Dambudzo Marechera

La transformación de Harry
Por fin, Harry colgó y salió de la cabina telefónica. Estaba sonriente.
—¡Va a venir! —exclamó—. Ahora puedo tirármela cuando quiera.
Hablaba de Ada, la hija de Nestar. La verdad es que hacía meses que no hablaba de otra cosa, excepto de «lo imprescindible», como él decía. Harry estaba desesperado, pero no tanto por montárselo con Ada, de hecho podría haber sido con cualquier otra chica, como por llegar al meollo del asunto y coger «lo imprescindible» por la raíz. Necesitaba esa transformación orgánica. Al mismo tiempo, una mujer como Ada, que se había tirado a todo tipo de erecciones blancas, le proporcionaría el recipiente donde verter el agua bautismal con gran satisfacción. Así, la transformación sería completa.
Le dio una patada a la cabina con alegría.
—¡Qué bien, tío! ¡Está muy bien!
Por supuesto, el bien y el mal no tenían nada que ver en esto. Según Harry, todo lo que le conducía al éxito era bueno. Por lo tanto, el bien era el éxito. Y llegar al corazón de esa aura divina era la ambición de todos aquellos que aspiraban a ser buenos.
Harry conocía el mal. El mal era el fracaso. De donde él venía, el fracaso era omnipresente. Tipos sin estudios que contaban cada penique y pagaban el alquiler y dejaban embarazadas a sus mujeres por enésima vez y se aguantaban sin tabaco o sin cerveza con tal de ahorrar para una máquina de coser. Manos callosas. Cuerpos sucios. Monos de trabajo. Esto era el mal, el fracaso. Trabajar en las fábricas y en las minas y en los caminos y puentes y en las granjas y campos. ¿Y todo para qué? El fracaso.
Harry no pensaba mucho en mujeres. Ni siquiera en Ada. Despreciaba a la gente para la que el sufrimiento suponía uno de los pilares de la vida. Pero le gustaba follar, igual que a otros les gusta engañar.
Cuando Harry se dirigía a su cuarto, una irritante nube de moscas descendió en picado sobre su cabeza y empezó a correr como un gato en llamas. Cerró la puerta bruscamente y se apoyó en ella para recobrar el aliento. Después, echó el pestillo. Luego bajó y reguló la persiana veneciana, dejando la habitación en penumbra. Se encorvó para abrir su arcón de metal. Estaba hasta la mitad de Playboys. Cogió el que buscaba. Una modelo afroamericana melancólica a la espera. El éxito. Harry le sonrió con ternura y se abrió la bragueta.
Estaba listo para Ada. Nada podía salir mal. La polilla emergería de las llamas metamorfoseada en un ser más angelical. Y después se daría cuenta de que todo había sido un sueño y lo recordaría como una molestia agradable. Harry miró la hora.
Más tarde, mientras masticaba la cena distraído a la vez que estaba atento a todo lo que ocurría a su alrededor, Harry tuvo una premonición de éxito. Fue un pequeño espasmo, deliciosamente cegador, como si los cielos hubieran destilado su mejor agua y sumergido una fina pluma blanca en su esencia, antes de acariciarle delicadamente con ella el estigma de cristo de su esfínter.
A Harry no le gustaba la gente que «pensaba demasiado». «Huelen a fracaso», le había dicho su padre. Tras la llamada telefónica y meditar durante la cena, quedó con un detective negro en un bar abarrotado e intercambiaron discretamente unos sobres blancos. Después, volvió a la asociación de estudiantes a tomarse una clara mientras esperaba a Ada. En un momento dado, sacó el sobre con toda tranquilidad y lo miró con cariño. Sonreía. Estaba preparado para el último rito, cuya ejecución, a pesar de ser una mera formalidad, sellaría su transformación para siempre.
Pero, de repente, una mano le dio un pellizco juguetón en la mejilla.
—Hola, caraculo —lo saludó Philip, mientras le hacía una señal a alguien que estaba en la sombra.
Ada vino y se sentó.
Philip le dio otro pellizco a la mejilla de Harry, esta vez con más inquina.
—¿Es este, Ada?
—Sí.
—Venga, quiero oírlo de tu boca, soplón —dijo Philip.
Como Harry no decía nada, Philip se inclinó para engancharlo de la pechera.
Harry se humedeció los labios. Philip lo zarandeó. Un sobre cayó al suelo.
Harry gimió:
—Se me ha caído algo.
Tenía la voz ronca. Tragó saliva.
Ada se quedó mirando el sobre.
Philip lo soltó y se volvió hacia ella:
—¿Quieres tomar algo, Ada?
Harry saltó de la silla. Pero Philip, que había previsto su reacción, estiró la pierna: Harry cayó al suelo. Philip cogió el sobre y se fue a la barra.
En ese momento, pensé que sería mejor para todos los implicados que me uniera a aquella mesa desdichada. A Harry ni lo miré.
—¿Va todo bien, Ada? —le pregunté.
—Casi.
—Harry, ¿por qué no te vas ya?
—Ya lo ha intentado —apuntó Ada con una sonrisa generosa.
Philip regresó con un par de ginebras. Al verme, hizo un guiño de cortesía.
—Me pareció haberte visto merodeando por ahí con tu libreta —comentó.
—Efectivamente.
Me alegraba de volver a estar con Philip.
Harry se humedeció sus labios magullados.
—¿Podrías devolverme mi sobre?
Philip se echó mano al bolsillo del abrigo para sacar dos sobres blancos idénticos. Se los ofreció a Harry.
—Elige el que quieras —dijo Philip.
Harry los miró fijamente y le dio un trago largo a la clara. No era capaz de elegir. De apostar. Harry, que estaba viendo el fracaso por todas partes, suplicó que le diera un respiro.
—Ve a por otra bebida si te apetece —consintió Philip con un guiño.
Harry se fue deprisa a la barra.
Philip se giró hacia mí.
—Ya veo que sigues utilizando a tus amigos para inventarte historias inverosímiles —dijo bostezando.
Se sentó con premura. Se fijó en los sobres y, acto seguido, se le iluminaron los ojos al ver mis manos vacías.
—¡Eso es! —dijo chasqueando los dedos—. Sabía que algo fallaba.
—¿El qué? —pregunté, divertido.
Philip se levantó y dijo:
—No estás bebiendo nada. Voy a traerte algo.
Colocó los sobres uno junto al otro y se fue a la barra. Había empezado a preguntarme qué era lo que lo corroía por dentro.
Harry volvió. Y no despegaba la vista de los dos sobres.
Ada, con rictus serio, dijo:
—Harry, estás pasando por lo mismo que me has hecho pasar a mí todos estos meses.
Le había empezado a sudar la frente. Sin embargo, sin explicación alguna, Harry sonrió.
—Sí, pero yo tenía razón. Lo sabía. Tenía razón.
Y añadió:
—Eres toda una mujer.
—Y tú, ¿qué es lo que eres? —inquirí yo.
—Aún no lo sé —contestó Harry.
Parecía que se estaba agrietando el cascarón. Se abría. Como una semilla que germina.
—Te he dicho que elijas el que quieras —le refrescó la memoria Philip.
Me puso delante el vaso más grande de whisky con soda que he visto en mi vida. Sabía que yo detestaba, o más bien aborrecía, el whisky.
Bebí.
Ada se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago. Ella y Philip tenían una especie de acuerdo. Pero Philip quería un compromiso más convencional y Ada no quería desviarse en absoluto de lo que ella consideraba su destino. Además, ahora tenía problemas con su madre, que era la puta más famosa de la ciudad. Lo que quería saber era si el destino ya había terminado de arrojar mierda sobre su familia. Esto hacía que últimamente estuviera irritable, a lo que se sumaba que Philip cada vez estaba más insoportable en lo que a la relación se refería: su único objetivo era el matrimonio. Y ella había comprendido el juego de Harry desde la primera llamada telefónica. Y se había preguntado: «¿Por qué ha tenido que elegirme a mí para esta mierda?». Cuando Philip le había indicado que se sentara con él, estaba desesperada por preguntarle a Harry: «¿Por qué yo? ¿Tan hundida en la mierda me ves ya?». Pero nada más verlo lo entendió todo, y el comprenderlo a él hizo que se sintiera repugnante. ¿Y qué podía hacer con Philip? No podía hacer nada porque no llegaba a comprenderlo. La impacientaba el hecho de que él fuera un punto ciego en su mente.
Entre tanto, Philip había comprado una botella de Gordon y se dedicaba a rellenar los vasos. Yo todavía tenía mi whisky. No podía imaginarme a un negrata bebiendo Southern Comfort a no ser que lo apuntaran a punta de pistola.
Y allí estábamos todos, unos individuos inestables en un país inestable. Una tierra con un corazón astuto y nosotros prestos a ser engañados. Una atmósfera moralmente corrosiva para la que no éramos más que metales comunes dispuestos a ser corroídos por los ácidos de la madurez.
Y en la mesa, ensartados por los ojos desorbitados de Harry, los dos sobres.
La mirada penetrante de Harry reflejaba una monomanía que solo podía acabar de una manera. Desvié la mirada rápidamente y, cual Sancho Panza, me acabé hasta la última gota de whisky de un trago.
Philip empujó la botella de Gordon hacia mí.
La cogí agradecido y repuse combustible varias veces.
¿Qué esperanza teníamos? ¿Qué futuro nos aguardaba?
Un sonido agudo me desgarró el tímpano.
Sobresaltado, levanté la vista. Al igual que Philip y Ada.
Aquellas enloquecedoras agujas estridentes provenían de Harry.
Pero él no emitía ningún ruido.
La cadencia lenta de sus pasos
Pero si me siento un día
en este rincón a escuchar quedamente,
puede que se aproxime la cadencia lenta de sus pasos.
J. D. C. PELLOW
Anoche soñé que el cirujano prusiano Johann Friedrich Dieffenbach declaraba que la causa de mi tartamudeo era el tamaño excesivo de mi lengua y me recortaba a tijeretazos la punta y los laterales de mi desproporcionado órgano. Madre me despertó para decirme que a padre lo había atropellado en la rotonda un coche que iba como loco. Fui a verlo al depósito de cadáveres: le habían cosido la cabeza al tronco y tenía los ojos abiertos. Intenté cerrárselos, pero fue en vano, así que lo enterramos con los ojos como platos.
Llovía cuando lo enterramos.
Llovía cuando me desperté buscándolo. Su pipa estaba donde siempre, en la repisa de la chimenea. Cuando mis ojos se posaron sobre ella, comenzó a llover más fuerte, repiqueteando en el techo de uralita de los recuerdos que tenía de él. Sus libros encuadernados en piel permanecían muy erguidos e inmutables en la estantería. Uno de ellos era el Manual de la tartamudez de Oliver Bloodstein. También había una réplica de cierta placa cuneiforme en la que se inscribió, varios siglos antes de Cristo, una devota oración para librarse de la maldición de la tartamudez. Me había contado que Moisés, Demóstenes y Aristóteles también sufrían defectos del habla; que el príncipe Bato de Cirene, aconsejado por el oráculo, se curó la tartamudez conquistando el norte de África, y que Demóstenes se enseñó a sí mismo a hablar con fluidez gritando más fuerte que las olas del mar con la boca llena de canicas.
Llovía cuando me tumbé y cerré los ojos y lo veía estirado en la sepultura empapada, intentando mover las mandíbulas. Cuando me desperté lo sentía dentro de mí, queriendo hablar, pero yo no podía decir ni una palabra. Aristóteles masculló que mi lengua era extraordinariamente gruesa y dura. Hipócrates me abrió la boca a la fuerza y me aplicó sustancias abrasadoras en la lengua para hacer salir la bilis negra. Celso meneó la cabeza y declaró: «Lo que esta lengua necesita son unas buenas gárgaras y un masaje». Sin embargo, Galeno, que no quería ser menos, señaló que lo único que le pasaba a mi lengua es que estaba demasiado mojada y fría. Por lo que Francis Bacon sugirió que tomara una copa de vino caliente.
De camino a la cervecería, vi una larga hilera de camiones del ejército parados a las puertas del distrito segregado. Todos eran soldados blancos. Uno de ellos se bajó de un salto, me empujó con el rifle y me pidió los papeles. Solo llevaba el carné de la universidad. Lo examinó tanto rato que empecé a preguntarme si le faltaba algún dato.
—¿Por qué estás sudando? —me preguntó.
Saqué papel y lápiz, le escribí una nota y se la enseñé.
—Conque mudo…
Asentí.
—¿Tú te crees que yo soy tonto?
Negué con la cabeza. Pero antes de que pudiera acabar el movimiento, me asestó un golpe rápido en la mandíbula. Fui a secarme la sangre, pero me bloqueó el brazo y me pegó de nuevo. Me resquebrajó los puentes y me asusté al pensar que podía tragarme las astillas de mis dientes falsos. Los escupí sin hacer otro amago de acercar la mano a la boca.
—Conque dientes falsos…
Me picaban los ojos. No lo veía con claridad, pero asentí.
—Y la identidad, ¿también es falsa?
Un deseo irresistible me hizo mover las mandíbulas y obligar a mi lengua a repetir lo que ponía en mi carné de estudiante. Pero solo conseguí croar sonidos ininteligibles. Señalé al papel y al lápiz que se habían caído al suelo.
Asintió.
Pero al agacharme a recogerlos, levantó bruscamente la rodilla de tal modo que por poco me rompe el cuello.
—Estabas buscando una piedra, ¿eh?
Negué con la cabeza, pero me dolía tanto que no podía dejar de moverla. Escuché unos pasos corriendo a mi espalda y las voces de mi madre y de mi hermana. Se escuchó el ruido seco de un disparo. Madre, abatida en plena carrera, con su cuerpo rígido sujeto por el aire acre, se quedó mirando al frente. Un segundo después, algo se quebró en ella y se derrumbó. La mano extendida de mi hermana, que venía a tocar mi cara, viró el rumbo hacia su boca abierta y pude sentir cómo tensaba sus cuerdas vocales para gritar a través de mi boca.
Madre murió en la ambulancia.
El sol gritaba en silencio cuando la enterré. Su brillo húmedo estaba rodeado de anillos fríos y calientes. Mi hermana y yo anduvimos seis kilómetros de camino a casa y pasamos por delante del hospital africano, del hospital europeo, del campamento de la Policía Británica de África del Sur, de la oficina de correos, de la estación ferroviaria y cruzamos por unas zonas verdes de más de un kilómetro de ancho hasta llegar al distrito segregado.
La habitación estaba tan callada que sentía cómo movía su lengua y sus mandíbulas con la intención de hablarme. Yo estaba contemplando las vigas de madera del techo. Oía a mi hermana recorriendo de un lado a otro su cuarto, que estaba junto al mío. La sentía intensamente dentro de mí. Lo único que había en mi habitación era mi cama de hierro, mi mesa, mis libros y los lienzos en los que llevaba tanto tiempo intentando reflejar el sentir de las voces desesperadas, aunque silenciosas, que vivían en mí. Contuve las lágrimas y la sentí tan intensamente en mi interior que resultaba insoportable. Pero la puerta se abrió apiadándose de mí y entraron llevándola de la mano. Estaba vestida de un blanco inmaculado. Emanaba una pálida luz azulada. Sus pies delgados calzaban unas sandalias de un cuero blanco deslumbrante. El magnetismo que desprendía el rostro descarnado, las cuencas de los ojos vacías, la sonrisa de sus dientes afilados (uno de ellos algo desportillado), los pómulos pronunciados y la ausencia brutal de nariz… El magnetismo de todo aquello mantuvo mi mirada fija en ella hasta que me dio la sensación de que mis ojos cansados habían sido súbitamente absorbidos por su rígida quietud.
Él vestía de negro. La mano descarnada de mi madre descansaba en los dedos descarnados de él. A padre no le habían cosido bien la cabeza: se inclinaba precariamente hacia un lado como si se fuera a caer en cualquier momento. Su cráneo mostraba una grieta irregular que descendía desde la mitad de la frente hasta un extremo de la mandíbula inferior. Para que recuperara la forma lo habían cosido de un modo tan rudimentario que parecía que se fuera a abrir en dos.
Mis ojos no podían soportar el dolor. Cuando los volví a abrir, se habían ido. Mi hermana estaba en el umbral en su lugar. Le costaba respirar, lo que hizo que me doliera el pecho. Alargué el brazo para tocarla: estaba cálida y viva y su respiración agitada creaba una ansiedad dolorosa en mi voz. ¡Tenía que hablar! Pero antes de que pudiera emitir ningún sonido, se inclinó hacia mí y me dio un beso. La desazón nos proyectó al uno en los brazos del otro. Fuera, la noche recitaba un sordo galimatías sobre el tejado y el viento se aferraba con fuerza a las ventanas. Oímos, en la distancia, las secciones de viento y cuerda de una lejana orquesta militar.
La reunión de Navidad
Nunca había matado una cabra. Pero era Navidad. Y padre, que era el que siempre lo hacía, estaba muerto. Había muerto hacía siete años. No se podía esperar que mi hermana, Ruth, la matara. Se suponía que era cosa de hombres. Y madre también estaba muerta. Quedábamos dos en la casa, Ruth y yo. Me había tomado un período sabático de la universidad y esperaba que las Navidades me sirvieran para descansar del libro que estaba escribiendo. Pero tenía que venir la cabra a estropearlo todo. Era Nochebuena, cuando se mataba y se desollaba la cabra. Todas las familias del distrito segregado estaban matando su cabra en ese mismo momento. Mientras tanto, yo, que buscaba excusas que me eximieran de matar la cabra, le recordé a Ruth que una cabra era una criatura embravecida adorada por Pan y que me era imposible matar una bestia que también habitaba en mí. Yo mismo era, le decía, un cuadrúpedo rumiante con barba y cuernos, vigoroso, vivo y atrevido. No físicamente, pero sí en espíritu. Siempre había sido malo. Allí estaba yo, en el cielo junto a Capricornio, le contaba. Si todo esto no era lo bastante convincente, le recordaba aquel famoso trópico de Capricornio, que convertía a los que vivían cerca de él en unos bóers de mierda: despiadados, canallas y corruptos. Resumiendo, que matar la cabra sería una falta de respeto a una parte considerable de la humanidad, tanto a sus extremidades como a su espíritu. Además, añadía, ya sabes que no puedo comerme algo que haya matado. Yo no era más que lana de cabra en el inmenso tejido de esta gran ficción que llamamos vida; por lo que, obviamente, no sería capaz de una monstruosidad tal como matar a una pobre cabra. Imagina una gran reunión de alemanes sanguinarios gritando «Geist» a un niño pequeño judío aterrorizado. La exterminación masiva de criaturas de Dios que son tan inofensivas como estas cabras me parecía una deformación de lo que representaba de verdad la Navidad. ¿Qué representaba? ¿Qué representaba? Al fin y al cabo, nosotros somos africanos y toda esta tontería de la Navidad se reducía a una distracción sórdida. Después de todo, le decía, los blancos y los negros se desuellan los unos a los otros para echarse a la olla de Navidad, arrastrándose mutuamente por los talones hasta la cocina universal, donde se aliñan con guindilla y con mostaza y con pimienta negra y con patatas fritas. A continuación, todos se dan una palmadita en el estómago, sueltan un pequeño eructo y se rascan la barriga con la sensación de estar digiriendo lentamente la Libertad y la Navidad. Todo este asunto de expresar la alegría cristiana cortando el gaznate de cabras vilipendiadas me resultaba repugnante, por no mencionar la presunta domesticación de cabras en unos corrales que parecían campos de concentración, cuando no hay nada más majestuoso, valiente y fuerte que las verdaderas cabras montesas. Nada me parece más inhumano que comprar una cabra por unos cuantos chelines, amarrarla a una alambrada y, luego, dejar que los niños pequeños vean cómo la abren en canal. A esto había que sumar que yo no tenía nada de asesino. Quizás alguna vez había pisado sin darme cuenta un escarabajo que caminaba sin rumbo y, por supuesto, asesiné a todos los malditos mosquitos que infestaban mi cuarto en la universidad, y también a aquella mosca gorda y asquerosa que me estaba volviendo tan loco que le di con una edición en tapa dura de las Obras completas de Shakespeare. Creía que solo le había rozado sus ojos compuestos y la tiré a la papelera, donde el astuto insecto fingió tan bien estar muerto que acabó por morirse. Admito que la serpiente que se enroscaba en el manzano cuando mirabas con deseo la manzana más lustrosa seguramente no se merecía que mi escopeta la aterrorizara. Y cualquier niño lleno de granos que se respetara a sí mismo poseía un tirachinas para matar pájaros. Luchar es lo mismo: levantas el puño contra alguien y ya eres un asesino en potencia. No se es más hombre por eso. Todo eso de ser un hombre de verdad es lo que nos está volviendo majaras. Yo no me lo trago. Lo único diferente entre tú y yo es lo que tenemos entre las piernas. Así que si quieres carne de cabra, mátala tú. Si se supone que por cortarles las gargantas humanas a estas cabras humanas me convierto de golpe en un hombre de verdad, no veo por qué no puedes convertirte tú de repente en una mujer de verdad por cometer la misma atrocidad deplorable. ¿Cómo podrías volver a mirar a otra criatura viva a los ojos después de haberte hecho adulto gracias a cortarle la garganta a otro ser vivo? Mi mente es tan caótica porque cada escalón devora al que lo precede y ¿adónde nos conduce esta grandiosa escalera donde todo devora todo lo demás? ¿Quién quiere ser escalón y quién el último que todo lo devora? ¿Dios? Ya imagino que esa cabra habrá exterminado una gran cantidad de hierba encogida de miedo, que esa misma hierba se tragó la sal y el agua de la tierra, que la sal y el agua seguramente procedían de cadáveres hediondos enterrados y que los cadáveres se habrían alimentado de otra cosa… Pero bueno, ¡qué cojones! Por lo menos tenemos algo que nos hace no matar, mientras el resto del mundo se cubre de sangre. Mira, eres mi hermana, así que no me presiones y dame una oportunidad. No estamos en una banda de guerrilleros de la que no puedes desertar con vida. Ni en el ejército de Smith. Soy yo. Yo. Yo que no soy más que la lana de cabra que nadie puede ver. Me pone nervioso cómo me mira la cabra. Aunque es natural, ¿cómo mirarías a los que, en tu presencia, están debatiendo sin miramientos cómo acabar contigo, desollarte y condimentarte de tal modo que no serías ni un cadáver, sino un manjar que una hora después echarían por el culo y se perdería por el inodoro en unas cloacas laberínticas? Ya sé que no nos alimentamos de aire, ni de piedras, ni de fuego, aunque al menos podemos beber agua. El que nos creó tenía una mente retorcida. ¿Cómo te sentirías si alguien te arrancara la piel a tiras para luego ponerla a secar y hacerse un par de zapatos con ella? Lo que digo es que hay gente que herviría tus huesos para hacer fertilizante; y si tus huesos no tienen la calidad suficiente, vuelven a hervirlos para producir el pegamento que le dan a los críos para que peguen monigotes a una cronología que explica cómo ha evolucionado la humanidad desde el hombre de Neandertal hasta nuestros días, en que se supone que el hombre debe ver las cosas como una lente te mira a ti antes de que se cierre el objetivo. ¡Me niego a ver las cosas así! Te miran a ti como quieres que yo mire a esa cabra. Te miran a ti como si fueras una comida en potencia, digieren tus tripas, te peen y a eso lo llaman progreso. Me aterra pensar en cómo somos capaces de encerrar a tantos cerdos, vacas, gallinas, cabras y ovejas, cebarlos y apiñarlos en cámaras de gas para, una vez muertos, despojarlos de su carne y sus huesos y su cerebro y sus dientes de oro y sus anillos de boda y sus gafas. Despojarlos de todo y llamarlo ganadería intensiva, progreso moderno. Le ponemos cualquier nombre menos el que debía tener. No se creó el mundo para que nos sirviera de alimento. O, si así fue, que Dios ayude a la gente como yo. ¿Dios? Se celebra su Navidad y en 1915 y 1916, en el Frente Occidental, dejaron de dispararse los unos a los otros para echar un partido de fútbol, pero en cuanto se acabó su santo cumpleaños retomaron la carnicería. Uno de esos alemanes de mierda era un payaso que tenía un pez. Yo no quiero ser un pez en la farsa cósmica de nadie. La cabra tampoco quiere serlo. Y ese pobre arzobispo de Uganda tampoco querría ser un pez nadando en la cabeza de Amin. Y probablemente el pez preferiría que ni lo mencionara en todo esto.
¡Dios mío! Qué tarde es. ¿A qué hora es la cena? ¿Cómo que si quiero cenar tengo que matar la cabra? Claro que quiero cenar. Es la primera vez que he podido venir a casa después de siete años y ¿vas a negarme un modesto ágape? ¿La cabra? ¿Ella? Ella es mi modesto ágape, ¿verdad? Bueno, que Dios se apiade de mí… Yo… Vamos a dársela a los Makonis, que se mueren de hambre. Seguro que hoy todavía no se han llevado nada al estómago. ¡Eh! ¡Mira! Ha arrancado la soga. Mira como corre, como el mismo Pan, como un chivo expiatorio, como yo cuando era más pequeño. ¡Se ha abierto paso entre la gente! ¡Está en el bosque! ¡Que tengas suerte, Pan! No te enfades, Ruth, nos vamos a comer fuera. Ya he reservado mesa. En ese sitio tan elegante, Brett’s. Hemos quedado allí con mi mujer en… a ver qué hora es… cinco minutos. Tenéis mucho de lo que hablar después de siete años. Espero que no me multen por exceso de velocidad.
Fuego bajo la lluvia
Supongo que todo comenzó por el espejo. Era de cuerpo entero. Se ponía delante desnudo para estudiarse furtivamente. El cuerpo humano tenía algo de ridículo que él no llegaba a aceptar en sí mismo. Disfrutaba mofándose de su cuerpo en el espejo, aunque lo hacía discretamente, como un niño que teme las represalias de un adulto.
El espejo se incrustó en su espíritu y las cosas tomaron un cariz siniestro.
El simio del espejo le ganó la batalla. Él contraatacaba vistiéndose de pies a cabeza. Sin embargo, los ojos y parte de la cara… Aquellas manos peludas que tenían esas cicatrices en el dorso… ¡Monstruo!
Se precipitó bajo la lluvia como los que se refugian en lágrimas de autocompasión. Las casas encaladas que parecían barracones se acomodaban melancólicas a ambos lados del camino de grava. Sobre él, el espíritu del cielo estaba repleto de ideas negras y coléricas, prestas a resplandecer súbitamente con el fulgor de la perspicacia de un niño.
Llegó al número 191.
Frank abrió la puerta.
El rostro pequeño y anguloso de Frank insinuaba la existencia de cosas que eran a la vez dulces y corruptas. El chico lo tomó por un idiota. Gritó:
—¡Margaret! Te buscan.
Margaret vino.
Era alta, delicada y olía a todas las cosas buenas que esconde la lluvia: ramilletes de hojas como pequeños puños y el aroma embriagador de una época otrora dorada. Aunque era frágil, como un tabú que uno es reacio a nombrar. No era feliz. Estaba preocupada por el espejo. Quería romperlo, decirle la verdad a la cara, ver cómo el cristal se hacía añicos y cómo el rostro de él recobraba las facciones suaves que ella había conocido en otro tiempo.
Escuchó berrear a un niño mientras la besaba. Una vez más, se preguntó cómo había concebido por arte de magia en medio de una miseria tal.
—¡Margaret! Que entre la visita —gritó su abuela.
—¡Nos vamos ya! Está a punto de empezar y vamos a llegar tarde si… —le respondió antes de ser interrumpida por un insulto cómplice.
—¡Puta!
Echaron a correr bajo la lluvia, esquivaron el manzano seco que se erguía como un símbolo en medio del patio y subieron con parsimonia por el camino de grava. La lluvia caía en forma de piedrecitas líquidas que se deshacían en sus cabezas con una dulzura fugitiva que resultaba irresistible. Ella soltó una carcajada y su risa se pobló de dientecitos afilados. Los conmovió el sentir aquella penetrante intimidad con la lluvia. Gotas de agua divina, eso era la lluvia. De su secreto brotaban hojas de una vida que merecía la pena vivirse. Pero también hacía resurgir las maravillosas imágenes del espejo que era imposible romper.
Ese verano habían ido a nadar al río. Los dioses del río habían sido generosos y ella sentía que sus bendiciones vibraban por su piel al salir a la superficie y sacudirse el agua cristalina de sus ojos brillantes. Él también se había sumergido de una manera sobrecogedora en la parte más profunda del río, donde vivía el hombre pez. Por fin, subió a la superficie, inspirando grandes bocanadas de aire, riendo y rompiendo las celosías plateadas que rielaban en el agua a su alrededor. En el nacimiento del río, se fundieron en un solo ser con gran violencia y, entre aquellas petunias tan insoportablemente dulces, se asustaron y escucharon con atención la fuerza inmóvil y atenta que hace que los ríos fluyan. Los caudalosos rápidos iban a estrellarse al océano Indico. Ojalá la vida fuera siempre así y no tuviéramos que ver el reflejo de nuestros pensamientos. Ojalá fuéramos rocas bañadas por el agua embravecida que estalla en múltiples arco iris. Pero la escarcha del espejo lo congelaba todo en un silencio glacial cargado de reproches. Ella podía verse en él y darse cuenta de que no había nada al otro lado. Tan solo un inmenso vacío vertiginoso. La peor de las muertes. Seguida por el trabajo. El trabajo. Trabajaba de niñera para una tal señora Hendriks, una mujer gorda de voz suave que presuponía en ella numerosos pecados imprecisos. El pecado. Su primer pecado lo cometió con él detrás de un seto. Miró hacia arriba, por encima de su hombro, y vio un magnífico pedazo de luna, grande, redonda y de un blanco rutilante. No se preguntaba qué había detrás de todo eso. Al otro lado. El rostro de él, tan cercano al suyo, le resultaba totalmente ajeno. Increíble. Lo que se preguntaba era con qué parte de la cara le estaba rozando los labios. Y las lágrimas brotaron de sus ojos con frialdad. Quemaban. Él las secó de sus mejillas con la lengua y fue embargado por un dolor que empañó sus ojos como los de un niño que se castiga a sí mismo por hacer algo mal. ¿Ella era el castigo por el mono del espejo?
Se sentía la humedad y la calidez de la lluvia.
El tren se perdió furiosamente en la noche, proyectando un gran haz de luz. Habían hecho las maletas deprisa y habían observado desde el taxi las farolas incandescentes, que resplandecían como guardianes de un desierto obsesivo. El tren iba abarrotado, hacía calor y los pasajeros estaban adormilados. Ellos charlaron sin cesar del alma del país, lleno de dolor, belleza y aburrimiento, lanzándose a toda velocidad hacia la sombra de Dios.
El espejismo de dirigirse a alguna parte.
De niño, esa era su quimera. Pero el tiempo le había restregado pimienta en los ojos y el picor enloquecedor le había sacado la idea de la cabeza. El espejo lo decía todo y en él reconoció a su pariente, el simio, avanzando pesadamente hacia su intimidad. Había mirado más allá del espejo y había visto el gran vacío. Pero la profundidad del espejo parecía más real, más sólida que el descontento que brillaba y zumbaba alrededor de su cabeza. Aunque le atormentaba pensar en lo que quedaba de las antiguas mortajas, cualquier pequeño mensaje del espejo lo impulsaba a actuar. Había sido feliz, insoportablemente feliz, de niño. Sin embargo, le costó traspasar el umbral a la vida adulta, era reacio a dar ese paso irrevocable. El mono del espejo se había reído con sarcasmo, había bailado y pisoteado toda su vida con un resultado, en el mejor de los casos, incierto. Pero él se mantuvo firme, con una sonrisa diminuta, como un diamante. ¿No había nada más? El eterno pinchazo en el estómago. Golpearse siempre el cerebro con el umbral de la puerta. Recordar las caras con nitidez, pero ser incapaz de asignarles nombres. Y cuando se acordaba de un nombre, olvidaba invariablemente el rostro al que pertenecía. Lo que lo aterraba era el no poder reconocer su propia cara, especialmente después de los encuentros con el mono del espejo. Y el mono, consciente del poder que ejercía sobre él, hacía que poco a poco estos encuentros fueran cada vez más sórdidos, más insufribles. Tras ellos, se sentía como un trapo al que han metido en agua fría, escurrido y puesto a secar en una cuerda, una cuerda de escasa cordura. Esto ocurría con frecuencia. Hasta que comenzó a olvidar cosas.
Al principio eran períodos que abarcaban algunas horas. Pero después empezó a perderse días enteros. Y cuando escapaba de aquellas páginas en blanco, no tenía el más mínimo recuerdo de dónde había estado o qué había hecho; ni siquiera se daba cuenta de que había sufrido una de estas ausencias. La primera vez que tomó consciencia de que pasaba algo raro fue al despertarse de un sueño profundo y encontrarse aún totalmente vestido y cubierto de hollín. Hasta arriba de hollín. Tenía las rodillas y los nudillos magullados y la sangre bañaba su mejilla derecha. Había una bolsa roja en medio de la habitación repleta de postales navideñas obscenas. Al principio no entendía nada.
La segunda vez, aunque igual de perturbador, fue menos doloroso; al despertarse, vio que se había pintado a sí mismo con cal y llevaba una peluca europea. Tardó siglos en quitarse la pintura y varios días después todavía apestaba a cal. Se preocupó aún más: se le estaba yendo de las manos. El mono del espejo estaba nervioso, alterado; daba la impresión de estar maquinando en secreto jugarle una mala pasada. Su tristeza se intensificaba. Le preocupaba mucho saber que estaba pasando algo sin que él notara nada en particular: no estaba enfermo, nunca había tenido pesadillas, nunca había sufrido una crisis nerviosa. De hecho, se sentía como nuevo, como un vino nuevo, sano y en perfecta forma física.
En otra ocasión, al despertarse, encontró su cuarto sumido en un gran desorden, como si hubieran dejado a un monstruo suelto por allí. Lo único intacto era el espejo. Todo lo demás estaba hecho pedazos, aplastado, rasgado o volcado. La habitación desprendía un hedor de heces humanas; había montones restregados por todas partes… hasta en el techo.
Dejó escapar un gruñido. Tardó seis días en limpiar el desastre. Y el séptimo, descansó. Estaba sentado en el sillón cuando llamaron a la puerta. Margaret entró. Arrugó la nariz al notar el olor en el cuarto. Era inconfundible: algo dulce y corrupto a la vez. Aroma a miel adulterada. Y con un toque de petunias húmedas. Le preguntó qué era y, por primera vez, él le mintió. Mentiras. Ella pareció adivinar. Sabía que era el espejo quien le hablaba. Y no podía soportarlo. Cogió tranquilamente una botella vacía de la mesilla y se la arrojó. Se hizo añicos en mil espejos diminutos. Pero el espejo no se rompió. Simplemente se estremeció en mil lentes minúsculas que la deslumbraban. Y él, sentado en el sillón, también había cambiado. Se rió, resentido. Se pelearon. Su primera discusión de verdad. Y, por primera vez, se insultaron.
—¡Zorra!
—¡Mierda!
—¡Que te den por culo!
—¡Me cago en la puta!
Y ella se echó a llorar. Todo había ocurrido tan de repente.
En este momento, las piedrecitas de lluvia se estrellaban contra ellos como un niño que reclama atención. Las casas encaladas a ambos lados de la calle también parecían haber cambiado. Se habían tornado algo amenazadoras, casi maléficas. Y el repiqueteo de la lluvia sonaba como la agitación microscópica de seis millones de personas diminutas huyendo de una catástrofe nacional.
Temblando, se aferraron con más fuerza el uno al otro.
(Continuará...)