Helena Garrote Carmena

Going and Coming (1947) –Norman Rockwell
Una vez al mes mi madre me daba quince pesetas para que llevase a mi hermano a cortarse el pelo.
La barbería tenía en la puerta un pirulo con franjas rojas y azules que giraban de forma hipnótica. Dentro hacía calor y olía muy fuerte a colonia de hombre y a tabaco. Las paredes eran de azulejos amarillos, había un gran espejo con repisa y dos sillones metálicos amortiguados con scay negro. En el rincón, un lavabo y una mesita donde se amontonaban periódicos deportivos ya bastante manoseados.
El barbero le daba un caramelo a mi hermano y lo aupaba al sillón. Con el pie, activaba un pedal de modo que mi hermano comenzaba a elevarse hasta que su cara aparecía en el espejo entre frascos de Varon Dandy y loción Abrótano Macho. Con un elegante pase le cubría con una sábana blanca, se la remetía cuidadosamente alrededor del cuello y a mi me parecía un merengue con pies. Agarraba el flus-flus, le alborotaba los pelos e iba repartiendo el agua para – imagino – hacer el corte más fácil. Luego abría un cajón y elegía la tijera adecuada. Con el peine en la mano izquierda recogía un mechón, pero antes de dar el corte hacía sonar la tijera en el aire abriéndola y cerrándola una y otra vez a gran velocidad . Todo esto lo hacía sin quitarse el cigarro de la boca.
Cada tajo que daba estaba muy calculado y, aunque la cabeza era pequeña, el barbero parecía olvidarse del tiempo recortando, igualando y haciendo aletear la tijera. El pequeñín se dejaba hacer observando todo por el espejo con gesto malhumorado y a mi me empezaba a entrar sueño…
Cuando consideraba que su obra tenía la forma adecuada, buscaba la navaja y la afilaba en una gruesa goma negra. Le agachaba la cabeza empujando ésta suavemente con dos dedos y empezaba a rasparle el cogote haciendo un ruido como de rastrillo en la arena. Yo lo observaba todo desde una silla, acurrucada dentro de mi abrigo, sujetando las quince pesetas en el bolsillo y haciendo esfuerzos para no dormirme. Con los ojos ya entornados le veía coger otra vez el peine y, mirando fijamente a mi hermano, le sacaba la raya a un lado y remataba con una bonita onda en la frente. Le echaba colonia, le quitaba la sábana y, antes de bajarle del sillón, le barría las orejas con una brocha de pelo largo y abundante.
-Ya estás chaval.
Y al decir esto yo me espabilaba y veía caer la ceniza de su cigarro al suelo, como lluvia fina.