Santuario (II)

William Faulkner





IV

La gente de Oxford que iba a pasear en coche por los terrenos de la universidad después de la cena, algún profesor ensimismado o los estudiantes a punto de licenciarse camino de la biblioteca, eran los que tenían ocasión de ver cómo Temple, convertida en silueta veloz contra las ventanas iluminadas del Gallinero (nombre popular de la residencia femenina), el abrigo apenas prendido bajo el brazo y las piernas descoloridas por la carrera, desaparecía entre las sombras junto a la pared de la biblioteca y entraba de un salto —con un remolino final de faldas y bragas con puntillas o algo parecido— en el coche con el motor en marcha que estuviera esperándola. Los coches pertenecían a muchachos de la ciudad, A los universitarios residentes no se les permitía tener coches, y con sus cabezas descubiertas, sus pantalones bombachos y sus jerseys de colores brillantes, despreciaban —conscientes de su superioridad pero muy enfadados— a los muchachos de la ciudad que llevaban sombreros rígidos sobre cabezas embadurnadas de brillantina, chaquetas un poco demasiado ceñidas y pantalones un poco demasiado anchos.

Esto sucedía los días de entre semana. En sábados alternos, con motivo de los bailes del Letter Club, o con ocasión de los tres bailes oficiales que se celebraban anualmente, los muchachos de la ciudad, con su aire de beligerante indiferencia y sus sombreros y sus cuellos altos idénticos entre sí, veían entrar a Temple en el gimnasio del brazo de algún universitario con smoking y desvanecerse en un remolino resplandeciente bajo el torbellino de la música, la delicada cabeza muy erguida, la pintada boca y la suave barbilla en abierto desafío, mientras sus ojos —fríos, rapaces y discretos— miraban sin expresión a derecha e izquierda.

Más tarde, cuando la música gemía detrás de los cristales, la veían a través de las ventanas mientras pasaba en veloz rotación de un par a otro de mangas negras, su talle esbelto lleno de urgencia durante el intervalo, supliendo la ausencia de ritmo con el movimiento de los pies. Agachándose, los chicos de la ciudad bebían de los frascos de whiskey que llevaban en el bolsillo y encendían cigarrillos; luego, otra vez erguidos, inmóviles contra la luz, los cuellos altos y las cabezas ensombreradas eran como una hilera de bustos embozados, recortados en hojalata negra, y clavados en el alféizar de las ventanas.

Cuando la orquesta tocaba Hogar, dulce hogar, siempre quedaban aún tres o cuatro haraganeando cerca de la salida, lanzando miradas de fría hostilidad, con las facciones un poco contraídas por la falta de sueño, para ver salir a las parejas, convertidas ya en la descolorida espuma de un mar de movimientos y de ruido. En aquella ocasión fueron tres los que presenciaron cómo Temple y Gowan Stevens se enfrentaban con el frío presagio de un amanecer de primavera. El rostro de la muchacha estaba muy pálido, recién empolvado, y su cabello se desmayaba en fatigados bucles rojos. Sus ojos —todo pupila— se posaron sobre ellos sin expresión por un momento. Luego Temple alzó la mano en un lánguido gesto que nadie podría haber dicho si estaba dirigido a ellos o no. Los muchachos no respondieron; ni tan siquiera un parpadeo turbó la fría expresión de sus ojos. Vieron cómo Gowan la tomaba del brazo y la fugaz revelación de su muslo al entrar en el coche. Era un coche deportivo, largo y aerodinámico, con un faro de mano,

—¿Quién es ese hijo de perra? —dijo uno de ellos.
—Mi padre es juez —dijo el segundo, con mordaz tono de falsete.
—Que se vaya al infierno. Volvamos a la ciudad.

Echaron a andar. En una ocasión gritaron a un coche que pasaba, pero no se detuvo. En el puente sobre la cortadura del ferrocarril se detuvieron a beber de una botella. El último hizo ademán de tirarla por encima de la barandilla. El segundo le sujetó el brazo.

—Dámela a mí —dijo.

La rompió cuidadosamente y extendió los fragmentos por la carretera. Los otros le miraron hacer.

—Te falta educación para ir a un baile universitario —dijo el primero—. No eres más que un pobre palurdo.
—Mi padre es juez —dijo el otro, afianzando sobre la carretera los pedazos con bordes más cortantes.
—Ahí viene un coche —dijo el tercero.

El automóvil tenía tres faros. Los muchachos de la ciudad se recostaron contra la barandilla, inclinando el sombrero para evitar la luz, y vieron pasar a Temple y a Gowan. La cabeza de la chica estaba muy baja y muy cerca de Gowan. El coche avanzaba muy despacio.

—No eres más que un pobre palurdo —dijo el primero.
—¿Sí? —dijo el segundo. Se sacó algo del bolsillo y lo enarboló, pasándoles la transparente prenda, suavemente perfumada, por delante de la cara—. ¿Estás seguro?
—Eso es lo que tú dices.
—Doc consiguió esas bragas en Memphis —dijo el tercero—. Se las quitó a una putilla de tres al cuarto.
—Eres un cerdo mentiroso —dijo Doc.

Vieron cómo el resplandor de los faros y el rojo cada vez más tenue de la luz del freno se detenían delante del Gallinero. Las luces se apagaron. Al cabo de un rato la portezuela del coche se cerró de golpe. Se encendieron de nuevo las luces; el coche se puso en movimiento. Venía otra vez hacia ellos. Se recostaron contra la barandilla en hilera, con los sombreros inclinados para evitar el resplandor. Los cristales rotos lanzaban destellos de cuando en cuando. El coche se acercó hasta detenerse a su lado.

—¿Van a la ciudad, caballeros? —dijo Gowan, abriendo la portezuela del coche.

Siguieron apoyados contra la barandilla hasta que el primero dijo «Muy agradecidos» desganadamente y subieron al coche: los otros dos en el asiento trasero, y el primero al lado de Gowan.

—Váyase hacia el otro lado —dijo—. Alguien ha roto ahí una botella.
—Gracias —dijo Gowan. El coche se puso en marcha—. ¿Van ustedes mañana a Starkville a ver el partido?

Los del asiento de atrás no contestaron.

—No sé —dijo el primero—. Me parece que no.
—Soy forastero —dijo Gowan—. Me he quedado sin whiskey y tengo una cita muy temprano, mañana por la mañana. ¿Podrían decirme ustedes dónde conseguir un cuarto?
—Es tardísimo ya —dijo el primero. Se volvió hacia los otros—. Doc, ¿sabes de alguien que pueda atenderle a estas horas?
—Luke, quizá —dijo el tercero.
—¿Dónde vive? —preguntó Gowan.
—Siga adelante —dijo el primero—. Yo le indicaré el camino.

Cruzaron la plaza y se alejaron de la ciudad cosa de media milla.

—¿No es ésta la carretera para Taylor? —preguntó Gowan.
—Sí —dijo el primero.
—Tengo qué estar allí muy temprano por la mañana —dijo Gowan—. Antes de que llegue el tren especial. Me han dicho que ustedes no van al partido, ¿no es cierto?
—Creo que no —dijo el primero—. Párese aquí —delante de ellos se alzaba una loma muy empinada, con un penacho de robles enanos—. Espéreme —Gowan apagó la luz. Oyeron cómo el otro trepaba por la ladera.
—¿Es bueno el whiskey de Luke? —preguntó Gowan.
—No está mal. Tan bueno como cualquiera, diría yo —dijo el tercero.
—Si no le gusta, no se lo beba —dijo Doc.

Gowan se volvió pesadamente para mirarlo.

—Es tan bueno como el que tenías hoy —dijo el tercero.
—Tampoco tenías que bebértelo —dijo Doc.
—Parece que por aquí no hacen tan buen whiskey como donde yo estudié—dijo Gowan.
—¿De dónde es usted? —preguntó el tercero.
—De Virgi…, bueno, de Jefferson. Estudié en Virginia. Allí le enseñan a uno a beber.

Los otros dos no dijeron nada. El primero regresó, precedido por un diminuto desprendimiento de tierra. Traía un tarro grande de mermelada. Gowan lo alzó para ver mejor el contenido. El líquido era casi incoloro y con un aspecto muy inofensivo. Quitó la tapa y alargó el brazo ofreciéndolo.

—Beban.

El primero se lo pasó sin probarlo a los de atrás.

—Bebed.

El tercero bebió, pero Doc no quiso. Gowan bebió a continuación.

—Santo cielo —dijo—, ¿cómo son ustedes capaces de beber esto?
—No hemos probado el matarratas de Virginia —dijo Doc.

Gowan se volvió para mirarlo.

—Cállate, Doc —dijo el tercero—. No le haga caso. Lleva toda la noche con dolor de estómago.
—Hijo de perra —dijo Doc.
—¿Me lo dice usted a mí? —preguntó Gowan.
—Claro que no —dijo el tercero—. Doc es un buen chico. Vamos, hombre. Echa un trago.
—Me importa un rábano —dijo Doc—. Pásame el frasco. Regresaron a la ciudad.
—La Choza estará abierta —dijo el primero—. Junto a la estación.

El local era al mismo tiempo restaurante y confitería. Estaba vacío si se exceptúa a un hombre con un delantal muy sucio. Pasaron a un reservado en la parte de atrás, con una mesa y cuatro sillas. El camarero les trajo coca-colas y cuatro vasos.

—También necesitamos azúcar, agua y un limón, si es tan amable —dijo Gowan.

El camarero le trajo lo que había pedido. Los otros vieron cómo Gowan preparaba un whiskey sour.

—Me enseñaron a beberlo así —dijo. Los otros lo miraron mientras bebía—. No parece que pegue mucho —comentó, llenándose el vaso directamente del tarro de mermelada. También se lo bebió.
—No lo hace usted nada mal —dijo el tercero.
—Tuve buenos profesores.

Había una ventana cerca del techo. El cielo, al otro lado, empezaba a palidecer, presagiando el nuevo día.

—Tómense otra copa, caballeros —dijo Gowan, llenando de nuevo su vaso. Los otros se sirvieron con moderación—. En mi universidad está mejor visto caerse redondo que andar con paños calientes —dijo.

Los otros lo miraron mientras apuraba el vaso. Las aletas de la nariz se le cubrieron repentinamente de gotas de sudor.

—Es todo para él —dijo Doc.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Gowan. Se sirvió un dedo de whiskey—. Si fuera mejor… Hay un tipo en mi condado, un tal Goodwin, que hace…
—¿Es eso lo que llaman un buen trago en Virginia? —dijo Doc. Gowan se le quedó mirando.
—¿Le parece a usted que sí? Fíjese.

Vertió más whiskey en el vaso. Vieron cómo subía el nivel.

—Tenga cuidado, amigo —dijo el tercero.

Gowan llenó el vaso hasta el borde, lo alzó y fue bebiendo hasta vaciarlo. Se acordaba de haber dejado el vaso sobre la mesa con mucho cuidado, pero en seguida tomó conciencia simultáneamente de encontrarse en la calle, del aire frío y gris del amanecer, de una locomotora jadeando en el desvío, a la cabeza de una oscura hilera de vagones, y de que estaba intentando decirle a alguien que había aprendido a beber como un caballero. Aún seguía tratando de decirles —en un lugar oscuro y muy estrecho que olía a creosota y a amoníaco, donde estuvo vomitando en un receptáculo— que tenía que estar en Taylor a las seis y media, cuando llegara el tren especial. Al desaparecer la náusea se sintió extraordinariamente cansado, débil, con un gran deseo de tumbarse, pero se lo impidieron por la fuerza y, a la luz de una cerilla se inclinó hacia la pared, concentrando lentamente la mirada en un nombre escrito a lápiz. Cerró un ojo, se apoyó contra la pared, tambaleándose, babeando, y leyó el nombre. Luego miró a los otros, moviendo la cabeza.

—Nombre de chica… Nombre de chica que conozco. Buena chica. Muy simpática. Citado con ella para llevarla a Stark…, Starkville, Sin carabina, ¿comprenden?

Apoyado contra la pared, babeando y murmurando palabras ininteligibles, se quedó dormido.

Inmediatamente empezó a luchar consigo mismo para despertarse. Le pareció que había empezado a luchar en seguida y, sin embargo, se daba cuenta de que seguía pasando el tiempo y de que el tiempo era un factor importante en su urgencia por despertarse; que de lo contrario tendría que lamentarlo. Durante un buen rato supo que tenía los ojos abiertos, y que estaba esperando a que recuperaran la capacidad de ver. Después empezó a ver de nuevo, pero sin darse cuenta inmediatamente de que estaba despierto.

Yacía completamente inmóvil. Le pareció que con salir del sueño había logrado ya el propósito que lo impulsara a despertarse. Estaba en una posición muy incómoda dentro del coche, mirando hacia la fachada de un edificio que no conocía, por encima del cual navegaban unas nubéculas, rosadas por la luz del sol, completamente desprovistas de sentido. Sus músculos abdominales completaron la basca que había dejado sin terminar al perder el conocimiento y, al intentar erguirse, Gowan se cayó del asiento, dando con la cabeza en la portezuela. El golpe lo despejó por completo, pero al abrir la portezuela estuvo otra vez a punto de caerse; logró incorporarse y echó a correr hacia la estación con paso vacilante. Se cayó. Apoyándose en las manos y en las rodillas contempló las desiertas vías del tren y el cielo iluminado por el sol con incredulidad y desesperación. Se levantó y siguió corriendo, con el smoking manchado, el cuello desgarrado y el pelo en desorden. Me he desmayado, pensó con rabia, me he desmayado. Me he desmayado.

El andén estaba desierto, con la excepción de un negro con una escoba.

—¡Santo cielo! —dijo—. ¿Qué le ha pasado?
—El tren especial —dijo Gowan—. El que estaba en esa vía.
—Salió hace cosa de cinco minutos.

Con la escoba todavía inmovilizada en el gesto de barrer, el negro vio cómo Gowan se daba la vuelta, corría hacia el coche y se dejaba caer pesadamente en su interior.

El tarro de mermelada estaba en el suelo. Lo apartó con el pie y puso el motor en marcha. Necesitaba meter algo en el estómago, pero no había tiempo. Lanzó una mirada al tarro. Sintió un escalofrío en las entrañas, pero alzó el tarro y bebió a grandes sorbos, tragándose el whiskey a la fuerza y poniéndose un cigarrillo en la boca para cortar la incipiente náusea. Casi inmediatamente se sintió mejor.

Atravesó la plaza a cuarenta millas por hora. Eran las seis y cuarto. Tomó la carretera de Taylor, aumentando la velocidad. Volvió a beber whiskey sin aminorar la marcha. Cuando llegó a Taylor el tren salía ya de la estación. Gowan se metió con gran ímpetu entre dos vagones mientras pasaba el último coche. Se abrió la puerta de la plataforma de atrás, Temple saltó del tren y fue corriendo unos cuantos pasos junto al vagón mientras un funcionario de la universidad se asomaba por una ventanilla y la amenazaba con el puño.

Gowan se había apeado del coche. La chica se dio la vuelta y echó a andar hacia él, caminando muy de prisa. Luego hizo una pausa, se detuvo y avanzó de nuevo con la mirada fija en su rostro desencajado y en sus cabellos; en el cuello desgarrado y en la camisa.

—Estás borracho —dijo—. Cerdo, más que cerdo.
—He tenido una noche muy movida. No te imaginas ni la mitad.

Temple contempló la desolada estación amarillenta, los hombres enfundados en sus monos, mascando con parsimonia y mirándola fijamente, la vía y el tren que se alejaba, las cuatro nubéculas de vapor que casi habían desaparecido ya cuando llegó hasta ellos el silbido de la locomotora.

—Cerdo asqueroso —dijo—. No puedes ir así a ningún sitio. Ni siquiera te has cambiado de ropa.

Al llegar junto al coche se detuvo de nuevo.

—¿Qué es eso que tienes ahí detrás?
—Lo uso como cantimplora —dijo Gowan—. Sube.

Temple lo miró, la boca desafiantemente roja, los ojos fríos y vigilantes bajo el sombrero sin ala, que coronaba un ondulado derramamiento de pelo rojo. Contempló de nuevo la estación, inmóvil y desolada en la mañana todavía incipiente. Entró de un salto en el coche y dobló las piernas, sentándose encima de ellas.

—Vámonos de aquí —Gowan puso el coche en marcha y dio la vuelta—, Será mejor que me lleves otra vez a Oxford —dijo ella. Miró de nuevo hacia la estación, ahora bajo la sombra de una nube muy alta que avanzaba a toda prisa—. Más te vale.

A las dos en punto de la tarde, cuando marchaba a buena velocidad por una zona cubierta de pinos susurrantes, Gowan abandonó la carretera de grava para meterse por un estrecho camino de orillas erosionadas, en dirección a un lecho seco cubierto de cipreses y de árboles de goma. Llevaba una camisa azul barata debajo del smoking. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre y las mejillas cubiertas de una sombra azulada, y, mirándolo, mientras intentaba mantener el equilibrio y se agarraba al asiento porque el coche brincaba y rebotaba sobre los desiguales surcos del camino, Temple pensó: «Sus patillas han crecido desde que salimos de Dumfries.» Fue crecepelo lo que se bebió. Compró una botella de crecepelo y se la bebió.

El se volvió a mirarla, al notar sus ojos fijos en él.

—Vamos, no te enfades. Será cosa de un momento llegar a casa de Goodwin y conseguir una botella. No tardaremos más de diez minutos. Dije que estaríamos en Starkville antes de que llegara el tren y voy a cumplirlo. ¿Acaso no me crees?

Temple no dijo nada, pensando en el tren adornado de banderolas que estaría ya en Starkville; en los graderíos, llenos de color; en la banda de música y en el bostezante resplandor de los trombones; en el césped de forma romboidal sembrado de jugadores que se agacharían y que lanzarían breves gañidos, semejantes a los de las aves de las marismas, asustadas por un caimán, que no saben dónde está el peligro y se quedan inmóviles, en perfecto equilibrio, animándose unas a otras con breves gritos sin sentido, lastimeros, circunspectos y desesperanzados.

—¡Tratando de engañarme con tus aires inocentes! ¿Por qué crees que me he pasado la noche con un par de esos vaqueros de peluquería amigos tuyos? No te imagines que les he dejado beberse mi whiskey porque tengo un gran corazón. Eres muy lista, ¿no es cierto? Crees que puedes irte de juerga toda la semana con cualquier palurdo relamido que tiene un Ford y engañarme los sábados, ¿verdad? ¿Piensas que no he visto tu nombre escrito en la pared del retrete? ¿Es que no me crees?

Ella no dijo nada, ocupada en no perder el equilibrio mientras el coche daba bandazos por el camino a una velocidad excesiva. Gowan seguía mirándola, sin ocuparse del volante en absoluto.

—¡Quisiera yo ver a la mujer capaz de…!

El camino se hizo llano y arenoso, cerrándose completamente por encima de sus cabezas, con densos muros laterales de cañas y brezos. El coche seguía dando bandazos sobre surcos que habían perdido ya su consistencia.

Temple vio el árbol que cegaba el camino, pero no hizo otra cosa que prepararse para lo inevitable. Tuvo la impresión de que se trataba del lógico y desastroso final de la serie de circunstancias en que se había visto envuelta. Siguió inmóvil, con el cuerpo en tensión, contemplando cómo Gowan, con la mirada fija al parecer en lo que tenía delante, se lanzaba contra el árbol a veinte millas por hora. El coche chocó, salió despedido hacia atrás, volvió a embestir el árbol y cayó de lado.

Temple sintió que salía despedida por el aire, llevándose consigo un hombro insensibilizado por el golpe y la imagen de dos individuos que atisbaban entre la cortina de cañas al borde del camino. Se incorporó como pudo, mirando hacia atrás, y los vio avanzar, uno de ellos con un traje negro muy ceñido y sombrero de paja, fumando un cigarrillo, y el otro destocado, con mono, empuñando una escopeta y el barbado rostro distendido en una lenta expresión de asombro boquiabierto. Sin dejar de correr, Temple notó que sus huesos se licuaban y cayó de bruces, todavía corriendo.

Sin detenerse, giró muy de prisa y se incorporó, la boca abierta en un gemido inaudible, totalmente sin aliento. El hombre del mono seguía mirándola, con la boca abierta en inocente asombro, dentro de una suave barba recortada. El otro hombre se inclinaba sobre el coche volcado, con la ceñida chaqueta formándole crestas sobre los hombros. Luego el motor se detuvo, aunque la rueda delantera que había quedado en el aire siguiera girando, perezosa, cada vez más lentamente.


V

El hombre vestido con el mono también iba descalzo. Caminaba delante de Temple y de Gowan, moviendo la escopeta con el ritmo de la marcha, y sus anchos pies avanzaban sin aparente esfuerzo por la arena en la que Temple se hundía casi hasta el tobillo a cada paso. De cuando en cuando se volvía a mirar el rostro ensangrentado y la ropa manchada de Gowan, y las dificultades y tropiezos de Temple con sus tacones altos.

—Cuesta trabajo andar por aquí, ¿eh? —dijo—. Si se quitara esos zapatos de tacones altos le resultaría más fácil.
—¿Cree usted? —dijo Temple. Se detuvo, levantó los pies alternativamente apoyándose en Gowan, y se quitó los zapatos.

El hombre estuvo observándola, pendiente de lo que hacía.

—Que me ahorquen si soy capaz de meter dos dedos en una de esas cosas—dijo—. ¿Puedo verlos?

Temple le dio uno. El hombre del mono lo hizo girar lentamente entre los dedos.

—¡Que el demonio me lleve! —dijo. Miró otra vez a Temple con sus ojos claros, sin expresión. Su pelo, pajizo y desordenado, se tornaba casi incoloro en la coronilla para oscurecerse alrededor de las orejas y del cuello en descuidados rizos—. Y también es alta, a pesar de esas piernas tan flacas. ¿Cuánto pesa?

Temple extendió la mano. El otro le devolvió el zapato muy despacio, mirándole el vientre y las caderas.

—Su hombre no la ha preñado todavía, ¿verdad?
—Vamos —dijo Gowan—. Hay que darse prisa. Tenemos que conseguir un coche para poder estar en Jefferson hoy mismo.

Al terminarse la arena, Temple se sentó y se puso los zapatos. Sorprendió al hombre mirándole el muslo que tenía levantado; se bajó la falda muy de prisa y se puso en pie de un salto.

—Siga adelante —dijo—. ¿Es que no conoce el camino?

Por encima de un bosquecillo de cedros entre cuyos negros intersticios se veía brillar al sol de la tarde un huerto de manzanos, apareció la casa. Estaba situada en el centro de lo que fuera en otro tiempo una extensión de césped, y ‘la rodeaban terrenos abandonados y dependencias en ruinas. No existía señal alguna de trabajos agrícolas: ni arados, ni aperos de labranza, ni campos cultivados; tan sólo una desolada ruina maltratada por la intemperie, junto a un sombrío bosquecillo que la brisa atravesaba produciendo tristes murmullos. Temple se detuvo.

—No quiero entrar ahí —dijo—. Vaya usted y consiga el coche —le dijo al hombre—. Nosotros esperaremos aquí.
—Dijo que vinieran a la casa —explicó el otro.
—¿Quién lo dijo? —replicó Temple—. ¿Es que ese hombre vestido de negro se cree que me va a decir lo que tengo que hacer?
—Vamos, déjalo —dijo Gowan—. Tenemos que ver a Goodwin y conseguir el coche. Se está haciendo tarde. Mrs. Goodwin estará aquí, ¿no es cierto?
—Creo que sí —dijo el hombre.
—Vamos —dijo Gowan.

Siguieron avanzando hacia la casa. El hombre subió los escalones del porche y dejó la escopeta dentro del corredor, junto al quicio de la puerta.

—Estará por aquí cerca en cualquier sitio —dijo. Miró de nuevo a Temple—. No hay razón para que su esposa se asuste. Imagino que Lee les llevará a la ciudad.

Temple lo miró. Se miraron solemnemente el uno al otro, como dos niños o como dos perros.

—¿Cómo se llama usted?
—Tommy —contestó el otro—. No tiene por qué asustarse.

El pasillo atravesaba toda la casa. Temple entró.

—¿Adonde vas? —dijo Gowan—. ¿Por qué no esperas aquí fuera?

Temple no contestó. Siguió adelante por el pasillo. Detrás oía las voces de Gowan y del hombre. El porche de atrás estaba al sol, era un fragmento de luz de sol enmarcado por la puerta. Más allá, Temple veía una ladera cubierta de hierbajos y un enorme granero, con el techo hundido en el centro, en tranquilo y soleado abandono. A la derecha de la puerta veía la esquina de un edificio separado o de un ala de la casa. Pero no oía otro ruido que las voces procedentes del porche delantero.

Temple siguió adelante, muy despacio. Luego se detuvo. En el cuadrado de luz enmarcado por la puerta se recortaba la sombra de la cabeza de un hombre, y casi se dio la vuelta, dispuesta a echar a correr. Pero la silueta no llevaba sombrero, de manera que fue de puntillas hasta la puerta y se asomó. De espaldas a ella, un hombre estaba sentado al sol en una silla de enea, un cerco de cabellos blancos alrededor de su calva cabeza y las manos cruzadas sobre la empuñadura de un tosco cayado. Temple salió al porche.

—Buenas tardes —dijo.

El hombre no se movió. Temple avanzó de nuevo, y en seguida volvió la cabeza. Con el rabillo del ojo creía haber visto un hilo de humo saliendo por la puerta de la habitación independiente, situada donde el porche se doblaba en ángulo recto, pero ya no estaba. De una cuerda entre dos postes delante de aquélla puerta colgaban laciamente tres húmedos paños cuadrados, recién lavados al parecer, y una prenda interior femenina de descolorida seda rosa. Los muchos lavados habían conseguido que las puntillas parecieran los bordes deshilachados de la misma tela. Tenía un remiendo de percal muy bien hecho. Temple miró de nuevo al anciano.

Por un momento creyó que tenía los ojos cerrados, luego pensó que carecía de ellos, porque entre los párpados se adivinaban dos sucias canicas de barro amarillento.

—Gowan—susurró Temple; luego gimió—: ¡Gowan! —y echó a correr con la cabeza vuelta, en el momento en que se oía una voz detrás de la puerta donde había creído ver el humo.
—No puede oírla. ¿Qué quiere?

Temple giró de nuevo y, sin detenerse y todavía mirando al anciano, siguió corriendo hasta salirse del porche y caer de rodillas sobre un montón de cenizas, latas de conservas y huesos blanqueados; desde allí vio que Popeye la estaba mirando desde la esquina de la casa, las manos en los bolsillos y una voluta de humo saliendo del cigarrillo que pendía de sus labios. Sin llegar a detenerse, Temple subió otra vez al porche y entró de un salto en la cocina, donde una mujer sentada junto a la mesa, con un cigarrillo en la mano, tenía la mirada fija en la puerta.


VI

Popeye dio la vuelta alrededor de la casa. Gowan estaba inclinado sobre la barandilla del porche, palpándose cautelosamente la nariz ensangrentada. El hombre descalzo se había puesto en cuclillas contra la pared.

—Por los clavos de Cristo —dijo Popeye—, ¿por qué no lo llevas ahí detrás para que se lave? ¿Es que quieres que se pase todo el día con ese aspecto de cerdo degollado?

Tiró el cigarrillo entre la maleza, se sentó en el último escalón y empezó a quitarse el barro de los zapatos con un cortaplumas de platino que colgaba de la cadena del reloj.

El hombre descalzo se puso en pie.

—Usted dijo algo sobre… —empezó Gowan.

El hombre descalzo se llevó un dedo a los labios y empezó a hacer guiños y muecas en dirección a Gowan, mientras movía la cabeza señalando a Popeye, vuelto de espaldas.

—Y después baja otra vez al camino —dijo Popeye—. ¿Me oyes?
—Pensaba que había decidido usted vigilar allí —dijo el otro.
—No pienses —dijo Popeye, rascándose con el cortaplumas las vueltas del pantalón—. Has sobrevivido cuarenta años sin hacerlo. Limítate a obedecer.

Cuando llegaron al porche de atrás, el hombre descalzo dijo:

—No aguanta a nadie… Es un tipo muy curioso, ¿verdad? Que me aspen si no es mejor que un circo para… No soporta que beba nadie, excepto Lee. No prueba el whiskey y si me echo un trago parece que le va a dar un ataque.
—Ha dicho que tenía usted cuarenta años —dijo Gowan.
—No son tantos —respondió el otro.
—¿Qué edad tiene? ¿Treinta?
—No lo sé. Pero no soy tan viejo como ha dicho —el anciano seguía en la silla, tomando el sol—. No es más que Pap —dijo el hombre.

La sombra azulada de los cedros había cubierto los pies del viejo y le subía ya casi hasta las rodillas. Torpemente, adelantó una mano, chapoteando en la sombra; luego se quedó inmóvil, hundido en la semioscuridad hasta las muñecas. En seguida se alzó, agarró la silla y, golpeando delante de sí con el bastón, fue directamente hacia ellos arrastrando los pies a considerable velocidad, por lo que tuvieron que apartarse rápidamente. Colocó la silla a pleno sol y volvió a sentarse, con la cara levantada y las manos cruzadas sobre la empuñadura del cayado,

—Es Pap —dijo el hombre—. Ciego y sordo. No me gustaría verme en un apuro y no poder contarlo, y no sentir siquiera interés por la clase de comida que me dieran.

Sobre un tablón sujeto entre dos postes había un cubo de hierro galvanizado, una jofaina de estaño y un plato rajado con un pedazo de jabón amarillento.

—¡Al diablo con el agua! —dijo Gowan—. ¿Qué hay de ese trago?
—Me parece que ya ha bebido usted más de la cuenta. Que me ahorquen si no se echó directamente contra el árbol.
—Vamos. ¿No tiene usted un poco de whiskey escondido en algún sitio?
—Puede que haya algo en el granero. Pero que no nos oiga él, porque lo encontrará y lo tirará.

Se acercó a la puerta y atisbo por el pasillo. Luego salieron del porche y se encaminaron hacia el granero, cruzando lo qué había sido un huerto en otro tiempo, ahogado ahora por retoños de cedros y robles. En dos ocasiones miró el hombre para atrás. La segunda vez dijo:

—Allí está su mujer que quiere algo.

Temple se hallaba de pie en la puerta de la cocina.

—Gowan —llamó.
—Salúdela con la mano o haga un gesto —dijo el hombre—. Si no se calla, nos va a oír él.

Gowan agitó un brazo. Siguieron adelante y entraron en el granero. Junto a la puerta había una tosca escalera de mano.

—Mejor espere a que suba —dijo el hombre—. Está muy estropeada; puede que no nos sostenga a los dos.
—¿Por qué no la arregla, entonces? ¿No la usa todos los días?
—Hasta ahora no hemos tenido problemas —dijo el otro.

Gowan subió detrás de él y, atravesando la trampilla del techo, le siguió por una penumbra listada de amarillo donde un sol horizontal se introducía por las paredes y el techo rotos.

—Ponga los pies donde los pongo yo —dijo el hombre—. Podría pisar una tabla suelta y verse otra vez abajo en un abrir y cerrar de ojos.

Fue tanteando el camino hasta desenterrar una garrafa de loza escondida en un rincón, entre unos montones de heno medio podrido.

—Es un sitio al que no vendrá buscando whiskey —dijo el hombre descalzo—. Le da miedo estropearse esas manos de mujer que tiene.

Bebieron.

—Yo lo he visto a usted por aquí antes de ahora —dijo el hombre—. Pero no recuerdo cómo se llama.
—Me llamo Stevens. Hace ya tres años que le compro whiskey a Lee. ¿Cuándo estará de vuelta? Tenemos que volver a la ciudad.
—Volverá pronto. A usted lo he visto antes. Tuvimos aquí a otro tipo de Jefferson hace tres noches. Tampoco recuerdo su nombre. Ese sí que era hablador. No paró de contar que había dejado a su mujer. Eche otro trago —dijo; luego guardó silencio y se acuclilló lentamente, la garrafa entre sus manos levantadas y la cabeza inclinada, esforzándose por escuchar. Al cabo de un momento la voz se dejó oír de nuevo, desde la entrada del granero.
—Jack.

El hombre miró a Gowan. Se le abrió la boca en una estúpida expresión de júbilo. Entre la barba, suave y leonada, asomaron los dientes que le quedaban, manchados y desiguales.

—Escucha, Jack —dijo la voz.
—¿No le oye? —susurró el hombre, sacudido por silenciosas explosiones de júbilo—. Me llama Jack, pero mi nombre es Tommy.
—Vamos —dijo la voz—. Sé que estás ahí arriba.
—Será mejor contestar —dijo Tommy—. Podría darle por disparar a través del piso.
—¡Por los clavos de Cristo! —dijo Gowan—, ¿por qué no? ¡Estamos aquí!—gritó—. ¡Bajamos ahora mismo!

Popeye se hallaba de pie junto a la puerta, con los pulgares en el chaleco. Se había puesto el sol. Cuando descendieron y aparecieron en la puerta, Temple bajó del porche de atrás. Se detuvo un momento, mirándolos, y luego siguió adelante, ladera abajo. En seguida empezó a correr.

—¿No te dije que volvieras al camino? —preguntó Popeye. —Sólo hemos venido a estar aquí un minuto —dijo Tommy. —¿Te dije que volvieras al camino, sí o no?
—Sí —respondió Tommy—. Me lo dijo.

Popeye se dio la vuelta sin mirar a Gowan. Tommy le siguió. Las contracciones de su espalda continuaban denunciando su secreto regocijo. Temple se cruzó con Popeye a mitad de camino hacia la casa. Sin dejar de correr dio la impresión de hacer una pausa. Aunque su abrigo siguió ondeando al viento, durante un instante miró a Popeye cara a cara, mostrándole los dientes en ,una tensa mueca de coquetería. El otro no se detuvo; el remilgado balanceo de su estrecha espalda no se modificó en absoluto. Temple volvió a correr. Pasó a Tommy y agarró a Gowan del brazo.

—Gowan, estoy asustada. La mujer me ha dicho que no… Has vuelto a beber; ni siquiera te has limpiado la sangre… Dice que nos vayamos de aquí… —en la penumbra sus ojos eran completamente negros y su rostro pequeño y descolorido. Miró hacia la casa. Popeye estaba doblando la esquina—. No le queda otro remedio que ir andando a la fuente a buscar agua; me ha dicho… Tienen un niñito precioso en una caja de tras del fogón. Ha dicho que me vaya antes de que sea de noche. Dijo que le preguntáramos. Tiene un coche. Dijo que no creía…
—¿Preguntarle a quién? —dijo Gowan. Tommy se había parado a mirarlos. En seguida echó otra vez a andar.
—Al hombre de negro. Dijo que no creía que lo hiciera, pero que quizá sí. Vamos—se dirigieron hacia la casa. Una senda daba la vuelta alrededor. El coche estaba aparcado entre el camino y la casa, rodeado de maleza muy alta. Temple se volvió otra vez hacia Gowan, con la mano apoyada en la puerta del automóvil—. No tardaría nada con uno como éste. Conozco a un chico que tiene otro igual. Puede ir a ochenta. Todo lo que tendría que hacer sería llevarnos a una ciudad, porque la mujer me preguntó si estábamos casados y he tenido que decirle que sí. Bastaría con una estación de ferrocarril. Quizá haya alguna más cerca que Jefferson —susurró la muchacha, acariciando el borde de la puerta con la mano mientras le miraba.
—Ya entiendo —dijo Gowan—; tengo que preguntárselo yo, ¿no es eso? Estás como una cabra. ¿Crees que ese simio va a decir que sí? Prefiero quedarme aquí una semana a tener que ir con él a cualquier sitio.
—La mujer dijo que lo hiciéramos. Dijo que no debía quedarme aquí.
—Has perdido un tornillo. Ven aquí.
—¿No se lo vas a preguntar? ¿No quieres hacerlo?
—No. Vamos a esperar a que venga Lee. Ya verás cómo nos consigue un coche.

Siguieron senda adelante. Popeye estaba apoyado contra uno de los pilares del porche, encendiendo un cigarrillo. Temple subió corriendo los decrépitos escalones.

—Oiga —dijo—, ¿no quiere llevarnos a la ciudad?

El otro volvió la cabeza con el cigarrillo en la boca y las manos ahuecadas alrededor de la cerilla. Los labios de Temple seguían ensayando la misma mueca aduladora. Popeye acercó el pitillo a la cerilla.

—No —dijo.
—Por favor —insistió Temple—. Sea comprensivo. No tardará nada con ese Packard. ¿Qué le parece? Se lo pagaremos.

Popeye aspiró el humo del cigarrillo. Luego arrojó la cerilla entre la maleza.

—Haga que esa zorra suya me deje en paz —dijo fríamente, sin levantar la voz.

Gowan se movió pesadamente, como un caballo desmañado y pacífico al que se espolea de repente.

—Eh, oiga —dijo. Popeye, al respirar, dejó que el humo saliera hacia, abajo en dos chorros paralelos—. No me gusta eso que ha dicho —dijo Gowan—. ¿Sabe con quién está hablando? —siguió moviéndose pesadamente, tan incapaz al parecer de detenerse como de completar el gesto—. No me gusta nada.

Popeye se volvió para mirar a Gowan y luego recuperó su anterior postura sin hacer ningún comentario. Temple estalló de pronto:

—¿En qué río se cayó con ese traje puesto? ¿Tiene que arrancárselo a tiras por la noche?

Después empezó a moverse en dirección a la puerta con la mano de Gowan en el trasero, vuelta la cabeza y haciendo repiquetear los tacones. Popeye siguió inmóvil, apoyado contra el pilar, con la cabeza vuelta, mostrando solamente el perfil.

—¿Es que quieres…? —susurró Gowan.
—¡Miserable, más que miserable! —exclamó Temple.

Gowan la empujó hasta meterla dentro de la casa.

—¿Es que quieres que te vuele la tapa de los sesos? —dijo.
—¡Le tienes miedo! —dijo Temple—. ¡Estás asustado!
—¡Cierra el pico! —dijo Gowan. Empezó a zarandeada. Arrastraron los pies por el suelo como si estuvieran bailando torpemente y, entrelazados, llegaron hasta la pared—. Ten cuidado. Estás consiguiendo que se me suba otra vez la sangre a la cabeza.

Temple logró zafarse y echó a correr. Gowan se apoyó contra la pared y la vio salir —recortada en silueta— por la puerta de atrás.

Temple entró corriendo por la cocina. Estaba a oscuras, con la excepción de una rendija de luz alrededor de la boca de carga del fogón. La muchacha giró en redondo y vio a Gowan ladera abajo, en dirección al granero. Va a seguir bebiendo, pensó; volverá a emborracharse. Tres veces en el mismo día. En el corredor la oscuridad se había hecho más espesa. Temple se quedó allí de puntillas, escuchando, pensando tengo hambre, no he comido en todo el día; pensando en la universidad, en las ventanas iluminadas, en las parejas dirigiéndose sin prisa hacia el sonido de la campana que llamaba para la cena, y en su padre sentado en el porche de la casa de Jackson, con los pies sobre la barandilla, viendo cómo un negro segaba el césped. Temple avanzó de puntillas sin hacer ruido. En el rincón junto a la puerta descansaba la escopeta y ella se acurrucó a su lado y empezó a llorar.

Pero en seguida se quedó inmóvil, dejando incluso de respirar. Algo se movía al otro lado de la pared contra la que estaba apoyada. Aquel algo cruzó la habitación con pasos breves y vacilantes, precedidos de un seco repiqueteo. Finalmente salió al pasillo y Temple gritó, sintiendo que los pulmones seguían vaciándosele mucho después de haber expulsado todo el aire y que el diafragma seguía en tensión cuando el pecho ya estaba completamente vacío, y vio cómo el anciano avanzaba por el corredor a buen paso pero arrastrando los pies y con las piernas muy separadas, con el bastón en una mano y el otro codo en alto, formando un ángulo agudo con la cintura. Temple pasó corriendo junto a él —una incierta figura al borde mismo del porche—, se metió en la cocina y fue a esconderse a toda prisa en el hueco detrás del fogón. Agachándose, tiró del cajón y lo colocó delante de ella. Tocó con la mano el rostro del niño, luego rodeó la caja con los brazos, estrechándola contra sí y tratando de rezar mientras contemplaba el hueco menos oscuro de la puerta. Pero no se le ocurrió ningún nombre con que invocar al padre celestial, de manera que empezó a repetir «Mi padre es juez; mi padre es juez» una y otra vez hasta que Goodwin entró corriendo ágilmente en la cocina. Encendió una cerilla, la alzó y estuvo mirando a Temple hasta que la llama empezó a quemarle los dedos.

—¡Vaya! —dijo.

Temple le oyó dar dos pasos rápidos y elásticos, sintió su mano tocándole la mejilla y cómo la sacaba de detrás del cajón agarrándola por el cogote, como si fuera un gatito.

—¿Qué está usted haciendo en mi casa? —dijo.



(Continuará...)

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