Stanislaw Lem

Capítulo 2
LA AUTOBIOGRAFÍA DE NORBERT WIENER ARRANCA ASÍ: «Yo fui un niño prodigio».
Yo debería decir: «Yo fui un monstruo». Es posible que exagere un poco /pero es cierto que de niño aterrorizaba a los que me rodeaban. Sólo accedía a comer si mi padre se ponía de pie sobre la mesa y abría y cerraba un paraguas, o me permitía alimentarme únicamente debajo de la mesa. De hecho no recuerdo esas cosas; hay principios que quedan más allá de los confines de la memoria. Si hubiera sido un niño prodigio sólo podría haberlo sido ante los ojos de mis tías. Era un niño sensible, sin duda. Tal vez eso explique mi tan precoz afecto por la poesía. Incluso mucho antes de que pudiera leer ya recitaba poemas, a veces delante de los invitados. Había uno acerca de un mosquito que se estrellaba contra un roble, pero que no podía terminarlo porque cuando llegaba al fragmento en que los efectos fatales de su caída eran bien aparentes (el mosquito se partía la crisma), empezaba a berrear y no lograba continuar, porque me daba por sorber con desesperación. Había algunos seres por los cuales sentía una simpatía ferviente y trágica igual que por aquel mosquito. El poder que en mí ejercía la literatura se había revelado in hoc signo.
Con cinco años aprendí a escribir, pero no tenía nada importante que comunicar a través de la escritura. La primera carta que le escribí a mi padre, desde Skole, donde había ido con mi madre, fue un conciso relato de cómo yo solito había defecado en un retrete rural que tenía un tablero con un agujero. Lo que no conté en la carta fue que, además, arrojé dentro de ese agujero todas las llaves de nuestro anfitrión, también un profesional de la medicina. Sin embargo, el autor de la travesura pudiera haber sido otro; allí había un niño del pueblo, de mi edad, y no queda claro quién cogió primero las llaves. Repescarlas no fue tarea fácil.
En aquellos días, de todos los espectáculos y monumentos que podían admirarse en Lvov, la confitería de la calle Akademji era lo que más me atraía. Debía de tener buen gusto, pues hasta entonces nunca había visto tantos pasteles en un aparador. Se trataba de retablos vivientes sobre monturas metálicas, que cambiaban varias veces al año, telón de fondo para unas poderosas estatuas y figuras alegóricas de mazapán. Algunos artistas de renombre, los Leonardos de la confitería, materializaban sus visiones en el escaparate, y especialmente antes de Navidad y de Pascua, con prodigios de dulce de almendras y de chocolate: los Santa Claus de azúcar, con sus sacos rebosantes de golosinas, tirando de los trineos de renos, y las bandejas de entremeses de gelatina de carne o de pescado, con su capa de azúcar glaseado y rellenos de mazapán, y todo lo que cuento es información de primera mano. Hasta las rodajas de limón en la gelatina eran verdaderas esculturas de confitería. Recuerdo aquellos cerditos rosas con ojos de chocolate, y todas las variedades de fruta, de setas, de carne, de plantas; y había también bosques y campos, como si Zalewski fuera capaz de reproducir un cosmos completo de azúcar y chocolate; sus soles eran almendras peladas; y sus estrellas, almendras garrapiñadas. En cualquier caso ese gran artista era capaz de capturar a mi ilusionada, ansiosa y desconfiada alma en cada estación, y conquistarme con la elocuencia de sus esculturas de mazapán, sus aguafuertes de chocolate blanco, sus Vesubios de crema con lava volcánica de poderosa fruta confitada. Las tartas costaban veinticinco groszy, una tremenda cantidad si se considera que la rosquilla costaba cinco, y un limón unos diez, aunque supongo que Zalewski te cobraba también los paisajes, dulces y festivas escenas de batalla que rivalizaban con el cuadro de la batalla de Raclawicka.
En la calle Akademji había otra confitería, cuyas creaciones interesaban más al estómago que a la vista. De esa tienda guardo menos recuerdos felices. El hermano mayor de mi padre, el tío Fryderyk, una vez me llevó a dar un paseo en un droshky de dos caballos. Yo llevaba mis mejores ropas y un cuello blanco de encaje, y acabamos en el dentista, donde me arrancaron un diente de leche. De regreso a casa yo me lamentaba porque mi cuello blanco estaba salpicado de sangre y de babas, y mi tío intentó apaciguar mi indignación comprándome helado de pistacho en aquella confitería. Mi padre, aparentemente falto del coraje para presenciar escenas tan terribles, estaba ausente en esa ocasión.
En los soportales de Mikolasch había otra tienda de dulces, y en ella servían helados italianos. Fue allí, más tarde, donde mi primo Stefan, un niño grandísimo, me retaría a batirme en duelo; duelos injustos, pues comíamos helado y el que comía menos perdía y tenía que pagar lo de ambos. Stefan tenía mayor capacidad. Recuerdo mis regresos a casa desde allí, pasando por las arcadas cubiertas de cristales, caminando rígido, sintiendo el estómago como un iceberg de vainilla.
Al comienzo de la calle Akademji, no lejos del Hotel George, había otra tienda, no de caramelos pero muy importante: la tienda de juguetes de Klaften. No sé nada de su escaparate o de su interior, porque esos lugares sagrados se apropiaban de todos mis poderes de observación; yo me aproximaba en un estado de dulce desvanecimiento, con el corazón acelerado, sintiendo que mi avaricia se ponía a prueba y que no tenía elección. En Klaften podías comprar voluptuosamente unas pesadas cajas planas con soldaditos de plomo, unos cañones que disparaban guisantes, fortalezas de madera, peonzas, cerbatanas, pero de ningún modo pistolas que usaran munición, pues estaban prohibidas. Una vez al principio de todo tuve un caballo gris de madera. Hoy ya no lo recuerdo, pero conservo el áspero tacto de la crin y de la cola, de pelo de caballo de verdad, en la punta de mis dedos. Enseguida lo llamé Sir, pues era grande y espléndido. Y yo me portaba bien con él; los jinetes se solían caer con el paso del tiempo.
El resto de imágenes que conservo de mis días previos al instituto se agrupan en torno a unos sucesos más terribles y violentos que agradables. Sabía dónde vivía mi tía en la calle Jagiellonska, donde una vez me atacó, en el vestíbulo, un gigantesco pavo; no tengo ni idea de qué estaba haciendo allí. Durante mucho tiempo me daba miedo entrar al vestíbulo, y podía correr a la velocidad de la luz a través de la oscuridad, entre la puerta doble de madera y la base de los terrible peldaños chirriantes. El camino hasta el piso de mi tía era igualmente espeluznante: atravesaba una galería anexa e inclinada de mala manera sobre un patio, y yo creía que en cualquier momento se iba a derrumbar. También el suelo del vestíbulo se inclinaba como la Torre de Pisa. Tras una puerta había un salón prohibido, con un suelo brillante de tarima y regios muebles revestidos con fundas de lino. La sala no se utilizaba nunca, e imagino que el mero hecho de su hermética existencia satisfacía a mi tía. Joven omnívoro como yo era, una vez entré, aprovechando un despiste de mi tía o su ausencia, como un pirata atraído de inmediato por el cofre negro, donde una pirámide de grandes frutas de mazapán —manzanas, plátanos y peras— me hacía señas desde debajo de una tapa de cristal. Levanté el cristal y mordí uno de esos tesoros dulces. Fue un milagro que no me rompiera ningún diente, pero tampoco dejé ninguna marca en la superficie brillante. El mazapán era más duro que una piedra; el tiempo lo había blindado contra mi glotonería. Ése fue uno de mis más amargos desengaños.
Me contaron que casi me ahogo en el lago Zelazna. Estaba sentado en la orilla, y una conocida nuestra jugaba conmigo, tirando de un bastón, y en un momento dado tiró demasiado fuerte. Me hundí hasta el fondo como una piedra, sin tiempo siquiera a asustarme. Todo se volvió verde, luego oscuro, y enseguida alguien me sujetó cabeza hacia abajo y me vació de agua. Hoy recuerdo ese episodio de forma muy velada. Creo que los baños para hombres y mujeres estaban separados, por lo que yo debía de estar con mi madre, en el baño para señoras.
Fui testigo únicamente y no protagonista en otros dos episodios atroces. La Mosca Humana vino a Lvov, y creo que estaba en el centro de la ciudad, en la calle Legionow, escalando un edificio muy alto. Usaba sólo «un gancho como los del lazo de los zapatos», tal como nos decía nuestra criada; de hecho existían esas cosas, ganchos que sujetaban los botones y los lazos de los zapatos de las mujeres. Tenían un asa metálica y un gancho redondo. La Mosca Humana se cayó, había un gran gentío y policías, y al día siguiente, en la portada probablemente de The New Age, vi su fotografía encaramándose por el bloque. Su pálido rostro estaba cubierto por líneas semejantes a las patas de una araña gigante. Creo que se fracturó el cráneo. No sé qué fue de él después de aquello.
En otra ocasión, el carbón de nuestro sótano comenzó a arder o a humear. Teníamos invitados, y en medio de una partida de cartas sonó el timbre, y de repente nos encontramos contemplando el brillo amenazador del cobre de los cascos de bomberos en el vestíbulo. Tuvo que ser evacuado todo el edificio. Nos quedamos en la calle mirando mientras los bomberos inundaban la bodega con sus mangueras de lona. Nos tuvimos que ir entonces a casa de mi tío, que vivía allá al lado. El fuego estaba extinguido, pero el miedo se me quedó dentro. Durante mucho tiempo tuve pesadillas en las que el fuego aparecía bajo la forma de una persona blanca y azotada por el viento que cerraba estrepitosamente la puerta de la casa y miraba por las ventanas. Y durante el día, cuando nadie me miraba, bajaba al sótano y tocaba el suelo para asegurarme de que ya no quemaba por las llamas que silenciosamente habían ardido allí abajo.
Del miedo al fuego, sin embargo, no me queda nada. Es curioso cómo en un niño algunas experiencias activan un mecanismo de susceptibilidad patológica, en tanto que otras no dejan rastro alguno.
Uno de los primeros libros que leí trataba de un chico que cogía un ascensor que se negaba a funcionar o que estaba averiado. Subía disparado al techo del edificio y navegaba sobre la ciudad como un globo. La narración pretendía entretener, sin duda, pero me aterrorizaba, e incluso veinticinco años después, al entrar en un ascensor, seguía recordando esa extraña historia.
Tampoco sé de dónde salió mi fobia por los insectos. Mientras que a mis coetáneos les gustaba coleccionar escarabajos, yo no podía ni tocarlos. Lo mismo me ocurría con las polillas. Por otra parte, no me asustaban los ratones, cosa que me favorecía. Mi madre los odiaba tanto que era yo quien tenía que sacar sus cadáveres de las ratoneras, y cuando no caía ninguno en las trampas, le enseñaba a mi madre desde lejos una rata gris de caucho para ganarme fácilmente la propina por su inhumación.
Es impresionante qué pocos recuerdos tengo de mis compañeros de juegos y, sin embargo, la cantidad de sensaciones que conservo de varios objetos. No puedo recordar ni una sola cara de niño, pero recuerdo perfectamente mi aro, e incluso los tornillos que aguantaban su estructura de madera, y cómo aprendí a lograr que el aro volviera a mí rodando. ¿Es posible que sea así porque los objetos se sometían a mí completamente, ya que los seres vivos tenían voluntad propia, una voluntad que se me resistía demasiado? Todo cuanto me rodeaba, ya fuera de metal o de madera, se convertía en un botín, en mi víctima. Esperé largo tiempo, años y años, a que nuestro gramófono se muriera, o al menos a que se hiciera viejo, y por fin mi paciencia se agotó y lo abrí. No era una máquina con un gran pabellón, como las que había sólo en los escaparates y en las ilustraciones; estaba hecha de madera con una caja resonante, un altavoz interno, y se llamaba, creo, Pathéphone. Me encantaba darle vueltas a la manivela. Había algunos discos de «éxitos», uno en el que sólo se escuchaban risas, y algunas canciones populares como Dale bien al pedal y acelera, y arias, aunque el dispositivo para cambiar la aguja, un regulador de muelle, me interesaba más que la propia música. Lo mismo pasaba con la radio. La primera radio apareció en nuestra casa hacia 1929. Era una caja larga con frontal de ebonita, con botones que tenían surcos y punteros blancos, y enchufes para los auriculares. Aunque había un gran altavoz que parecía un ventilador, a duras penas lograba sintonizar la emisora local. Este equipo monumental contaba con baterías de almacenamiento que requerían recargarse de tanto en tanto. Recuerdo que el primer programa que sintonizamos de la estación de radio de Lvov era La posada de las dos brujas, de Conrad. El narrador tenía una voz profunda. El tío Mundek, casado con la tía Hania de la calle Libertad, venía a menudo para ayudar a mi padre y lo engatusaba con esa caja sueca (la marca era Ericsson) que emitía fuertes pitidos, alaridos y un maullido de gatos eléctricos. Juntos construyeron y ajustaron una antena, una cruz de palo en la que los cables se estiraban de forma rectangular. De vez en cuando captaban, desde más allá de la cortina estática, un chirrido musical que parecía una señal de otro planeta, y se alegraban por haber dado con algo tan extraño. Mi cío anotaba todas las emisoras destacadas que captaban, desde lugares como Milán o Berlín, donde se encontraban las estaciones más potentes de Europa. La más importante era Königswuscerhausen. El aparato, además, estaba muy deteriorado, y había quedado desfasado, por lo que llegó el momento de sacar los alicates y el martillo. Lo desmonté y me decepcionó: ni ruedas dentadas, ni muelles, nada, sólo algunos cubos revestidos de cobre, condensadores y todo un revoltijo de cables.
Mi padre sentía temor por varias cosas, y nunca dejó instalar una antena en nuestro tejado por miedo a que atrajera los rayos, y en nuestros hornos sólo se quemaba madera porque el carbón despedía humos que podían asfixiar. Yo debo de haber heredado su actitud, aunque no sus modalidades específicas. Me atraía la electricidad y me reconfortaba, como cuando imantaba trozos de papel con el peine después de haberlo frotado. En cuanto a los gases venenosos, intenté producirlos, en la medida en que me fue posible. Pero esas locuras —eléctricas, químicas, mecánicas—, en realidad las cultivé en los años del instituto. Antes de la década de los treinta me ocupaba en esas cosas triviales y nada originales que suelen llenar la vida de los niños. Primero, experimenté varias metamorfosis con máquinas: fui un barco, un buque de vapor, un avión, puse a trabajar mis pistones, eché vapor, accioné la marcha atrás, y esas rutinas me acompañaron casi hasta que me gradué. Recuerdo que incluso siendo adolescente, cuando vestía el uniforme del instituto y estaba enamorado, iba cambiando de marchas en plena calle, o giraba todo el timón a sotavento y echaba el ancla.
Esas parodias forman probablemente parte de un estado normal, aunque pueden incomodar a los demás, a los que aman a los niños por ser sólo niños y no adultos en miniatura. Tengo en mente sobre todo a las mamás de ocho años empujando sus carritos. Un experto nos diría que los niños sólo se están preparando, en sus juegos, para asumir la cultura a la que pertenecen. En la Edad Media no dudarían en jugar a los caballeros, a los asedios y a las cruzadas.
Es también normal la tendencia a explorar el propio cuerpo y sus posibilidades. Eso me indujo a muchas cosas. En cierta época me gustaba ahorcarme, y preparaba la soga necesaria, aunque por supuesto no llegaba hasta el final. Incluso probé con las torturas; por ejemplo, me ataba una cuerda al dedo para hacerlo «dormir», o me ataba a un pomo de la puerta, o me colgaba cabeza abajo de una escalera de cuerda (tenía una), o me introducía un dedo en la cuenca del ojo para ver doble. Pero nunca me introduje guisantes ni judías en la nariz o en los oídos, consciente de las nefastas consecuencias de tales acciones. Después de todo, mi padre era otorrinolaringólogo. No sé de dónde surgió la idea, pero llegué a considerar que el pie, sobre todo un pie descalzo, era la parte más indecente del cuerpo humano. Una vez me enzarcé en una pelea tremenda a propósito del tema con mi primo Mietek, de doce años. (Falleció en Varsovia, como Stefan). Sentados en el alféizar de la ventana en nuestro piso, intenté convencerle de mi idea, y la cuestión consistía en quién de los dos enseñaba primero su pie. Como en casa no había nadie, nos enmarañamos en el suelo mucho rato, peleándonos. Seguro que a un freudiano le complacería esta confesión, aunque de mi idea del pie nada perduró, ni me convertí en absoluto en fetichista.
Hago hincapié en estos detalles porque, de alguna manera, se me antojan más interesantes que mis recuerdos posteriores. Con el paso del tiempo, un niño se va integrando claramente más en un grupo —en la escuela elemental, en el instituto—, y en su comportamiento se ajusta a ello, o se adapta lo mejor que puede. Su actividad, por consiguiente, se torna menos creativa y dice menos, creo, de sus cualidades innatas, de los demonios heredados en los esquemas de su genotipo, que lo que realizaron sus primeras acciones, ejecutadas a menudo en soledad. Mucho más interesantes y más valiosas que sus primeras actividades, son las primeras inclinaciones, las primeras aversiones, que parecen surgir de ninguna parte; no ésas que vienen luego, sino las que se aprenden y se imitan a menudo irreflexivamente. Los niños, como sabemos, no temen ni a las más terribles deformidades de aquellas personas que los rodean; simplemente no lo notan. Hace falta tiempo para que interioricen las normas de la sociedad. Es verdad que no entramos en el mundo con criterio para distinguir lo bello de lo feo. Es sólo una simple suposición, pues no sabemos si es posible enseñar a un niño una estética cotidiana e hipotética que sea «contraria» a la habitual.
Pero volvamos a los objetos. La ropa era una excepción; no me interesaba. Esa es mi conclusión, porque no recuerdo nada de lo que llevaba, aparte de un par de pantalones de cuero con tirantes verdes. Tenían una ancha bragueta de lengüeta, con botones de cuerno. Un dispositivo incómodo y peligroso porque era fácil no llegar a tiempo de abrirlo. Recuerdo que deseaba tener una bragueta normal y no una lengüeta como las de los niños pequeños.
Aún no he mencionado las dos habitaciones que consideraba más importantes, porque para mí estaban fuera de los límites: la sala de espera y la consulta. La sala de espera estaba amueblada con butacas enfundadas, aparentemente, en ébano, porque cuando una vez se soltó un brazo de una de ellas, vi la madera albinegra. Había también un antiguo armario de cristal con licores, pero no de los buenos, y luego bandejas y fuentes plateados que eran regalos de pacientes agradecidos, y una imitación de una daga japonesa, que se hizo pedazos. Había un muñeco que reproducía a un pequeño mendigo de Lvov en un pedestal de madera, anónimo, pues no era de ningún niño en concreto; un gran muñeco con deslumbrantes ojos azules, un abrigo corto lleno de remiendos, varios pantalones, una camisa de rayas y un plátano de fieltro en el bolsillo. No me dejaban tocar al muñeco. Fue así cómo sobrevivió a la guerra e incluso a los primeros años del conflicto, sucumbiendo a la postre a los ataques colectivos y metódicos de las polillas. En la calle Brajerska siempre había polillas, y el que veía una por la casa tenía la obligación de darle caza, batiendo las palmas con furia, aunque yo, disgustado con la idea de encontrarme con una de ellas entre los dedos, siempre bacía las palmas hacia un lado.
La consulta de mi padre era territorio prohibido, y claro está, la exploraba escrupulosamente siempre que tenía la oportunidad. El papel de la pared alternaba con un azulejo de porcelana, había una camilla estrecha y rígida, un armario pequeño lleno de medicinas, y también un pequeño escritorio, una lámpara de gas, un esterilizador, una mesa de metal con instrumentos, una silla blanca para el paciente, y el taburete giratorio y ajustable de mi padre. Era todo muy austero, con una excepción. En el armario había una caja negra con compartimentos ocupados cuidadosamente por las cosas que mi padre, con unos largos tubos para su laringoscopio Brüning, había extraído, cuerpos extraños procedentes de las tráqueas y los esófagos de sus pacientes; cosas bastante inocentes por sí solas, aunque maravillosas si se piensa de dónde habían salido. El inventario incluía una dentadura con dientes torcidos y un pequeño gancho, un imperdible pescado de la traquea de un niño, broches varios, y judías que habían comenzado a germinar, como si se hubieran propuesto establecerse permanentemente en la nariz de alguien. Había también monedas con cardenillo, y un gran rollo de película. Cuando fui más mayor, mi padre me explicó a veces las circunstancias de la recuperación de tales trofeos y cómo los cazó, con su herramienta Brüning en mano, y me mostraba sus largos ganchos especiales, los ingeniosos fórceps, las sondas. Asombrosa era la historia de un hombre que volvió a respirar tranquilo después de asfixiarse, desfallecer y de ponerse azul. El espéculo de garganta reveló que su laringe estaba despejada, pero mi padre enseguida advirtió un extraño brillo, como de cristal. Resultó ser un trocito de película que aquel hombre, operador de cine, había ingerido junto a un pastel de queso. Nadie sabe cómo llegó aquel trocito hasta el queso. Comoquiera que fuese, se alojó en su garganta e hizo de válvula, obturándola y estrangulándola cada vez que inspiraba. Los objetos ordinarios que mi padre extraía a docenas de sus pacientes, como las raspas de pescado, no iban a parar al cajón negro. Durante las vacaciones era imposible cenar tranquilos sin que sonara el violento timbre de abajo, y mi padre se enfundaba de inmediato su bata blanca, se ajustaba el espejo en la frente como un enorme tercer ojo, y desaparecía en su consulta.
Yo envidiaba sus triunfos, y de ellos me atraía, más que su naturaleza médica, su carácter deportivo. Y en secreto yo sacaba todo el aparato Brüning, conectaba los largos tubos niquelados, encajaba las finas bombillas, e intrépidamente intentaba rescatar de la bolsa de la aspiradora los cuerpos extraños que había previamente colocado. Encendía la linterna térmica que supuestamente una vez achicharró el cabello de un paciente, porque llevaba un broche de celuloide o una peineta en el pelo, aunque eso fue antes de que yo naciera. Y cuando no tenía nada mejor que hacer, llenaba la jeringa de medio litro que mi padre utilizaba para diluir la cera de los oídos, e inyectaba agua a través de la ventana en dirección al patio. Primero hacia el piso de arriba, luego hacia el balcón del propietario de abajo.
Como he dicho antes, aprendí muy pronto a leer y a escribir. Confeccioné hermosos pergaminos honoríficos para mis padres, decorados con muchos dibujos de flores. Mis primeras lecturas fueron las típicas antologías de cuentos de hadas y poemas como el de aquel mosquito. Tras la guerra di con una colección de poemas infantiles y reconocí algunos que había leído hacía más de treinta años, y me sorprendió su contenido teniendo en cuenta los seis años de edad de su autor. Eran dramas inverosímiles, inenarrables, y emociones que ya no conservaba en mi interior; el asombro, el terror, y también el humor se agazapaban en el transcurso de esos inofensivos textos. ¿Cómo es posible que la historia de una suciedad en el suelo que una escoba no puede limpiar esté tan llena de tristeza, e incluso tan llena de peligros? ¿Por qué contar cuervos sin cola representaba un acto de mágico conjuro, peligrosas invocaciones de ocultos poderes demoníacos? Y lo que aún es más raro es el hecho de que no conté nada a nadie de mis emociones, mis miedos, mis premoniciones. Pero es probable que fuera incapaz de nombrar o expresar tales estados. Quizá pensaba —asumiendo que fuera capaz de pensar sobre ello— que mi reacción a la lectura era la única posible, y, por consiguiente, del todo normal. En cualquier caso por aquel entonces yo era un instrumento mucho más sensible de lo que soy hoy. No necesitaba demasiados estímulos para levantar en mi mente construcciones enteras de sentimientos y experiencias. Los autores de los libros infantiles no saben realmente qué hacen, no son conscientes del material inflamable con el que están jugando. Podrían creer que simplemente están narrando un cuento instructivo, pero en la mente de un niño se convierte en un misterio o en una intrincada tragedia. En su intento por entretener enseñan verdades ocultas; con rimas simples, dirigen una mente de siete años hacia la catarsis. Este punto de partida, mis primeras lecturas, fue algo extraordinario. Más adelante, con más tranquilidad y dentro de la normalidad, me sumergiría en los libros.
Fui Mowgli, por supuesto, y el indio Winnetou, y el Capitán Nemo. Los extraños pasajes se han fijado en mi memoria sin motivo aparente. Tras la guerra me hice con un ejemplar de El viaje sin dinero, de Uminski, y busqué página tras página hasta dar con la frase más hermosa: «La bala surcó los cielos con su rugido inconfundible». Se refería a la caza de cocodrilos o rinocerontes, aunque desgraciadamente se trataba de una edición revisada, y esa maravillosa bala con su rugido había sido suprimida, para mi gran decepción. ¿Y El valle sin salida? Cosas horribles exudaban en mí cuando lo leí de pequeño. Y qué decir de La llamada de lo salvaje. Su lectura no permitía repantingarse tranquilamente en la cornisa de la ventana o balancear una silla con el pie o estirarme sobre la mesa apoyando los codos sin llegar a inquietarme. Necesitaba la presencia de un adulto para sentirme completamente seguro, e incluso así a veces era horrible. No me gustaba Dickens; era como un otoño lluvioso y sin esperanza. Sin embargo me zambullía en Dumas, y me perdía. Arranqué con inocencia en Los tres mosqueteros, y poco después me parecería que no había tiempo suficiente en la vida como para leer esos libros.
Más tarde en el instituto leí todo lo que caía en mis manos, Fredro y May, Sienkiewicz y Veme, H. G. Wells y Slowacki y Pitigrilli. Todos ellos apetitosos.
Al leer, solía comer algo. Creo que ya he dejado claro que era un glotón. Y también un enamoradizo. Ha llegado el momento de mencionar a las primeras mujeres de mi vida. Ocurrió en un curioso zigzag. Primero fue Mila, nuestra lavandera. Tendría yo unos cinco años y ya quería casarme de inmediato. La pobre mujer sufría de varices. Por entonces no había lavadoras, y hacer la colada convertía la casa en una especie de infierno sofocante, como mínimo la cocina y las habitaciones contiguas. Se colocaba un enorme barreño en el centro, los fogones gorgoteaban como un volcán, y luego el timbre de madera se alzaba y emitía un horrible barullo. Yo me quedaba en medio sin que me preocupara aquel caos.
Luego me enamoré de la maestra en la escuela elemental. No recuerdo su aspecto, pero recuerdo que un día golpeó con los nudillos a mi compañero de pupitre. En el colegio no solías recibir más que un golpecito con una regla en la palma de la mano, si bien ese chico era duro, frío, un insubordinado, arrogante, y mi enamorada lo zurró hasta que una nube de polvo emergía de sus calzones. Él ni lloraba ni decía nada, cosa que me impresionaba enormemente.
Me fui especializando gradualmente en el amor no correspondido. A los diez años me enamoré locamente de una chica unos cuatro años mayor que yo y, por tanto, prácticamente adulta. Paralizado, la observaba a distancia en el Jardín de los Jesuitas. Por aquel entonces estaba gordito. Mi cuerpo había empezado a tomar la forma de una pera, más ancho en la mitad inferior de mi cuerpo. Y cuando entré en el instituto ya parecía una pera de verdad. Tenía la cara rechoncha y los ojos saltones, pues era curioso por naturaleza, con la boca siempre abierta, lo que por lo visto pensaba yo era muy atractivo. Por entonces pocas probabilidades de éxito tenía; comoquiera que sea, no aspiraba a grandes logros, pues no sabía qué hacer con las chicas aparte de perseguirlas al atardecer, en el Jardín, de seto en seto, y asustarlas con la linterna. En consecuencia mi amor por la chica en el Jardín de los Jesuitas no tuvo acción ni desarrollo alguno, y sin embargo fue inusualmence intenso. Casi seguro que se lo comenté a mis padres, pues de no ser así no me habrían permitido pasar tanto tiempo en mi puesto de observación. Ella seguramente no sabía nada de mí; no intercambiamos ni una palabra. Y no obstante aún hoy veo con toda claridad su perfil, su barbilla, sus labios.
Es curioso cómo esos amoríos platónicos no interferían con los flirteos (si es que eran flirteos) de naturaleza más terrenal. No tendría más de ocho años cuando mi padre, al entrar en la cocina, me encontró pellizcando el trasero de una criada. Violento, dijo algo como: «Ah, sí» o «Ah, disculpe», y rápidamente se escabulló. También es curioso que recuerde cosas de aquellos años, e incluso sentimientos, pero ningún pensamiento. Es posible que mis pensamientos no fueran nunca más allá del círculo de los datos inmediatos o de la experiencia física. En la calle Slowacki, al otro lado de la Central de Correos, estaba la oficina de la Cunard Line, y en todas las ventanas se exhibía un modelo de un transatlántico. Esos buques magníficos me acompañaban, llenando mis sueños; tenían de todo, tornillos de bronce en los timones, aparejos, mástiles, interminables compuertas en hilera, cubiertas, puentes, botes, escaleras y chalecos salvavidas. Pensaba en esos buques con un apetito desesperado, casi igual que Jack el Destripador pensaba en las mujeres que no habían caído entre sus garras. Seguro que sus fantasías eran tan incruentas como las mías frente a las ventanas de la Cunard Line. Así, fue tal vez buena cosa que ninguna de esas maravillas de dos metros llegara a caer en mis manos, pues tarde o temprano hubiera ido a por un martillo.
El niño que era me interesa y al mismo tiempo me alarma. Cierto, asesiné sólo muñecos y gramófonos, aunque debéis recordar que era físicamente débil y temeroso de las reprimendas de los adultos. Mi padre nunca me pegó, y mi madre me dio a veces algún cachete, eso fue todo, aunque había otros medios y métodos, menos directos, desde las reprimendas hasta quedarse sin el postre. Si los críos de cuatro años de edad tuvieran la misma fuerza que sus padres, el mundo sería un lugar diferente. Realmente son especies separadas, y no menos complejos que los adultos, si bien su complejidad estriba en un lugar diferente. ¿No destrocé acaso mis juguetes por pura desesperación? ¿No me lamenté luego de su pérdida (independientemente de los castigos impuestos)? ¿Y por qué, si era tan tímido, me atraían las situaciones de peligro? Algo me llevó a asomarme tanto como fui capaz en la ventana, aun cuando sabía, por el ejemplo de la Mosca Humana, qué implicaba una caída desde un tercer piso. Recuerdo el susto que le di a mi abuelo durante unas vacaciones de invierno en el pueblo de Tatarow, cuando gateé por debajo de una locomotora justo antes de que arrancara. Lo hice sólo para ver cómo se partía una estalactita que colgaba. Temí por un momento que si arrancaba el tren me mutilaría las piernas, pero evidentemente necesitaba con urgencia hacerme con esa estalactita. ¿Acaso podría tratarse de lo que los psicólogos denominan comportamiento compulsivo, algún tipo de obsesión? En realidad atravesé por periodos en que contaba puertas y ventanas, por fases de complicados rituales; al andar evitaba las grietas de las aceras, y tenía espantosos problemas al respirar. Intentaba aguantar la respiración todo lo posible, o respiraba de una forma especial, no sólo aspirando sino cortando la respiración, sobre todo antes de dormir, y así colocaba bajo la cabeza mi almohada pequeña y la otra más grande fuera de la manta, y cosas por el estilo.
A veces cuando estaba enfermo, pero también estando sano, tenía extrañas sensaciones llamadas, como aprendí treinta años más tarde, alteraciones de la imagen corporal. Permanecía en la cama con las manos sobre el pecho y, de repente, empezaban a crecer, mientras que por debajo de su increíble masa yo me hacía cada vez más y más pequeño. Eso ocurrió varias veces, y sin duda siempre estando despierto. Mis manos crecían hasta alcanzar el tamaño de montañas, los dedos se mutaban en gigantescas bóvedas cerradas en su monstruosa elefantiasis. Estaba asustado, pero sólo un poco, era tan extraño…, y no se lo conté a nadie.
(Continuará…)