Dambudzo Marechera

Ella salió a buscarme algo más tarde y me encontró como una cuba. Me desperté en no sé qué cama de madrugada y tenía a alguien entre mis brazos. Encendí una cerilla. Iluminó un instante el rostro dormido de Immaculate. Tenía una araña azul grisácea en la mejilla. Pero cuando acerqué más la cerilla no había nada, nada excepto el tenue esbozo de un hoyuelo.
La cerilla se apagó. Las sombras nos rodearon con una violencia cósmica silenciosa. Esto la despertó. Su voz vibraba con una luz interior, como la claridad trémula que parecen albergar las nubes. Me habló de muchas cosas, a veces incompletas. Me las contaba con una intensidad tal que refractaba mi personalidad del mismo modo que un prisma descompone con claridad la luz que choca contra sus superficies. El hecho de que no recuerde mucho de lo que me dijo refleja bien el lado más infecto de mi naturaleza. Yo, a mi vez, le conté lo de mi crisis nerviosa cuando tomé consciencia de que había gente a mi alrededor que los demás no podían ver. No serían los héroes negros que yo buscaba. O quizá sí. No lo sé. Eran cuatro: tres hombres con ropas raídas y la mujer con el mantón descolorido. Esto ocurrió unas semanas antes de mis exámenes de bachillerato, que tuve que hacer con una dosis masiva de unos tranquilizantes blancos y unas pastillas rosas triangulares. Al principio, los tres hombres y la mujer solo me seguían por el instituto sin decir nada, se conformaban con estar allí. Inhumanamente allí. Estaba hablando tranquilamente con mis amigos cuando me daba perfecta cuenta de su presencia junto a mis compañeros. Estaba en clase de historia escuchando al profesor y cogiendo apuntes como siempre cuando me daba un vuelco el corazón al percatarme de que estaban allí, en el aula, desplazándose, siguiendo al profesor, sentándose cuando se sentaba e imitando todos sus gestos. O después del entrenamiento de fútbol, cuando nos íbamos a las duchas, se me aparecían, hieráticos, contemplando mi desnudez. Un día, me asustaron hasta tal punto que salí corriendo de las duchas, completamente desnudo, gritando sin parar. Después de aquello, sus ataques se volvieron más maliciosos. Empezaron a hablar. Los escuchaba hablando de manera compulsiva, hasta cuando no podía verlos. Mis amigos no oían nada, por lo que empecé a pensar que me estaban haciendo luz de gas. Me volví bastante insoportable y el psiquiatra dictaminó que solo tenía que ir a clase cuando me apeteciera. Así que empecé a pasar más tiempo en el taller de pintura, donde descubrí consternado que únicamente era capaz de pintar cosas siniestras. Mientras tanto, las voces seguían atormentándome; no solo aumentaban su intensidad, sino también su crudeza. Nunca le conté a mi psiquiatra toda la verdad sobre lo que me decían las voces. Sin embargo, a Peter sí que le envié una serie de misivas histéricas exigiéndole conocer «toda la verdad sobre este asunto». Ni se molestó en contestarme. (Ahora mismo tengo ganas de publicar aquellas extrañas cartas). Lo que decían las voces era algo escandaloso sobre la moralidad de mi madre; y, cada día, me retorcía de angustia sobre este lecho de brasas encendidas. El aire apestaba a culpa. Y a vergüenza. Y a ultraje. Y a escándalo. En mi cabeza se alineaban montañas de razonamientos, pero el terremoto provocado por aquellas voces infernales los hacía desmoronarse sobre los dedos de mis pies. Lo absurdo y lo grotesco se habían instalado en casa. ¿Dónde estaban aquellos malditos héroes? Mi miedo a las alturas no me había impedido escalar los precipicios de mis nervios. Y los demonios, al encontrar la casa desierta, habían entrado por la puerta pavoneándose con total tranquilidad. Si yo hubiera sido ateo de verdad, quizás… Las voces sacaron de mi maleta hasta el pecado más nimio de los que había cometido para exhibirlo con sorna ante mis ojos. Blandían ante mí todos mis malos pensamientos, desde la lujuria hasta la vanidad, haciéndome sentir como un gusano viscoso. Los objetos, olores y presencias que me rodeaban tenían en el centro de sus lentes unos dientecitos afilados que iban mordiéndome el alma. Abrí la boca para alegar algo en mi defensa, pero las voces no solo me habían desenmascarado, también se habían hecho con el control de mis cuerdas vocales. Me puse a hablar de manera compulsiva. Era como si mi voz chocara contra una celosía refringente de piedras transparentes. Pequeños destellos fugaces, chispas diamantinas girando enloquecedoramente, daban saltos en mi cerebro hasta que el dolor de cabeza se hizo insoportable. Mi estado empeoró: sufrí fuertes palpitaciones, que intensifiqué leyendo todo lo referente a enfermedades cardíacas en la Enciclopedia Británica. Y tenía frío; nunca había tenido tanto frío en mi vida. El contacto con este hielo me quemaba hasta los pensamientos. Mi voz sonaba rota y su timbre inusual hacía que estallara de rabia. Era como si algo se estuviera apoderando de mi cuerpo. Las imágenes y símbolos que conocía desde hacía tanto tiempo habían adquirido extraños matices y yo estaba perdiendo la facultad del habla. Comencé a divagar, sin coherencia alguna, en un discurso inconexo. Me habían escindido de mi propia voz. La escuchaba como una vocecilla tranquila que provenía de las profundidades de mi mente. Hay que tener en cuenta que el inglés es mi segunda lengua; el shona, la primera. Cuando hablaba, mi discurso tomaba la forma de una discusión interminable entre dos partes: una se expresaba siempre en inglés y la otra siempre en shona. Al mismo tiempo, me consideraba a mí mismo algo indistinto y, a la vez, independiente de ambas culturas. Me sentía amordazado por esta competición absurda entre el shona y el inglés. No conocía otras lenguas: era lo bastante prudente como para no atreverme a utilizar mi francés o mi latín en una conversación. Sin embargo, algunas noches sentía el francés y el latín compitiendo entre las sombras, en un segundo plano, tras el inglés y el shona. Estas peleas me colocaban un bozal. La conversación, los razonamientos y los alegatos reivindicaban con paso seguro su propia independencia, mientras yo deambulaba borracho de tranquilizantes y sintiendo que me habían, literalmente, expoliado mis palabras. Fue entonces cuando ellos empezaron a reírse. Era una risa grosera, casi obscena. Redujo todo mi mundo a una mierda. Su fetidez inundó mi comida, mi pintura, mi lectura y mis sueños. Todo lo que yo tocaba se convertía en un horror nauseabundo. Solo Julia hizo que sobreviviera a aquella risa picara. En el instituto, todo el mundo sabía que me había vuelto «majara» y, de vez en cuando, algunos chicos, sobre todo Harry, me jugaban una mala pasada. Estas bromas alcanzaron tal nivel de crueldad que acabé por irme de la residencia y me dieron una habitación en el priorato, donde naturalmente acusé a todo el mundo de intentar envenenarme. Julia, aunque en aquella época resultaba más bien exasperante, era mi única razón de vivir. Sabía tanto de sexo que a veces temía por mi alma.
Y entonces, una tarde, se dibujaron anillos alrededor del sol. Su luz era a la vez empalagosa y remota, signo inequívoco de que iba a llover. Aquella noche sobre las nueve y media, mientras estábamos estudiando, un fuerte relámpago estalló, golpeando el aire húmedo con una violencia siniestra. De inmediato, bloques de lluvia en masa se arrojaron sobre la tierra dormida. El ruido era ensordecedor, la imagen era impresionante y las aguas torrenciales me sobrecogieron tanto que casi me hundo en una senilidad precoz. Un delirio tal de los elementos parecía imposible. El agua caía a cántaros sobre el instituto. Llovía como si la riada fuera a arrastrarnos fuera de nuestras mentes.
Se oía el tamborileo sobre los techos de uralita. Se oía el tamborileo en las ventanas. Nos resonaba en la cabeza. Tamborileaba sobre nosotros hasta que nos resultaba insoportable. Caía sombría, chapoteaba, descargaba por los canalones, se rompía en nuestras cabezas como un puñetazo. Rugía, salpicaba, empapaba, tartamudeaba de manera estertórea, diluviaba desde los espacios negros del universo infinito y sin sentido. El agua subía. Se hinchaba. Hacía restallar un látigo sobre sí misma. Los peces plateados saltaban frenéticos en cada cántaro que caía del cielo. Las salpicaduras de barro se arremolinaban en nuestros espíritus. Nos helaba el alma hasta los hombros. La locura de la lluvia sumió al instituto en un estado de agitación febril. La erupción era como un forúnculo cuando explota y lo salpica todo de ácidos negros. Los furiosos cielos lanzaron pedruscos de agua contra el instituto hasta que nuestra salud mental se vio implacablemente sitiada. La cólera musical de la lluvia nos clavaba pequeñas agujas en la materia gris de nuestros cerebros. Tronaba. Restallaba contra el muro del dique. Lo anegaba todo. Se tragaba el rugido de los leones. Se derramaba por nuestras mentes, nos empapaba las palabras y nos dejaba con la boca abierta. Con la boca mojada. El aire solo despedía olor a lluvia. Su aroma penetrante, dulce y maléfico, se adhería a nuestra ropa como pegamento. Los objetos flotaban como testimonio de nuestras extintas certezas. En el cementerio, las tumbas más baratas quedaron destrozadas y la corriente arrastró las estacas y las cruces de madera. Un profesor borracho se aventuró imprudentemente a salir y nadie ha vuelto a verlo. Aquella lluvia no se contentaba con robarte el aliento. Aquella lluvia incesante tocó y tocó y tocó el tambor hasta que el tambor estalló; correazos de rayos caían como puntos de sutura sobre nuestros espíritus. Era como un loco hablando sin cesar, susurrándole al oído al cielo a toda velocidad. Como un hombre que, tras perder a un ser querido inesperadamente, se derrumba, se desploma contra la pared. Era un río ancho que se precipita por una catarata, bramando con la rabia cerebral que solo las rocas del fondo pueden destrozar. La lluvia devastó los barracones de los obreros, abatiendo las casuchas con su puño de hierro letal. Derribó muros de adobe e hizo que techos endebles aplastaran a sus desgraciados inquilinos. Por todas partes, hombres, mujeres y niños lucharon toda la noche por mantener su casa en pie: construían, reconstruían, se quejaban ante cada embestida hasta que, una vez más, la crueldad de todo aquello derruía las paredes. Y los cielos continuaban babeando sin cesar sobre la tierra. A aquella lluvia le castañeteaban sus dientecitos afilados, echaba una espuma por la boca que caía sobre todas las cosas. Sus razones nos dejaron anonadados. Las palabras nos golpeaban una y otra vez con cada cántaro de lluvia. Habían desatado a un ser enfermo y lo habían echado entre nosotros. Su inflamación cauterizaba en un rayo de dolor, un relámpago de intuición que le dio una paliza a mi locura. Nos agrietó hasta el esmalte de los dientes. Mi semillero quedó completamente destruido; esta lluvia albergaba las semillas hinchadas de una vieja contienda; su crudo olor había penetrado hasta los secretos de los pulmones de la tierra. Sus pies de fango habían pisoteado y manchado todo lo que me era querido. Empapó la memoria. Tenía prisionero al sol de días pasados para satisfacer sus deseos. Y sobre el lienzo del espíritu, los colores comenzaron a chorrear, arruinando todo lo demás. Llevaba escuchando durante lo que me habían parecido cinco segundos, aunque sabía que en realidad habían pasado veinticinco minutos porque había sonado el timbre que marcaba el final de la hora de estudio, cuando me di cuenta de que no podía moverme de la silla. Me aterraba tanto la idea de tener que salir corriendo bajo aquella tormenta maligna que me había resignado a pasar la noche en aquel cubículo. Harry, que estaba en el de al lado, se puso a cantar trágicamente:
Shure kwehure kunotambatamba haaa!
Shure kwehure kunotambatamba haaa!
Kanandazofa ndinokuchengetera nzvimbo haa!
Kanandazofa ndinokuchengetera nzvimbo haa!
La gente se desplazaba por la sala. Edmund se tiró un pedo y Stephen gritó algo sobre Kwame Nkrumah. Las chicas ya se habían ido. La mayoría de los chicos se marcharon poco después. Algo cayó sobre mi libro abierto; reprimí un grito al darme cuenta de lo que era y me giré airadamente. ¡Otra vez con las bromas! Harry se estaba riendo casi con compasión.
—Tranquilo que no te va a tentar. Es de mentira, tío —dijo Harry, acercándose para recuperar su serpiente de plástico.
Estaba demasiado enfadado como para hablar. De un golpe, lo tiré al suelo y, antes de darme cuenta de lo que hacía, le golpeé en la espalda con mi silla una vez, dos veces. Tiré la silla y, más preocupado por el cambio que se estaba produciendo en mí que por el estado de Harry, me quedé mirando cómo el resplandor de las luces de la tormenta parpadeaba en mi interior. Creo que ya entonces sabía lo que me esperaba; sin embargo, me sentía eufórico, como si lo peor hubiera pasado ya. Esto era una mera ilusión y, aun así, un paso en la dirección correcta. Algo decidido. Algo seguro. Mientras valoraba la situación, un relámpago apuñaló el aire y, con el sonido del trueno, me giré lo bastante rápido para esquivar parte de la silla que Harry me había tirado a la cabeza. El golpe me hizo caer sobre mi costado. Antes de que pudiera recuperarme, Harry había desaparecido en la tormenta. Salí tras él un instante después, tras recoger la serpiente de plástico y metérmela en el bolsillo. La tempestad me agarró y me empujó a seguir a Harry. La oscuridad más absoluta se alternaba con destellos de rayos sinuosos como anguilas. Los bloques de lluvia me empaparon de inmediato hasta la médula. Y, entonces, algo me saltó sobre la espalda y caí de boca sobre el fango turbio de la noche. Algo me aplastaba, tratando de hundirme en el barro pegajoso. Conseguí agarrar una pierna y la retorcí. Harry me insultó al caer al suelo. Forcejeamos como locos, pero ninguno dominaba al otro. Nos peleamos cubiertos de barro y sangre mientras inmensos bloques de lluvia se desplomaban sobre nuestras cabezas desnudas. Luchamos hasta estar tan exhaustos que nuestros golpes no habrían aplastado ni un helado; de hecho, los puñetazos parecían más bien provocaciones de amantes y la refriega se había convertido en un abrazo. Las patadas eran meros coqueteos. Y, entonces,, algo sumamente blanco, casi cegador, surgió del corazón de la tormenta, haciendo que nos desplomáramos en el fango. Empecé a reírme. Harry empezó a reírse. Estábamos desternillados, como si la risa hubiera puesto punto y final a la tormenta. Era una lucidez nueva, el tipo de locura que embargó a Pablo en el camino de Damasco. Nos quitamos la ropa muertos de risa y nos embadurnamos el uno al otro con puñados de barro. El barro sobre el barro. Estábamos tan absortos que no nos dimos cuenta de que estábamos en mitad del camino de grava y los faros de un coche nos alumbraban. Estaba parado y el conductor no paraba de tocar una bocina atronadora. Debíamos de tener un aspecto fantasmagórico. Fue idea de Harry volver al pobre hombre loco de miedo; solo que nos salió demasiado bien. Era nuestro profesor de historia y nunca se recobró de aquella experiencia. Empezó a sufrir ataques y tuvieron que buscarle un sustituto después de encontrarlo una noche delirando en el tejado de su casa y gritando que era el profeta Elías. Cuando Harry y yo regresamos a la residencia, nos fuimos a las duchas y entonces ocurrió el milagro. Casi grito de alegría. ¡Se habían ido! Podía sentirlo. Se habían evaporado en las turbulencias invisibles de la tormenta. El demonio fue exorcizado y entró en los cerdos de los ganaderos. Por primera vez en mi vida me sentí completamente solo. No había nadie más. Como si una tormenta se desencadenara en la mente de uno sin que ninguna otra persona la haya experimentado en lo más mínimo. Esto me asustó un poco. Estaba aprendiendo a no sacar las garras.
—¿Y tú qué opinas? —le pregunté.
No respondió.
Se había quedado dormida mientras se lo estaba contando.
Su padre era sacerdote de la Iglesia Católica. Pero no siempre le había sonreído la fortuna. Había comenzado como cualquier otro vagabundo hambriento y sin hogar. Un encuentro fortuito con un cura blanco —racista, aunque benévolo— lo ayudó a subir el primer peldaño: se hizo catequista, intimidando a jóvenes y viejos y acusando a las mujeres, al menos a las que lo rechazaban, de hechicería y brujería. Consiguió el graduado escolar y, poco después, se convirtió en diácono y, luego, en sacerdote. ¿Qué más podría desear un hombre? Mujer e hijos. Ya los tenía. Y tanto en su casa como en el púlpito empezó a denunciar todas las costumbres africanas; tiraba a la basura todo tipo de tradiciones repugnantes que, en realidad, eran las únicas virtudes que poseía su propio pueblo. Y entonces, Immaculate —fue él quien eligió aquel nombre tan ridículo— se quedó embarazada. Se puso como un toro que es consciente de ser el juguete de un torero lamentable. Veía en rojo y, resoplando, la empujó con sus cuernos enormes hasta echarla de casa. Desde entonces dedicó toda su atención a la política. Y a Harry. Vino dos veces a darnos un discurso a nuestra clase de bachillerato y en ambas ocasiones encontró algún motivo para reprenderme por mi falta de respeto hacia el clero. La segunda vez fue durante mi crisis nerviosa, cuando grité:
—¡La gente como usted es la que nos vuelve locos!
Y quería añadir algo más, pero comencé a tartamudear y aprovechó para decir:
—Mira como habla el simio que hay en ti, jovencito, el corazón de las tinieblas. La humildad es el camino que conduce a la antesala del poder. La humildad a la que me refiero es la siguiente: lo único que teníais era el simio que hay en vosotros. Después llegó Jesucristo…
Mi tintero pasó rozando su cabeza y se estrelló contra la pared. Pero se puso a gritar todavía más fuerte:
—Lo único que teníais en el cerebro era una mueca de mono. Y entonces llegó el hombre blanco. Mirad a vuestro alrededor. Sin duda, la industria y el progreso…
Un pegote de aquellas gachas espesas, sadza, le golpeó en plena cara. Pero, al parecer, sacó fuerzas de flaqueza y continuó su discurso a pleno pulmón:
—Dad al César lo que es del César. San Pablo mismo, en…
Tres pegotes más de sadza volaron desde distintos puntos de la sala para ir a parar directamente a su cabeza encanecida. Sacudió con decisión sus hombros caídos y gritó triunfalmente:
—… en la Epístola a los romanos dice precisamente que la lealtad, y no la insurrección, es la suprema virtud cristiana.
Se hizo un silencio sepulcral cuando bajó la voz de manera teatral para continuar en un tono más confidencial:
—Yo, al igual que vosotros, era inquieto e impaciente. ¿Sabéis una cosa? Nunca tuve la oportunidad que vosotros tenéis ahora de recibir una educación formal. La mía fue una juventud hambrienta e impaciente; sin embargo, no estaba hambriento de cosas terrenales. Lo que esperaba con impaciencia era la llegada de una realidad más grande que todo esto. Los que me conocéis bien sabéis que yo era un huérfano sin hogar, sin cobijo, sin comida, sin un padre, sin una madre, sin hermanos ni hermanas, sin el apoyo de ningún amigo. Sentía un gran vacío en el corazón. Este gran vacío era el horror del corazón de las tinieblas.
(«¡El horror! ¡El horror!», citó Edmund de una manera muy poco convincente. Joseph Conrad era uno de los autores que teníamos que leer ese año.)
En ese momento, la puerta se abrió de par en par y entró el padre Johnson muy alterado. Echó un vistazo a nuestra artesanía en tinta y sadza y, como siempre, se mostró tan horrorizado que nadie se atrevió a respirar, no fuera que nuestro aliento terminara con él. Cogió finalmente al cura del brazo y lo condujo fuera de la sala. Cuando la puerta se cerró con delicadeza tras ellos, Edmund susurró con energía «Preparados, listos, ¡ya!» y la clase retumbó con abucheos, carcajadas, alaridos, aullidos, chillidos, silbidos y con el martilleo insoportable de golpes en las mesas.
—¡Misioneros de mierda!
—¡Blancos de mierda!
—¡Tenían la Biblia!
—¡Nosotros teníamos la tierra!
—¡Y ahora tienen la tierra!
—¡Y nosotros la Biblia!
—¡Traidores de mierda!
(Harry nos miraba como si se lo acabara de tragar la ballena de Jonás.)
—¿Y qué pasa con Tangwena?
—¿Y dónde está Nkomo?
—¿Y Sithole?
—Magandanga edau!
(Harry, muy confuso, se había puesto a cantar desde el vientre de la ballena con voz fuerte y discordante:
Shure kwehure kunotambatamba haa!
Shure kwehure kunotambatamba haaa!
Kanandazofa ndinokuchengetera nzvimbo!)
Uno interpretó la canción de Harry como un canto independentista y se unió a él:
Tsuro tsuro woye ndapera basa!
Tsuro tsuro woye naxNkomo!
No llegué a entender lo que sucedió a continuación. Tuve la impresión de que algo me partía la mente en dos. El suelo se elevaba frenéticamente para encontrarse conmigo y, por el rabillo del ojo, vi a Harry correr preocupado hacia mí. Abrí la boca para decir algo. Había un agujero negro. Iba cayendo lentamente dentro de él. Una estrella pequeña explotó y unas horas después me despertaron los destellos de su diminuta explosión y un olor a sangre agobiante. Sentía que tenía la cabeza encajada en un bloque de hielo diabólico; sin embargo, cuando la palpé, me arranqué las vendas y comprobé la herida húmeda y punzante, me di cuenta de que solo eran los puntos de sutura fríos, muy fríos, con los que me habían cosido la brecha. Había puntos de sobra para tejer telas de araña desde la pared de mi mente hasta la pared de la casa del hambre.
Y mi espíritu se convirtió lentamente en la habitación. Y la habitación —el suelo, el techo, las paredes— fue engullida por otras habitaciones. Había pósteres en las paredes; pósteres descoloridos agrietándose, como se agrietaban las paredes de mi espíritu con la fragilidad de un huevo. Las paredes de la habitación. En uno ponía «Tierra». En otro «Fuego». En otro «Agua». En otro «Aire». Otro decía «Yo soy Roca». Y estaban uno dentro de otro, empapelando las grietas. Otro era obra de un bosquimano: una serie de trazos que dibujaban el instante exacto en el que matan a una gacela. La lente interna del artista había capturado en unos pocos trazos hábiles la parte inverosímil de la existencia humana. Otro era la foto de un negro dentudo, con las piernas cruzadas, sonriendo, sosteniendo en una mano un cigarrillo barato y en la otra uno liado. Tenía una etiqueta colgando de la mejilla en la que ponía: «Fugard». Una pequeña chapa con forma de estrella en la solapa color crema me saltó a los ojos, como agrandada por una lupa; gritaba en silencio «yo soy yo». El alfiler dorado de su corbata pastel representaba las partes nobles de un ser hermafrodita. El techo estaba cubierto de fragmentos arrugados de un cielo que habían recortado temerariamente con una cuchilla vieja. En el centro, escrito en letras pequeñas del color de la aurora, se leía «LA CIVILIZACIÓN». Pero un vándalo con iniciativa había garabateado encima: «es negra». El suelo era un espejo que reflejaba al revés la leyenda del techo. El mismo vándalo, seguramente Edmund, había pintado encima en rojo: «ARTE ES… CAGARTE».
Solo llevaba unos segundos en la habitación cuando empecé a oír aquel ruidito enloquecedor. Me incorporé para oírlo mejor. Era el sonido de pasos distantes que iban y venían en todas las demás habitaciones que aprisionaban la mía. Los pies andaban exactamente con la misma cadencia, para arriba y para abajo. Caminaban con dificultad, girando justo detrás de un punto situado entre mis ojos.
Había una ventana.
Fui hacia ella y asomé la cabeza.
Fuera, había miles de ventanas y miles de cabezas asomadas. Cabezas negras como la mía.
Retrocedí para inspeccionar la ventana.
Era un espejo. Saqué la cabeza otra vez.
Miles de cabezas negras asomaban por miles de ventanas.
Se produjo una pequeña explosión que atravesó mi cabeza como la estela de una estrella fugaz. Se multiplicó en millones de luciérnagas incandescentes.
Lirios escalantes.
Un objeto heterogéneo cayó flotando del cielo azul claro. Cuando llegó a mi altura vi que eran un negro y un blanco enzarzados en una pelea.
Una décima de segundo después el objeto se estrelló en la habitación haciéndome caer al suelo. Finalmente explotó causando un estruendo enorme y proyectando chispas a todas partes.
El calor se tragó todo el oxígeno de mi cerebro.
El estallido resonó furiosamente, rugiendo en mis oídos.
Miré.
El objeto se había ido.
Pero en el suelo quedó una estrella recortada en un trozo de papel higiénico. Papel higiénico suave.
Me acerqué a tientas y soplé.
Fiuuuuuuu.
Se elevó en el aire. Planeó vacilante. Luchó por mantenerse a flote. Zarpó por la ventana. En el reverso tenía escrito «ZIMBABUE».
Aquellos héroes negros…
Asomé la cabeza por la ventana.
La estrella se disparó hacia arriba hasta que no fue más que un destello en la retina del cielo.
Alguien tiró de la cadena y anegó la habitación.
Mis pensamientos escribieron con tiza en la página negra de mis horas de sueño sin sueños. Por la mañana no quedaba ni un espacio libre en la página: la historia estaba completa. A medida que la iba leyendo, las palabras se borraban de mi mente. Después, vinieron a quitarme los puntos de la herida. Volvía a estar completo. Los puntos fueron publicados. Los críticos emitieron ruidos obscenos. Ahora está agotado.
Pero esos puntos, esos poemas…
La luz del sol puso de relieve la mugre deprimente que se había acumulado en la pared encalada. Las moscas zumbaban aleluyas. Una araña peluda replegó sus ocho patas para examinarme detenidamente. Un camaleón se camufló con delicadeza entre las manchas de suciedad de la pared, se relamió e hizo pivotar su ojo senil hacia el grano que yo tenía en la mejilla. Unas nubes que paseaban tranquilamente por delante del sol lanzaron sobre mí un caprichoso dibujo de sombras. Los hierbajos abigarrados a mis pies conversaban balanceándose de un lado a otro, parándose de vez en cuando a criticar mis zapatos toscos. Una semilla suspendida en el aire se mecía burlonamente sobre las cicatrices de mi muñeca y, descontenta, se alejó volando dulcemente. Un cuervo quedó suspendido en el aire en pleno vuelo para contemplar con calma la parte superior de mi cabeza; la bomba líquida que cayó sobre mi pelo encanecido antes de tiempo era el juicio que había emitido ese sabio sobre mi persona…
Pero esos puntos de sutura…
Un rimero de platos sucios reñían y peleaban sobre la mesa grasienta. Una horda anárquica de botellines de cerveza vacíos se había reunido a la sombra del lavabo mugriento. El armario de la cocina, que tenía una apertura automática, había desplegado sus tropas: un regimiento de latas de sal y pimienta reforzados por un bote de kétchup sangriento, cuya mirada siniestra hizo que me metiera corriendo en el baño.
La taza del váter no rechistó cuando me senté. El papel protestó secamente, pero no mostré piedad alguna. Cuando le di la mano agradecido, tiró de la cadena, rugiendo inmóvil mientras me subía mis tristes pantalones.
Sí, aquellos puntos, aquellos poemas…
La gravilla del camino apretó los dientes bajo mis zapatos toscos. El cielo nocturno entrecerró el ojo a través de su monóculo lunar y se inclinó para contemplar el eclipse de mi alma de hierro. Una bocanada de aire frío me acarició la nuca, susurrando imperceptiblemente algo sobre unas calaveras que miraban hacia arriba a través de dos metros de polvo.
El cristal se empañó dulcemente al contacto de mis labios. En el salón de actos se veían miles de cabezas abriéndose y cerrándose para engullir grandes cantidades de una cerveza que iba guardándose secretos. En el escenario había cinco cabezas; una se abría y se cerraba ante un micrófono ofendido. Tres estaban rascando con rabia los picores de las barrigas de unas guitarras. La quinta cabeza, muy bien encerrada en sí misma, estaba aporreando la piel tensa de una batería que ya era insensible al dolor. Justo debajo del escenario, había una cabeza con cicatrices que bailaba torpemente con una silla arrogante.
Ellos también eran los puntos de sutura.
¿Cuántas ovejas te pusiste el invierno pasado?
Los que han llegado hasta la cima del Everest del dolor han clavado su bandera allí. Los demás podemos…
—¿Publicar los puntos?
—No.
Los puntos fluyen como el gran dique que recorre el país. Aún deja escapar un poco de sangre; como la tinta roja en los dientes de leche. Las manchas de sangre de mi plato abren el apetito. Las manchas que ella dejó en las sábanas se negaron a que las lavaran a la mañana siguiente. En el cielo, las manchas de Dios son tan bellas que pueden verse desde arriba y desde abajo.
Los que solo comen cerebros…
—¡Mierda! —estalló Julia.
—¿Y ahora qué problema tienes? —inquirí, fingiendo inocencia.
—Tú.
—Lo siento.
Resopló. Sus uñas pintadas relucían como garras alrededor de su cigarrillo. Seguramente creía que yo era una presa fácil; me entristeció un poco pensar que se había convertido en una de esas personas cuya salud mental depende únicamente del tamaño de sus garras. El tamaño de las manchas dejadas a su paso. Manchas. El pensativo camarero, impresionado por sus pechos enormes, la reducía a una mancha sobre una sábana. Un verdadero héroe de nuestro tiempo. Reduciéndolo todo a la mierda.
—¿A qué se dedica Philip ahora? —preguntó.
—A la publicidad. Se está planteando pasarse a RTV.
Se me quedó mirando. Sabía lo que iba a pasar. El alcohol siempre le afectaba igual. Cómo me observaba… Me miré a ver si tenía la bragueta abierta. Estaba cerrada. Dije:
—Philip y yo íbamos a montar una revista. De poesía y relatos. Queríamos hacer algo como lo que ha hecho Lermontov. Dos tíos que trabajaban con él, Doug y Citre, se iban a venir con nosotros. Chavales blancos. Pero a Doug lo pillaron con droga, así que Citre se fue del país huyendo de la redada militar. Y mi tío me echó de casa porque la policía siempre me estaba investigando. La revista no se hizo realidad. Y Philip tuvo suerte de que no lo despidieran.
Me callé.
Seguía diseccionándome con el escalpelo oblicuo de su mirada.
Como un vaso de agua limpia que se había volcado y se había quedado inmóvil a mitad de la caída; así me sentía.
Continué hablando con desesperación:
—Para Philip fue un duro revés. Yo estaba empezando a fumar hierba. Me encantaba. Por supuesto, él ya no confiaba en mí a causa de cierta mujer. No dejaba de contar parábolas sobre un Judas. El tipo que traicionó Troya. Antenor se llamaba, ¿no? Imagínate el cuerpo humano con un caballo de Troya en su interior. Y no paraba de decir que no había nada más exquisito que las figuras de una vasija griega. La Oda a una urna griega y eso. Una mierda todo, vaya. Pero así era cuando quedábamos. Supongo que sería por la hierba. El aburrimiento nos encendía el cerebro: que si hay una chispa divina, aunque sea tenue, en el ser humano, que si las limitaciones de la razón y algo sobre los yahoos que vivían con los caballos esos. ¿Te acuerdas de la carta que Lobengula le escribió a la reina? «Hace tiempo llegó a mi país un grupo de hombres dirigido por un jefe llamado Rudd. Me preguntaron cuál sería un buen lugar para buscar oro y me prometieron ciertas cosas a cambio de dejarles excavar. Les dije que me trajeran lo que me ofrecían y yo les enseñaría lo que iba a darles. Se redactó un documento y me lo enviaron para que lo firmara. Pregunté qué implicaba y me respondieron que eran mis palabras y las de aquellos hombres. Di mi aprobación. Unos meses después, me enteré por otras fuentes que les había concedido, al firmar ese documento, derecho a disponer de todos los minerales del país. Convoqué a mis indunas y a los hombres blancos y reclamé una copia del documento. Me mostraron que les había regalado los derechos de explotación minera de todo el país a Rudd y a sus amigos.» Pobre hombre. Tampoco me gusta culparlo por meternos en esto. Claro que no fue muy espabilado. Mira que meter la cabeza en la caja de Pandora. Le estuvo bien empleado. Es como si un babuino mete la mano en una trampa para monos. Está claro que tú y yo seríamos amahole, esclavos, si el pobre hombre hubiera sobrevivido. El jefe Moghabi se negó a someterse a la autoridad y fue asesinado. El jefe Ngomo actuó igual y a él y a los suyos los mataron con un cañón y una ametralladora Maxim. Supongo que no queríamos ser esclavos ni de los heroicos ndebele ni de la banda de Lendy-Jameson. Jameson dijo: «Los mashonas son los sirvientes de los hombres blancos». Mtshete dijo: «¿A quién pertenecen los mashonas sino al rey?». Pero el eufemismo por excelencia se atribuye a Lobengula, quien dijo a los blancos: «Ustedes quieren, sin duda, algo de mí». Y entonces llegó la guerra. O algo así. La ametralladora Maxim y otras armas empezaron a hablar y en un cuarto de hora el campo quedó sembrado de muertos y heridos. Esto fue en Shangani. En Mbembezi, las ametralladoras también hablaron y, en media hora, ya habían caído mil ndebele. Lobengula huyó de Bulawayo y, tras cruzar el río Shangani, se rindió. Declaró: «Han vencido a mis regimientos, asesinado a mi pueblo, quemado mis corrales, capturado mi ganado y, aun así, quiero la paz». Lo único que me molesta de este hombre es que llegaba a adorar a los blancos y que masacró a mi pueblo como a ganado, igual que los alemanes exterminaron a los judíos. Adoraba a los blancos. Hasta confiaba en ellos. Quería saber si la reina Victoria existía de verdad. Historias de mujeres y eso. Lo que quiero decir es: ¿esta es toda nuestra historia? Esconde algún engaño infame. Intrigas mezquinas. Trabajadores blancos. Misioneros malditos que cantaban Adelante, soldados cristianos. ¿Dónde están los malditos héroes? ¿Te acuerdas de las palabras de aquel guerrero moribundo de Mbembezi? «¡Vaya! ¿Quién habría dicho que una panda de imberbes iba a derrotar a los regimientos de los imbezu?» Después de todo, la concesión de aquel capullo de Rudd casi se pierde en el desierto del Kalahari, cuando el tipo se extravió por allí y lo único que llevaba consigo era oro, champán, coñac y cerveza. Cuando perdió toda esperanza, fue a enterrar el condenado contrato de concesión en la madriguera de un oso hormiguero, ayudado por los idiotas de los bosquimanos. Así estamos ahora, pegajosos, ensuciados por las manchas hediondas de la historia. Como brasas a punto de arder, mientras nos tiramos pedos…
Hice una pausa al ver que unas gemas centelleantes cristalizaban en el piélago de sus ojos enormes y brillantes. Sentía los músculos entumecidos. «Ahora perlas son sus ojos», como decía Shakespeare. Perlas que son el reflejo luminoso del dolor en prismas refractantes. No podía soportar su resplandor. Meneé la cabeza. Mi cerebro estaba nublado por el alcohol. No era de extrañar que estuviera divagando tanto. Con una educación como…
—Un capullo —continué—, un capullo le dio una paliza bestial a la hermana de Philip. Anne, así se llama… La dejó llena de moratones. Y la violó hasta volverla loca. Pero lo encontramos. Yo lo encontré. Se creía que iba a pasar desapercibido bajo las faldas de Nestar. Pero di con él. Y llamé a Philip, que lo machacó como un pico se cargaría una tarta de boda.
Julia dejó entrever una sonrisita rutilante.
—¿Cómo se pueden ver los moratones de una persona negra? —preguntó.
Se había fijado en el detalle que le permitía intimidarme como aquel niño cruel que atormentó en una ocasión a Lucio, el asno de oro, pegándole siempre en el mismo sitio. En la herida en carne viva, atizándole con una vara gruesa.
—Es una expresión —respondí con un suspiro.
No quería saber nada de Anne. Se aprende mucho de la gente observando simplemente qué es lo que no quieren saber. Todo el mundo evita algún tema. Yo, por ejemplo, no quería analizar lo que sentía por mi madre, ni por Immaculate. Ni por… pero Julia ya había metido el dedo en la llaga.
—No es una expresión —replicó—. Estás terriblemente equivocado.
A la mayoría de los africanos instruidos les gusta la palabra «terriblemente», la palabra «efectivamente», la expresión «¿No es cierto?». Las consideran el ábrete sésamo del éxito. Efectivamente, la conciencia de clase y el esnobismo conservador que lo acompaña están profundamente enraizados en la élite africana, que en el mismo aliento son capaces de gritar LIBERACIÓN y POLIGAMIA sin sentir que hay algo que chirría. Es terriblemente exasperante. Por supuesto yo también tengo mis palabras y expresiones fetiche que le revelan a mi atento interlocutor lo capullo que soy. Harry tiene estilo. Yo también lo tengo… Pero Julia ya volvía a la carga.
—Ya lo sé —dije sin dilación.
—No, no lo sabes. Es tu forma de… hablar a veces. Tus cambios de humor. Y cómo siempre das la impresión de no fijarte en las cosas.
Sus garras pintadas capturaron mi puño. La hiena, el perro salvaje, el buitre se habían dado cuenta por fin de que no podía defenderme porque los leones ya me habían dejado los huesos limpios. Siempre me he preguntado cómo sabía la gente cuándo su víctima estaba lo bastante intimidada como para aceptar que se la comieran. Lo saben por intuición, por instinto, según dijo Stephen una vez mientras lamía las chuletas acordándose de la debilidad física de Edmund. Lobengula al final accedió a que Rhodesse lo comiera. Prácticamente toda mi generación se había podrido. Era como tener un pequeño taladro dentro de la cabeza. En cuanto a la masturbación…
Sus dientecitos afilados brillaron. Se produjo una explosión diminuta en el cielo de sus ojos.
—Odias ser negro —anunció.
Me dolieron los dientes descoloridos. «Ya estamos otra vez con lo mismo», pensé. ¿Se puede empastar un alma picada como hacen los dentistas con las caries? ¿Estaba esperando que me pusiera a hacer alarde de mis cuernos y mis pezuñas? Si a los niños les salen los dientes de manera natural, ¿por qué no al vino nuevo? Harry tenía una personalidad de anuncio, como sus dientes. Y yo con mi dentadura postiza… El rayo cosía puntos de sutura en el aire.
Tragué saliva. Tenía la voz un poco ronca. Me dolían las encías como si la Segunda Venida fuera inminente tras ochenta años de podredumbre.
—Mírame bien —dije—. A ver si eres capaz de repetir lo que acabas de decir.
Observó largo y tendido mi rostro estupefacto.
Se echó a reír.
Mi voz se volvió débil y remota como siempre que la ira impotente se extiende y paraliza mi capacidad de razonamiento lógico. Hablaba rápido con un hilo de Voz que se me escapaba entre los dientes. Sentía un serrucho en la cabeza que me mordía con avidez, me mordía con delirio. La cara del camarero seguía con su tic incontrolable. Y, fuera, miles de moscas, guiadas frenéticamente por un director de orquesta invisible, zumbaron in crescendo el Aleluya de Händel, mientras que el delgado papel de aluminio solar brillaba y resplandecía retorciéndose de placer.
(Continuará…)