Maxence Van Der Meersch

CAPÍTULO V
I
Casi cada semana, Samuel Fontcroix iba a ver a Antoinette y a Edith a Roubaix.
Ellas habían abandonado Lille. Samuel no podía proporcionarles ya mercancías, pues los alemanes habían cerrado definitivamente la frontera belga y todo el comercio se había hecho imposible. Edith, que no estaba falta de un cierto olfato en materia comercial, alquiló en la calle Lannoy de Roubaix una tiendecita donde comenzó a vender comestibles.
Era aquella una casa del antiguo Roubaix, pequeña, baja, con ventanas estrechas parecidas a tragaluces de barco, una gran rinconera delante de la puerta, techos que se tocaban con la mano, atravesados por enormes vigas que mostraban entre ellas pequeños chorros de yeso y de greda. Estaba llena de ratas, de ratones, de pulgas y de hormigas. La bóveda inmensa y abovedada estaba encharcada, donde flotaban unas cosas espumosas y musgos de color blanco verde. De acuerdo con su carácter, Antoinette adoraba aquella casa, precisamente por su rareza y por ser extrañamente pintoresca.
El comercio de Edith se parecía mucho al del viejo Duydt y a todo aquel traficar del tiempo de la guerra, en que nada estaba asegurado o regularizado, cuando se vendía todo lo que se encontraba, sin tener ninguna probabilidad de volver a aprovisionarse o cuando la penuria hacía subir el precio de los artículos de una manera impresionante. Un par de zapatos nuevos costaba setecientos francos y, de ocasión, ciento cincuenta; un kilo de remolacha se vendía a diez francos, el café a noventa y un pastel de harina blanca a trescientos; una correa de transmisión para cualquier máquina costaba una pequeña fortuna, porque con ellas se hacían suelas de zapatos. Todo faltaba, porque no se fabricaba nada. Eso era la causa de que Edith comprara sin cesar, haciendo de su casa una especie de almacén del monte de piedad, repleto de tejidos, de vestidos, de sacos de maíz, de botes de conserva, de objetos farmacéuticos, de cobre viejo, de herramientas, de libros y de instrumentos de música…
Mucha gente frecuentaba su tienda, incluso numerosos alemanes. Acudían a comprar para sus familias lo que no se encontraba ya en Alemania. Cuando se marchaban de permiso, llegaban unos metros de tela o un pedazo de cuero. Eran los soldados quienes alimentaban la retaguardia. Edith les vendía lo que quería: viejos manteles y trapos para hacer camisas, servilletas para cortar pañuelos y colchas groseramente reteñidas con las que las mujeres alemanas harían pantalones y ropas a los niños. Los pobres diablos se llevaban aquellas cosas con la avidez de un tesoro y sus constantes visitas hicieron que pronto Edith y su hija se entendieran con ellos en una mezcla de alemán y de francés casi ininteligible. Explicaban a Antoinette la alegría de los suyos al recibir aquellos regalos, la desnudez del pueblo alemán, las camisas de tela de ortigas, el lino de papel, el cartón cuero, la lana química; una pobreza mayor que la que sentían los propios invadidos. Entre aquellos soldados alemanes los había resignados, ingenuos que se dejaban explotar hasta el límite, sin oponer resistencia. Otros, sin embargo, robaban, haciéndolo desvergonzadamente. Llevaban a Edith alcoholes de su cantina, azúcar, trigo y avena, cajas de bizcochos y confitura robadas de su intendencia. Tenían una audacia increíble. Soldados de guardia, de acuerdo con sus suboficiales, introdujeron un día un carro cargado con mil kilos de azúcar escondido bajo los rollos de hilo telefónico. Como les faltaban caballos, arrastraban por sí mismos el carro por las calles, como si fueran a realizar cualquier trabajo. Varias veces repitieron el golpe, pues entre ellos había verdaderos vividores que estaban en tratos con los contrabandistas, los ladrones y los granujas, que acudían también con frecuencia a casa de Edith a vender su mercancía.
Era necesario tolerar a tales gentes. Solo ellos tenían la audacia de arriesgar su piel para buscar trigo y carne en Bélgica. Y también acudían con frecuencia las prostitutas, las amigas de los oficiales, las mujeres de los boches, a cambiar sus regalos en especies o a vender los frutos de sus rapiñas. Era aquel un medio brutal, cínico y codicioso en el que Edith maniobraba con osadía y diplomacia. Pero Antoinette, joven, ingenua aún en muchos aspectos, mostraba un azoramiento, un estupor, un disgusto que difícilmente podía reprimir. Sobre todo, el trato con los alemanes llevaba consigo adquirir una reputación de traidores, de vendidos, de gentes que pactaban con el enemigo, que daban prueba de amoralidad.
Antoinette era inteligente y comprendía pronto las miradas, las alusiones, la manera hiriente con que las gentes procuraban darle de lado. Experimentaba una cierta vergüenza y, por reacción inmediata, un desdén hacia los demás, una apatía completa hacia el «qué dirán», una afectación de audacia y de desenvoltura, una manera de andar, de vestirse, de obrar y pensar, que frisaba en la desvergüenza. Reacción muy natural de la juventud, pero que no hacía más que alentar aún más la malignidad.
Y, sin embargo, Antoinette experimentaba con toda intensidad el espíritu perverso de aquel mundo que la rodeaba. La mayoría de la gente se contentaba con vivir de cualquier modo, de la caridad oficial, de las asignaciones que distribuía el Municipio, del racionamiento, de la distribución de los géneros y del carbón, pero sin hacer nada más. Ellas al menos, trabajaban, se mataban para ganarse la vida. ¿Qué reproche podían hacerles? No desmerecían en nada. Eran útiles a sus semejantes, procurando comida a gentes que no la hallaban por sí mismas y tela a los soldados alemanes, tan resignados, apacibles y miserables como los franceses. Se afanaban en la tienda de la mañana a la noche, transportando sacos, seleccionando trapos, remendando ropas, limpiando, cosiendo y trabajando hasta el agotamiento.
Edith era robusta y soportaba aquel trabajo sin fatiga. Pero Antoinette adelgazaba. Samuel se inquietaba algunas veces por su hija. La encontraba pálida y floja. Ella protestaba. No se sentía mal. La única repercusión que había sobre ella, el exceso de fatigas y de privaciones era un ensombrecimiento de su humor, ansiedad y nerviosismo.
Pero la inquietud de su padre acabó también por hacer presa en ella. Comprendió que aquella vida que llevaba era imprudente desde cualquier punto de vista. Comenzó a darse cuenta de la cordura paternal que había querido que permaneciera más tiempo en el colegio, ahorrándose todos los golpes de la existencia. Veía perfectamente que Samuel educaba al pequeño Christophe de otra manera a la que ella había sido educada… Y aquello la sumía en una gran incertidumbre. Llegó a dudar de su madre y a preguntarse si verdaderamente la razón estaba de su lado.
De todas maneras, su hermanito Christophe era mucho más feliz que ella.
¿Qué hubiera ocurrido en el caso de que su padre la hubiera educado como Christophe? Sin duda, sería completamente diferente de lo que era. Después de años enteros de vida libre, bajo la ligera tutela de su madre, se veía desengañada, asqueada por el conocimiento demasiado precoz de un medio depravado, instruida en la existencia de sus feas realidades, horrorizada ante el hedor del mundo. A los dieciséis años no le quedaba ninguna ilusión sobre los hombres y sobre el amor. No había en ella ninguna esperanza, ningún sueño. Una truhanería precoz en la que se exageraba el lado malo, una habilidad femenina en manejar a su madre, en halagarla, en excitar su celo, en sacarle dinero, vestidos y demás chucherías. Una ignorancia casi total, lecturas incoherentes, un fondo de educación y de instrucción, inexistente y una reputación deplorable e inmerecida formaban su ser. Ella hubiera querido recobrarse, volver a encontrar un equilibrio y se desesperaba al no saber cómo lograrlo.
De vez en cuando volvía la mirada hacia su padre con angustia. Allí estaba, acaso, la salvación. Quiso estudiar, buscar los motivos de cómo su padre educaba y dirigía a Christophe y llegó a sentir delante de él vergüenza de lo que ella seguía siendo.
Aquel fue uno de los momentos de su existencia en que su espíritu trabajó con mayor intensidad. Hizo un esfuerzo para evadirse de la rutina diaria, para elevarse por su propia y fácil fuerza hasta un plano intelectual y moral superior.
¿Cómo obrar? ¿Y para concluir dónde? Ella no sabía nada. Tan solo tenía la sensación de que necesitaba instruirse, sin discernir claramente por dónde comenzar. Confió en su suerte, en sus gustos. Un pudor íntimo le impidió pedir consejo a su padre. Se puso a aprender simultáneamente el español y el violín, saciando al azar aquel apetito de conocimientos propios de la juventud. Leyó frenéticamente, cogiendo de las estanterías de la tienda todo lo que le venía a mano y repitiendo una y otra vez lo que no comprendía, persuadida de que hacía sus conocimientos.
Edith, los amigos, todos aquellos ingenuos bribones, aquellos soldados y granujas estaban admirados con su afán de saber. Edith se daba importancia ante ellos. Antoinette se mostraba también orgullosa, pero sin dejar de ver lo incompleto, incoherente e incierto que era todo aquello. Se daba perfecta cuenta de que el saber no era aquello, que ella no tenía más que conocimientos rudimentarios, turbios y confusos. Ignoraba todo lo que se refería a historia y a geografía. La ortografía y los análisis estaban para ella llenos de misterios. Hubiera sido necesario volver a emprenderlo todo de nuevo, volver a comenzar. Pero a la juventud de sus espíritus le asustaba semejante obra. Porque no solo se trataba de1 estudiar, sino de trabajar al mismo tiempo. La labor manual era una rémora para el espíritu. Es difícil enfrascarse en conjugaciones y fracciones aritméticas cuando al mismo tiempo se está fatigado por el trabajo diario, cuando se ven perfectamente las lejanas relaciones que el mundo, la realidad y el dinero tiene con todo ello.
Aquello hizo que volviera los ojos hacia una religión, una esperanza, un ideal que ocupara el puesto que tenía en su alma el ansia de saber. Tuvo el sordo y confuso presentimiento de que la vida no podía limitarse a aquella estéril y estúpida batalla con la única preocupación de perpetuar una existencia sin meta. Pero no es a los dieciséis años y sin ayuda cuando se forma un dogma que pueda ir más allá de los ritos, hasta alcanzar el espíritu. Presa de un súbito fervor, frecuentó la iglesia de Sainte-Elisabeth, que estaba enfrente de la tienda de Edith. Pero aquello no duró mucho. La pobre Antoinette conocía demasiado las cosas de la vida. Se había enfrentado demasiado con el mundo, con la realidad. No podía aceptar lo primero que llegara. Había en ella algo marchito, muerto. No hallaba ninguna utilidad en la oración y no se daba cuenta de lo responsable que era ella de sus propias faltas. Tan pronto se juzgaba inocente, como criminal. Abandonó la iglesia tan complicada y fue dos veces al templo de los reformistas, seducida por el contraste de aquella austeridad tan simple. Sin embargo, pronto se aburrió también. Hizo una visita a los antonianos y ni siquiera volvió otra vez…
Y, sin embargo, había «algo» en ella, lo presentía, lo sospechaba. La vida no podía limitarse a los horizontes que conocía. Otros como ella seguían, si no una religión, al menos una moral, un ideal que los ennoblecía. Entreveía vaga y confusamente todo el problema de la conciencia y el conocimiento desde muy lejos y envuelta en una niebla…
II
Samuel seguía habitando en L’Epeule, en su casa situada en el fondo del callejón del convento. Comenzaba a faltarle el dinero. Tuvo que apurar los recursos para vivir y educar al pequeño Christophe. Vendió, poco a poco, el cuero que le quedaba, las grasas y las viejas herramientas. Todo se vendía, todo había alcanzado un precio desmedido. Los arneses servían para hacer botas. Se quemaba la grasa de los caballos en las lámparas. Tanto Samuel Fontcroix como su hermano Gaspard exprimían hasta la última gota de sus pertenencias para lograr algo con que seguir vegetando. Lo que no lograban vender no tardaban en llevárselo los alemanes: coches, caballos, materiales, sacos, básculas; todo lo que era metal, madera o combustible. Samuel llegó a contemplar, mordiéndose los puños de rabia, cómo obreros franceses, gentes como Decooster, el carnicero que tenía su tienda en la esquina de la calle Bell, acudían con carros y soldados alemanes para cogerle los últimos sacos que tenía escondidos en un cobertizo y cuyo escondrijo había sido denunciado por envidiosos. Finalmente, para aprovecharse él mismo de su propia ruina y también para no beneficiar en nada al enemigo, emprendió la destrucción total de su almacén. Meses enteros los pasó hacha en la mano, como un leñador, abatiendo postes, cortándolos en trozos, aserrando y astillando. Quemó poco a poco todos sus cobertizos, contento en su miseria de poder al menos calentarse.
El resto del tiempo lo ocupaba en hacer su comida y la del pequeño Christophe, en lavar, en arreglar la casa y visitar algunas veces a Edith y a Antoinette. Era una espera lenta e implacable, paciente y dolorosa del final, de la victoria… ¡La victoria! Hablaba con su hermano Gaspard y con Monsieur Feuillebois, el maestro, hallando en uno el pesimismo y el desaliento, y en el otro el optimismo y la confianza.
Se reunían casi cada noche para escuchar el comunicado. Samuel recibía el periódico impreso bajo la supervisión y la inspiración del mundo alemán, aunque redactado por franceses. Se titulaba, la Gazette des Ardennes y frecuentemente hablaba de una paz inmediata, de la entente francoalemana y echaba las responsabilidades de la guerra sobre Inglaterra. Los comunicados franceses eran dados con un mes de retraso y con ciertos retoques. Pero, a pesar de todo, aquella verdad alterada, aquellas noticias ya pasadas, seguían apasionando. Ayudado por Feuillebois, el maestro, y Gaspard, su hermano, Samuel anotaba cada noche en los mapas los avances o los retrocesos de los aliados. Se medía, se calculaba y se esperaba. Algunas veces Feuillebois recibía también el periódico de los invadidos: La Fidelité. ¡Preciosa hojita! Noticias frescas y verdades seguras. En otras ocasiones, echaban desde un avión un puñado de periódicos recientes. Si se lograba recoger alguno sobre los tejados, lo cual era peligroso, se vivía diez días reconfortado.
La sesión de cartografía que se celebraba cada noche en casa de Samuel era seguida religiosamente. Alain Laubigier, recién salido de la cárcel, asistía frecuentemente; su primo François también, acompañado de vecinos, como el corpulento Semberger y muchas mujeres también, que no comprendían gran cosa de los mapas, pero que iban en busca de un poco de valor y de confianza en aquel ambiente. Además, la Gazette des Ardennes, para atraer al público, publicaba diariamente la lista de los soldados franceses originarios del Norte que los alemanes habían hecho prisioneros y todos esperaban siempre hallar un nombre de un hermano, de un amigo o de un hijo.
Y fue allí, en casa de Samuel, donde llegaron a enfrentarse definitivamente los caracteres opuestos de Gaspard Fontcroix y de Monsieur Feuillebois.
Gaspard Fontcroix, el hermano de Samuel, padecía una afección bastante confusa de la médula espinal. Hasta entonces había podido cuidarse bastante bien, pero, igual que Samuel, preveía la miseria para un futuro muy próximo. Los recursos terapéuticos del Norte invadido eran cada vez menores. No había remedio ni tratamiento posible y por eso la enfermedad de Gaspard progresaba lentamente, quitándole poco a poco la vida. Notaba que se iba volviendo ciego. Hasta entonces había mantenido alguna esperanza, intentando todos los medios: inyecciones, drogas, tratamientos eléctricos y todo aquello que le aliviaba durante algunos días, siendo ello motivo de que renaciera de nuevo la esperanza en él. Pero tal consuelo le estaba ya vedado. Ni a precio de oro podía hallar medicamentos y, además, le faltaba también dinero. Antes de la guerra, la cesión de una gran tienda de comestibles, anterior a la asociación con su hermano, le había dejado unos cuarenta mil francos, situados en valores rusos ante un notario belga. Aquello producía una renta que le permitía vivir con su hermana, Joséphine Mouraud, pagándole pensión. Era entonces el pariente rico, el tío de quien se espera heredar. Los Mouraud eran de condición modesta y se privaban de todo para asegurar la educación de sus hijos. Esperaban que el tío Gaspard dejara a estos una parte de su fortuna. Pero las cosas habían cambiado con la guerra. Gaspard había agotado ya casi toda su fortuna y pagaba su pensión de una manera bastante irregular. No sabían siquiera lo que le quedaría de los valores rusos, pero estaban seguros de que no sería mucho. Y así Gaspard Fontcroix se convirtió en el pariente pobre.
¿Adónde ir sin dinero? Estaba seguro de que la familia no se atrevía a echarlo, pero le molestaba darse cuenta de que constituía un estorbo y una carga para ellos. Poco a poco, fue convirtiéndose en un hombre apagado, difuso. La falta de un tratamiento adecuado a su enfermedad minó su moral y estaba seguro de que solo el final de la guerra le llevaría aparejado su restablecimiento. ¡Que terminara la guerra! ¡Que acabara como fuera! La ciencia era capaz de hacer milagros. Y, aguardando, perdido en su sueño imposible, notaba cómo de día en día le iban asediando las tinieblas más hondamente.
La ceguera total era cuestión de meses. Sus ojos se velaban, apenas veía y no distinguía siquiera los rostros. Acudía a casa de Samuel a calentarse y a comer un poco, pues los Mouraud le importunaban y le hacían sentirse mísero. Sabía que Samuel estaba falto de dinero y no se atrevía a pedirle nada. Y Samuel, que sufría también, no acertaba a reconfortarlo, acabando por dudar también del final de la guerra, victoria, de todo.
Felizmente, la visita regular de Monsieur Feuillebois, a la hora del comunicado, les proporcionaba una bocanada de optimismo y un reflujo de confianza.
Monsieur Feuillebois era un hombre robusto, de tez olivácea y gesto imponente, que, iba siempre vestido con un amplio chaquetón. Andaba balanceando los puños, con su sombrero blando arrogantemente inclinado sobre la oreja y los brazos separados del cuerpo, como un atleta que avanzara en el circo. En todas las estaciones se le veía armado de un paraguas verdoso, capaz de abrigar a media docena de mortales de estatura normal.
Monsieur Feuillebois era maestro. La existencia había sido siempre para él un camino liso y fácil. A ojos de todos e incluso a los suyos, encarnaba el hombre feliz. Había heredado de sus padres unas rentas modestas. Ganaba razonablemente en su profesión de maestro, que ejercía con gran vocación. A los treinta años se había casado con una muchacha de excelente educación, de belleza notable, de carácter agradable y de considerable dote. Tuvieron un hijo único y de espléndida salud que cursó sus estudios en París. Toda la vida de Monsieur Feuillebois no fue más que una cadena de circunstancias propicias y de acontecimientos felices. Aparte de ello, gozaba de una salud excelente, de un estómago de acero, estaba siempre satisfecho de sí mismo y de los que le rodeaban, así como de todo lo que le ocurría y de lo que no le ocurría. Monsieur Feuillebois rebosaba siempre de entusiasta optimismo.
Sin embargo, desde el principio de la guerra, Monsieur Feuillebois, descendiente de la generación del 70 y maestro impregnado del mayor culto a la patria, y sufría las más terribles humillaciones. Tener que soportar a los alemanes, ver cómo imponían sus leyes hasta en las escuelas, soportar su expulsión de la escuela, la prohibición de seguir enseñando y su reducción al simple papel de niñera para él algo intolerable. Desde hacía treinta años estaba modelando centenares de mentes infantiles, enseñándoles religiosamente su propio evangelio: patria y desquite. Tales conceptos habían llegado a formar parte integral de sí mismos. La superioridad de Francia, sus destinos de pueblo elegido eran cosas que predicaba desde hacía mucho tiempo, inculcándoselas a sus alumnos con gran insistencia. Estaban hondamente grabadas en su cerebro, y formaban parte de su manera de pensar, sin ajustarse a ningún raciocinio. A sus ojos, la Victoria estaba inscrita en el libro del destino.
Por otra parte, habiendo sido extraordinariamente feliz hasta entonces, Monsieur Feuillebois, como muchos otros hombres felices, había llegado a considerar aquella circunstancia como algo inherente a su persona. Le parecía tan imposible e irrealizable que algún día pudiera faltarle aquella suerte, como que la tierra faltara bajo sus pies. Por lo tanto, la derrota de Francia había asestado a aquella perpetua prosperidad un rudo golpe. Para él era totalmente imposible el desastre de Francia. Aquello no era lógico, no podía siquiera imaginárselo. El mismo imperturbable optimismo confortó a Feuillebois cuando la partida de su hijo, uno de los primeros movilizados. Era un hombre feliz y no podía dudar de su suerte.
Pero no por ello tenía que creerse que su fe había dejado de recibir duros golpes. No había vuelto a tener noticias de su hijo, con excepción de una carta de la Cruz Roja, recibida con seis meses de retraso y que decía solamente: «Paul Feuillebois goza de buena salud». Feuillebois se hallaba sumido en la más espantosa incertidumbre. Por otra parte, la guerra se prolongaba, los alemanes eran cada vez más dueños y señores del país y se hablaba tan pronto de victorias como de derrotas. Mientras, todo continuaba inamovible. Las gentes perdían la moral, hablaban de paz y hasta de derrota, y diariamente se recibían noticias más abrumadoras, más descorazonadoras…
Y a pesar de todo, Monsieur Feuillebois no se desanimaba. Era él quien a la hora del comunicado reconfortaba las incertidumbres de Samuel y de Gaspard. Estaba seguro de que su hijo regresaría, de que Francia vencería. Nunca dividía aquellas dos cosas, las dos condiciones necesarias para su felicidad. Recogía todos los rumores favorables y por lo menos una vez a la semana daba a Samuel la noticia de una victoria francesa, de una derrota alemana, mencionando cifras de cañones y prisioneros. Los desmentidos no le desanimaban nunca.
No se le veía jamás dudar. Incluso en los momentos más sombríos, ante las noticias más descorazonadoras, no dejaba traslucir la más mínima vacilación. Cuando Samuel, Gaspard y él discutían sobre los acontecimientos y sopesaban las probabilidades, Feuillebois siempre terminaba diciendo:
—Sí, sí, todo esto está muy bien…, pero esperemos a ver el fin.
Faltó poco para que aquel optimismo fuera causa de una pelea con los Fontcroix. Como de costumbre, había anunciado una gran victoria. Ocho días más tarde, llegó abatido, pálido, con el sombrero hundido hasta los ojos y el paraguas al brazo, anunciando un desastre en la península de Gallipoli.
Samuel le expresó con franqueza sus dudas:
—Decididamente, los rumores son muchos. Prefiero no creer en nada. Si hemos de alcanzar finalmente la victoria, la veremos cuando esté aquí. Pero, al paso que vamos, me parece que hemos escogido el camino más largo.
Y súbitamente, preguntó:
—Veamos, Monsieur Feuillebois, ¿está usted convencido todavía de la victoria?
Entonces, ante Samuel y Gaspard, el hombre se transfiguró. Brillaron sus ojos y cerrando los puños exclamó:
—¿Si creo en la victoria? ¿Si creo? Como en mí mismo…, como en el sol que nos alumbra. ¿Acaso duda usted de ella?
—Monsieur Feuillebois —dijo Samuel—, participo de su fe y de su opinión. Pero cuando recuerdo las decepciones sufridas hasta ahora, cuando contemplo los acontecimientos, la situación privilegiada de las potencias centrales, su larga preparación, su unidad de dirección y su poder, me pregunto si no estamos asistiendo a una locura inútil, a un arrebato, pasado el cual, cada uno se retirará de nuevo a sus posiciones. En definitiva, y sea dicho entre nosotros: ¿por qué cree usted que Francia ganará infaliblemente?
Casi en el mismo instante de haber hecho la pregunta, se arrepintió de su audacia. Feuillebois pareció olvidar toda moderación. Su mano derecha se abatió sobre el hombro de Samuel y gritó:
—¿Qué? ¿Victoriosa? ¿Por qué será victoriosa? Pues… ¡Dios santo! ¡Porque es Francia!
Acaso fuera absurda, no tuviera sentido y resultara pueril aquella exclamación de fanatismo. Y, sin embargo, había en ella tal fuerza irresistible de convicción, tal fe absoluta y ciega, tal amor y tal resolución, que los Fontcroix no acertaron a replicar nada.
Gaspard Fontcroix regresó al anochecer a casa de los Mouraud. Mientras andaba, iba dándole vueltas en la cabeza a todo aquello: la victoria, el final de la guerra y aquella enfermedad de sus ojos. Pensaba en un nuevo tratamiento, una especie de máquina eléctrica de bobinas. Pero aquello costaba caro. No se había atrevido a pedirle dinero a Samuel. Claro que existía aquel otro tratamiento de bromuro del que le había hablado un farmacéutico de la Croix. Mucho menos caro, evidentemente… ¡Si aquella guerra pudiera terminar! Solo el fin de la guerra le daría posibilidad de cuidarse como debía. Andaba con vacilación, apoyándose en las paredes de las casas y arrastrando los pies, como familiarizado todavía con la noche de sus ojos.
Todo había ocurrido de una manera bastante estúpida. Antes de asociarse a su hermano, Gaspard era dueño de una gran tienda de comestibles. Un día, descendiendo a la bodega, rodó un tonel por la escalera, y le cayó sobre la espalda. Desde entonces sufría dolores en la espina dorsal y se iba quedando ciego sin que nadie pudiera comprender bien lo que le ocurría. Y al no tener ya delante de sí el perpetuo y cautivante espectáculo del mundo, se hundía cada vez más en un pesimismo sin fondo.
La casa de los Mouraud estaba situada en la calle Thionville. Era una extensa mansión vasta y húmeda modestamente amueblada y que olía a lejía. Joséphine Mouraud, hermana de Gaspard, era lavandera. Henri Mouraud, su marido, era mecánico. Antes de la guerra, Gaspard había ocupado la pieza delantera, que era la más hermosa de las habitaciones. Pero los tiempos, habían cambiado y al no poder pagar su pensión, Gaspard se iba viendo privado, poco a poco, hasta tener que dormir en el desván. Joséphine había dejado mano libre a su marido, que sentía hacia su cuñado una estúpida envidia, aunque no por eso dejaba de profesar cierto afecto hacia su hermano. Pero lo esencial en materia de afecto se concentraba en su hijo menor, el pequeño Georges. Anhelaba para él un brillante porvenir y se mataba a trabajar para que pudiera seguir estudios de química. Obligaba a igual abnegación a su hija Annie, que hacía con ella las coladas y que trabajaba también irregularmente en casa de Barthélémy David y de otros grandes patronos. En aquel amor maternal había algo de monstruoso. Se dirigía primeramente a los chicos y especialmente a Georges, sacrificando sin ningún remordimiento, sin sospecharlo siquiera, a su hija Annie. Parecía que un fondo de convicciones ancestrales hubiera sobrevivido extrañamente en aquella mujer para quien no parecía existir su propio sexo.
Gaspard entró en la casa. Penetró en la cocina y adivinó las siluetas del pequeño Georges, atareado en hacer sus deberes, y del padre sentado al lado del fuego. En la habitación contigua la madre repasaba la ropa. Dio las buenas noches, pero nadie le respondió. Henri Mouraud, que había sentido siempre hacia su cuñado un odio irrazonado, abusaba de su fuerza frente a aquel desgraciado arruinado por la guerra y procuraba inculcar a su hijo el mismo sentimiento hacia su tío…
Gaspard se adelantó hacia el fogón. Tenía hambre. El aroma del café le tentaba. Al ir a andar, tropezó con las piernas extendidas de su cuñado.
—¡Oh, perdón…!
Henri Mouraud gruñó, y el pequeño Georges, que exigía de su familia el silencio más riguroso mientras hacía sus deberes, chascó la lengua con malhumor. Gaspard renunció al café. Se volvió hacia el armario. Abrió la puerta, haciendo un esfuerzo para que no molestara a Georges con su chirrido y comenzó a hurgar a tientas entre platos, buscando el pan y la manteca, temeroso de causar ningún ruido. Era doloroso ver al anciano robusto, moverse con tanta precaución por temor al arrapiezo desmedrado.
Encontró el pan, pero faltaba la manteca. La descubrió sin querer y hundió involuntariamente los dedos en ella.
—¡Mi manteca! —exclamó el padre—. ¡Esto es repugnante! No hay que manosear así la comida de los demás.
Se levantó y cogió el tarro de la manteca de las manos de Gaspard. El ciego volvió a dejar el pan en el armario y fue a sentarse en un rincón, resignado a quedarse sin comer.
Se deshizo el lazo de los zapatos. Gracias a la costumbre, podía hacer a ciegas aquella operación. Volvió a levantarse para buscar las zapatillas y anduvo unos pasos en calcetines, notando en algunos lugares la humedad de un hilillo de agua que se deslizaba por el embaldosado. Fue tanteando por debajo de la alacena, del fogón, de la mesa, y molestó nuevamente a Georges, que retrocedió, evitando con ostentosa repulsión el contacto de su tío. Gaspard cesó en la búsqueda y volvió a sentarse en una silla, en el rincón de la puerta descalzo aún. A su alrededor, el padre y la madre trajinaban, sin hacerle el menor caso.
Sonó la puerta del patio. El ciego tuvo la impresión de que un resplandor le iluminaba el alma. Annie Mouraud entró; Annie, la hermana mayor del pequeño Georges, y que era quien literalmente remplazaba para el viejo Gaspard la apagada claridad de sus ojos. Acudía a comer, aprovechando un descanso en su tarea entre dos coladas. Había trabajado durante todo el día en casa de la amiga de Barthélémy David y una vez de vuelta a su casa continuaba lavando.
Se secó los brazos delgados y nerviosos. En aquel momento, vio a su tío:
—¿Cómo estás, tío?
—Bien, pequeña.
Se sentía ya reconfortado, olvidado de sus miserias.
—¿Y tus zapatillas?
Las buscó, las encontró debajo de la silla de su padre y las dio a Gaspard. Luego, le tocó los pies.
—Están mojados. Tienes que cambiarte los calcetines.
Sacó unos limpios de un cajón y se los dio. Luego, fue a la alacena para cortarse un pedazo de pan y vio sobre las estanterías huellas de manteca. Sabía perfectamente lo que aquello significaba.
—¿Has comido ya, tío Gaspard?
—Todavía no.
Le cortó una rebanada de pan y le sirvió café. Mientras comía, limpió los estantes para que nadie se diera cuenta de lo que había hecho su tío. Gaspard se puso a comer groseramente, dejando caer las migas y cogiendo con los dedos el pan que se le caía en la taza. Georges acabó por trasladarse con sus cuadernos a la habitación contigua. Gaspard ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a aquellos gestos ofensivos y no se sentía incomodado.
Terminó de comer. Se levantó y cogió de debajo del aparador la caja de crema. Se puso a lustrarse los zapatos. Annie, que estaba comiendo, se volvió. Siempre le observaba. ¡Hacía tantas tonterías! Exclamó:
—¿Qué haces, tío?
Le arrebató los zapatos. Gaspard estaba dándose crema negra a los zapatos de color.
—¿Has salido a la calle tal como vas?
—Claro.
—¡Pues llevas un zapato negro y uno de color!
Annie no pudo contener la risa.
—Ahora comprendo por qué la gente se reía —dijo Gaspard consternado.
El anciano sufría. Todavía conservaba un resto de orgullo. Pensando en la humillación sufrida, le asomaron las lágrimas a los ojos, y Annie se reprochó haber reído.
Él se levantó y la siguió. Annie le dio unos zuecos y, una vez en el lavadero, le señaló las tinas de lejía y jabón que tenía que vaciar para llenarlas a continuación de agua clara. Él se entregó a la tarea con todas las energías. Todavía conservaba una sorprendente fuerza muscular y ella sabía que trabajar le producía gran satisfacción, pues así daba la impresión de que todavía servía para algo.
Annie era la única hija de los Mouraud. Joséphine prefería a los varones. Henri, el padre, era áspero y sin ningún sentimiento delicado. Ambos habían utilizado a Annie para el logro de sus ambiciones, para cuidar a los hijos. La muchacha había trabajado para el mayor, Gastón, que estaba en la guerra, y seguía haciéndolo para el más joven. Pero aceptaba todos aquellos sacrificios con la sonrisa en la boca. Estaba habituada a ellos. Había tenido que renunciar a asistir a la escuela que tanto le gustaba para poder ayudar a su madre a hacer las coladas; a arreglar la casa y a servir a Georges. Aquello la había acostumbrado a su propia insignificancia y a no esperar gratitud ni afecto de nadie. El padre quizá la quería más que la madre. Annie, enferma del baile de San Vito durante su infancia, había sido atendida por él, pues Joséphine Mouraud era en el fondo bastante inhumana.
En aquel ambiente tan rudo, la ternura del tío Gaspard, mucho más afectuoso y comprensivo, había sorprendido primero a Annie, reconfortándola después. Desde entonces, le profesaba una profunda y sincera gratitud. El tío Gaspard había sido para ella la más entrañable de las figuras de su adolescencia.
Más tarde, Gaspard había perdido la vista. Lentamente, tan lentamente que ni Annie ni nadie habían alcanzado a comprender el drama en todo su horror.
Un sufrimiento tan progresivo no conmueve. Además, la dolencia había hecho aparición de una manera más bien grotesca: distracciones, torpezas, una cierta inclinación a hablar solo, una faceta algo infantil de aquel espíritu siempre decepcionado, alentado continuamente por la esperanza de curarse. Annie comprendía que Georges se riera de aquello. Gaspard no vivía en completas tinieblas, sino en una especie de penumbra. El anciano continuaba su vida como los demás. Cuando se vio obligado a andar a tientas, a no ver más que formas vagas, a no reconocer a las personas más que por la voz, todos estaban ya acostumbrados a su ceguera.
Annie se dio cuenta por pura casualidad. Un día observó que un andrajoso de la vecindad, acordándose, sin duda, de la lección de moral de la escuela, ayudaba al tío Gaspard a hacerse el lazo de la corbata. Annie quedó anonadada. La ayuda de un extraño al tío Gaspard fue para ella una especie de revelación. Sin que hasta entonces se hubiera dado cuenta comprendió que una gran desgracia, un sufrimiento parecido al que se leía en las novelas, en los libros, abrumaba a su pobre tío. Annie sintió, entonces, remordimientos y se erigió en protectora del tío Gaspard. Se burlaron de sus propósitos, pero ella continuó sin inmutarse.
Gaspard terminó de vaciar las tinas. Descendió a la bodega y subió carbón. Annie dio fin a la colada. Sus brazos fatigados y sus manos ateridas la hacían sufrir. Durante todo el día había estado lavando en los sótanos; por la mañana en casa de vecinos, por la tarde en casa de Madame Albertine, la amiga de Barthélémy David. El trabajo era rudo, pero estaba bien pagado. Barthélémy David descendía algunas veces al sótano para verla. Aquel mismo día, había sorprendido a Madame Albertine, porque la mandaba en tono demasiado brusco y frecuentemente la defendía, sin que ella acertara a comprender la razón de aquella simpatía.
—He terminado —dijo Gaspard.
—Subamos.
Volvieron a la cocina, caliente por los vapores del planchado. Henri Mouraud se había acostado. Georges había vuelto a sus deberes. La madre planchaba en la habitación contigua, y a su lado se puso a comer Anita. El tío Gaspard se secó las manos y empezó a pasear de una a otra habitación. Iba en mangas de camisa y sus tirantes colgaban por detrás. El pantalón le caía en dobleces sobre los talones y la camisa se le salía de la cintura. Su aspecto era al mismo tiempo cómico y desgraciado. Al andar arrastraba las zapatillas con un ruido monótono y llevaba las manos a la espalda, los ojos fijos en el suelo y murmuraba agitando la cabeza, inconsciente de aquellos que le rodeaban. Interiormente hacía cálculos. Ni el bromuro ni las medicinas valían lo que las sesiones de masaje eléctrico… A menos que los dos tratamientos simultáneos… Podía experimentar una mejoría a la tercera sesión. ¡Ver, salir de aquellas tinieblas! Solo al pensar en tales cosas sentía que el corazón le latía desacompasadamente. Interrumpió sus paseos y afirmó en voz alta, completamente abstraído:
—Son precisas esas doce sesiones…
Sus palabras tuvieron un eco burlón. Volvió a la realidad al darse cuenta de que el pequeño Georges se estaba burlando de él. Se sintió a la vez humillado y furioso de haberse olvidado, de haberse traicionado, de haber revelado sus angustias, sus sufrimientos y sus esperanzas delante de aquel pícaro.
—¡Maleducado!
Salió de la habitación, arrastrando sus zapatillas, subió las escaleras y se dirigió hacia el granero, donde tenía su cama.
—¡Me fastidia ese viejo! —exclamó Georges—. Es sucio, babea al comer, hace ruidos con su dentadura postiza y me mete los dedos en la manteca como si fuera betún.
—Algún día recibirás tu castigo —dijo Annie, no creyendo que fuera posible cometer tan impunemente un acto de crueldad y de injusticia.
—Está bien, está bien —intervino Joséphine, la madre, mientras calentaba la plancha.
—Ya sabemos que el tío Gaspard es tu novio… —se mofó Georges.
—¿Mi novio?
—Te paga vestidos, chucherías y zapatos…
—¿Por qué dices eso? ¡Me gustaría que me enseñaras esos vestidos y esos zapatos!
—Porque ahora está sin blanca. Pero otras veces…
—En todo caso no he pedido nunca nada. Si lo ha hecho es porque ha querido.
Se sentía a un mismo tiempo incomodada y humillada. Era verdad. Durante mucho tiempo y mientras se encontraba en una buena posición económica la había socorrido comprándole algunos vestidos, chucherías menudas y otras baratijas que ayudaban al menos a restablecer el equilibrio que rompió Joséphine con su ilimitado afecto hacia los muchachos. Su novio, si…
—Si eres guapa y buena, es posible que se case contigo después de la guerra — siguió diciendo Georges con impertinencia.
—¡Sigue hablando y te daré una bofetada, imbécil!
—¡Basta ya! —exclamó la madre, interviniendo nuevamente, viendo cómo la disputa iba agriándose—. Haz tus deberes, Georges, y tú coge la plancha, Annie. Tendremos que estar planchando hasta medianoche.
Gaspard subió a tientas la escalera hasta llegar al desván. Desde que no pagaba su alojamiento le habían desposeído de su habitación. Se acostó. Su cama estaba situada debajo de la claraboya. Gaspard tenía el cielo justamente sobre su cabeza. Pero desde hacía mucho tiempo aquel cielo no era para sus ojos débiles más que un rectángulo claro sobre la uniformidad negra de la penumbra. Gaspard se acostó, pero no pudo conciliar el sueño. Muy lejano se escuchaba el eco sordo del cañoneo, de aquella batalla que duraba desde hacía dos años. Aquello imponía en todo momento la idea de la guerra, de la opresión, del martirio que atenazaba a la región. ¿Cuánto tiempo, cuántos años seguiría escuchándose aquel lúgubre eco? ¿Los alemanes no se moverían de allí nunca? Construían sin cesar, trazaban rutas, vías férreas. ¡Qué calvario, qué ruda experiencia estaba sufriendo desde hacía dos años! Había aprendido a conocer a los hombres, él que se preciaba de conocerlos. Había necesitado empobrecerse para sufrir todas sus maldades. Pensó en el dinero. Hacía pocos días había vuelto a pedirle a Samuel, pero Samuel ya no tenía. Una humillación más que añadir a las anteriores. No le quedaba un céntimo. ¿Cómo se las arreglaría al día siguiente? Se sentía falto de valor, desalentado. Lloró unos instantes y, luego, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. No podía abandonarse. Hacía falta esperar, esperar, esperar siempre y, a pesar de todo, tener confianza en aquel oscuro y perpetuo trabajo de los mineros, que lo proseguían en la lejanía a cañonazos, desde hacía dos años, que avanzaban lentamente, tan lentamente que apenas lograban arañar la enorme muralla de acero que se extendía ante ellos… ¿Hasta cuándo duraría aquella labor gigantesca e inconmensurablemente larga? ¿Hasta la liberación? ¿O hasta el último día, hasta las tinieblas absolutas, hasta la muerte? ¡Esperar…! No se podía hacer otra cosa más que esperar desesperadamente, hasta el final.
III
De día en día, iba creciendo la sombra que envolvía a Monsieur Feuillebois, el maestro: el pensamiento en su hijo. Había puesto en el muchacho todo su amor, toda su ambición y toda su esperanza. Su deseo ardiente de fe, desengañado de los dogmas, se había refugiado en aquel hijo, de quien había hecho un verdadero culto.
Pero el muchacho había desaparecido, desde el principio de la guerra, de su existencia inmediata. Aquella imagen querida se hacía cada día más lejana e inasequible, se fundía en el horizonte brumoso de sangre entre la multitud de víctimas. Una sola carta de la Cruz Roja y, luego, ni una noticia más. Ni una dirección, ni un dato se había podido lograr. Ni por vía oficial ni por medios ocultos había logrado saber ninguna noticia. Monsieur Feuillebois había intentado muchas veces lograr contacto con su hijo y otras tantas había fracasado.
Durante aquel tiempo alentó esperanzas. Una vecina obtuvo permiso de las autoridades alemanas para marchar al Mediodía francés y prometió intentar lo imposible para descubrir al hijo de Monsieur Feuillebois y avisar al padre. Luego habían pasado los días y los meses sin noticias. Y la sombra fue agrandándose en torno del corazón de aquel padre, la sombra inahuyentable del sufrimiento humano en la que aquel hombre feliz no había podido creer hasta entonces. Y su fuerte confianza en sí mismo, en su imperturbable destino, comenzó a vacilar. Aquel fatalista inveterado dudaba ya de su suerte. El pesimismo de sus pensamientos se traslucía en sus gestos, en su manera de andar, en sus palabras. Samuel y Gaspard trataban algunas veces de darle ánimos, pero no lo lograban. Levantaba la cabeza sin responder, para no contradecir una tesis que, a pesar de todo, respondía muy bien a su profundo espíritu y, sin embargo, se le veía alejado, abstraído, paciente. Al cabo de dos años, Monsieur Feuillebois desesperó completamente. Lo había intentado todo, había puesto en movimiento todos los resortes. Pero en vano. Y agotado por aquella eterna espera, fatigado de contar una a una las horas que transcurrían, aplastado por aquel peso moral cada día más fatigoso, no era más que la sombra de sí mismo. Sus cabellos habían encanecido, sus mejillas se habían hundido y su espalda se había encorvado, dándole la apariencia de un viejo. Aquel coloso llegaba a inspirar piedad.
Una idea fija le dominaba. Después de haber confundido durante largo tiempo su destino con el de su país, después de haberlos envuelto a ambos en la misma radiante perspectiva de felicidad, había tenido, Dios sabe a costa de qué desgarramiento del corazón, que separarlos. Y como no admitía, ni por un solo instante, la derrota de Francia y veía, por el contrario, el derrumbamiento de sus propias esperanzas, aquel fetichista pensó que su felicidad propia debía ser el rescate de la victoria de su país, que no podía ser feliz mientras su patria fuera desgraciada, y que la caída de uno compensa ya cumplidamente la ascensión del otro. Y tan grande era su convicción, que Samuel no podía disuadirle de aquellas ideas.
Los acontecimientos dieron a sus fantasías y sus quimeras una sombra de razón. Samuel y Gaspard Fontcroix estuvieron algún tiempo sin ver a Monsieur Feuillebois. Comenzaban a inquietarse, cuando llegó, un anochecer, a la hora del comunicado. A la sola vista del rostro de su amigo, Samuel comprendió. Feuillebois debía de haber recibido el golpe de gracia. Aquel hombre de sesenta años parecía tener ochenta. Los músculos relajados de su rostro estaban surcados por arrugas de sufrimiento y de decepción. Sus ojos habían perdido el brillo. Sus largos cabellos despeinados le daban un aire de negligencia y de abandono, y su amplia chaqueta, demasiado ancha para aquel cuerpo enflaquecido, pendía en largos pliegues. Les estrechó la mano largamente, con la mirada perdida en cualquier lejana obsesión. Luego, dijo simplemente, como una cosa natural, esperada y necesaria:
—Mi hijo ha muerto.
Permanecieron silenciosos, consternados.
—¿Está…, está usted seguro? —murmuró Gaspard finalmente.
—Lo acabo de saber por la Cruz Roja. Cayó a finales de 1914 en el frente de Champagne…
Añadió en voz baja:
—Me pregunto por qué han esperado dos años para decírmelo… Tantos sufrimientos…
—Es usted un hombre, Feuillebois. Ya sabe usted el valor que tiene la vida… Un poco antes o un poco después…
—Sí… —respondió Feuillebois, hablándose más bien a sí mismo—. Tenía que ocurrir así…
Contempló los mapas desplegados sobre el despacho clavados en la mesa, los periódicos, los comunicados, todo aquello que había hecho posible su dolorosa espera, y murmuró:
—La victoria…, la victoria… Ese es el precio, ¿verdad? Tenía que ser así. Yo lo había aceptado. Ahora… Ahora…
Se enjugó los ojos y murmuró:
—Mi sacrificio está consumado…
Durante algunas semanas, volvieron a ver a su amigo con bastante regularidad, pero hablaba poco, no manifestaba interés por nada y parecía tener el espíritu extraviado en una dolorosa contemplación. Y Samuel dijo con tristeza:
—El pobre Feuillebois es un hombre acabado.
No se equivocaban. Pasaron ocho días sin que lo volvieran a ver. Se disponía a ir a su casa a buscar noticias, cuando recibió una esquela mortuoria. Le anunciaba la muerte de Louis Feuillebois, maestro.
Samuel fue a verlo en su lecho mortuorio. Monsieur Feuillebois reposaba con su austera chaqueta negra de maestro de otros tiempos. Samuel le tocó la mano, una mano pesada, de mármol, donde se veían aún las manchas de tinta negra y roja de su magisterio. Pensó en aquella extraña imaginación de Feuillebois, en aquel sacrificio de su felicidad, echada quiméricamente en la balanza de un destino por la salvación de Francia. Todo se había realizado de una manera extraña, como si alguien, desde el más allá, hubiera aceptado el sacrificio. Y contemplando el severo y apacible semblante al resplandor de los cirios, Samuel sintió deseos de decirle en voz baja:
—Gracias, Feuillebois…
Como si realmente el holocausto del viejo hubiera servido para algo…
La muerte de Feuillebois afectó profundamente a Gaspard Fontcroix. Sentía gran afecto por aquel hombre. Aumentaron sus negros presagios y se sintió invadido por un abatimiento que llegó a inquietar a Annie. Hablaba cada vez más vehementemente con seres imaginarios, se ensombrecía y exageraba todavía más sus costumbres taciturnas. Sufrió intoxicaciones, tuvo ántrax y le dolieron los riñones. Annie se vio obligada a cuidarlo, a darle fricciones y prepararle cataplasmas que no le proporcionaban más que un alivio momentáneo. Dormía en la buhardilla contigua al desván donde él tenía su cama y cada noche le oía soñar en voz alta, proseguir sus soliloquios, hablar de dinero, de medicinas y de médicos, llamar a Samuel, suplicarle, maldecirle porque no le daba más dinero… Las preocupaciones le envejecían rápidamente. Muy pronto, no pudo siquiera pagarle su parte del racionamiento. Pero a pesar de ello, no se atrevieron a dejarle morir de hambre. Siguieron permitiéndole que fuera al aparador a cortarse una rebanada de pan y servirse en la mesa un poco de arroz y de habichuelas. Joséphine no decía nada, pero Henri, su marido, protestaba y gruñía.
Gaspard tuvo que sufrir afrentas y humillaciones. Le echaron en cara que era un aprovechado y que se comía el pan de los otros. Pronto se dio cuenta de que incluso le robaban. Georges le cogía sus aparatos eléctricos para hacer experimentos. Henri, el padre, le hurgaba los bolsillos mientras dormía, y le quitaba el resto de su tabaco, las corbatas, los gemelos, los puños de las camisas y hasta se aprovechaba de la ceguera de Gaspard para quitarle sus botas. La vida del ciego se convirtió en una especie de pesadilla en la que Georges y Henry Mouraud representaban sus verdugos. No se atrevía a salir y se pasaba el día hurgándose los bolsillos. Se avergonzaba de comer delante de la familia, esperaba estar solo para robar una gota de café, un resto de sopa, buscando a tientas precipitadamente las cosas, se equivocaba de cacerolas, lo tiraba todo y armaba un gran estrépito. Empezaron a injuriarle, a decirle que era un ladrón, y que era un puerco, que volvía a la infancia, que era vicioso y trapacero. En parte tenían razón. Se moría de hambre, se pasaba los días cerca de un fogón de cocina, olfateando, llenándose la nariz de los cálidos vapores de los guisotes, esperando que cayera una migaja. Le servían, prohibiéndole que tocara las cacerolas, unas raciones cómicamente exiguas para él, que siempre había sido un comilón. Aprovechándose un día de un descuido de su cuñado y muerto de hambre como estaba, le robó una patata de su plato. Henri Mouraud lo abofeteó. El ciego, en un arrebato de desesperado orgullo, permaneció tres días encerrado en el granero, sin comer y sin descender para nada. Finalmente, capituló, volviendo a su papel de miserable, tolerado en un rincón de la cocina. Estaba tan hambriento que en las horas que Joséphine derretía en la sartén la manteca para la comida, se le veía temblar de deseo, con las aletas de la nariz palpitantes y haciéndosele la boca agua. Experimentaba un estremecimiento, una especie de sollozo, al lanzarse sobre su plato. Vivía rodeado de odio. Aquellos rencores domésticos rayaban algunas veces en verdadera ferocidad. Annie hacía por él lo que podía, que no era mucho. Intentaba aliviarle sus dolores, le lavaba los sábados y le daba masajes en la espalda y en los riñones. Así fue convirtiéndose en una especie de hija suya. Se abandonaba a ella con vergüenza, sintiéndose desgraciado y viéndose obligado a olvidar su pudor. Ella lo cuidaba como una madre, con placer, sin disgusto, con naturalidad. No sufría al cuidarle. Ni siquiera sentía ninguna molestia. Georges se burlaba de ellos. Los padres se indignaban, seguros de que Annie y su tío faltaban a las conveniencias, pues no era propio que aquel viejo se dejara cuidar y ver por una muchacha. Él lo reconocía, se excusaba humildemente y un día rechazó la ayuda de su sobrina. Pero luego volvieron a acometerle los dolores y tuvo que recurrir de nuevo a ella. Hasta el final esperó curarse, cuidándose los ojos para reanimar inútilmente el resto de claridad que iba muriendo en ellos lentamente. Se los lavaba con agua caliente, con agua salada, con agua boricada. Aprovechaba hasta el fondo los potes y los frascos de medicinas, haciendo mezclas inimaginables. En los últimos tiempos, su vista se oscureció totalmente. No distinguía más que una vaga claridad y aún fue a comer alguna vez a casa de su hermano Samuel. Se avergonzaba de su decrepitud. Cuidaba su tocado como podía y aquel día comió espléndidamente, a dos carrillos, tan emocionado que casi lloraba.
Al regresar a su casa, subió misteriosamente a su desván con un gran paquete. Georges, que lo espió por el agujero de la cerradura, escuchó el crepitar de una máquina eléctrica. Los Mouraud, se indignaron.
—¡Tiene dinero para comprarse todavía esos malditos aparatos!
Tres días después recibieron la factura. El tío Gaspard, obsesionado por su afán de curarse, de recobrar su vista a todo trance, había comprado el aparato, cargándoselo a ellos. El furor de Henri Mouraud fue insensato. Subió al desván y pateó el aparato hasta hacerlo pedazos delante del ciego. Cuando descendió, el tío Gaspard recogió los pedazos igual que un muchacho recoge un juguete roto…
Continuó sus extraños tratamientos, recurriendo a tisanas y a drogas extravagantes que él mismo componía. Había guardado los fragmentos de la máquina eléctrica en una caja e intentó rehacerla, robando una pila de lámpara a Georges y reajustando a tientas las piezas. Luego pretendió empalmar la máquina con la tubería del gas.
—¡Está loco! —exclamaba burlón Georges, que, orgulloso de sus ligeros conocimientos de física, seguía compasivo y desdeñoso sus tentativas.
Gaspard abandonó todos sus cuidados, abrumado por un dolor cada vez más punzante. Le dolía toda la espalda. No comía casi nada y permanecía tendido en una silla, sin salir de su eterno sopor más que para complacer a Annie, a la que reconocía, a pesar de su ceguera.
Una noche un gran ruido en el granero despertó a Annie. Escuchó con atención. Alguien hablaba, se agitaba, casi gritaba. Se levantó y, encendiendo su vela de sebo, se encaminó al desván. El tío Gaspard, de pie junto a la cama, semidesnudo, en camisa, se vestía con grandes esfuerzos, intentando ponerse el chaleco en vez de los pantalones. Se exasperaba, murmuraba palabras ininteligibles:
—No… Sí… ¡Duele mucho! ¡Una medicina de quince francos! Sí, sí; en seguida, sí…
—¡Tío!
El anciano volvió hacia ella un rostro apoplético y chorreando sudor.
—¿Qué ocurre, tío?
—Nada, nada. Todo marcha admirablemente. ¡Pero tengo calor…! Voy a desnudarme.
Echó lejos de sí su chaleco, se arrancó los botones de la camisa, destrozándola.
—¡Tengo calor! ¡Mucho calor! ¡Y mi cabeza! ¡Oh, mi cabeza!
Se quitó la dentadura postiza y la arrojó en medio de la habitación. Luego, comenzó a mesarse los cabellos, con los ojos abiertos y la expresión extraviada.
—¡Aquí estás, Samuel! ¿Y el dinero? ¡Cien francos! ¡Te faltan cien francos! Soy tu hermano… ¿Rehúsas a tu hermano? ¡Gracias, Samuel, gracias! Yo ya sabía… No, no. No tengas miedo, no los encontrará. Los he escondido, los he escondido…
Hundía las dos manos en unos bolsillos imaginarios, metiendo dinero, dinero…
Daba vueltas, retorciéndose en su colchón y dándose cabezadas contra la pared con unos gritos terribles:
—¡Ah! ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Me lo has cogido! ¡Mouraud me lo ha cogido!
Aquello duró toda la noche.
Por la mañana, Henri Mouraud corrió a la Kommandantur a reclamar un coche alemán para conducir al loco a Lille.
Vistieron al tío Gaspard. Joséphine le buscó las ropas más viejas para que permaneciera en el hospital. Le dejaron la camisa rasgada, a la que no se atrevieron a añadir una corbata. En sus ropas encontraron el viejo portamonedas con su gruesa cadena de plata y tres francos. Joséphine se los dio a Annie, que había pasado la noche junto al enfermo. Antes de marchar, quiso ponerle de nuevo a este su dentadura postiza, pero su marido se opuso. Nunca había tenido medio de pagarse dientes falsos y no tenía ni uno en la boca. Y la dentadura de su cuñado le exasperaba.
—No podemos dejar que vaya con eso al asilo —dijo—. ¡Es de oro!
Quitó de nuevo la dentadura al tío Gaspard y se la metió en el bolsillo. El viejo no intentó siquiera oponer resistencia, así como tampoco la opuso cuando le condujeron al coche de los alemanes, sin tener siquiera que emplear la tradicional excusa, el pretexto del paseo o la visita al doctor.
Annie fue a ver al tío Gaspard a Esquernes. Él le habló con un acento desgarrador, diciendo que quería marcharse, que se moría de hambre, que no podía comer sin su dentadura postiza. Dijo también que tenía una sobrina, Annie, una sobrina muy buena. Pero no la reconoció.
Volvió otro día, pero ya no pudo ver a su tío. Le dijeron que deliraba. Cuando volvió por tercera vez, la recibieron de una manera bastante desabrida:
—¡Pero si su tío ha muerto ya! Está enterrado. Sí, sí… Conocemos el truco. No ha querido usted pagar el entierro. Ahora está en la fosa común.
No pudo saber si su padre había sido advertido o había mantenido el secreto para ahorrarse las costas del entierro.
Al volver a su casa aquella noche, se dio cuenta de que el padre hablaba de una manera graciosa y parecía bastante contento. Tenía en la boca los dientes, los dientes que no habían sido hechos para él… La dentadura postiza del tío Gaspard. Y a Annie le causó una impresión, extraña ver en aquella boca los dientes del muerto…
(Continuará…)