ahí? ¿Y las escritoras bigotudas y los escritores de ciento veinticinco años afincados en las montañas de la hermosa república? Al fin y al cabo, no vas a mostrar edificios de hormigón y cristal, automóviles Citroën o individuos que hayan leído a Camus.
Los franceses están hasta la coronilla de todo eso. Ya lo he contado en alguna otra ocasión: en los años 90 visité América gracias a un programa para escritores de todo el mundo. Allí realizábamos lecturas de nuestra obra viajando de ciudad en ciudad. Y mira tú qué disparate (entonces me impactó, aunque luego he acabado por acostumbrarme): los autores normales, los que leían dócilmente sus textos como en nuestros cenáculos literarios, no tenían el más mínimo éxito. Podían ser geniales o hacer las más sorprendentes piruetas textuales. El público se limitaba a escucharles con una especie de educada complacencia. Imagino que cada uno de los presentes en la sala pensaba, de hecho, en sus cosas, como en los conciertos de música clásica. Pero le llegó el turno de leer sus poemas a un simpático colega del Congo de nombre inolvidable, Chirikure Chirikure. Y lo que ocurrió fue alucinante. Este individuo se puso en pie como si le quemara la silla y empezó a correr delante del público. Cantaba, bailaba, se retorcía, echaba espumarajos por la boca, rodaba por el suelo. En un determinado momento agarró a una viejecita del público, muy bien conservada, por cierto, una especie de reina yanqui de Inglaterra, y la arrastró tras él, gritándole al oído y haciéndola girar antes de depositarla de nuevo en su asiento. En fin, su actuación fue indescriptible. La poesía de Chirikure propiamente dicha ocuparía muy poco espacio tipográfico, pues se reducía a un solo sintagma, «Fucking dragon-fly! » (que yo traduciría como «jodida libélula», pero he de reconocer que no soy un traductor extraordinario), aullado, maullado, balbuceado, gemido y esgrimido cientos de veces durante su «lectura».
En consecuencia, el gran poeta congoleño fue ovacionado por el público en tanto que los otros dos autores que tuvieron la desgracia de leer junto a él aquella tarde (un canadiense post-lacaniano y un novelista checo a la manera de Kafka) recibieron unos aplausos más bien discretos, con la punta de los dedos. Al día siguiente, los periódicos locales hablaron largo y tendido del poeta Chirikure y se olvidaron, lamentablemente, de los otros dos. Me he reencontrado posteriormente con el poeta congoleño en diferentes lugares del mapamundi, con la misma lectura de poemas y el mismo éxito, con la misma viejecita arrastrada por el escenario (si no había ninguna a mano, elegía un viejecillo arrugado) y con el mismo «fucking» al que añadía unas veces un escarabajo, otras una luciérnaga y otras veces la ya famosa libélula. El chico del Congo vivía de beca en beca, como un señor.
4
PERO TODAVÍA FALTABA MUCHO TIEMPO para que viera el documental. Por el momento me ocupé de mis asuntos, transcurrió medio año, nos trasladamos a Viena, a un enorme apartamento blanco como la leche en el que el chiquillo, ya la primera noche, se las apañó para volcar el televisor. Un crío con sentido común, deduje. Por lo demás, Gabriel —no es que yo quiera ensalzarlo— demostró una noción del valor sorprendentemente precoz. No tenía siquiera dos años cuando ya ajustaba cuentas con los libros de la biblioteca, eligiendo a sus víctimas con tanto discernimiento que, en un determinado momento, me dije: ¡este va a ser crítico literario! Esto después de que, en la primera media hora de nuestra estancia, destruyera mucho mejor que cualquier crítico, Noroaiele de Paul Anghel y Scaunul singurătăţii de Fănuş Neagu. Las páginas arrancadas con saña revoloteaban por todo el apartamento…
¡Qué ciudad tan estupenda, Viena! Estuvimos allí un año pero nos habríamos quedado para siempre. Vivíamos en el distrito 17 y por las tardes olía maravillosamente a cacao, pues a un paso de nuestra casa estaban los antiguos edificios de la fábrica de dulces Manner, que elaboraba, desde hacía doscientos años, las más famosas, las más ligeras y más crujientes galletas que puedas imaginar, envueltas en papel de estaño rosado como los ocasos vieneses. En cuanto a los austriacos, ni rastro de ellos hasta donde alcanzaba la vista. En los parques infantiles —cuyos suelos estaban moteados por las cortezas de los árboles—, se arremolinaban mujeres árabes con velo, turcas corpulentas, búlgaras y serbias, montenegrinas y albanesas que gritaban todo el día a sus retoños, mientras los padres y los abuelos se apretujaban en los bancos, con los narguiles y los tableros de tablas reales, dejando a su alrededor montones de cáscaras de pipas. Un tímido idilio iba perfilándose ante nuestros ojos entre la niñera de Gabriel y un serbio viejo y tímido como una doncella. ¡Dios mío, cuántas cosas podría contar de Viena! Los domingos cogíamos el tranvía 42 hasta la Votivkirche y desde allí, con el niño en el carricoche, nos dirigíamos hacia el centro dominado por la gigantesca catedral Stephansdom. A su alrededor, los saltimbanquis, los vendedores de globos y los hombres-estatua contribuían a crear una atmósfera casi como de carnaval… Naturalmente, nos aventurábamos a menudo por el Prater, donde el crío giraba la cabeza para contemplar las norias, los túneles del terror, los tiovivos, los rollercoasters retorcidos como intestinos de neón… Puesto que ya se han enterado por ahí de que estoy harto de Rumanía y de que quiero desertar, voy a reconocer aquí que me encantaría acabar asentándome en Viena, sobre todo porque mi amigo Horia me recuerda siempre que están construyendo unas casas maravillosas en las colinas de las afueras de la ciudad, con una panorámica fantástica, y que son más baratas que los chalés de Rumanía. Y en ese caso, ¿qué sentido tiene vivir toda tu vida entre la contaminación y el polvo, entre la histeria de tus conciudadanos, con miedo a que un terremoto devastador se trague la ciudad entera, una ciudad fea y arruinada, cuando puedes pasar la vida en la preciosa Viena, cuando tienes cincuenta y un años y sabes que te queda como mucho un cuarto de siglo más para disfrutar?
Pero no permitamos que nos abrumen ni Viena ni otros sinsabores y avancemos con valentía en esta historia que quiero contarles sobre un escritor adocenado. No sin antes, empero, de permitirme otro interludio, aparentemente más animado y alegre. Pues tú, amada lectora, no esperas de mí melancolías, inquietudes metafísicas ni cálculos sobre cuánto me queda de vida. Parece que te estoy viendo, en la mesita de la cafetería, tomándote un espresso mientras esperas a un amigo. El teléfono móvil, del que te sientes muy orgullosa, brilla sobre la mesa (¿un Nokia N96? Cómo te envidio… Si no estuviera ahorrando para un iPhone, yo también me compraría uno ahora mismo). Distraída, sacas del bolso el librito y, por aburrimiento, empiezas a leer, dejando caer un mechón de pelo teñido de rojo sobre la cara. Das otro sorbito a la taza, sigues leyendo, y así va pasando el tiempo. Cuando llegas al pasaje más interesante, aparece tu amigo, se sienta a tu lado y te coge de la mano. Dejas el libro sobre la mesa. No volverás a retomar la historia nunca más.
Por esa misma época me comunicaron que, antes del viaje a Francia, tenía que hacer otro a Italia, a la ciudad mantuana de Castel Goffredo, donde se adjudica cada año el premio de literatura Giuseppe Acerbi. Así que tenía que ir hasta allí, volver a Viena al cabo de tres días y después, al día siguiente, tomar el avión a París. Algo espantosamente complicado para un individuo que nunca sabe muy bien dónde está ni qué tiene que hacer. Así pues, desde Viena me dirigí en primer lugar hacia el norte de Italia, donde aterricé, entre la niebla, en el aeropuerto con el nombre más bonito que se pueda imaginar: Aeroporto Internazionale Bergamo di Orio al Serio. Aquí me recogió un coche a cuyo volante estaba un chófer uniformado de azul y, al cabo de unas dos horas, llegué a Castel Goffredo, la capital mundial de los pantis de señora.
¡Así es! En mi largo viaje por Italia y Francia en noviembre de 2005 visité tres grandes capitales del mundo: Castel Goffredo, París y Castelnaudary, la capital mundial del codillo con alubias. París no me impresionó demasiado, pero las otras dos las encontré fabulosas. Hace unos doscientos años, en Castel Goffredo, una de las decenas de miles de ciudades italianas dueñas de un castillo con torreón, de familias nobles y de una iglesia pintada por algún gran renacentista, una familia que no tenía de qué vivir decidió criar gusanos de seda. Con la seda empezaron a fabricar medias de señora. El éxito fue fulminante. Poco después, toda la ciudad se dedicaba a lo mismo. Hoy en día hay más de ochenta fábricas de pantis en Castel Goffredo. Llegó a haber incluso más, pero las han trasladado a otros sitios donde la mano de obra es más barata: a Rumanía por ejemplo. Al final de mi estancia de tres días yo también me llevé una propina: tres pares de calcetines de caballero —también los fabrican, pero en menor cantidad— de la talla 45, en los que podría meterme entero. Qué pensarían ellos: un escritor tan grande no puede calzar menos… Pero a caballo regalado no se le mira el diente.
Allí me entregaron el Premio Acerbi. Este tipo fue un noble local que revoloteó por Laponia hasta que alguien le cortó las alas. El premio constaba de una bandeja de plata con la que ni siquiera hoy en día sé qué hacer y una cantidad de dinero demasiado modesta como para que la mencionemos aquí. Sin embargo, las ceremonias fueron magníficas. Nos llevaron a unos castillos increíbles: el Palazzo di Té, la sala de los caballos (estos caballos de rostro humano, unos diez, existieron en realidad: eran los favoritos del duque de Saboya, si no me equivoco, que hizo que se los pintaran en las paredes, en tamaño natural, evitando cuidadosamente el color verde), donde se pronunciaron unos discursos barrocos ante todos los notables, unas palabras recargadas como solo se pueden escuchar en Italia… Nos arrastraron por escuelas e institutos con unos críos tan ingeniosos que parecían rumanos. Pero el susto de mi vida me lo llevé cuando me vi en el hospicio-cárcel de máxima seguridad situado en los alrededores.
(Continuará…)