Juan Alberto Campoy

Una mañana de domingo mi madre y yo paseábamos por el madrileño barrio de Fuente del Berro. Cansados de no encontrar más que inconvenientes a todos los anuncios de ventas de pisos de Internet, habíamos decidido cambiar de estrategia y realizar una inspección sobre el propio terreno. Quizá así encontraríamos la vivienda tranquila y luminosa que llevábamos un tiempo buscando. Ése era, en principio, el propósito, pero éramos conscientes de la extrema dificultad de llevarlo a cabo. En cualquier caso, hacía una mañana espléndida y la mera perspectiva de pasear al sol por el parque de Fuente del Berro, del que tan bien nos habían hablado, y callejear por entre los viejos chalés de la parte antigua del barrio justificaba sobradamente nuestra salida.
Hay tres esculturas en el mencionado parque. La primera que visitamos, la dedicada a Gustavo Adolfo Bécquer, se encontraba rodeada de numerosos fotógrafos de algún país iberoamericano que no llegué a identificar. Me intrigaba saber cuál era la razón que les había llevado hasta allí. Quizá se tratara de un reportaje para alguna revista literaria, quizá de un motivo distinto, quién sabe. Lamentablemente, pudo más mi discreción que mi curiosidad y me quedé sin la respuesta a una pregunta que nunca formulé (cosa bastante normal, por otra parte). Un poco más allá, se hallaba la estatua de Iniesta. Alguien hubiera podido pensar: “vaya, parece que están cambiando las cosas en este país, por fin las autoridades actúan con diligencia y presteza, qué buenísima noticia es esta de que hayan erigido un monumento en honor al héroe de Johannesburgo, a una de los pocas figuras indiscutibles de nuestro panorama nacional, a una figura admirada por españoles de toda clase y condición, ya iba siendo hora de que España reconociera el mérito de uno de sus hijos más ilustres, sin necesidad de que tenga que morirse ni nada”. Pero se hubiera tratado de una confusión mayúscula, ya que el simple hecho de que el personaje homenajeado sujetara en su mano izquierda un violín, y blandiera en su mano derecha un arco, ya daba a entender claramente que su profesión no era precisamente la de futbolista. Huelga decir que, en ningún caso, quiero sugerir que Enrique de Iniesta, el violinista representado, no se merezca su estatua, Dios me libre, sería un atrevimiento por mi parte, dado mi absoluto desconocimiento de su obra (como probablemente sea también su caso, querido lector, y discúlpeme si ando equivocado). Un poco más allá se encontraba la estatua del escritor ruso Alexander Pushkin. Llama la atención (al menos, a mi me llama la atención) el hecho de que la misma se encuentre un lugar (una hermosa plaza rodeada de árboles, bancos y columpios) indiscutiblemente mejor que la estatua del poeta sevillano. No sé si esta circunstancia me parece bien, mal o regular. Quizá se trate de un rasgo de cosmopolitismo, de altura de miras, de falta de patrioterismo, es posible, pero quizá no se trate de eso, sino que sea, más bien, el resultado del eterno complejo de inferioridad que padecemos los españoles (bien es verdad que éste se manifiesta principalmente en relación con otros países del mundo occidental: Gran Bretaña, Francia etc).
Aprovechando el buen tiempo reinante, nos sentamos en uno de los bancos a leer el periódico. De vez en cuando, levantábamos la mirada para contemplar el mundo alrededor (pájaros, niños, parejas de novios…). El impagable sol de invierno se entretenía acariciando nuestros rostros. Pasado un buen rato, mi madre comentó que ya habíamos tenido bastante lectura, que era hora de ver los chalés. Así que nos pusimos en marcha. Mientras caminábamos, mantuvimos este (o parecido) diálogo:
—Adivina quien vivía en este barrio, mamá. Alguien famoso que falleció hace poco.
—¿Qué me darás si te lo digo?
—No te daré nada. Los buenos días si quieres.
—Te crees que tu madre vive en la luna. Aquí vivía la infanta Elena.
—Bueno, sí, es verdad, ahora que lo dices, creo que eso he leído en algún sitio. Pero no me refería a ella. Me refería a un cantautor español.
—No sé qué quieres que te diga. Yo sólo conozco a Sabina y Serrat, y creo que esos están todavía vivitos y coleando.
—Luís Eduardo Aute. ¿No me digas que no conoces a Luís Eduardo Aute?
—Por supuesto que lo conozco, pero no se me había pasado por la mente…
—En realidad, ahora que lo pienso, Aute, como todos los cantautores, era un poeta. Y un poeta romántico, como Pushkin y como Becquer. Con razón piensan levantarle también una estatua en este parque.
—Eso sí que no lo sabía, ya ves tú. No sé si estará a la altura de los otros dos, pero era muy bueno, desde luego.
—Sí, lástima que ahora esté tocando el arpa.
—Querrás decir la guitarra.
—Ahí me has pillado.
Las urbanizaciones se sucedían unas tras otras. Todos los chalés (casi todos, si hay que decir la verdad) eran muy bonitos, pero había pocos en venta. Y esos pocos, o bien eran muy grandes, o bien estaban en zonas con demasiado tráfico, con demasiado ruido. Entre chalé y chalé, iba pensando que el simple hecho de erigirle una estatua a Luis Eduardo Aute mostraba, bien a las claras, que en España, a pesar del tópico, se valoraba la cultura. Si se me permite el juego de palabras, lo suyo sería una escultura para todo lo que es cultura. También para Serrat y para Sabina (qué guapos estarían con su gorra y su bombín, que además les servirían para evitar las cagadas de las palomas). También para Leonard Cohen y Bob Dylan (absurdo que alguien se escandalizara con su Nobel de literatura).
En un determinado momento, a mi madre le dio por pensar que un chalé imponente en el que nos fijamos era el de la infanta. La verdad es que muy bien hubiera podido serlo. Se trataba de una casa regia bien parapetada tras una tupida columna de cipreses. Una casa parecida a ésas que se hacían construir los indianos a la vuelta de su aventura americana. De repente, una señora salió del chalé. Mi madre se dirigió a ella.
—Usted disculpe, ¿no era ésta la casa de la infanta?
—Pues no, señora. Lamento decirle que ésta es mi casa. Y lo lleva siendo en los últimos treinta años.
—No sé, había algo que me decía a mí…
—Pues ya le digo yo que no.
—Vale, vale.
—Si tienen ganas, pueden ira a ver el lugar donde vivía Aute. Está bastante cerca de aquí. Apenas cuatro manzanas más arriba. No tiene perdida.
—Gracias, señora. Buen día.
—Buen día, señora.
Así las cosas, dimos por concluida nuestra búsqueda de una vivienda tranquila y luminosa, renunciamos a averiguar cual había sido la anterior residencia de la madre de Froilán y, siguiendo la sugerencia de la orgullosa propietaria, dirigimos nuestros pasos hacia la casa de Aute. Nada más llegar, nos invadió una gran desolación. Enseguida nos dimos cuenta de cual era la razón por la que la señora había hablado del “lugar donde vivía Aute”, en vez de “la casa donde vivía Aute”. La casa había sido derribada. Sólo quedaba un solar lleno de cascotes. De cascotes y tristezas. La nostalgia y la melancolía luchaban a brazo partido por dominar nuestros corazones. Nada recordaba la vivienda donde se habían creado tantas y tantas canciones emblemáticas del período en que los españoles habíamos recobrado nuestra libertad. Nada quedaba del hogar frecuentado por creadores como Serrat y Sabina, Víctor Manuel y Ana Belén, Antonio Escohotado y García Márquez… Nos quedamos petrificados, encajando el golpe. Me vino inmediatamente a la memoria la disputa, iniciada en 1984 y todavía no resuelta, de la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre para que la casa de este insigne poeta, que fuera un auténtico foco de cultura donde se reunía la intelectualidad de la época, sea declarada Bien de Interés Cultural. Estaba claro que mi reciente optimismo sobre el trato que las instituciones españolas dispensan a la cultura había sido un poco precipitado.
Y cuando más ensimismados estábamos, lamiéndonos nuestras heridas, pasó por delante de nosotros una chavalita de apenas 20 años, desplegó una pequeña silla de tijera en medio del solar y se puso a tocar la guitarra. A tocar la guitarra y a cantar. Mientras se sucedían, uno detrás de otro, los principales hitos de la carrera musical de Luís Eduardo Aute (“De alguna manera”, “Las cuatro y diez”, “Sin tu latido”, “De paso”…), fue formándose en torno suya un círculo cada vez más grande de espectadores: no sólo venerables carrozas, como mi madre y como yo mismo, sino también jóvenes de ambos sexos que, con sus cazadoras de cuero, sus tatuajes y sus piercings, aportaban el imprescindible toque contestatario al acontecimiento. Me atrevería a decir que alguno de ellos aprovechó la situación para fumarse un porrito (eso al menos me decía mi pituitaria, que suele equivocarse bastante poco). La chica cantaba de maravilla y causaba la admiración del improvisado público congregado. Y en esto, en pleno éxtasis de grandes y chicos, llegó un policía municipal y, como Fidel en la famosa canción de Carlos Puebla, mandó parar. Nos dijo que las vallas metálicas que podíamos ver a nuestro alrededor (unas vallas que contaban con unas enormes aperturas por todos lados, y a las que nadie había prestado la menor atención) estaban allí por algo, que toda la zona acotada por las mismas era propiedad privada y que, por supuesto, él no iba a consentir, de ninguna de las maneras, que nadie, por muy bien que cantara o por mucho que le gustara lo que otro cantaba, se saltara a la torera el principio sagrado de la propiedad privada, que era el origen y fundamento mismo de la democracia y de la prosperidad de las naciones. Todo eso dijo. Como es de suponer, el pitorreo fue generalizado. A continuación, intentando calmar los ánimos, mostramos nuestro rechazo a su intención de disolvernos de forma más cortés y educada. Todo fue en vano. Finalmente la fuerza represora consiguió su objetivo y abandonamos el solar.
Sin que nadie lo formulara en alta voz, todos nos pusimos de acuerdo tácitamente en continuar nuestros cánticos mientras marchábamos por las calles del barrio. Y todos nos pusimos de acuerdo, tácitamente también, en cantar “Al alba”, canción que nuestra cantautora particular había reservado para final de fiesta. Ahora ya no era ella sólo quien cantaba: toda la comitiva lo hacía. Y a pesar de las enormes ganas que le ponían algunos, alzando su voz más de la cuenta, yo diría que el resultado conseguido era más que aceptable. Finalizada la canción, al doblar una esquina nos dimos de bruces con un personaje muy particular. Era la viva imagen de Walt Withman. Su sombrero, sus largas barbas blancas, su mirada triste, su pose aristocrática…, todo en él recordaba al autor de Hojas de Hierba. Pero no era un escritor, sino un mendigo. Eso sí, se trataba, sin duda, del mendigo más noble y más digno del mundo, el más noble y más digno que nadie imaginarse pueda. A su lado había un cartelón con mensaje incluido: “Ama la tierra y al sol. Ama a los hombres y a las mujeres. Ama todo a tu alrededor. Pero huye siempre de las riquezas, sólo un estorbo son.” Sonaba muy bien aquello. Si no era un poema de Withman, poco le faltaba. Con qué elegancia y con qué socarronería animaba a los transeúntes a que contribuyeran a su modesta economía personal. Nuestra cantautora se paró delante de él y le dedicó una sonrisa y una mirada llenas de simpatía y complicidad. A continuación, vació sus bolsillos y le entregó una buena parte de lo recaudado en su concierto al aire libre. Aunque parezca mentira, hubo varias personas a las que aquel gesto les pareció mal. ¿Cómo era posible? Aquel dinero se lo habían dado ellos, y ella no podía hacer con él lo que le viniera en gana. Desde luego que no. No al menos mientras ellos estuvieran presentes. Aquel dinero lo habían entregado para apoyar la música popular (y la música de Aute, por supuesto), no para subvencionar la mendicidad… Se armó una pequeña trifulca, en la que intervine aportando algunos ejemplos extraídos de la Biblia, que pretendía fueran clarificadores. Les hable de la “Parábola de los talentos” y de la “Parábola del buen samaritano”. Pero la verdad es que ni a mi mismo me convencía toda aquella palabrería hueca, que además no se ajustaba demasiado bien al caso. Así que finalmente, harto de que aquellos descerebrados no cejaran de recriminar a la joven cantante por el simple hecho de actuar libremente, dejé de lado mis argumentos eruditos y les solté que ya había sido suficiente por aquella mañana, que dejaran de meterse en la vida de los demás y que no dijeran más gilipolleces. Lógicamente, las cosas empeoraron y, tras una lamentable tangana, el grupo fue disolviéndose lentamente. La alegría compartida se había trocado en una extendida sensación de amargura.
Ya de camino a casa, mi madre y yo presenciamos una escena entre surrealista y fantasmagórica: un chalé tomado por decenas de pavos reales procedentes del cercano Parque de Fuente del Berro. En vez de la ciudad de los monos de “El libro de la selva”, contemplábamos, entre atónitos y divertidos, el chalé de los pavos reales. Estos se paseaban tranquilamente por sus numerosos balcones y su florido jardín. Aunque soy consciente de que ”el desconocimiento de la norma no exime de su cumplimiento”, estoy casi seguro de que a estos distinguidos okupas ningún policía municipal les expulsará de su pequeño paraíso (al menos por una temporada).