CUÉNTAME UN CUENTO

Helena Garrote Carmena







Un día mamá llegó con una bolsa llena de ropa. Yo me quedé con unas botas. Eran preciosas, plateadas, y me llegaban casi hasta las rodillas. ¡Que ilusión!, cuando me las pusiera perecería la señorita Robinson de “Perdidos en el Espacio”. Mamá me dijo que no las usara para ir al colegio, que las reservase para cuando fuésemos a algún sitio. Ir a “algún sitio” quería decir ir a ver a la abuela o a visitar a la tía Manolita que siempre estaba pachucha. Mi tía vivía en un barrio del centro, en una calle con farolas muy bonitas y edificios blancos con amplios portales. A casa de mi tía también íbamos en verano a cuidarle el gato cuando ella se marchaba de vacaciones a Fuengirola a descansar. Una vez nos mandó una postal con un cielo muy azul y casitas blancas llenas de macetas cuajadas de flores rojas. En medio de la foto había un burro con alforjas de cuerda y un cartel colgado como si fuese un taxi. Al fondo, se veía un poquito el mar. Fuengirola debía ser un sitio muy bonito.

Cuando llegábamos para dar de comer a Niki (el gato), mi madre se iba derecha a la cocina a prepararle su pescado y yo me metía por las habitaciones. Todas estaban llenas de cuadros: cuadros de paisajes, de caras exóticas y cuadros de guerreros a caballo entrando en batalla. El despacho de mi tío siempre tenía la puerta cerrada. Un día la abrí y me asome un poquito. Vi una vitrina llena de soldaditos y un armario muy grande. Era de madera negra y en las puertas había unas cabezas en relieve; parecían animales con la boca abierta. Detrás de su mesa colgaba el cuadro de un hombre vestido con uniforme verde. Daba mucho miedo porque estaba tuerto y le faltaba un brazo.

Llegó el invierno, esperé impaciente para poder estrenar mis botas galácticas y por fin, un domingo, mamá dijo que iríamos a ver a la abuela y me las puse. Cuando mis hermanos me vieron se empezaron a reír: ¡pareces un marciano!. No les hice caso y seguí caminando, pero como había nevado toda la noche, al salir del portal resbalé y fui deslizándome por la pequeña pendiente hasta la acera donde paré, porque ahí ya no había nieve.

-Te has hecho daño?, dijo mi madre
-No.
-Sube y cámbiate, ponte las botas de agua.

No volví a ponerme más esas botas, me olvidé de ellas y nunca supe donde fueron a parar.

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