Lázaro Caldera

Todavía estoy en la cama cuando me despierta el canto lejano de un gallo. Ese gallo al que, desde que tengo uso de razón, considero la única criatura con la potestad suficiente para concederme el permiso de comenzar un nuevo día. La puerta está abierta, y en el suelo de la habitación el sol dibuja estelas doradas que bailan al colarse por las barras de la persiana del salón, movida al son de una brisilla fresca y húmeda. Me levanto y me asomo a la ventana que da a la terraza. Cantan unos jilgueros, intuyo que desde el limonero del patio. Lo frecuentan desde hace varios días.
Voy al salón y salgo al balcón. Hasta aquí llega el canto de los jilgueros, que se mezcla con el de otros que seguramente, también estén dando los buenos días desde sus refugios cítricos. La brisa trae consigo el ruido de los motores de las parcelas y el croar de las ranas de la rivera. Suenan abajo, en la calle, rechinando unos y tableteando otros, los postigos de las puertas. Los sacudidores que más han madrugado se estrellan contra las rejas y la furgoneta del pan, desde el otro extremo de la calle, viene avisando con su claxon trompetero, parándose cada veinte o treinta metros a repartir sus tesoros.
Trompetazo de claxon, reparto y cobro, y vuelta a empezar. Llega como un rayo la furgoneta y aparca a pocos metros de la puerta de casa y suena el claxon, que retumba en el salón como el bocinazo de un buque llegando a puerto. La conductora sale, va hacia la parte trasera y abre la puerta. Alcanzo a ver vienas, baguettes, panes enteros, molletes, bolsas de piquitos, rebanadas y dulces, todo en cajas blancas enormes. Cuento ocho vecinas que se arremolinan ante la vendedora, que despacha cada pedido en cuestión de segundos. Hay dos vecinas que no han aparecido, así que ella, la del pan, les deja colgando de la puerta las bolsas con lo de siempre. Ya se lo pagarán mañana.
A medida que se aleja la furgoneta con sus bocinazos y estruendos, el ruido de los sacudidores va recuperando poco a poco el terreno perdido, una vez que las manos que los manejan han dejado el pan a buen recaudo. Vuelven también los jilgueros, a los que se suman ahora las cigüeñas de la torre de telefonía, con su sinfonía de morteros de madera noble. De alguna casa empieza a brotar un rumor leve de guitarras y voces. Sube poco a poco el volumen del aparato de música que escupe la melodía flamenca y ese pequeño tramo de calle, no muy alejado del mío, se convierte en un intento de feria, en un festivalillo improvisado, con la música rebotando en las paredes encaladas y unas palmas lejanas que siguen el compás.
Vuelvo adentro y me visto. Tardo muy poco en acabar con el café y un pedazo de pan untado con pringue. Bajo a la calle y el ritual sigue su curso. Mi abuela es la primera que ha limpiado su trocito de acera, el pequeño terreno que anuncia su reino. Todavía se ve el charco de agua y jabón que se ha formado después de haber vertido un cubo y haber estado un largo rato fregando. He oído los restregones del cepillo contra el cemento de la acera, potentes como siempre, mientras devoraba la tostada.
Más allá la escena se repite y se sucede en cada pequeño reino que es la entrada de cada casa. Se forma otro charco, y otro, y otro, y las guitarras y los quejíos flamencos continúan como banda sonora improvisada. A lo lejos todavía se ven algunas señoras fregando y frotando con ímpetu, y así, trocito a trocito, la acera va ganando con ayuda del sol, un brillo de plata y oro que se apaga justo donde la calle hace curva y se corta contra la fachada de la última casa a la derecha.
Camino en dirección a donde empieza a alimentar la acera su reflejo metálico. Doy tres pasos y me paro ante la puerta de mi abuela, que sigue abierta. Me asomo. No veo a nadie, pero soy capaz de adivinar el patio al final del largo pasillo y al fondo, el tronco del olivo, la referencia más lejana en la que me apoyo para poder distinguir cualquier movimiento. Nadie ni nada sale a mi encuentro así que sigo caminando.
Una a una, todas las puertas abiertas, todos los reinos abiertos. Huele a ratos a pan tostado, otros a café. De otras casas, las más diligentes, salen olores a sopa y puchero. Ladra un perro, corre un gato. A tramos, el olor a lejía y amoniaco mata el aroma de los desayunos más tardíos y las comidas más tempraneras. Paso por delante de la casa donde suena el flamenco a todo volumen. De una pasada fugaz veo el estrecho pasillo, atestado de cuadros, por donde camina con dificultades una mujer enlutada que habla a voces con otra que alcanzo a ver en la lejanía del patio.
Alejado ya un buen trecho, avanzo por la curva y entro en el tramo de calle que no es visible desde mi casa. Allí puede decirse que es más temprano, porque los cubos siguen vertiéndose y todavía hay muchas mujeres frotando las baldosas y los cementados. En bastantes puertas hay maceteros con helechos y costillas portuguesas. En la misma puerta de una casa, con una delicadeza exquisita, dos mujeres limpian con trapos las hojas de sus malamadres.
Llego al final de la calle y giro a la izquierda por la esquina en dirección a la avenida. Si todavía podía decir que era temprano en aquel pequeño tramo de calle que acababa de dejar atrás, donde aún se limpiaban quicios de puertas, acerados resquebrajados y se sacaba brillo a las macetas, aquí, en la avenida, la sensación de tiempo es infinita. Imposible de intuir. El trajín de coches, camiones, tractores, furgonetas y motos es incesante. Hombres muy mayores en bicicleta circulan peligrosamente cerca de los vehículos por los anchos márgenes de la calzada, como si ya no le tuvieran ningún apego a su vida. Hay voces y risas que parecen venir de cada esquina y todas parecen mezclarse cerca de donde me encuentro, apoyado en el borde de un escaparate contra el que un naranjo todavía débil arroja una sombra tenue pero suficiente para que el sol no me tueste la cabeza. Hace tiempo que ha amanecido aquí, pienso para mis adentros.
Hace tiempo que yo he amanecido y ya parece que el día no cabe en el mísero minuto que llevo oteando el horizonte de esa avenida donde parecen confluir todos los caminos del estrecho mundo que es el pueblo. Allí donde empieza, discurre y acaba la actividad incesante de las labores que dejan el sustento. Ese microcosmos que fluye paralelo a la actividad silenciosa de las callejas donde se miman macetas, alfombras, rejerías, baldosas. Ese pequeño universo cuya respiración y exhalación hace olvidar el esfuerzo de las manos que lo alimentan.
Amanece y un segundo parece una vida en la calle donde vivo. Amanece un segundo en la avenida, y la vida parece un suspiro. Y sigo caminando avenida arriba, viendo como amanece y se ensancha el día por cada afluente de la ancha carretera bordeada de tiendas, coches aparcados, naranjos y bancos de metal. Ya aprieta el sol. Puede que esté amaneciendo en otra callejuela pero aquí, en la avenida, ya se busca sin querer el mediodía.
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