La niebla

Helena Garrote Carmena

Niño pequeño mirando el mar (1891)- Edward Hopper









La víspera de mi primera comunión mi abuela se vino a casa. Siempre que se la necesitaba o había algo que celebrar, ahí estaba mi abuela.

Antes de acostarme mi madre puso a calentar una perola de agua en la cocina de carbón y colocó en el suelo el barreño grande de zinc para bañarme. Dentro del recipiente yo empapaba la esponja y me frotaba los brazos mientras mi madre me enjabonaba la cabeza vigorosamente. Podía escuchar la espuma en mis orejas y a ella hablando con mi abuela sobre los preparativos. Tras la misa celebraríamos un banquete en el comedor de mi casa.

Extenderían el mantel de flores sobre la mesa grande y buscarían suficientes sillas para que mis tíos, mis primos y demás parientes estuviesen cómodamente sentados. Servirían consomé y bandejas de medias noches rellenas de sobrasada, de queso, de chorizo y de jamón; refrescos de naranja y de limón, licores y café para los mayores y una tarta. Yo repartiría los recordatorios y me harían muchos regalos. Seguramente alguna muñeca vestida de organdil, cajas de bombones y lenguas de gato y un álbum nacarado donde yo luego escribiría los nombres de todos los invitados y pegaría las fotografías que Ginés, el vecino fotógrafo, nos habría hecho durante la fiesta.

Las risa de mi abuela, el agua calentita, el rico olor del puchero que cocía en el fogón y la túnica blanca colgada tras la puerta del dormitorio de mamá. No podía ser más feliz.

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