Maxence Van Der Meersch

VII
Patrice Hennedyck pasó en un desorden total los primeros meses que siguieron a su retorno a Roubaix. El odio, la rabia, el dolor y la vergüenza se mezclaban en su interior, sumiendo su espíritu en una increíble confusión. Trataba de estar absorto, de hundirse enteramente en su idea fija, enconando con una especie de alegría cruel la herida abierta en su orgullo. Hubiera deseado huir, abandonar la región del Norte, buscar refugio muy lejos, hallar olvido en el fondo de un país donde nadie le conociera, donde él tampoco conociera a nadie. Pero la falta de dinero le retenía por el momento en Roubaix.
Vivía en la fábrica, pues su domicilio le habría resultado intolerable. Vivía allí como un misántropo, como un perfecto salvaje, lejos de la gente, alentando contra todos y contra sí mismo un furor feroz, dedicando a la mujer, criatura maldita, un rencor, un desprecio, un odio insaciable. Se burlaba de sí mismo con una crueldad que no conocía límites. Comprendía todo lo que había de insensato en la adoración desatinada y loca de la criatura por quien los hombres se aniquilaban. ¡Tanto valor, tanta fuerza y talento, tanto genio disperso, gastado siglo tras siglo por un ser material, de barro! ¿Qué locura era la del hombre? ¿Qué mujer podía ser digna de inspirar aquella milagrosa y casi divina que era un amor puro? Apretaba los puños, llorando de rabia, pensando en las palabras que hubiera podido decir antes a Emilie, a la pasión que le había confesado, al culto que le había rendido. Ahora, en cambio, la despreciaba, la injuriaba y la infamaba, vengaba con imprecaciones la vergüenza de su humillación, aquel dolor, aquel martirio de ver a otro preferido, de tener que luchar contra sí mismo. Cuando estaba solo, le acometían violentas crisis de ira. Entonces se asustaba de todo lo carnal y apasionado que descubría en aquel amor que él había juzgado, una vez extinguidos los primeros fuegos del deseo, como de una ternura compasiva hacia la siempre enferma… Violentos ramalazos de deseo le hacían saltar de la cama, gritar, blasfemar. Recordaba las horas ardientes, los instantes en que ella, estrechada contra su pecho, cedía al placer, como a su pesar, de mala gana, defendiéndose… Volvía a ver aquella naricilla fruncida, aquella respiración ligeramente entrecortada, aquel parpadeo, aquella expresión poco habitual y casi desconocida que transformaba al rostro amado en otro desconocido y nuevo, como el de un ser diferente que solo se descubriera en aquel breve instante… ¡Pensar que se había entregado a otro, que aquel otro hombre la habría visto así, la habría abrazado así, conocido así…! Hennedyck se sentía arrebatado en un vértigo cruel y hubiera dado su sangre para que el rival viviera aún, para poder matarlo con sus propias manos…
Acabó por decidirse a ir a ver a Emilie. Estaba en Herlem, cerca de los Sennevilliers. Lise, se ocupaba de ella, devolviéndole poco a poco el equilibrio físico y moral. La forzó a confesarse, a decírselo todo, desgarrada, martirizada… Sentía que cada confesión le penetraba en el corazón, como un hierro candente. Pero quería saberlo, saberlo todo… Cuando regresó, parecía medio loco.
Trató de alejar aquellas visiones, pero le obsesionaron otros pensamientos, más tiernos y acaso también más dolorosos. Las canciones de Emilie, las palabras que pronunciaba, sus gestos, hasta aquella tonadilla infantil que gustaba cantar con su voz débil y temblorosa:
«L’alouette sur sa branche
Fait encore un petit saut,
L’alouette, l’alouette».
La cantaba a solas y luego estallaba en sollozos.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Decir que todas estas cosas, toda esta felicidad no volverá, que ha ocurrido algo irremediable que las hace imposibles!
Se sentía víctima de una desesperación insensata, delante de aquella imposibilidad de rehacer, de volver a comenzar el pasado. ¡Si pudiera al menos suprimir de su memoria la terrible afrenta! Pero no… Era imposible. Nada ni nadie sería capaz de arrancarla, de dulcificarla.
A su alrededor, el Norte se despertaba del duro letargo de la guerra. Se trabajaba para poner las fábricas en estado de funcionamiento. La ciudad hervía de actividad. Sin embargo, en L’Epeule, el pueblo se inquietaba. ¿Qué ocurriría con las fábricas de Hennedyck? Los mejor informados pretendían que no se abrirían nunca. ¿Cerradas las fábricas de Hennedyck, que desde hacía cien años proporcionaban el pan a L’Epeule? Nadie se atrevía a creerlo. Pero la inquietud iba en aumento. Viejos tejedores, expertos obreros que habían conocido al padre de Hennedyck, abordaban a Patrice en las calles:
—Señor Hennedyck, ¿cuándo volvemos? ¿Volveremos a trabajar, señor Hennedyck?
En el rostro de todos aquellos operarios se leía la angustia, el miedo a seguir sin trabajo. Patrice se sentía emocionado y, también, un poco temeroso. No se atrevía a decir que no. Respondía:
—Muy pronto, amigos míos. Muy pronto…
Y se alejaba con un remordimiento sordo.
Tenía intención de derribar las ruinas, vender el terreno y marcharse de Roubaix. Pero, a veces, sentía flaquear su decisión. Algunos de los que le abordaban pronunciaban palabras que le llegaban al corazón: «Señor Hennedyck, hace treinta y cinco años que trabajamos para la familia. Conocimos a su padre y a su abuelo. Ya puede figurarse nuestra desolación al saber que…». Terminó por darse cuenta de que estaba traicionando su deber de patrón y sintió entonces una gran vergüenza. Todas aquellas gentes tenían confianza en él. ¿Tenía derecho a condenarles a la miseria al no ocuparse, por su egoísmo, más que de él? Y, además, sentía el sordo deseo de entrar en la batalla, sentía el orgullo y el placer de la lucha. Todos los demás habían reanudado sus ocupaciones. Comparándose con ellos, parecía un vencido. Aquel pensamiento le humillaba y decidió ver, examinar por lo menos la situación, las condiciones para reanudar el trabajo.
Se sintió recobrado inmediatamente. Parecía que su espíritu estuviera hambriento de actividad. Faltaba de todo, pero aquellas mismas dificultades no hacían más que enardecerle. Se sabía fuerte y estaba convencido de su enorme capacidad creadora. Conocía las fuentes, los lugares donde podía comprarse maquinaria y piezas de recambio, donde encontrar ladrillos, cemento, hierro, telares y máquinas.
Necesitaba dinero. Antes de la guerra poseía una pequeña hilatura en Dunkerque. Comprendió que durante algún tiempo el mercado de hilos se vería perturbado por las oscilaciones de los cambios y vendió aquellos talleres. Con el dinero puso manos a la obra. Era necesario reparar las calderas y la máquina, apuntalar la chimenea y volver a construir las naves derrumbadas. Hennedyck contrató a un equipo de mecánicos que comenzaron a trabajar a sus órdenes. Halló arcilla en las tierras que poseía en Leers, cociendo los ladrillos «al aire», sin horno, a la manera antigua. En el Tournaisis halló cal y cemento.
Le faltaba dinero y medios de transporte. Los trenes funcionaban con un retraso inverosímil, y el canal estaba seco. Los alemanes habían volado las esclusas y solo pasaba por el fondo un hilo de agua donde los mozalbetes iban a pescar pececillos con viejas cacerolas. Hennedyck dedicó todos sus esfuerzos a buscar carbón. Un tal Villeblanc, antiguo alquilador de coches, que poseía en 1914 un detestable taxi y había tenido la suerte de emboscarse en los servicios de automovilismo durante la guerra, le vendió seis carruajes. Aquel hombre, influyente ahora entre el personal del servicio de recuperación y liquidación de los almacenes americanos, acumulaba una honrada fortuna revendiendo a treinta mil francos los chasis que le adjudicaban por seiscientos. Acababa de abrir un inmenso garaje en Lille y poseía una docena de taxis, entregados a título de reparación por los daños de guerra y que remplazaban su único taxi de antes. Hennedyck se decidió a recorrer en persona la región minera: Lens, Béthune, Mons y Charleroi. Consiguió una cantidad bastante importante de hulla. En un cobertizo había instalado una fundición. Uno de sus contramaestres conocía el oficio. Las piezas más delicadas llegaron de Inglaterra; las otras, las de menor importancia, las construyeron los mecánicos, según los planes del propio Hennedyck.
Halló lanas en Anvers y Dunkerque, transportándolas en camiones hasta Roubaix. Se puso de acuerdo con Gayet para el hilado, decidiendo efectuar también los tintes en otro lado, al menos por el momento. Le acometió, como a todo el mundo, una fiebre de reconstrucción. Entre los obreros reinaba el mayor entusiasmo y a los rostros hoscos y suplicantes de antes habían sucedido los sonrientes de ahora.
La maquinaria comenzó a funcionar un lunes, a primera hora de la mañana. Fue un momento solemne. Todo el personal estaba agrupado en la ancha nave de la fábrica. Hennedyck, con gran emoción, se acercó a la máquina restaurada y abrió la admisión. Se elevaron al aire clamores de entusiasmo y, con un gran respiro, la máquina se puso en marcha. La fuerza corrió de nuevo a lo largo de los hilos, de los árboles y de las poleas, con un zumbido incesante, confortador.
Todos se precipitaron hacía los telares y en seguida se alzó la canción tumultuosa del trabajo. Había comenzado el verdadero resurgimiento de Roubaix.
Hennedyck gozaba, con más alegría que todos, de aquella gozosa restauración. Se había dado cuenta en aquella temporada que el trabajo absorbía y distraía, que era fuente maravillosa de olvido y de alegría, remedio único para todas las miserias morales. Y por eso se había lanzado a él, como el náufrago que se agarra al tablón salvador. Una preocupación quitaba la otra. Hennedyck casi tenía la impresión de que su conciencia no era más que una parte del alma y dejaba el resto en la sombra. Y la inmensa preocupación del trabajo disminuía, atenuaba así las otras, debilitando su importancia. Comenzaba a verse a sí mismo desde otro punto de vista, a examinar su caso con una mirada más objetiva y más tranquila. Se sorprendía de su pasada exaltación, de aquella especie de locura que le había arrebatado, de aquella embriaguez. Poco a poco se fue «desapasionando». Comenzó por experimentar menos sufrimientos a la vista de Emilie. Había ido dos o tres veces a Herlem. A partir de la semana en que volvió a funcionar la fábrica, decidió visitarla cada sábado. Su sorpresa creció al darse cuenta de que esperaba los fines de semana con verdadera impaciencia. Por lo demás, su vida en Roubaix era incompleta. Le faltaba en toda su obra alguna cosa. Cuando mayor era el esfuerzo, cuando la lucha más enconada, se planteaba una pregunta en su interior: «¿Por qué tanto esfuerzo? Para nada…». Sin Emilie, sentía que la vida estaba herméticamente cerrada para él. Sufría cuando las obreras, las mujeres de los operarios, le preguntaban ingenuamente por la señora Hennedyck. Entonces se daba perfecta cuenta de que, sin ella, la «casa Hennedyck» no estaría nunca reconstruida de una manera definitiva, que faltaría siempre el coronamiento de su obra.
¡Qué paz de espíritu, qué nuevo impulso de energía si pudiera perdonar, olvidar, aceptar de nuevo a su lado a la desgraciada pecadora, cuyo sufrimiento y tribulaciones le llenaban de remordimiento cada vez que pensaba en ella! Se daba cuenta de que aquella preocupación le quitaba buena parte de su libertad de espíritu, de sus posibilidades de acción. Algo estaría siempre incompleto si rehusaba ceder, acabar de una vez… ¿Y cómo acabar? ¿Qué otra solución más que aquel perdón que le repugnaba, que trataba de rechazar y que, sin embargo, se imponía a su alma como una necesidad? Separación, divorcio, nada le satisfacía, nada le devolvería la paz mental necesaria a su esfuerzo.
Y luego el apellido, aquel viejo apellido dinástico que era necesario perpetuar… Desde siempre, Hennedyck guardaba en el fondo de sí mismo una esperanza no confesada, siempre viva, de tener un hijo… Quizá no fuera demasiado tarde… En el peor de los casos, siempre era posible una adopción. Pero también para aquello necesitaba a Emilie. No se adoptaba un niño para negarle una madre.
La piedad, sobre todo, era lo que le hacía sentirse más cerca de ella. Cuando estaba en Roubaix, sentado en su despacho, podía aún odiarla. Pero tan pronto llegaba a Herlem, apenas la escuchaba, olvidaba por completo su falta. Le bastaba verla un segundo para comprenderla, para acordarse de su inmensa debilidad, de su completa irresponsabilidad. Era una enferma, una nerviosa excesivamente sugestionable. Sentía su miseria presente, su vergüenza, sus sufrimientos ocultos, sus esfuerzos tímidos para acercarse a él, su incertidumbre. A aquella angustia respondía él con el deseo de darse, de consagrarse. Le faltaba alguna cosa: entregarse completamente, como antes. A fuerza de costumbre, su sacrificio se le había hecho necesario. Algunas veces había soñado en una mujer como las otras, equilibrada y robusta. Una auxiliar, más que una carga. Pero en aquel instante se daba cuenta de que la constante preocupación, la incansable solicitud en torno a una enferma había completado y embellecido su vida. Preocupado por hacerla feliz, por entregarse, se había hecho feliz a sí mismo. La vida común de los demás le parecía espantosamente mediocre y trivial; la rechazaba con todas sus fuerzas.
Acaso fuera también el orgullo lo que le impulsaba hacia ella. En él había siempre un fondo de orgullo sutil, de orgullo segundo, por decirlo así. Nunca trabajaba únicamente para sí. Que Emilie no viera la obra conclusa, que no asistiera al triunfo de aquel resurgir, quitaba a su esfuerzo todo sentido, su mejor recompensa. Y, además, aquel perdón, aquel olvido de la injuria, le realzaban a sus propios ojos. Era una inmensa satisfacción verse generoso y noble. Los accesos de rabia y de violencia, el odio, se fueron haciendo cada vez más raros. Los hacía callar, los reprimía con todas sus fuerzas, sin querer ver más que la grandeza, la dulzura de aquel gesto misericordioso. Y, finalmente, no tenía más remedio que confesar que también todo su ser físico aspiraba a aquella reconquista, a aquel goce del cuerpo que sería para él otro resurgimiento.
En el mes de marzo de 1920, los encargados de la empresa Hennedyck acudieron a visitar a su patrón. La fábrica iba a cumplir los cien años. Era necesario celebrar dignamente su centenario.
A medida que organizaba el banquete, los discursos y preparaba la fiesta, Hennedyck volvía a encontrar los viejos recuerdos de familia, volvía a contemplar aquel esfuerzo, aquella primera fábrica cuyos telares estaban movidos por unos caballos, consideraba aquella lenta ascensión, aquel impulso cortado por la guerra, aquella página de acción que él mismo acababa de escribir. Y se daba más que nunca cuenta de que todo aquello necesitaba su coronamiento. Recordó los días en que habían vuelto a abrirse las fábricas. La mujer del dueño era a quien estaba reservado el honor del gesto simbólico de poner en marcha la máquina de vapor, gesto encantador que contrastaba la gracia con la fuerza. Aquella tradición, aquella dulzura, se había roto.
Hennedyck comprendía muy bien que, sin Emilie, todo era de una total inutilidad. Todo lo que había hecho, toda la batalla librada, había sido por ella, aunque no quisiera confesarlo, aunque en el fondo tratara de ocultárselo a sí mismo.
La vida de Emilie en Herlem se había desarrollado al principio en una actitud pasiva, casi animal. Estaba fatigada y se sentía al borde de sus fuerzas. No pensaba en nada, vivía tan solo procurando aferrarse en lo posible a su ser físico. Patrice acudía, de vez en cuando, a visitarla. Ella le miraba fijamente, sin experimentar vergüenza alguna, con los ojos de un moribundo que contemplara por última vez el mundo. Su excesiva miseria moral le impedía reaccionar.
Pero a medida que le fueron volviendo las fuerzas, su historia le pareció algo lejano, nebuloso como un sueño, una terrible pesadilla de la que iba, poco a poco, despertándose. Y cuantos más detalles recordaba, mayor era la vergüenza y los remordimientos que sentía.
Tuvo que sufrir las preguntas de su marido. Entre aquel hombre lleno de desesperación y aquella mujer de nervios deshechos hubo escenas terribles. Luego llegó el apaciguamiento, como si el absceso se hubiera vaciado ya. Patrice no volvió a hablar del pasado, guardó sobre todo el drama un silencio voluntario, se fue serenando lentamente. Su ira anterior se transformó en una dulzura tranquila, una especie de afecto lejano y como impuesto por la razón, que había inspirado a Emilie mayor temor que sus cóleras. ¿Qué pensaba? ¿Cuáles eran sus propósitos? ¿Qué solución estaba buscando? Detrás de aquella calma le parecía ver un propósito firme de no perdonarla jamás.
Emilie se inquietaba, tratando de adivinar. Aunque Patrice no se lo dijo, intuyó que había vuelto a trabajar, que había vuelto a construir la fábrica. ¿Por qué? ¿Por quién? No la había perdonado, desde el momento en que proyectaba rehacer su vida sin ella. En sus primeras entrevistas le había hablado de marcharse, de alejarse del Norte y de Francia. Comenzó a sentirse atemorizada ante aquella voluntad tensa y fría, comenzó a admirarle intensamente. Un valor como el de su marido la atraía y le admiraba al mismo tiempo. Poco a poco, los relatos del abate Sennevilliers le fueron explicando el heroísmo de su marido durante la guerra. Se había enfrentado con la muerte, había soportado en Rheinbach un martirio constante y luego, tras su vuelta, había reanudado la tarea. Y la fábrica volvía a estar en su apogeo.
Inconscientemente, Emilie estableció una comparación entre su marido y Von Mesnil. Recordó su pesimismo, aquel pesimismo estéril, disolvente, aquel constante «¿para qué?». Recordó su incoherencia, su violencia y su debilidad, la duplicidad de un carácter apasionado y sometido a las pasiones, tal como se había revelado en Bruselas, en la hora trágica de los adioses. Patrice no compartía ninguno de aquellos detalles. Poseía, por el contrario, un optimismo innato, robusto. Menor curiosidad analítica, menos espíritu selecto, pero un valor, una seguridad imperturbable a la que se unían una gran fe en el trabajo. Menos arte y poesía, pero más voluntad. Un hombre semejante representaba el apoyo, el alivio de sus penalidades, la esperanza…
Emilie se preguntaba constantemente cuáles serían los propósitos de Patrice. Le veía demasiado tranquilo, excesivamente juicioso. Intuía un fondo excesivamente racional en aquella calma y, a veces, tenía la impresión de que quería rechazarla, alejarla de su existencia. En sus visitas le llevaba siempre lo que ella deseaba: flores, libros, lanas para labores, telas. También hizo que transportaran su piano. Organizaba la vida de ella, pero bastante alejada de la suya propia. Y Emilie, al darse cuenta, lloraba acerbamente. Trató de ocuparse de él, de su salud, de su ropa. Pero solo obtuvo negativas. Patrice elevaba entre ella y él una barrera.
Comenzó a desesperarse. Durante unos días acarició la idea de marcharse. Sería más feliz lejos de allí. Vivir en cierto modo a su lado y comprender que no dejaría de ser una extraña para él, era demasiado cruel, tanto como presenciar aquella nobleza, aquella grandeza moral, aquellas posibilidades de felicidad que ella había dilapidado locamente y que estaban irremediablemente perdidas.
Se enteró de que habría fiesta en la casa con motivo del centenario de la fábrica. Patrice también le habló de aquello, recordando, no sin orgullo, la obra de su padre y de su abuelo.
—Todo eso no puede morir —dijo—. Tiene que continuar. Es necesario que alguien esté a mi lado…
Ella se sobresaltó. ¿Qué quería decir? ¿Soñaba con una vida nueva? ¿Con quién? ¿Pensaba dejarla? Al entrever aquella amenaza, Emilie hubiera querido que nada cambiara, que todo siguiera en aquel estado, continuar aquella vida, que no era la felicidad, pero que le parecía sorprendentemente dulce, al presentir un cambio. Con frecuencia se dejaba arrastrar por unas crisis de llanto que asustaban a Lise.
Cuatro días antes de la fiesta, Hennedyck apareció en la cantera una noche, sin haber advertido a nadie de su presencia. Parecía triste y preocupado. Iba cargado de paquetes, provisiones y libros que dejó sobre la mesa de la cocina. Después de dar las buenas noches a los Sennevilliers, se encaminó a la habitación de Emilie.
—Échate el abrigo sobre los hombros —ordenó.
—¿Vamos a salir?
—Daremos un paseo por la cantera.
Comprendió que Patrice quería hablarle. Se echó el abrigo y dio unos pasos hacia la puerta, temblorosa y con la garganta seca. Él no pronunciaba palabra. La cogió tímidamente del brazo y salieron de la casa. Un senderillo les llevó hasta el fondo de la cantera. Las aguas del estanque parecían dormidas. La noche era tibia y el cielo estaba completamente estrellado. Llegaron a una especie de meseta que dominaba el estanque. Allí se detuvieron. Ella oyó cómo Patrice respiraba muy fuerte, carraspeando dos o tres veces, como si vacilara antes de hablar.
—Entonces —dijo bruscamente— ya sabes que el domingo se celebrará esa fiesta…
—¿Qué fiesta?
—Sí… La fábrica cumple cien años. Será una hermosa fiesta, una fiesta de familia…
Se interrumpió, volvió a carraspear e hizo un gran esfuerzo para continuar.
—Como es natural —reanudó con la voz un poco sorda—, sería necesario… necesario que estuvieras presente, ¿comprendes?
Ella se sintió presa de una brutal emoción. Gracias a un enorme esfuerzo de voluntad pudo mirarle. Comprendió que no se equivocaba, que Patrice acababa de poner en aquellas palabras un sentido profundo que casi temía descubrir. Sintió algo semejante a un dolor físico, a un choque, a una parálisis en todos sus miembros. Por espacio de unos instantes permaneció inmóvil, incapaz de hablar, víctima de un vértigo. Él la vio palidecer. Después de tanto tiempo, reconoció aquella expresión, aquella lividez, aquel tenue velo que parecía cubrir su rostro cuando iba a desfallecer. Se sintió temeroso de verla morir, de pronto, ante sus propios ojos. Sabía que estaba débil… La emoción, el choque… Experimentó el mismo trastorno físico que antes, el mismo impulso que le acercaba a ella, igual sobresalto de ternura y de dolorosa piedad. Seguía siendo su mujer, su mujer niña.
—¡Emilie! ¡Emilie!
La cogió en sus brazos, angustiado, tratando de reanimarla, de volverla a la realidad, inundando su rostro de besos y de lágrimas. Sintió que iba volviendo en sí lenta, penosamente, estrechada contra su corazón generoso, como si una vez más fuera su vida la que le hubiera devuelto la de ella.
Un rato después descendieron hacia el estanque. Emilie andaba lentamente, apoyada en el brazo de su marido. Todos sus pensamientos se habían resumido en un solo nombre: Patrice. Y mientras descendían hacia el fondo del estanque, Emilie se dio cuenta de la inutilidad de cualquier palabra.
Se sentaron en una piedra, en la orilla. Glauca y helada, el agua transparente dormía en el engarce de la roca. La cantera, blanca y vacía, vagamente sonora bajo la inmensidad del firmamento, imponía a su espíritu una triste gravedad.
Emilie contempló el agua verdosa. Jamás había visto tan hermoso el estanque donde muriera Fannie. Le pareció que habían sido necesarios una lenta costumbre, un paciente amor para que le fuera revelada la poesía, la grandeza melancólica de aquella gema espléndida, incrustada en el fondo de aquella enorme concha calcárea, como un fruto maravilloso de silencio y de soledad.
Un extraño encadenamiento de pensamientos le hizo levantar la mirada y fijarla, temblorosa y húmeda, en su marido. Él sonrió. Una profunda paz impregnaba su rostro de una fealdad viril, un hermetismo tranquilo del hombre que se siente lo bastante fuerte para levantar las ruinas y en quien la felicidad se llama voluntad.
VIII
Hennedyck llegó a las cuatro a la sala del tribunal. David le había citado como testigo de descargo.
Corría el mes de junio de 1920. La instrucción del caso había durado año y medio.
La enorme sala, de techo artesonado, limitaba por un lado con la galería de pasos perdidos y por el otro con un camino de ronda de la antigua cárcel. Hacía un calor pesado y la atmósfera espesa estaba impregnada de un olor a muchedumbre. En el banco de los testigos, o bien mezclados con los abogados del pretorio, Hennedyck reconoció los rostros familiares de industriales, negociantes, laneros. Detrás, en la parte reservada al público, hervía una masa tumultuosa de simpatizantes o de enemigos. Desde la entrada se respiraba un ambiente de batalla.
El proceso había comenzado la antevíspera. El expediente se componía de un montón de legajos y estaban convocados setenta y dos testigos. Todos se habían dado cuenta de la moderada declaración de Ingelby y de Villard, citados por el ministerio público.
Diversos industriales habían declarado, afirmando haber visto a David vigilando el embarque de mercancías en compañía de oficiales alemanes. Había obtenido, también, licencias para hacer entrar ganado de Holanda y expedía azúcar y carbón importados de Alemania. Un público turbulento acogía ruidosamente aquellas acusaciones.
Cuando Hennedyck llegó, estaba acabando la audición de los testigos de descargo. Eran numerosos y de todas las condiciones: industriales y obreros, ricos y pobres. Unos habían acudido por amistad, otros por espíritu de equidad, otros por interés. Allí se estaba desarrollando, en pequeña escala, el proceso de todas las regiones invadidas. Los que habían abandonado el Norte, entregándolo a sus propias fuerzas y dejándolo en manos de un enemigo implacable, pretendían ahora juzgarlo y condenarlo porque se había defendido para vivir. Algunos se atrevían a decirlo abiertamente en la barra.
—Cierto que David compró y vendió lanas y carbón. ¿Y qué? De alguna manera había que evitar que la población se muriera de frío.
—Gracias a que hubo gentes como él —decían otros.
—Si se tuviera que encarcelar a todos los que traficaron con los alemanes, la cuarta parte de la región estaría entre rejas —afirmaron algunos—. Había que vivir. Quien poseía alguna cosa la vendía y se consideraba feliz. Quien recibía de un soldado un pan o un bote de mermelada, daba las gracias y se iba tan contento… Era la guerra.
Declararon religiosos y religiosas, las Hermanitas de los Pobres, el director del hospital, las enfermeras del dispensario y de la Cruz Roja, los administradores de las oficinas de beneficencia. A todos había socorrido David con largueza, reservando de todas sus operaciones un diezmo para los enfermos y los viejos, que en el instante del juicio le pagaban centuplicadas sus generosidades. De todo aquello se desprendía, en el fondo, una verdad: David había «traficado», sin duda, pero como tantos otros… La intransigencia absoluta hubiera sido imposible. Castigarle sería poner en entredicho a todos aquellos que habían tratado con él, que le habían vendido sus tejidos sabiendo adónde irían a parar, que no se habían preocupado de informarse de antemano sobre el «destino Bruselas». Además, el mal que hubiera podido hacer lo habían compensado ampliamente los beneficios distribuidos. Había ayudado a vivir a toda la población. Muchos habrían muerto de hambre o de frío sin sus víveres o su carbón. Los principios morales eran muy hermosos, pero quienes no habían estado en el Norte no sabían qué era la falta de pan y de fuego durante cuatro años. Tras las declaraciones de los testigos —de las gentes humildes que habían acudido en gran número a ver a su amigo David— había una especie de cólera contra quienes le acusaban. Y en el fondo de la sala, el auditorio alborotado, la multitud donde dominaba la plebe, manifestaba una aprobación vehemente, sentía una especie de desquite viendo glorificar a David, el hombre que había salido de ella y que se había impuesto a los ricos y a los fuertes. Se había producido, por lo tanto, un cambio total de actitud en el espíritu del público. La masa que los primeros días quería linchar a David, le hubiera llevado de buena gana en triunfo a medida que el proceso se iba haciendo más favorable al acusado.
La declaración de Hennedyck se escuchó en un ambiente apasionado. Abarcaba cien años de la industria de Roubaix, un nombre intacto, la resistencia absoluta al enemigo y la obra del patriotismo, La Fidelité. Hennedyck recordó solamente que David había vendido sus lanas y sus tejidos no al Ejército, sino a un tal teniente Krugg. Este individuo obraba por cuenta de un consorcio de los grandes almacenes alemanes. Por lo tanto, aunque indirectamente, era a la población alemana a quien había beneficiado David. No había pagado jamás el azúcar y los carbones en oro, sino en marcos o tejidos. Hennedyck insistió, sobre todo, en el hecho de que David hubiera aprobado enérgicamente el cierre de las fábricas y la negativa a trabajar por el enemigo y que su dinero hubiera ayudado ampliamente a la existencia de La Fidelité. Finalmente, a su intervención se debía que el abate Sennevilliers y el propio Hennedyck no hubieran sido fusilados. Este le estrechó la mano con lágrimas en los ojos.
El desfile de los testigos prosiguió. Se repitieron algunas de las manifestaciones de Hennedyck. Lentamente fue dominando a todos la impresión de que la partida estaba ganada.
Cuando se reanudó la audiencia, en una atmósfera un poco menos tensa y algo aireada por el vientecillo que entraba por las ventanas abiertas, declararon los últimos testigos. Y cuando le llegó el turno al fiscal de la República, sopesando el efecto de sus palabras, declaró que renunciaba a su acción contra el acusado… Pero el efecto no fue inmediato. Solo los aplausos de los más advertidos hicieron comprender a la multitud de lo que se trataba. Y entonces el entusiasmo estalló, irresistible y avasallador, ahogando los gritos de los alguaciles, la cólera del presidente, los esfuerzos de los gendarmes para expulsar a los más frenéticos.
El proceso acabó con una especie de apoteosis. Tras un breve conciliábulo, los abogados renunciaron a su vez a su defensa. El tribunal se retiró para una breve deliberación, regresó unos minutos después y el presidente dio lectura al fallo en medio de un súbito silencio. David, pálido y sudoroso, escuchaba atentamente, sentado en el banquillo de los acusados… Cuando oyó que había sido absuelto, se irguió con un gran suspiro…
En la sala, las galerías y los corredores estalló un formidable clamor de júbilo que fue extendiéndose poco a poco hasta el umbral y la plaza del Palacio de Justicia. Un torrente humano invadió el pretorio. Amigos, simpatizantes, extraños, desconocidos, todos se precipitaron hacia David, queriendo hablarle, tocarle, felicitarle, añadir algo a la dicha de aquel hombre. Cuatro gendarmes, rodeando al acusado, le defendían en vano, forcejeando con los entusiastas que pretendían llevar a David a Bellevue en triunfo. Todos deseaban que saliera, todos interpelaban vivamente a los gendarmes que intentaban volver a esposarle, pues un condenado abandona el banquillo con las muñecas libres, en tanto que un absuelto tiene que seguir esposado hasta que se cumplen ciertas formalidades. Pero la multitud nada sabía de todas aquellas sutilezas y exigía la libertad de David, quería llevárselo aunque fuera por la fuerza. Él, lívido, con las mejillas llenas de lágrimas, estrechaba la mano de sus abogados, sudorosos y radiantes, respondía con un gesto a las llamadas, sonreía con una especie de agotamiento a todos aquellos rostros, a todos aquellos desconocidos y amigos, detrás de la barrera infranqueable de los gendarmes. Era singular que una multitud de extraños, de indiferentes, pudieran exultar así, sintiendo sin razón, la alegría de uno solo.
Pero aquella tempestad de clamores no acababa de contentar a David. No era aquello lo que él aguardaba, lo que esperaba. No se daba cuenta, no pensaba en nada de lo que le rodeaba. Buscaba solamente un rostro, una figura querida entre aquel tumulto de brazos levantados, de sombreros lanzados al aire. Le había acometido un pensamiento súbito, una esperanza. Y de pronto, aquella a quien buscaba apareció a lo lejos, medio oculta entre la multitud, llorando alegría, sin dar un paso, anhelante y temblorosa en el momento de aparecer… David gritó:
—¡Annie!
Ella le respondió con un gesto, apartó a los que le impedían el paso y avanzó unos pasos. David se precipitó hacia ella, levantando la mano en un ademán donde se reflejaba toda la exaltación de su victoria. Se precipitó hacia aquella que, en medio de la tormenta, le había dado su reconfortante ternura y que, ahora que la multitud y la fortuna sonreían al triunfador, no se atrevía siquiera a mostrarse…
IX
Thorel, director de Le Fanal, periódico cuyas prensas habían servido para imprimir, durante una corta época, La Fidelité, el periódico de los invadidos, había regresado a Lille después del armisticio. Durante la guerra había dado en Francia un ciclo de conferencias sobre el Norte invadido y las atrocidades alemanas. Sus palabras habían despertado bastante eco y así se había llegado a convencer a sí mismo de su importancia. Apenas regresado, se dedicó a le reorganización del periódico y, al mismo tiempo, comenzó sus maniobras de acaparamiento de todo el asunto de La Fidelité. Era muy ambicioso y le tentaban la política, los honores y el poder. Quería ir lejos, muy lejos. Haber dirigido durante la guerra La Fidelité era un título muy honroso, sin contar el provecho y la propaganda que reportaría a Le Fanal. La anexión valía la pena y Thorel decidió intentarla con habilidad.
Aparecieron una serie de artículos en Fanal dedicados a glosar los periódicos clandestinos durante la ocupación. Su número había sido bastante considerable. Pero en uno de los primeros lugares se citaba La Fidelité. Según aquellos artículos, Thorel, director de Le Fanal, había tenido la idea, realizándola con sus colaboradores del periódico y con ayuda de un sacerdote, el abate Sennevilliers, que conseguía captar ciertos mensajes por T. S. H. Thorel, por medio de valerosos artículos, de informes sacados de diversas fuentes y de enormes sacrificios monetarios, había conseguido reconfortar la moral de sus conciudadanos. Siempre, según aquellos artículos, el abate no había sido en la aventura más que un personaje secundario, sin importancia alguna. A Hennedyck ni siquiera le nombraban, y, en cambio, Clavard, el tipógrafo, que había vendido a Thorel por muy buen precio sus documentos y las colecciones de La Fidelité, representaba un primer papel.
El abate no se había enterado de nada, pero Hennedyck, estupefacto por aquella serie de medias verdades reproducidas en numerosos periódicos de la región, dirigió una protesta. Thorel ni siquiera hizo caso. Mientras, Hennedyck se informaba para ver si era necesario iniciar una demanda. Le Fanal comenzó a reproducir los principales números de La Fidelité, como si el periódico hubiera sido de su exclusiva propiedad.
Se intercambiaron cartas abiertas, requerimientos y sellos. Comenzó la guerra de los periódicos, jalonada de rectificaciones y contrarrectificaciones, que las gentes no comprendían, que tomaban el aspecto de una polémica y que alimentaban la niebla que envolvía la verdad. Así estaban las cosas cuando se supo que Thorel había sido propuesto para la Legión de Honor. Hennedyck no había aspirado nunca a la cinta. Había demasiados solicitantes en la plaza de Roubaix-Tourcoing para que considerara fácil conseguirla. Pero, al ver que Thorel iba a alcanzar un honor que no merecía, Patrice Hennedyck decidió que les condecorarían a los tres —el abate, Thorel y él— o no condecorarían a nadie.
Los expedientes de Hennedyck y del abate se unieron al de Thorel. Prevenido de antemano, este quiso demostrar una buena voluntad, prometiendo su concurso para que los tres nombramientos fueran simultáneos. El abate intentó defenderse, ocultar todo el asunto y seguir en la sombra. Consideraba que el cumplimiento del deber solo se pagaba con la conciencia satisfecha. Pero Hennedyck, más combativo, no quería que un ambicioso se quedara con todo el provecho. Se apasionó por aquello, como por todo, despertando su amor propio.
Alguien les avisó que las cosas serían más fáciles si formaban parte de los excombatientes. Thorel estaba ya considerado como tal por sus ciclos de conferencias por Francia durante la guerra. Hennedyck llenó, de nuevo, más expedientes, y como su domicilio era Herlem, donde pasaba dos o tres días de la semana con Emilie, dirigió su demanda y la del abate al presidente de los excombatientes de Herlem.
Este era un tal Thiermés, veterinario, que se había marchado del pueblo en 1914 y que, cogido por los alemanes, había ido a parar a un campo de prisioneros. Vuelto a Herlem, como no le faltaba influencia, se había hecho elegir presidente honorario de gran número de sociedades de música, de deportes y juegos populares.
Su renombre fue creciendo. Pero la llegada de Hennedyck a Herlem le hizo cierta sombra. Aquella circunstancia y la influencia de Thorel, por otra parte, hicieron que Hennedyck y el abate vieran rechazada su demanda. El pretexto era que las personas civiles no podían reclamar el título de excombatientes.
Hennedyck se obstinó. Probó que otros antes que él, incluso mujeres, formaban parte de los excombatientes sin haber llevado el uniforme. Prescindió de Thiermés y se dirigió directamente a París, invocando el artículo cuatro: «Puede atribuirse la credencial a las personas que hayan tomado parte en operaciones de guerra». La palabra «persona» podía interpretarse en su sentido más amplio. Añadió, con humor, que no veía la causa de que no se admitiera a personas civiles entre los excombatientes, cuando se condecoraba con la Legión de Honor a palomas mensajeras cuyo gran heroísmo había consistido en llegar a su destino a todo vuelo. La oficina nacional concedió a los dos amigos la credencial sin grandes dificultades. Y para los periódicos anticlericales fue aquella la ocasión de bromas y sarcasmos sobre la «zona desarmada» y los artilleros de sotana, así como para publicar dibujos humorísticos representando al abate disparando un cañón a través de un tubo de estufa.
Hennedyck se reía de todo aquello, pero el abate, en cambio, estaba desolado. Hombre de pensamiento, el alboroto le hacía sufrir. Haberse mezclado en todo aquello, a riesgo de que le confundieran con tantos ambiciosos que iban al asalto de honores, le hacía experimentar cierta repugnancia y vergüenza, como si hubiera profanado su sotana. Pues cada día era más enconada la lucha por las condecoraciones, por el poder, la competición feroz donde los débiles y los dignos eran aplastados implacablemente. Los héroes surgían de todas partes. ¡Llovían! Uno había rechazado trabajar para el enemigo, otro se había evadido, otro había albergado soldados franceses, otro había espiado, había pasado el correo o recogido palomas mensajeras… Jeanne Villien y Pauline Bult, que habían regresado a Roubaix, fueron admitidas entre los excombatientes, asistían a todas las fiestas patrióticas y encarnaban la resistencia al enemigo. Condecoradas profusamente, representaban a las mil maravillas el papel de heroínas, sin acordarse que no habían pasado cartas y periódicos más que para ganarse la vida, igual que si hubieran traficado con tabaco. A ellas se les atribuía el mérito exclusivo de la obra de espionaje en el Norte. Françoise Pelegrin, la pequeña mártir, la verdadera jefe de las mujeres, no había sido más que una comparsa sin importancia… Fueron necesarias las protestas de la familia para esclarecer un poco aquella deliberada confusión. Feliz o desgraciadamente para la memoria de la pobre muchacha fusilada, después de largo calvario, al mismo tiempo que Gaure, cierto Planchart, arquitecto, se apoderó de su nombre como de una bandera, de un reclamo. Era hombre ambicioso y soñaba con llegar a ser alguien en política. Escribió una serie de artículos sobre Françoise Pelegrin, luego una especie de novela biográfica, después unos poemas y, finalmente, unos folletos. Reclamó estatuas, un monumento, solemnidades conmemorativas y condecoraciones póstumas. Armó tanto ruido en torno al nombre de Françoise, que bien pronto se conoció más a Planchart que a la propia heroína. No hubo una ceremonia donde no apareciera el rígido perfil en primer plano, que muy pronto reprodujeron todos los periódicos: Planchart, siempre Planchart… Aquella publicidad confusa acabó por conseguir que se olvidara a Françoise Pelegrin y se hiciera célebre el nombre de su abogado intercesor. Una especie de necrofobia de nuevo cuño.
Ante aquella impetuosidad, los otros tuvieron que contener su celo y moderar sus apetitos. Se llegó finalmente a un tácito acuerdo: cuantos más héroes, mejor. El pastel era bastante grande para que cada cual obtuviera su parte. Y surgieron legiones de cantores, que recorrían las regiones invadidas, informándose, tomando notas, preguntando por doquier. Y aparecieron veinte volúmenes sobre los héroes y heroínas, veinte panegíricos igualmente falsos, igualmente convencionales. El que entreveía una verdad, se asustaba y la evitaba con horror. El «chauvinismo» estaba de moda y no había que defraudar al público. Pauline Bult, a la que no faltaba imaginación, entró como redactora en un periódico. Jeanne Villien se casó con un rico americano al que encantaba convertirse en marido de una heroína oficial y hasta el propio Mauserel, aquel Mauserel que Gaure había visto desaparecer un día con la caja de la oficina de espionaje, aprovechaba diestramente el viento a favor y, con ayudas más o menos encubiertas, abrió en Lille un despacho de Banca y Bolsa.
Se prolongaron hasta lo indecible las conmemoraciones, los banquetes y las fiestas. Revistas de 14 de julio, funerales por los caídos, erección de monumentos, entregas de banderas y condecoraciones; todo era bueno, todo era un pretexto para recordar las altas acciones y las virtudes cívicas de uno u otro. Era como un capital de gloria con el que pretendía vivir cada cual. Parecía que por haber realizado un acto de valor cualquier día de los cuatro años que había durado la ocupación, todos tuvieran que ser alimentados y alojados en el Prytaneo. Les indignaba volver a coger la herramienta o la pluma, y cuanto mayores eran los honores, el incienso y la gloria, más estentóreas sus protestas contra la ingratitud.
En aquella carrera de prebendas, nada más olvidado que la memoria de Gaure y de Théverand. La mujer de este era pobre y poco instruida, una sencilla sirvienta. Y a Gaure ni siquiera eso le quedaba. Nadie pensaba en aquellos que durante toda la aventura habían sido los héroes más puros. Aunque quizá valiera más, por su memoria, no ver sus nombres envueltos en toda aquella tumultuosa ignominia. En cuanto a Félicie Foulaud, la mística, la amiga de Françoise Pelegrin, estaba totalmente desengañada. El abate la encontró por casualidad, un día, en Lille. Vivía sumida en su sueño interior, llevando una existencia gris de sencilla modista, obsesionada aún por el recuerdo de las aventuras y peligros corridos con Françoise Pelegrin. Nadie había pensado en ella, que había sido tal vez la más heroica, que sabía la verdad sobre tantos otros, pero que no sabía ni quería medrar al amparo de aquella circunstancia. Había esperado que acudieran a ella, pero nadie había ido. Vivía en una habitación del Quai de la Basse Deule, entre un vecindario de obreros que se reían de ella y la tomaban por una chiflada, con sus historias inverosímiles, como una aventura cinematográfica. La hacían hablar y ella les contaba de buena gana sus recuerdos, única cosa que seguía interesándole en aquella vergonzosa mediocridad en que estaba condenada a vivir. A veces se ponía a pensar y entonces se daba cuenta de que nunca se consolaría de no haber muerto con Françoise Pelegrin, de haber conocido aquella realidad fantástica y apasionante que le había dejado tan solo un recuerdo fervoroso y vivo. Se había convertido en una agradable maniática de aire perdido, obsesionada por una idea fija, viviendo de sus recuerdos, apasionada e irremediablemente impelida hacia atrás, aferrada a aquel tiempo de guerra que la obsesionaba hasta el fin de su vida. Nunca se readaptaría…
El asunto de la Legión de Honor no avanzaba. Hennedyck, sospechando cualquier cosa, hizo intervenir a algunos amigos. Los informes que recibió fueron sorprendentes. De una manera solapada. Thorel había continuado su maniobra de exclusión y acaparamiento. Había comprado a Clavard, al mismo tiempo que todos los papeles relativos a La Fidelité, una carta del abate a Hennedyck, escrita en la cárcel y que Clavard, por su apresurada liberación, no había podido remitir al industrial. En ella, el abate, asustado de haber podido ser causa de la detención, pedía perdón a Hennedyck. Thorel la había añadido al expediente, de tal manera que pareciera imputable a Sennevilliers el descubrimiento del asunto por los alemanes.
Hennedyck fue a visitar a Thorel. La entrevista careció de amenidad. Patrice dictó sus condiciones. O bien el abate y él eran condecorados al mismo tiempo que Thorel, o bien quedaría al descubierto el papel odioso representado por este en el asunto del periódico: el material retirado, el personal amenazado de verse privado de trabajo… Hennedyck estaba dispuesto a consentir que Thorel usurpara una parte que no le pertenecía, pero no a dejarse robar de los otros.
A los tres meses, se celebró una pequeña solemnidad en el edificio de Le Fanal en honor de los nuevos legionarios, el abate Sennevilliers, Hennedyck y Thorel. Hubo hermosos discursos y se celebró la fraternidad de armas y de heroísmo de los fundadores de La Fidelité. Esta palabra, «hermanos de armas», tuvo mucha aceptación.
X
Algún tiempo después, una tranquila tarde de otoño, Patrice Hennedyck y el abate Sennevilliers filosofaban sobre sus cosas.
Habían ido hasta la orilla de la cantera a disfrutar de la suave brisa nocturna. Una vez allí, se sentaron uno al lado del otro, contemplando ante ellos aquella oquedad, una de cuyas partes inundaba la luna con su fría claridad. Aquel resplandor impregnaba todo el paisaje de un aire misterioso, mágicamente plateado. La hora y el paraje incitaban a los pensamientos graves, a la melancólica contemplación de los destinos.
—En el fondo —dijo Hennedyck—, fuimos unos ingenuos.
—¿Está usted amargado, Hennedyck?
—No… Lo digo sin rencor. Hubiéramos podido hacer lo contrario de lo que hicimos… De todos modos, yo esperaba que esta guerra sirviera para algo. Suponía que después de tanto sufrimiento, el mundo entraría en el camino de la cordura, de la moderación, de la simplicidad. Tenía fe en la nueva doctrina que se lanzaba a los cuatro vientos por la Sociedad de Naciones. En principio, hay que reconocer que es una cosa magnífica… Tanto aquí, en los países invadidos, como en el frente, alemanes y franceses comenzamos a ver claro. Comprendimos que unos y otros no éramos más que pobres diablos en la mano de nuestros dirigentes. Hubiéramos debido intentar una aproximación. Y en vez de eso, ¿qué? Una cosecha de odio, de «chauvinismo» fanático. Se pretende desmembrar a Alemania, se la veja, se la escarnece… Los alemanes que han venido a trabajar a Lille reciben noventa gramos de carne diarios y los periódicos han desatado una campaña contra lo que ellos llaman un «favor»… ¿Y qué me dice usted de nuestras mujeres? Las mujeres alemanas les pidieron indulgencia para Alemania y las nuestras respondieron: «¡Nada de indulgencia!». La verdad oficial lo arrolla todo… Hemos visto cómo hablaba de nosotros mismos sirviéndose de falsedades, de medias verdades.
»¡Unos ingenuos, abate! Hemos hecho el juego a los demás. Los parásitos pululan sobre la obra de los sinceros. Sabe usted… Hasta ahora se lo he ocultado, pero creo que ha llegado ya el momento de decirlo. Durante la guerra, los traficantes revendían nuestra hojita a veinte francos, a cincuenta francos, ganando dinero con eso. Y muchos obreros me reprochan hoy que La Fidelité estaba tan solo hecha para los ricos. Arriesgábamos la piel para los egoístas… Esa es la verdad. Fuimos ingenuos.
—No sé, no sé —dijo el abate suavemente—. ¿Qué importa, además? Bienaventurados los ingenuos, bienaventurados los simples de espíritu, porque ellos verán a Dios.
—Consuelo un poco decepcionante para alguno de nosotros, señor abate. Usted vive bañado en claridad y lo comprendo, penetro bien en su filosofía. Pero comprendo también a los otros, para quienes no existe razón alguna para esperar. La Humanidad, para ellos, es horrible, mala. Y ni siquiera saben buscar en la fe la esperanza, la serenidad que el mal ejemplo de los hombres ha destruido en ellos. Para usted, en cambio, las estrellas que brillan en la altura son como senderos de luz, caminos del cielo. Y este hermoso firmamento, obra del Supremo Hacedor, guarda una divina promesa de eternidad. Para otros, para muchos otros pobres seres, el corazón no es más que una implacable máquina, un inmenso mecanismo de reloj sin alma. El cielo ha perdido su misterio…
—¿Qué importa? —repitió el abate—. El misterio subsiste, Hennedyck. Y quienes no saben ir al cielo a contemplarlo, que se esfuercen en descubrirlo a su alrededor. Yo he pensado siempre que por vil, por degradado que sea un hombre, queda siempre en él algo de la chispa divina. La busco y me basta encontrarla para amar al hombre. En los rostros más cerrados, más herméticos, gusto de evocar el rasgo ennoblecedor de un sufrimiento, el reflejo de un amor… Y consigo imaginarme los rasgos —esos rasgos frecuentemente duros y groseros— embellecidos y transfigurados por un sentimiento humano, una paternidad, una pura ternura o bien esta angustia de un destino incierto al que estamos todos abocados. Y a mis ojos, el hombre pasa a convertirse en otro y lo amo, impulsado por el infinito problema, por ese drama trágico que hallo en él, como en todos, como en mí mismo.
Se interrumpió. Permanecieron en silencio unos instantes.
—Es cierto —dijo Hennedyck—, es cierto. Es necesario seguir creyendo, seguir esperando, continuar la tarea. Pese a todo, yo no quiero dudar, me prohíbo a mí mismo la duda. He conocido el escepticismo, esa visión pesimista del mundo y de los hombres, tan tiránicos, tan aplastantes cuando se han apoderado del espíritu. Y la rechazo porque sé perfectamente que llevaría a la esterilidad, a este terrible «¿para qué?» que paraliza todo. Hay un drama constante en mí entre la razón y la voluntad. ¡He optado por esta última! Quiero creer, creer en cualquier cosa, creer en el progreso, en la justicia, en el bien, tener fe en los destinos de la Humanidad. Esa es la única manera de tener un motivo para obrar, una razón para vivir y un supremo elemento de apaciguamiento. No siendo así, no viviría más que en los horrores del no ser y de la desesperación.
»Y, además, abate, tiene usted razón. Debe de ser una enseñanza y un consuelo haber hallado en el rostro de los hombres el enigma, el desconocido enigma aún inviolado. Y creo que, como a usted, me llegarán también a mí horas de desfallecimiento en que trataré de buscar ciertos rostros, en rostros de mujeres, de madres exhaustas por el sacrificio y el sufrimiento, ese reflejo del pensamiento divino que no sabría buscar en el fondo del cielo…