La ciudad vampiro (III)

Paul Feval






Si Ella hubiese dedicado alguna de sus obras maestras a este tema, ustedes habrían encontrado sin duda algunos capítulos explicativos al final de la narración, con datos esenciales acerca de esta temida e ignorada clase social formada por los vampiros. Ann había acumulado a este respecto una gran cantidad de notas, y el señor Goëtzi, que (al menos en una de sus facetas) era un hombre bastante erudito, le había dado también valiosas informaciones.

Me doy cuenta de esto al pensar en los personajes de La Cerveza y la Amistad, tanto animales como personas, ya que aquí los animales eran tan personas como los demás.

Sin duda hay muchas cosas asombrosas que explicar acerca de las criaturas que conservan ciertas condiciones humanas, aun sin ser humanas.

Por ahora me limitaré a explicar, de pasada, una de las anomalías más singulares de su especie: la divisibilidad del animal o, como a Ella le gustaba decirlo, de forma más científica, su dividualidad.

Cada vampiro es en sí mismo un grupo, representado generalmente por una forma concreta, pero que tiene además un número indefinido de posibles nuevas manifestaciones. El célebre vampiro de Gran, que aterró a los habitantes que viven entre las riberas del Danubio y la ciudad de Ofen, en el siglo XIV, se aparecía como hombre, mujer, niño, cuervo, caballo y pez. La historia de Hungría así lo constata. La señora Brady era una mujer vampiro de Szegedin, que también podía adoptar las formas de gallo, militar, abogado y serpiente.

Aparte de esta peculiaridad, muy enigmática ya para la ciencia, parece ser que estas subformas son capaces a su vez de desdoblarse en otras, del mismo modo en que lo hace la forma principal.

Ésta es la explicación precisamente de que la familia del mesonero pudiese encontrarse al mismo tiempo dentro y fuera del salón, lo que dificultó enormemente la defensa del pobre Merry Bones.

Pero es necesario que destaque también otro hecho, quizá más extraño aún: la familia del mesonero sin cara, sea vista como un grupo vivo (hasta cierto punto), o como un sistema puramente mecánico, movido por los engranajes del reloj, estaba formada completamente por figuras accesorias. De hecho faltaba en ella la forma principal.

Lo comprenderán todo mejor cuando les explique que el jefe de ese grupo, la única alma del clan era… ¡Sí, lo han adivinado! Tanto el mesonero como su mujer, su perro, su loro y su niño, e incluso puede que hasta su reloj de cuco… eran en realidad ¡el señor Goëtzi!

Enseguida les daré pruebas irrefutables de ello…

Es imprescindible que ustedes sepan que este grupo de seres, al mismo tiempo plural y singular, capaz de materializar grotescamente el más impenetrable de los misterios de nuestra fe cristiana, no nace todo de un tirón. Se va formando y redondeando a través de la conquista, del mismo modo que lo hace el ganador de ese juego de cartas que imita a una batalla y que tanto apasiona a los niños. Es parecido a una bola de nieve; el despreciable señor Goëtzi, por ejemplo, tuvo que beberse primero la sangre de todos los habitantes de La Cerveza y la Amistad, antes de lograr incorporar sus presencias. Aunque tendrán que reconocer ustedes que el resultado obtenido constituye un privilegio extremadamente cómodo.

* * * * *

Pero seguiré, pidiéndoles permiso para retroceder un poco en el tiempo, con el fin de presentarles a los principales personajes de esta historia: Edward S. Barton, Cornelia, el conde Tiberio y Letizia Pallanti.

* * * * *

En la otra orilla del Rin, al este de la ciudad de Utrecht, alejados ya de estas llanuras que deben su existencia a la victoria del hombre sobre las aguas del mar, en una alegre región de bosques y cerros, se levanta el castillo de Witt. En él vivía Tiberio Palma d’Istria, de los condes de Montefalcone, que había entrado a formar parte de la noble familia de los Witt gracias a la boda con la condesa Greete, tía carnal de nuestra querida Corny.

La condesa Greete era muy bella, educada en las letras y en las ciencias, pero, sobre todo, tan buena y generosa como se describen normalmente a los ángeles del cielo. Por desgracia, su educación no había llegado tan lejos en lo que respecta a la música, danza e idioma italiano, que por aquella época estaban de moda. Después de morir los padres de Cornelia, ésta quedó bajo la tutela del conde Tiberio, que debido a estas carencias de educación tuvo que buscarle una institutriz. En aquel tiempo Italia facilitaba tantas institutrices como actualmente lo hace Inglaterra. No sé exactamente por qué referencias, pero lo cierto es que se escogió a la signora Pallanti, ya que no parecía existir en el mundo entero una persona tan maravillosa y completa como ella. Casi era comparable a la condesa Greete en lo que respecta a los autores griegos y latinos. Conocía a la perfección el álgebra y la trigonometría; recitaba las tragedias francesas de memoria, incluidas algunas de Voltaire, con singular encanto; bailaba como la mismísima Terpsícore, tocaba además la guitarra, el arpa, el clave y la lira de tres cuerdas; era capaz de recitar toda la Jerusalén liberada, de atrás hacia adelante, es decir, comenzando por el último verso.

Dicen que para los entendidos es un auténtico placer poder escuchar un divino poema recitado de esa forma.

La signora debía de tener entonces unos veinticinco años, aproximadamente. Los informes sobre su pasado eran realmente vagos, pero ella era del tipo de persona que se recomienda por sí misma, y su llegada al castillo de Witt fue una auténtica fiesta. La querida condesa Greete debió de besarla más de cien veces.

Únicamente el conde Tiberio la recibió de forma más severa, a pesar de su notoria hermosura. No le agradaban, según decía, las damas levemente regordetas (porque lo cierto es que Letizia parecía muy bien alimentada), y los niños prodigio le asustaban un poco. Por otro lado, a él le parecía que aquella hermosa extranjera tenía además poco cabello.

Letizia era morena. Su cabello negro era, realmente, muy corto, y al conde Tiberio le chocaba este detalle, acostumbrado como estaba a la espléndida cabellera rubia de su esposa, cuyo cuerpo podría haberse tapado por completo con las ondas de su pelo suelto.

Pero daba la impresión de que a Letizia tampoco le interesaban demasiado los gustos del conde Tiberio. Entregada por completo a sus tareas de institutriz, encontraba la forma de retribuir las bondades de la condesa Greete, a la que dedicaba casi todas sus atenciones. Cornelia, bajo su tutela, hizo progresos cercanos a lo milagroso. Todas las noches tenía lugar un concierto en familia y, en ocasiones, Greete y Letizia rivalizaban sabiamente en sus recitales de poesía griega o latina. En resumen: el castillo de Witt era la propia imagen de la felicidad.

Cornelia adoraba a su hermosa institutriz. Incluso se empeñó en llevarla con ella en uno de sus viajes de vacaciones a Inglaterra, y la propia familia Ward quedó inmediatamente prendada de una joven tan encantadora como aquella institutriz.

En aquella época yo era muy pequeña, pero todavía me parece recordarla. Nunca en mi vida he vuelto a ver a una mujer tan seductora como Letizia.

Nuestra querida Ann la admiraba. A pesar de ello, después de todo lo que pasó, llegó a confesarme que en ciertas ocasiones la acometían vagos temores, y un miedo misterioso que se entremezclaba con el sentimiento que la atraía constantemente hacia la bella italiana.

Algo de lo que puedo dar fe personalmente es de que el señor Goëtzi, que por entonces era el tutor de Edward Barton, mostraba hacia ella el más completo desinterés. También Letizia desviaba la mirada cada vez que el señor Goëtzi entraba en la estancia.

A pesar de ello, cierta noche los encontré juntos en la vieja avenida de castaños. Yo era tan curiosa como cualquier niño de mi edad, y por eso me acerqué de puntillas para no ser sorprendida. Pero cuando llegué hasta el sitio donde me había parecido verlos, no había nadie allí. Sentí miedo…

Letizia partió con su alumna al final del otoño y fue recibida con auténtica alegría en el castillo de Witt. La condesa Greete la había echado realmente de menos. Incluso Tiberio mostraba ya una cara mejor, y cierta velada en que ella cantó Llueve, llueve, pastora, el señor conde le dijo a su esposa:

—Tenéis razón, condesa. Esta joven sería maravillosa, con que sólo tuviese vuestros cabellos.

Era un comentario sin mayor importancia, de esos que se dicen y se olvidan. Sin embargo, no sé por qué, la condesa Greete palideció.

Fue justo por aquellos días cuando el conde Tiberio dejó de mofarse de las damas ligeramente obesas.

Y mientras acariciaba los cabellos de su mujer, en ocasiones le decía bromeando:

—La verdad es que podríais compartirlos con la signora Pallanti.

Estoy convencida de que la buena condesa habría aceptado hacerlo, a pesar de que lo que Letizia deseaba no era precisamente compartir.

Cierta mañana llegó al castillo de Witt nuestro viejo conocido Goëtzi, quien se cuidó mucho de decir que acababa de ser despedido como tutor de Ned Barton. En vez de hacerlo, pretendió haberse apartado de su camino para traerle a Cornelia las últimas novedades de sus parientes de Stafford. Fue bien recibido, y él aceptó aquella hospitalidad hablando constantemente de los Ward y de los Barton como si realmente contase todavía con su afecto y su amistad.

Se trataba, en definitiva, de un caballero instruido, agradable, y con un elevado conocimiento del mundo. Además era un buen jugador de whist, de chaquete y de ajedrez. Su presencia debería haber animado la vida en el castillo, pero no fue así. Sin que pudiesen explicarse los motivos reales del hecho, el conde Tiberio se tornó taciturno. No podría afirmarse que se apartase de su mujer, pero sí que sus relaciones con ella se enfriaron.

Por otro lado, la buena condesa perdió un poco de su encanto. Se mostraba inquieta y padecía mareos y jaquecas. Casi podría decirse que estaba palideciendo paulatinamente, adelgazando, e incluso envejeciendo.

Y su magnífico cabello iba menguando casi a ojos vista.

Debo reconocer que éste era un detalle no demasiado extraño en la condesa Greete, que ya no tenía veinte años; pero normalmente, cuando una hermosa dama pierde sus cabellos, es porque cada mañana quedan presos en el peine, y sus doncellas pueden incluso lamentarse por cada uno de aquellos rizos que caen. Pero no fue el caso. Entre los dientes de carey no aparecía ni un solo pelo, y a pesar de ello éstos se caían… ¡Ya lo creo que se caían!

¡Y lo más sorprendente! Fue justo en aquella época cuando los cabellos de Letizia comenzaron a crecer. Parecía como si se estuviese cumpliendo el deseo que había formulado en broma el conde Tiberio y la buena condesa estuviese compartiendo sus cabellos con la signora Pallanti.

Pero no era posible, porque una era rubia y la otra morena. Sin embargo, en lo que respecta a la cantidad, las proporciones se fueron manteniendo casi de forma rigurosa, de modo que todo lo que Greete perdía, Letizia lo ganaba instantáneamente.

Debo reseñar aquí que, desde la llegada del señor Goëtzi, Letizia utilizaba su loción capilar, recomendada por aquel hombre sabio. Una loción que, no obstante, fue inútil para la pobre condesa, que en vano intentó también utilizarla. A pesar de la existencia de aquel tonificante tan beneficioso para Letizia, la condesa Greete veía desesperada cómo su cabeza se iba despoblando. Me duele tener que pronunciar esta palabra, pero no me queda otro remedio: ¡se estaba quedando calva!

Y comenzaba a experimentar la horrible certeza de que era la institutriz la que le estaba robando el cabello.

Pero era algo imposible de explicar. La condesa Greete no quiso siquiera intentarlo. Sabía perfectamente que al primer comentario sobre el asunto, todos la tomarían inmediatamente por loca, de tan absurdas como eran sus sospechas. Además, ¿a quién podía contárselo? Cornelia adoraba a su tutora, y la pobre Greete casi podía escuchar anticipadamente su alegre risa si llegaba a sugerir algo tan rocambolesco.

Además, ¿de qué forma podría quejarse? ¿Qué pruebas tenía?

Sólo le quedaba el conde Tiberio, su marido. Se le puede confiar todo al hombre que se ama. No existen absurdos comentarios entre dos enamorados… pero, ¿acaso Tiberio la amaba todavía? Él se mantenía vigoroso y jovial, mientras que ella parecía haber envejecido diez años en apenas unos meses. Tiberio la miraba ahora sólo con pena. Se ausentaba con frecuencia. Según la maravillosa cabellera de Greete se iba trasplantando a la cabeza de Letizia, Tiberio iba olvidando cada día más el camino del dormitorio nupcial.

La sospecha entró entonces en el corazón de la buena condesa como si fuese el filo de un puñal. No sé cómo describir la obsesión de aquel desdichado espíritu amargado. Comprendió que Letizia se había convertido en su rival, y que había vencido y terminado con ella utilizando como arma precisamente sus propios cabellos. Tiberio seguía apasionado por aquella melena, sólo que a partir de ese momento la amaba sobre una frente diferente.

Cierta noche en que se encontraba sola en su cuarto escuchando en la distancia las notas del arpa, ya que había un concierto en el salón, se sintió arrastrada por una fuerza irresistible. Bajó por la escalera y, por primera vez después de mucho tiempo, llegó hasta la entrada del saloncito familiar.

¡Cuánta dicha había degustado entre aquellos agradables artesonados, testigos mudos de su felicidad pasada!

Pero no entró. Cornelia tocaba el clave. Tras ella, Tiberio y Letizia conversaban, sentados en el diván. Los dedos de su marido se hundían en la rizada cabellera que ahora caía de forma ondulada sobre los hombros de la signora Pallanti.

La condesa Greete se llevó las manos al pecho, convencida de que su corazón iba a estallar. Sin decir nada, intentó regresar a su dormitorio, pero sólo lo consiguió con la ayuda de la vieja Loos, a quien se encontró en el camino.

Al sentirse herida en lo más profundo de su ser, le dijo a su nodriza:

—Querida amiga, cuando era apenas una niña, te confiaba todos mis temores; escucha ahora cuál es la terrible angustia que será la causa de mi muerte.

Conversó durante mucho tiempo, con voz frágil y llorosa. Loos la escuchaba con las manos unidas. Sin embargo, lo que más sorprendió a su nodriza no fue la traición del conde Tiberio y de Letizia, que todos en el castillo conocían, excepto Cornelia, que era pura e inmaculada como un ángel. Lo que más la asombró, insisto, fue un detalle que le contó la condesa:

Siempre que llegaba la más impenetrable oscuridad, aproximadamente a medianoche, su permanente insomnio cedía por unos minutos. Caía entonces en un pesado sopor, que era casi una tortura.

De esa forma, y noche tras noche, se le repetía siempre el mismo sueño: ella notaba cómo un hombre se acercaba sigilosamente a su cama y empezaba a depilarla con una pinza de acero, arrancándole uno por uno todos sus cabellos.

No podía imaginar quién era aquel hombre, porque nunca consiguió abrir los ojos en su presencia. Cuando él desaparecía, la condesa sentía en su cabeza, una sensación semejante a una quemadura, y la luz del velador derramaba sobre los objetos unos brillos de color verde.

Pero no terminaba ahí el asunto. Apenas unos minutos después, se escuchaban gritos distantes en medio del silencio. Eran gritos de mujer, que parecían proceder del ala del castillo donde descansaba normalmente la signora Letizia.

Después de haberle contado tan sorprendente historia, la condesa Greete se durmió de dolor y de cansancio entre los brazos de su anciana nodriza.

En lugar de retirarse como era habitual, ésta se deslizó entre la cama y la pared y se escondió entre los cortinajes.

Cerca de las once de la noche se apagaron los armoniosos sones procedentes del salón, y un poco después comenzó a oírse la fuerte respiración de la condesa, que parecía haber caído nuevamente en su sopor.

En aquel momento se abrió sin ruido la puerta del dormitorio y el señor Goëtzi apareció en el umbral. Loos lo vio perfectamente mientras atravesaba la estancia y se acercaba sigilosamente a la cama. Loos tendría ahora ciento cuarenta años y la condesa Greete unos ciento dieciocho. El señor Goëtzi, pensando que nadie lo vigilaba, dio rienda suelta a su naturaleza de vampiro. Despedía unos bellos reflejos verdes, y su labio inferior brillaba, rojo como un hierro incandescente. Sus cabellos, revueltos, temblaban y se agitaban también como llamaradas. Se trataba sin lugar a dudas de un gallardo vampiro.

Lo primero que hizo fue inclinarse sobre la cama. Utilizando una larga aguja de oro que sujetaba con el índice y el pulgar, pinchó a la pobre condesa detrás de la oreja izquierda y, aplicando inmediatamente sus labios sobre la herida, succionó la sangre durante diez minutos exactos. Aquello era lo que estaba haciendo perder el color y envejecer a la bella dama. Su naturaleza saludable se resentía inexorablemente, como se pueden imaginar, después de que cada noche se repitiese semejante operación.

Por otro lado, el señor Goëtzi parecía beber sin placer, únicamente para mantenerse en forma. Sólo se embriagaba por placer con la sangre de las doncellas. Después de beber su dosis acostumbrada, guardó la aguja de oro y extrajo una minúscula pinza de depilar, con la que fue arrancando, uno por uno, un mechón de cabellos de la cabeza de la condesa. Según los iba extrayendo, los iba colocando en un manojo, igual que hacen las espigadoras con el trigo.

Mientras tanto, la pobre dama gemía débilmente en sus sueños. La anciana Loos, paralizada de espanto, no podía creer lo que veía. En cuanto el doctor Goëtzi terminó su repugnante tarea, se marchó tan contento, tarareando una copla en serbio, que es el idioma que habitualmente utilizan los vampiros para hablar entre ellos.

Lo primero que pensó Loos fue despertar a la condesa, a Tiberio… a todos, para arrojar al señor Goëtzi a una caldera hirviente. Las personas sin mucha cultura piensan que se puede uno deshacer de un vampiro cocinándolo, pero están equivocadas. Y mientras la anciana se desperezaba, ya que el terror la había entumecido, pudo escuchar en la distancia los gritos de mujer de los que le había hablado la condesa.

La asaltó una irresistible curiosidad. ¿Además, qué importancia tenían unos minutos más o menos? Abandonó su escondite y se alejó del dormitorio para seguir en silencio por el pasillo, guiándose por aquellos gritos.

De esa forma alcanzó los aposentos de Letizia, cuya voz reconoció perfectamente. La signora Pallanti gritaba y lloraba como alguien al que están despellejando. La anciana acercó inmediatamente un ojo a la cerradura para saber lo que ocurría.

Por el agujero pudo ver a Letizia, acostada sobre su cama, que se retorcía de dolor. El señor Goëtzi se encontraba en pie junto a ella, sujetando en la mano su larga aguja de oro. ¿Alguna vez han visto ustedes a alguien pinchar las coles? Pues bien, esto era exactamente igual. El señor Goëtzi practicaba, con su aguja dorada, pequeños agujeritos en el cráneo de la signora Pallanti, en los que implantaba uno por uno todos los cabellos de su desdichada ama.

Al verlo, la furia de la anciana no tuvo límites.

—¡Ah, malditos diablos! —exclamó—. ¡Ya las pagaréis todas juntas! ¡El horno estará bien caliente!

Pero en su enfado, había hablado sin prudencia. El señor Goëtzi pudo escucharla y paró inmediatamente de trabajar. Aquello no asustó a la anciana, que pensó que tenía la suficiente ventaja como para huir corriendo. Pero al incorporarse para escapar, se encontró de frente con el propio señor Goëtzi, que le cerraba el paso. Retrocedió sorprendida, mientras se preguntaba cómo habría podido semejante monstruo dar la vuelta a su alrededor sin que ella lo viera.

El vampiro sonreía mientras se acercaba a ella, que ahora se encontraba de espaldas a la puerta de la alcoba de Letizia. Ésta se abrió justo en ese momento y el ruido la hizo girarse.

¡Quien salía del dormitorio era de nuevo el señor Goëtzi, sin dejar de sonreír! ¡Eran dos! Y ella se desmayó, aniquilada por el asombro.

* * * * *

Imagino que este último detalle ya no les asusta ni les sorprende, después de haberse familiarizado con algunos de los misterios y secretos de la vida de los vampiros; pero intenten concebir el estupor de la anciana nodriza. El señor Goëtzi que salía de la alcoba y el que se aproximaba a ella por el corredor eran tan exactamente iguales que cualquiera que los hubiera visto acercándose, el uno al otro, habría dicho que se trataba de un hombre que se acerca hacia su propia imagen reflejada en un espejo.

También pudo ver las dos agujas de oro, puesto que cada uno llevaba la suya en la mano.

Por otro lado, a la desdichada anciana no le quedó precisamente mucho tiempo para admirar aquel prodigio. Ella sabía ahora demasiado. Las dos agujas de oro se ensartaron en sus sienes al mismo tiempo, una a la derecha y otra a la izquierda, y la pobre nodriza de la condesa Greete expiró sin proferir un solo grito.

Los dos monstruos ni siquiera se molestaron en probar aquella sangre, que era demasiado vieja para ellos.

—Mi querido doctor —dijo uno de ellos—, ¿qué vamos a hacer con estos despojos?
—Lo que más os apetezca, mi estimado doctor —contestó el otro.

Ambos extendieron sus manos sobre el cadáver, y éste se irguió sobre ocho patas. Acababa de convertirse en un perro doble, o en dos perros si se prefiere, con un mismo rostro, casi humano. Ambos fueron a colocarse dócilmente junto a cada uno de los dos Goëtzi, que dijeron al mismo tiempo:

—Lo llamaremos Funchs. Y ahora sigamos con nuestro trabajo.

Entonces se abrazaron, fusionándose, mientras los dos perros hacían lo mismo.

Y así fue como nació aquel extraño animal del que hemos hablado en la posada de La Cerveza y la Amistad.

El señor Goëtzi regresó junto a la cama de Letizia y terminó de implantarle los cabellos recién robados.

En las siguientes vacaciones, la condesa Greete expiró, abandonada, en medio de un castillo desierto. Cornelia se encontraba aquí, en casa de los Ward, donde se terminaban los últimos preparativos de su boda con Edward S. Barton. En esta ocasión no la acompañaba su institutriz Letizia, que había dado la excusa de asuntos de familia que la reclamaban en Italia.

Más tarde se supo que lo que había hecho era seguir sencillamente al conde Tiberio a París, donde éste llevaba una vida completamente disipada, jugando, divirtiéndose y entregándose mutuamente a los excesos más desenfrenados. Su amor por la extravagancia había aparecido de forma repentina y un poco tardía. El día en que el señor Goëtzi le informó de la muerte de su desgraciada esposa, celebró una gran fiesta. La condesa Greete había muerto desesperada, teniendo sobre su cabeza apenas un mechón de pelo de su hermosa cabellera. Un día después, el señor Goëtzi alquiló en las proximidades de Utrecht una pequeña casa, en la que instaló a la mujer calva que hemos visto al lado del mostrador de La Cerveza y la Amistad. Esa mujer, que le obedecía como una esclava, era todo lo que había sobrado de la condesa Greete. Tenía como guardián a Funchs, el perro de cara humana, y su nombre era señora Frasquita en holandés.

Al regreso del conde Tiberio tuvo lugar en el castillo una reunión entre los tres: Letizia, Goëtzi y él. Hablaron del reciente fallecimiento del conde de Montefalcone, el hombre más rico de los países del Istria y de Dalmacia, situados frente a la república de Venecia, al otro lado del Adriático.

Montefalcone había dejado una viuda y un hijo único. Si este muchacho muriese, Cornelia de Witt se convertiría en la heredera de la condesa viuda.

Y si Cornelia moría, la herencia de los Montefalcone pasaría a manos del propio conde Tiberio.

Lo cierto es que el conde no era malvado por naturaleza, pero en aquel momento se encontraba dominado por Letizia, y ésta a su vez por el señor Goëtzi.

Permanecieron reunidos toda la noche, y al final decidieron que el señor Goëtzi viajaría a Viena para ocuparse de aquellos asuntos, no precisamente domésticos.

Y el asunto principal era el joven Montefalcone, hijo del difunto conde y de la condesa viuda, que estaba destacado en Austria como capitán del regimiento de Liechtenstein, y vivía en la corte del Emperador José II. Era un individuo de cuidado.

El señor Goëtzi partió acompañado de la mujer calva, Frasquita, y del perro Funchs. Nuestra querida Ann no me habló de aquel viaje. Lo único que sé es que al llegar a Viena se hospedaron en casa de un usurero que le prestaba dinero a Mario Montefalcone. El judío tenía en su poder documentos, firmados por el joven capitán, por valor de más de un millón de florines. Se llamaba Moisés.

Tenía su residencia en el tercer piso de un enorme edificio del Graben, en el que vivía con su hermosa hija Débora, que todas las noches amarraba una escala en su terraza para cenar en su cuarto con el joven capitán Mario.

El viejo Moisés tenía en su túnica un bolsillo de cuero, donde siempre llevaba los documentos firmados por Montefalcone, que constituían su más preciado tesoro. Nunca se quitaba la túnica para dormir. La terraza donde la hermosa y culpable Débora amarraba su escala de cuerda estaba forjada completamente en hierro.

Cierto día en que se celebraba una fiesta militar entre los ojaranzos del palacio imperial de Schoënbrunn, que son los mas altos del Universo, Débora insistió tanto ante su anciano abuelo que éste accedió a llevarla a ver el desfile. Ella se vistió con sus mejores ropas y todas las joyas que el capitán le había ido regalando. Estaba maravillosa. Sus perlas y rubíes valían exactamente tanto como los documentos que Montefalcone había firmado en favor de Moisés. También Montefalcone lucía, en aquel desfile, un uniforme nuevo. Los dos jóvenes se sintieron tan felices de verse que con sus miradas intercambiaron la promesa de una cita para aquella misma noche. También la mano del usurero descansaba sobre el bolsillo de cuero que colgaba junto a su corazón. Todo el mundo se sentía feliz.

Pero mientras tanto, el señor Goëtzi, Frasquita y Funchs habían permanecido al cuidado de la casa del Graben. Durante la fiesta, le dedicaron todo el tiempo al dormitorio de la hermosa Débora, cuyas persianas bajaron para no ser descubiertos. El señor Goëtzi y Frasquita se turnaban en la terraza con una piedra de afilar, mientras Funchs montaba guardia en lo alto de la escalera.

Cuando el señor Goëtzi y la mujer calva terminaron, las dos aristas superiores del barrote que sostenía el balcón estaban más afiladas que una daga.

Esa noche, cuando la plaza del Graben se hallaba desierta y solitaria, apareció el heredero de Montefalcone, más alegre que nunca, y vestido con su abrigo de fiesta. Nada más aparecer, cayó una escala de seda desde la terraza de Débora.

Y el conde heredero comenzó a subir por ella. La escala era muy firme, ya que el barrote de hierro del balcón, convertido ahora en cuchilla, tardó mucho en cortarla. Sólo después de superar el segundo piso la escala del capitán se rasgó.

Pudieron escucharse entonces dos alaridos, uno de mujer, y otro del capitán. Inmediatamente volvió a reinar el silencio de la noche, como las aguas de un río se cierran nuevamente después de sumergirse en ellas quien por mala suerte cae de un puente.

Simultáneamente, el señor Goëtzi despertó al anciano Moisés para avisarle de que un malhechor estaba trepando hacia los balcones de su casa. El buen hombre salió corriendo, llevando el trabuco en

Funchs, el perro con cara de hombre, estranguló al usurero sobre el vano de su puerta.

El señor Goëtzi ya no tenía nada más que hacer en Viena. Después de vaciar el bolsillo de cuero, inició de nuevo su andadura, a la luz de la luna, con el corazón tan alegre que no dejaba de tararear canciones populares.

Y a partir de ese momento, la escolta del señor Goëtzi aumentó. Además del perro de rostro humano y de la mujer calva, o si lo prefieren, de Loos y de Greete, le acompañaban también un loro y un niño que jugaba con su aro durante la travesía. El loro era el usurero Moisés, de pico firme y garras curvas; y el niño era el propio capitán Mario. No se había encontrado una figura mejor para aquel noble de uniforme refulgente.

En lugar de regresar por el camino de los Países Bajos, el señor Goëtzi se encaminó hacia el sudeste, atravesando el archiducado de Austria, la Carintia y la Carniola. Ella nunca me detalló si realizó aquel viaje en coche o a pie, pero hay un detalle muy curioso respecto al modo en que los vampiros y sus séquitos atraviesan las corrientes de agua. Todo el grupo se apelotona contra el amo vampiro, hasta entrar dentro de él. Después de ello, el vampiro se tumba sobre el agua y rema, con los pies por delante, haciendo la plancha. Y por muy fuerte que sea la corriente, no logra impedir su avance.

Recuerden ustedes que, siempre que se tropiecen con alguna persona que nada en un río de esta forma, deben tomar todas las precauciones imaginables, pues sin duda se trata de un vampiro.

El señor Goëtzi se desvió ligeramente hacia el este, al llegar a Trieste, cruzó Istria, Croacia, y penetró en Dalmacia antes de internarse en los Alpes Dináricos hasta la frontera de Albania, que es donde se encuentra el castillo de Montefalcone, uno de los más impresionantes que existen en el mundo, y escenario de uno de los acontecimientos más dramáticos de nuestro relato.

Todo en aquel lugar era abrupto, confuso, tenebroso, desde la hierba de las praderas hasta las nubes del cielo. Las cimas de las montañas trepaban hasta las alturas con una rabia salvaje, y sólo más adelante podía divisarse una mezcla de torreones y almenas, de los que, por cientos de grietas, colgaban gigantescas cabelleras de lianas. Podían verse algunos pinos, creciendo entre los muros, y éstos parecían brotar a su vez de abismos insondables.

Si había alguna idea que predominase en aquella situación, ésta era la de la completa imposibilidad de penetrar por allí, a pesar de la voluntad del amo. Detrás de las estrechas ventanas alargadas podía adivinarse la emboscada de algún vigía al acecho; las troneras se abrían amenazadoras, y los puentes levadizos, erizados de rejas, colgaban sobre el vacío como trampas para gigantes.

No se veía ni un solo centinela sobre los muros, pero en la esquina de una de las plataformas, iluminada por los cuernos de la luna y casi completamente oculta por una nube achatada y escamosa como el lomo de un cocodrilo, podía verse la estructura cuadrada de una horca, de la que aún colgaba un esqueleto, alrededor del cual revoloteaban los cuervos.

El vampiro llegó unos minutos antes de la puesta del sol y se paró en la cima de una montaña muy elevada desde la que podía verse toda la región. Desde allí era posible divisar no sólo el castillo, sino infinidad de pueblos y ciudades, valles estériles, fértiles campiñas, e incluso algunas islas en el mar. Durante un buen rato contempló extasiado tanta belleza, y en especial la propiedad de Montefalcone, una finca realmente imperial.

Una sonrisa imperceptible aleteaba en sus labios, rojos como brasas.

Entonces dijo: «¡Id!», y repentinamente le abandonaron los espíritus esclavos que lo envolvían. El loro levantó el vuelo, el perro brincó sobre la ladera de la montaña, y tras él marcharon la mujer calva y el crío, jugueteando con su aro.

Después de que se fueran, el señor Goëtzi se desdobló nuevamente, para tener alguien con quien conversar. Encendió una hoguera, y los que aquella noche desde el fondo del valle elevaron su mirada a las montañas pudieron ver en la cúspide de una cima inaccesible, jamás hollada por nadie, dos resplandores verdes acurrucados en la nieve, calentándose frente a una débil luz.

Era ya entrada la noche cuando regresaron sus esbirros. El castillo de Montefalcone se había transformado en una masa informe en medio de las montañas. Detrás de sus murallas brillaban, en varios lugares diferentes, el resplandor de algunas luces.

A pesar de que el señor Goëtzi no había hablado con ninguno de sus esclavos, cada uno de ellos tenía instrucciones precisas acerca de lo que debía hacer. Todos regresaron, aunque al mismo tiempo se quedaron también allá, en los diferentes lugares que les habían indicado. Y es que la propiedad de desdoblamiento les otorga incuestionables privilegios.

Aquellas mitades de demonios se sentaron en círculo alrededor de la hoguera, menos el loro, que retrepó hasta el hombro de la mujer calva, y el señor Goëtzi escuchó sus informes. Frasquita fue la primera en hablar, diciendo:

—Soberano señor, yo entré en medio del cuerpo de la guardia que vigila la puerta principal, con mi barril de kirschwasser. Parece que aún tengo alguna belleza, porque los soldados querían agarrarme, mientras me llamaban «tesoro» y cosas por el estilo. Y he aquí lo que averigüé: la fortificación se encuentra en pie de guerra debido a una banda de salteadores que está asolando estas montañas. La guarnición es lo suficientemente numerosa como para defender por sí sola toda una ciudad. Cuentan además con abundante artillería. ¡Muy listo habrá de ser quien logre entrar allí dentro!
—¿Dónde has puesto tu barril? —le preguntó Goëtzi.
—Amo —contestó Frasquita—, está junto a la guardia, porque todavía estoy dando de beber a los soldados, que siguen llamándome tesoro.

El perro con cara de hombre comenzó a reír, y el loro picoteó la cabeza sin pelo de aquella espantosa vieja.

—De acuerdo —dijo entonces el vampiro—. Ahora te toca a ti, Funchs.
—Amo soberano —respondió el perro—, ya he recorrido las murallas. Sólo tienen un punto flaco, e incluso para entrar por allí serían necesarias palas y explosivos. Se trata de una explanada donde no hay guardia, pero colocaron un perro del tamaño de un toro. Lo cierto es que nuestros sexos son diferentes y…
—¿Y tú le cortejaste junto al muro? —le atajó el señor Goëtzi, sonriendo.
—Sí, mi amo y señor. Se acercó ardiente de ternura, y yo acabé con él estrangulándolo. Ahora soy yo quien está montando guardia allí, mientras él yace en el patio.
—Perfecto —le felicitó el señor Goëtzi, dándole una patada amistosa—. Ahora dime tú qué es lo que has hecho, capitán.

El crío se limpió la boca, donde le quedaban restos de golosinas.

—Mi coronel —dijo haciendo un saludo militar—, yo fui a jugar con mi aro en el regazo de tres hermosas jóvenes, que son las doncellas de la vieja condesa. Me llenaron de dulces y me dijeron que van a tener nuevos vestidos negros, porque les llegó de Viena la noticia de que el único hijo de la casa se rompió la cabeza al intentar escalar como un tonto hasta la terraza de una judía…

Ahora recuerdo que todavía no he mencionado que estos desgraciados conservan un recuerdo muy lejano de su estado original.

—¿Hay algo más? —preguntó entonces el vampiro.
—No, mi coronel. Las tres doncellas me dieron marrasquino. Me resultaban familiares sus rasgos, aunque por todos los demonios que no sabría decir por qué. Por cierto, existen algunos cotilleos en la guarnición: la anciana señora amaba mucho a su inocente hijo, y no desea seguir viviendo en un castillo que le recuerda constantemente su desgracia. Mañana mismo piensa partir hacia Holanda en busca de una muchacha que en estos momentos es la única heredera y a la que desea tener a su lado. Las doncellas también me dieron bombones de licor.
—¿Te quedaste con ellas?
—Sí, dejé allí mi doble, aunque levemente mareado. Lo tumbaron en un rinconcito, con una botella de anís.
—Muy bien —dijo Goëtzi por tercera vez—. Es tu turno, Harpagón.

Le hablaba al loro, que estaba alisando sus plumas mientras hinchaba el lomo.

—Yo, mi amo y señor —dijo quien había sido el usurero Moisés—, tengo a mi réplica en este momento junto a la condesa viuda, a quien le he gustado mucho. En el momento en que me vio entrar, hace un momento, por la ventana abierta, paró de quejarse y de sollozar. Casi diría que llegó a consolarse. Podría haberos relatado, con un estilo mejor, todo lo que los otros ya os han contado, pero como se trata ya de una historia muy vieja, os haré un regalo mejor. ¡Tomad!

Y con estas palabras el loro extrajo de debajo de su ala un llavero, con todas sus llaves doradas y cinceladas, que depositó respetuosamente en las manos del señor Goëtzi, mientras decía:

—Éste es el juego de llaves de seguridad de la anciana señora. Con esto podréis acceder sin problemas hasta su dormitorio.

Goëtzi le dio una cariñosa palmada al loro, y se incorporó diciendo:

—¡Todo marcha sobre ruedas! ¡A trabajar!

Y bajó por la escarpada ladera de la montaña, seguido por su séquito de lacayos. Era ya noche cerrada cuando alcanzaron las murallas del castillo. Para poder salvar los fosos, anchos y profundos, y llenos de agua, utilizó el mismo método que había empleado para atravesar el río. No apareció ni un solo guardián para darle el alto. Todos los centinelas se encontraban con el cuerpo de guardia, empeñados en acabar con el barril de kirschwasser, y conversando animadamente con la mujer calva. En el patio, el doble del perro Funchs se mantuvo en silencio. De esa forma fueron abriendo todas las puertas, utilizando las propias llaves de la condesa, y cuando atravesaron la antecámara donde se encontraban las tres doncellas, éstas se encontraban tan entretenidas en dar de beber curaçao al doble del crío que ni siquiera escucharon el menor ruido.

Incluso la pobre viuda fue incapaz de oír nada, sorda como estaba entre el parloteo del loro. ¡Cuando se piensa que era la buena de Greete la que actuaba de ese modo! El perro con rostro humano, y que anteriormente había sido la fiel Loos, se ocupó de devorar el rostro de la viuda, en cuyo lugar el vampiro Goëtzi sembró una espesa barba.

Debo citar aquí el hecho extraordinario de que el crío experimentó un ligero malestar al ver cómo le infligían tan denigrante tratamiento a los restos de la que había sido su madre.

Entonces el señor Goëtzi se marchó, después de pegar fuego en los cortinajes de la cama con la intención de que aquello explicase la desaparición del cadáver, ya que, ni siquiera necesito decirlo, se llevó también con él a la desdichada viuda de Montefalcone, que se transformó desde ese momento en el mesonero sin rostro.

En el preciso instante en que el señor Goëtzi abandonaba el castillo, la mujer calva desapareció con su barril de en medio de la guardia. También las doncellas comenzaron a buscar sin éxito al muchacho del aro, que parecía haberse esfumado.

La tenebrosa comitiva, que acababa de incrementar su número con la presencia de maese Hass (que era el nombre que había adoptado el mesonero), viajaba de nuevo, en esta ocasión hacia el mar. Después de alcanzar la llanura, el vampiro se volvió y pudo contemplar un espectáculo sobrecogedor. El fuego se había extendido de los cortinajes a la cama, de ésta a toda la estancia, y de la estancia al ala del castillo en que se encontraba. Era algo maravilloso. Los precipicios, tan extrañamente iluminados, reflejaban ahora el misterio de sus enigmáticos abismos, las cimas nevadas despedían destellos púrpuras y, en el centro de la escena, el fuego se despeinaba al viento como si fuese una gigantesca antorcha. Con frecuencia me ha dicho nuestra querida Ann que no hay nada tan hermoso e impresionante como un incendio en la montaña. Por mi parte, no puedo asegurarlo con conocimiento de causa.

A pesar de su acostumbrada indiferencia frente a las bellezas de la naturaleza, el señor Goëtzi se paró un momento, aunque inmediatamente continuó su camino, atravesó el Adriático en una elegante tartana, y sólo paró después de recalar en Venecia. No les hablaré del Carnaval. Ella ya lo ha hecho en unas páginas de maravillosa magnificencia. Únicamente les diré que, mientras descansaba de sus andanzas, el señor Goëtzi atrajo mediante argucias a la hija de un gondolero del Lido y calmó su sed con la sangre de la muchacha. Así fue como se recuperó por completo.

Mientras el vampiro iniciaba su viaje por Dalmacia, Ned Barton se dirigió hacia Holanda para preparar su boda. El conde Tiberio vivía entonces en la bella mansión que había adquirido en Rotterdam tras la muerte de su esposa. Aún no conocía, al desembarcar Ned en los Boompies, el trágico final de su primo, conde de Montefalcone.

Supongo que no les sorprenderá que les diga que Cornelia, demasiado preocupada por su felicidad, o por decirlo mejor, por Edward Barton, no se había dado cuenta de las relaciones que ya existían entre Tiberio y Letizia Pallanti.

Puede afirmarse incluso, con absoluta certeza, que era la única persona de Rotterdam que no conocía las andanzas de su preceptor. Tras su viaje a París, Letizia aparecía descaradamente en público, mientras pregonaba orgullosamente: «¡Ahora soy la dueña y señora de la casa de mi antiguo amo!»

No obstante, la situación cambió un poco con la llegada de Ned. Les pido que recuerden que se trataba de un inglés muy joven, es verdad, pero cuya edad no influía negativamente en él. De hecho, ser inglés implica ya una cierta supremacía; la mera presencia de uno de ellos impone las reglas y conquista el respeto de los demás.

De cualquier forma, piensen lo que piensen, lo cierto es que ante él Tiberio comenzó a experimentar vergüenza, y Letizia a sentir miedo.

Gracias a él todo volvió a la normalidad, y debido a su presencia, sobrevino una tregua en medio del escándalo.

Sin embargo, Ned Barton había traído con él a su sirviente, un pobre irlandés atolondrado, charlatán, perezoso y descuidado, improper de la cabeza a los pies, y cuyo pequeño cerebro no tenía ni siquiera seis peniques del más elemental sentido común.

Exageradamente curioso y descarado, y con muy poco sentido de su propia dignidad, desató su lengua en todos los corrillos de la cocina y del exterior de la casa, que en pocos días se enteró de toda la historia mucho mejor que los propios testigos de la misma.

Merry Bones no soportaba a la Pallanti. Suele pasar frecuentemente, entre sirvientes e institutrices. En más de una ocasión, mientras afeitaba a su joven amo, había sentido deseos de desahogarse con él, pero Ned siempre se negó a prestarle oídos.

Cierta mañana de enero, después de extender el jabón por las mejillas de Ned, y con la navaja todavía suspendida en el aire, dijo:

—Querido Señor, Holanda puede no ser un mal país, debido sobre todo al squidam, pero su cerveza es floja. ¡Recordad mis palabras! ¡Muchos perros muertos flotarán Mosa abajo antes de que tenga lugar vuestra boda en marzo!

Frotó rápidamente la navaja contra la palma de su mano.

—Vamos —le dijo Edward—. Date prisa.
—Esa maldita institutriz también tiene prisa —explotó el irlandés—. Prisa por hacer daño y jugaros una mala pasada. Y si me equivoco, que el Señor me castigue al fuego eterno. ¿Habéis notado cómo os mira?
—¡Vamos! —insistió el muchacho—. Te he dicho que te des prisa.
—Ya le ha sacado no sé cuántos cientos de miles de ducados a ese cretino. Hablo del conde Tiberio. Y ni siquiera es la señorita Cornelia quien ocupa ahora la cabecera de la mesa.
—¡Es cierto! —exclamó Edward.
—Ni las alcobas principales. ¡Musha! ¡Qué país tan extraordinario es Holanda! ¡Las institutrices lucen pendientes de diamantes! ¿Queréis apostaros conmigo dos piezas de seis peniques, es decir, un chelín, a que os puedo decir algo que no sabéis? Porque, ¡bendito sea Dios!, su Excelencia nunca se entera de nada. Su primo de Montefalcone, me parece que ése era su nombre, el que servía como capitán, acaba de morir allá, no recuerdo bien dónde. Y esa maldita maestra fue la primera en saberlo.

Edward le escuchaba finalmente.

—¿Estás completamente seguro? —le preguntó al muchacho.
—Y recibió la noticia a través de ese pillo de Goëtzi.
—¿Lo has visto, entonces?
—Uno se fija en todo, ¿no es cierto? Es la mejor manera de informarse.
—En cualquier caso —prosiguió Ned—, es la condesa viuda la que va a heredar a su hijo, el capitán.

Merry Bones limpió la navaja y sacudió su espesa cabellera.

—Desde luego, desde luego, Excelencia —contestó—. Pero, ¿queréis saber mi opinión? Estoy seguro de que la condesa no llegará a vieja ahora. Y cuando la condesa viuda desaparezca, ¡que se cuide la señorita Corny! ¿Me comprendéis? La riqueza del conde Tiberio se ha visto mermada en sus tres cuartas partes, sin llegar a saciar el hambre de esa institutriz. Espero que me entendáis.

* * * * *

Fue por esa época cuando las cartas que Ned y Corny le mandaban a nuestra querida Ann comenzaron a perder ese tono de despreocupada dicha.

Pero hasta finales de febrero no se supo de la muerte de la condesa viuda de Montefalcone, que convertía a Cornelia en una rica heredera. El señor Goëtzi ya había vuelto, aunque no aparecía en público. Tramaba una conspiración para intentar que Edward realizase algún acto violento que sirviese como excusa para romper el noviazgo.

Sin embargo Edward Barton no cayó en aquella trampa; se guardó muy mucho de mostrarle a la signora Pallanti todo el desprecio que le tenía, y mantuvo una compostura tan natural frente a ella que ésta terminó creyendo en sus buenos sentimientos. Aunque fue una desgracia que pasara eso.

Respecto al conde Tiberio, Ned continuó yendo a su casa, que era el único lugar donde podía verse con Cornelia. Tiberio se mostraba cada día más soberbio con él, e incluso despectivo algunas veces.

El compromiso matrimonial era tan público que resultaba prácticamente imposible romperlo, aunque se realizaban retrasos que eran claramente equivalentes a esta ruptura. Con esa intención se dijo que era necesario realizar un viaje hasta el castillo de Montefalcone antes de la boda, y que Edward Barton no iría.

El joven no protestó.

Esa era por lo menos la impresión que se tenía después de leer las cartas que recibió nuestra querida Ann, todas juntas, la noche de la víspera de su boda.

Se hace necesario que indique aquí que aquellas esquelas no fueron completamente sinceras. Escondían levemente la verdad. Se trata de un escrúpulo característicamente inglés. En Inglaterra sentimos horror ante algo tan escandaloso como un secuestro. Cuantas más libertades les damos a los jóvenes de nuestras familias, tanto más les exigimos que no se salten nunca las más elementales normas de conveniencia. La decencia es una virtud típicamente inglesa. Dudo mucho que nuestra querida Ann haya hecho figurar nunca un solo rapto en sus historias; me refiero a un secuestro consentido por la muchacha, ya que el rapto en sí es un acontecimiento mucho menos escandaloso.

Pues bien, en medio de aquellos miedos, desgraciadamente demasiado acertados, Edward Barton y Cornelia de Witt, tras intentar inútilmente encontrar otra solución, decidieron llevar a cabo aquella acción tan criticable como peligrosa, y que las personas de nobleza no pueden tolerar bajo ningún concepto. Porque la clase baja hace lo que se le antoja. Por ese motivo, y al sentirse plena y voluntariamente culpables de un acto impropio de ellos, Ned y Corny decidieron guardar silencio sobre él, de cara a sus amistades.

No piensen que estoy disculpando, ni siquiera de cierta forma, algo inaceptable para «las normas». Lo único que deseo reseñar es que ellos se estaban enfrentando a un canalla sin escrúpulos y en quiebra, a una mujer perdida y a un vampiro. No podemos negar que su situación era realmente difícil.

El sirviente irlandés, Merry Bones, también ayudó lo suyo a llevarlos por el mal camino, aunque ojalá hubiese querido el destino, en definitiva, que continuasen por él, ya que de esa forma se habrían evitado terribles desgracias.

Si le hubiesen hecho caso al irlandés, que después de todo tenía algo de intuición, no habrían esperado hasta el último segundo para, una vez en Londres, y protegidos por las leyes inglesas, haberse burlado alegremente de los pérfidos malhechores que amenazaban tanto su felicidad como su fortuna y su vida.

Porque cuando finalmente decidieron dar aquel paso ya era demasiado tarde. La víspera del día en que pensaban fugarse, Letizia Pallanti acusó de arbitrariedad a la señorita Cornelia con tanta soberbia y altanería que la pobre y joven noble perdió por completo los estribos y la prudencia que la caracterizaba, para poner orgullosamente en su lugar a la descarada institutriz. Ese mismo día, que fue el último del mes de febrero, el conde Tiberio logró finalmente provocar una pelea con Ned Barton. Habían firmado el contrato el día anterior. Nada se había deshecho, pero, cuando Edward intentó aquella noche entrar en la casa, le negaron el paso.

Y cuando Cornelia intentó salir a la mañana siguiente, se la retuvo como si fuese prisionera.

En semejantes circunstancias, nuevamente apareció el señor Goëtzi como un gran salvador. Con sus: «¡tened cuidado! ¡Debéis desconfiar de él!», aconsejó vagamente a Ned sobre un peligro que no concretó. También recomendó a Corny que fuese valiente. Sin embargo, Merry Bones, a quien trató de ahogar traidoramente en las aguas del Mosa, mientras el fiel servidor cuidaba de la barca en la hora señalada para la fuga de su amo y de Cornelia, les contaría muy pronto la verdad acerca de aquel sujeto.

Ya saben ahora cómo acabó este capítulo de la boda interrumpida y de la huida fracasada. En medio de la noche, Cornelia fue arrojada sobre una silla de caballo y secuestrada, no por Ned, sino por la pareja de canallas que formaban Tiberio y Pallanti, que se adentraron por tierra hacia los dominios de Montefalcone.

(Continuará…)

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