Ítalo Costa Gómez

No quise extender demasiado la historia sobre mi estreno amatorio. Algo que antes me avergonzaba, pero bien entendemos que a estas alturas de la vida, queridos, me avergüenza poco o nada, ¿no? He madurado o me he vuelto más caradura. Las dos, creo. Además ya se nos acaba el año y ¿por qué no?
Hasta el día de hoy no recuerdo que edad tenía cuando me estrené en el arte del amor. En la magia prohibida del exquisito sexo. Del «sexsho», como diría mi sister, Anahi. Sé que fue entre los 15 y 18 años. Cuando saqué mi DNI ya me sabía la del pollito tomando agua y la del helicóptero.
La primera me sale como los maestros te digo ah. Me tomaría foto pero Eduardo Recoba ya lo ha intentado antes y me cuenta que Facebook lo censura horrible, oshe. Lo marca como SPAM y la verdad es que una vez me olvidé mi contraseña y Mark Zuckerberg me hizo como cuatrocientas preguntas y el trámite duró dos semanas. No me quiero imaginar cuánto me va a tomar “desaspamarme”. Pirula de burro, if you know what I mean.
Cuenta la historia que yo pasaba los quince abriles (así, generalizando si me permiten) y ya vivía en el balneario de La Punta y paraba en varios grupitos diversos. Los borrachosos, los intelectuales, los metaleros, los rockeros, los fumoncitos, los tíos… Siempre me he sabido adaptar, la verdad.
Si había maracuyá hacía maracuyanada.
Una de esas noches de ron (no sé porque en todos los grupos abundaba el ron, debe ser porque era más barato y venía más. Más que nada en el de los muy jovencitos. Éramos chibolos misios y muchas de esas almas rotas seguimos siendo ambas cosas, niños y misios). Una noche uno de los caballeritos me abordó en one. Valiente. Era un poco mayor que yo pero no dejaba de ser un chiquillo.
-¿Estás bien? Sí estás mareado podemos caminar un toque por Cantolao hasta que te sientas mejor.
-No, no… todo bien. – era cándido, entiendan. Ahí sí que en esos tiempos era realmente inocentón. Era pura boquilla, hablaba… me hacía el sensual, el experto pero a la hora de los loros nunca había visto nada privado en cuerpo ajeno.
Le vi cara de “he fracasado, I’m a loser”. Ahí se prendieron las luces de alerta en mi interior. El chico me gustaba bastante y yo acababa de rechazar, sin querer, su primer paso. Era mi turno de actuar.
En un momento me paré y delante de todos me serví la mitad del vaso con ron puro y me lo sequé. Astutamente me aseguré de que Marco (vamos a ponerle así, como Llunas) se haya percatado sí o sí del momento.
Me lanzó una media sonrisa caleta. Se me volvió a acercar ya más seguro de sí mismo, más canchero.
-Vamos a caminar. – Ya no era una pregunta, era una afirmación.
Mil veces más sexy. Ese es el camino, my dear.
Cuando nos aseguramos de que ninguno de los otros bohemios compañeros nos había seguido empezamos a chapar en las piedras de la última playa, a oscuras. Creo que en esa época no había, como las hay hoy, cámaras hasta en las flores de las macetas.
Cuando ya la cosa se empezó a poner intensa me preguntó si podíamos ir a mi casa.
-¿Perdiste la razón? Mi mamá, Marquitooo. – dije con cara de págame un telo con tus propinas, oe.
-En mi casa también está mi mamá, carajo. – En esa ocasión Marco no le quería cantar a su mamá esa de “no te vayas mamáaaaa, no te alejes de míiiii” sino todo lo contrario.
Estábamos resignados a dejarlo ahí cuando vimos los botes de los pescadores en fila. Todos tapados con plásticos inmensos y escondidos por la noche. Se veían cómplices.
Aplicamos la de la Pantera Rosa. Nos metimos a uno de esos botes en plena playa a la medianoche a dar rienda suelta al amor… no, ni cagando… a los impulsos incontrolables de esa edad que bien podrían ser confundidos con amor.
Olía a pescado como la reparimpamputa. Cero romance. Encima teníamos tablas de madera llenas de algas y un plástico color azul que cubría nuestro pecado.
Le dije que era mi primera vez. Él respondió “lo sé y hagamos que la recuerdes por siempre». Míralo al chalaco pretencioso. Castigo memorable, prometió.
Cumplió.
[Ahí voy a parar con los detallitos porque es muy temprano, mi gente, y esa parte de la historia déjenla para mí y mis momentos de soledad. Esa partecita estará solo en mis noches de ebriedad y necesidad. Como las pornitos, digamos. Hechas para el calentamiento solitario.]
Salimos del bote, con la ropa sucia y mojada. Ruborizados y sintiéndonos profundamente enamorados el uno del otro. Él saltaba por la calle sin zapatos, literalmente. Y yo sonreía y lloraba a ratos. Cursi hasta pa tirar, oe. Fue una noche muy especial.
Fue un momento en el que pensamos que nos íbamos a quedar juntos por siempre. Jóvenes, bellos y felices. Por supuesto no fue así. Fuimos como Kevin y Winnie-Paul. Al final nos alejamos. Me dejó el alma rota. Literalmente.
Y así fue, queridos amigos, que mi amor de verano y yo hicimos pan con pescado (o algo parecido) en un botecito de madera situado en una playa, tapados con un plástico azul a la medianoche cerca a los dieciséis años.
¿Qué habrá pensado el pescador cuando fue a trabajar al amanecer? Mejor ni pensar en eso.
En el mar la vida es más sabrosa, te lo firmo.