Martin Eden (V)

Jack London








CAPÍTULO IX

DE regreso del mar, Martin Eden llegó a California inflamado de amor. Al agotarse su reserva de dinero, se había embarcado en la goleta que iba en busca de un tesoro. Las Islas Salomón, al cabo de ocho meses de infructuosa búsqueda, presenciaron cómo se deshacía la empresa. A los tripulantes se les pagó en Australia y Martin se embarcó de nuevo en un buque de altura, con destino a San Francisco. Aquellos ocho meses no sólo le habían proporcionado suficiente dinero para permanecer en tierra durante varias semanas, sino que, además, le permitieron estudiar y leer mucho.

Poseía ya práctica y, tras su habilidad para aprender, estaban su temperamento indomable y su amor por Ruth. Repasó una y otra vez la gramática, que había llevado consigo, hasta dominarla por completo. Advirtió el modo incorrecto en que hablaban sus compañeros y se hizo el propósito de irles corrigiendo mentalmente. Con gran júbilo, comprobó que sus oídos se hacían más sensibles y que tenía ya el sentido de la gramática.

Una vez dominada esta materia, se lanzó sobre el diccionario, para añadir veinte palabras diarias a su escaso vocabulario. Descubrió que no era tarea sencilla y, tanto al timón o de guardia, repasaba sin prisas sus adquisiciones, pronunciándolas bien y repitiendo su significado, con lo que, inevitablemente, acababa por dormirse. Pronto, para su gran sorpresa, se dio cuenta de que comenzaba a hablar con mayor corrección que los oficiales e, incluso, que los caballeros aventureros que financiaban la expedición.

El capitán era un noruego, de ojos de pez, que, de algún modo, se había hecho con un volumen de las obras completas de Shakespeare, volumen que jamás leía. Martin le lavaba la ropa y, a modo de compensación, le permitió que lo usara. Durante un tiempo, tanto le absorbieron a Eden aquellas obras y ciertos de sus párrafos, aprendidos en seguida de memoria, que le pareció que todo el mundo adquiría la forma de los dramas y de las comedias isabelinas e, incluso, sus pensamientos se expresaban en verso blanco. Además, le educaron el oído para mejor apreciar el idioma, aunque también adquiriese algunos arcaísmos.

Los ocho meses estuvieron bien invertidos, ya que, además de haber perfeccionado su manera de hablar, aprendió también mucho acerca de sí mismo. Junto a su humildad, debido a lo poco que sabía, fue alzándose una extraña sensación de poder. Advirtió que entre él y los demás tripulantes había una cierta diferencia de grados, pero comprendía que era en su potencialidad más que en lo conseguido. Los otros podían hacer lo mismo que él, pero, en su interior, sentía un confuso deseo de esforzarse que le indicaba poseer algo superior a cuanto hasta entonces había hecho. Le impresionaba la inmensa belleza del mundo y deseaba que Ruth estuviese con él para compartirla. Decidió que le describiría un buen número de las maravillas de los mares del Sur. Su espíritu creador se inflamó al pensarlo, por lo que decidió que iba a reconstruirlo para un auditorio mucho más amplio que Ruth. Y, luego, como una apoteosis, vino la gran idea. Lo escribiría. Iba a ser uno de los ojos a través de los cuales el mundo puede ver, uno de los oídos a través de los cuales oye, uno de los corazones a través de los cuales siente. Escribiría de todo, prosa, poesía, novela, descripciones y obras como Shakespeare. Aquélla era una carrera por la que podía llegar hasta Ruth. Los literatos eran los gigantes del mundo y Martin los consideraba mucho mejores que los Mr. Butler que ganaban treinta mil anuales y podían ser jueces del Supremo si lo deseaban.

La idea, en cuanto hubo germinado, le dominó por completo y el viaje de regreso a San Francisco fue como un sueño. Se sentía borracho de poder y con la sensación de ser capaz de todo. En medio del solitario y brumoso mar, ganó perspectiva. Por primera vez, vio claramente a Ruth y a su mundo. Se plasmaba en su mente como algo concreto, que podía tomar con las manos para desmenuzarlo y estudiarlo. Mucho había de confuso y nebuloso en aquel mundo, pero Martin lo veía como un todo y no en detalle, comprendiendo, además, el modo de dominarlo. ¡Escribir! Esta idea le encendía. Iba a comenzar en cuanto desembarcara. Primero, describiría el viaje en busca del tesoro. Luego, se lo vendería a algún periódico de San Francisco. Nada pensaba decirle a Ruth, para que se llevase una grata sorpresa al ver su nombre en letras de molde. Mientras escribía, podía seguir estudiando. El día tenía veinticuatro horas. Martin se sentía invencible. No le importaba esforzarse y, ante él, iban a desmoronarse todas las ciudadelas. Nunca más tendría que volver al mar, por lo menos como tripulante. Por un momento, tuvo la visión de un yate de vapor. Algunos escritores los poseían. Claro, reflexionó, que al principio iría despacio y, durante algún tiempo, debería conformarse con ganar lo suficiente para poderse mantener. Y luego, más adelante, en fecha imprecisa, cuando hubiese aprendido y se hubiera preparado, escribiría la gran obra y todos pronunciarían su nombre. Pero, más importante que esto, mucho más importante que todo, es que habría demostrado ser digno de Ruth.

Una vez en Oakland, con la bien provista paga en el bolsillo, se instaló en su dormitorio en casa de Bernard Higginbotham y se puso a trabajar. Ni siquiera informó a Ruth de su regreso. Iría a verla cuando concluyese el artículo sobre la búsqueda del tesoro. No resultaba tan penoso no verla, a causa de la alta fiebre creadora que le encendía. Por otra parte, lo que estaba escribiendo les uniría más. Ignoraba la extensión que debería tener, pero contó las palabras en un artículo, a doble página, del suplemento dominical del San Francisco Examiner y por eso se guió. En tres días, al rojo vivo, concluyó su trabajo. Pero, una vez lo hubo puesto en limpio, con una letra grande que era fácil de leer, se enteró, por un volumen de retórica que obtuvo en la biblioteca, que existía algo llamado signos ortográficos. Nunca había pensado en esas cosas y pronto se rehízo el artículo, ateniéndose siempre al volumen de retórica y aprendiendo más acerca de composición literaria que cualquier escolar medio en un año. Tras copiar nuevamente el artículo, lo enrolló, enterándose entonces, por un aviso del periódico a los escritores noveles, que los originales no debían enrollarse nunca y era preciso escribirlos por una sola cara. Había violado la ley en dos cosas. También se enteró, por la misma noticia, de que los periódicos de mayor circulación pagaban un mínimo de diez dólares la columna. Por tanto, mientras copiaba el artículo por tercera vez, se consoló multiplicando diez columnas por diez dólares. El resultado fue siempre el mismo, cien dólares, y decidió que esto era mejor que ir embarcado. De no ser por sus equivocaciones, hubiese concluido el artículo en tres días. ¡Cien dólares en tres días! En el mar, le hubiera llevado más de tres meses ganar una cantidad similar. Decidió que era tonto quien se embarcase pudiendo escribir, aunque el dinero, en sí mismo, nada significaba para él. Tenía valor por la libertad que iba a proporcionarle, la ropa elegante que podría comprar y porque le acercaría mucho a la pálida muchacha que supo cambiar toda su vida, al darle una desconocida inspiración.

Puso el original en un sobre y se lo envió al director del San Francisco Examiner. Creía que los periódicos publicaban en seguida cuanto aceptaban y, como había enviado su trabajo un viernes, imaginaba que saldría el siguiente domingo. Decidió que sería un excelente medio de que Ruth se enterase de su regreso. Mientras, se ocupaba de otra idea que juzgaba especialmente buena, sensata y modesta. Iba a escribir un relato de aventuras para el Youth Companion. Se dirigió a la biblioteca y estuvo examinando varios números de ese semanario. Solía publicar relatos en cinco capítulos, de unas tres mil palabras cada uno. También encontró varios que llegaban a los siete, extensión a la que decidió atenerse.

Una vez Martin se embarcó en un ballenero que iba a hacer un crucero de tres años por el Ártico, pero que terminó en naufragio a los seis meses. Aunque la imaginación se le desbordaba con frecuencia, tenía un sentido muy grande de la realidad, que le llevaba a tratar tan sólo de los asuntos y temas que le eran familiares. Conocía bien la pesca de la ballena y, empleándola como fondo, comenzó a crear las fantásticas aventuras de los dos muchachos que había elegido como héroes. El sábado por la noche decidió que era muy fácil. Había dado fin al primer capítulo de tres mil palabras, cosa que divirtió mucho a Jim y provocó el desdén de Mr. Higginbotham, quien, durante toda la comida, estuvo burlándose del «literato» que había surgido en la familia.

Martin se consolaba imaginando la sorpresa de su cuñado, el domingo por la mañana, cuando abriese el Examiner y viera su artículo sobre la búsqueda del tesoro. Aquella mañana, a primera hora, Martin salió en busca del periódico, examinando muy nervioso sus distintas páginas. Lo revisó por dos veces y, luego, lo dobló, para dejarlo en el mismo sitio. Se alegraba ahora de no haberle hablado a nadie de su artículo. Sin duda, estaba equivocado acerca de la rapidez con la que las colaboraciones llegaban a las páginas del periódico. Además, su trabajo no era de rabiosa actualidad y, sin duda, el director le hubiese avisado antes.

Después del desayuno, trabajaba en su narración. Las palabras le fluían de la pluma, aunque se interrumpía, con frecuencia, para buscar definiciones en el diccionario o consultar el libro de retórica. En ocasiones, leía o releía un capítulo durante esos intervalos, diciéndose que, mientras no escribía las grandes cosas que llevaba dentro, por lo menos aprendía composición y se entrenaba para dar forma y expresar sus ideas. Trabajaba hasta el anochecer, en que iba a la biblioteca, donde estudiaba distintas publicaciones hasta las diez, en que cerraban. Éste fue su programa durante siete días. En cada uno de ellos escribió tres mil palabras y, a última hora, volvía a la biblioteca a comprobar qué clase de artículos, relatos y poemas publicaban los directores de periódico. De una cosa estaba Martin seguro. Lo que aquellos escritores hacían, también él era capaz de hacerlo y, con el tiempo, haría lo que ellos no sabían hacer. Le animó mucho enterarse por el Book News, en una nota dedicada a los ingresos de los autores, no el hecho de que a Rudyard Kipling le pagasen un dólar por palabra, sino que las publicaciones de primera fila no pagaban menos de dos centavos por palabra. El Youth Companion era, desde luego, de primera fila y, en consecuencia, las tres mil palabras que aquel día había escrito significaban sesenta dólares, el sueldo de dos meses en alta mar.

El viernes por la noche concluyó su relato, de veintiuna mil palabras. A dos centavos cada una, según calculó, le proporcionarían cuatrocientos veinte dólares, lo que no estaba mal en una semana. Era mucho más dinero del que había visto reunido en toda su vida. No sabía cómo iba a gastarlo. Había dado con una mina de oro. Y podía seguir obteniendo mucho más. Martin se proponía comprarse ropas mejor cortadas, suscribirse a varias revistas y adquirir docenas de libros de consulta que, ahora, debía leer en la biblioteca. Y aún le quedaba por gastar una buena parte de los cuatrocientos sesenta dólares. Esto le mantuvo preocupado hasta que se le ocurrió contratar a una sirvienta para Gertrude y regalarle una bicicleta a Marian.

Envió el manuscrito al Youth Companion y, el sábado por la tarde, tras planear un artículo sobre los buscadores de perlas, fue a ver a Ruth. La había llamado por teléfono y ella misma le recibió en la puerta. Nada más verle, sintió como si le golpease la salud que de él emanaba. Semejaba penetrar en su cuerpo, para filtrársele en las venas y encenderla, igual que si le inoculase vigor. Martin se ruborizó al estrecharle la mano a la muchacha y mirar sus ojos azules, pero el bronceado de ocho meses en el mar lo ocultó, aunque no pudo disimular la señal roja que en la piel le producía el cuello duro. A Ruth le hizo gracia descubrirla, pero la olvidó al fijarse en las ropas del marinero. Le sentaban muy bien, pues eran las primeras que se hacía a la medida, y semejaba más esbelto y con mejor figura. Además, había sustituido la gorra por un sombrero flexible, que ella le rogó se pusiera, felicitándole, luego, por su buen aspecto. Ruth no recordaba haberse sentido tan feliz como en aquel momento. El cambio operado en el marino era obra suya y la embargaba la ambición de seguir ayudándole.

Sin embargo, lo más importante, y que a ella más le satisfizo, fue el cambio en su forma de hablar. Martin no sólo hablaba de manera más correcta, sino con mayor fluidez y mejor vocabulario. No obstante, cuando se entusiasmaba, inconscientemente, volvía a su antigua jerga. Asimismo, en ocasiones mostraba una ligera vacilación, como si ensayase las palabras nuevas que había aprendido. Por otra parte, se advertía una agilidad de pensamiento que la encantaba. No era más que su antiguo sentido del humor que hizo a Martin tan popular entre los de su clase pero que antes no pudo exhibir en presencia de la muchacha, al carecer de palabras adecuadas. Entonces, Eden comenzaba a orientarse y a darse cuenta de que no era totalmente un intruso. Pero tuvo sumo cuidado en asegurarse de que fuese Ruth la que tomase la iniciativa en todos los temas. Se mantuvo a su paso, pero sin adelantarla nunca.

Le explicó lo que había estado haciendo y, también, le expuso sus propósitos de escribir para mantenerse, mientras estudiaba. Le desanimó que la muchacha no lo aprobase. No consideraba muy acertado aquel plan.

—Verá —le dijo con toda franqueza—, escribir es un oficio, igual que cualquier otro. No es que yo sepa nada de eso, desde luego. Sólo me guío por el sentido común. No se puede ser herrero sin pasar por un aprendizaje de tres años o, a lo mejor, de cinco. Bien, los escritores ganan mucho más que los herreros, por lo que debe haber muchas más personas que desearían escribir o que, por lo menos, lo intentan.
—Sin embargo, ¿no podría yo estar básicamente constituido para escribir? —indagó, satisfecho del modo como lo había expuesto, mientras su desbordada fantasía colocaba aquella escena sobre una amplia pantalla, en la que aparecían muchas otras de su vida, escenas duras, violentas e incluso bestiales.

Toda esa secuencia, se compuso con la rapidez de la luz, sin que provocase una pausa en la entrevista ni tampoco interrumpiese el hilo de sus pensamientos. En la pantalla de su imaginación, se vio a sí mismo y a aquella dulce y hermosa muchacha sentados en una sala repleta de libros y de cuadros, hablando en un tono brillante, sereno y tranquilo, mientras, distribuidas por los extremos de la pantalla, se desarrollaban diferentes escenas, cada una de las cuales era independiente y que él, como espectador, podía elegir a su gusto. Las veía a través de una neblina e iluminadas por un rojo resplandor. Vio vaqueros reunidos en un saloon, bebiendo fuerte whisky y llenando la atmósfera de juramentos y de lenguaje grosero; El propio Martín figuraba entre ellos, bebiendo y charlando con los más violentos o sentado a una mesa, a la luz de humeantes lámparas de petróleo, al tiempo que las fichas de juego sonaban ruidosamente y se repartían las cartas. Se vio también con el torso desnudo, luchando con Liverpool Red en el castillo de proa del Susquehanna y, por último, la ensangrentada cubierta del John Rogers, aquella mañana en que hubo un conato de motín. El piloto se agitaba en los estertores de la muerte y el capitán disparaba con un revólver sobre los tripulantes, de rostros contraídos, que caían con una maldición. Luego, volvió a la realidad, en aquella sala, suavemente iluminada, junto a Ruth y cerca del piano, en el cual ella no iba a tardar en tocar para él. Y oyó el eco de sus propias palabras:

—Sin embargo, ¿no podría yo estar básicamente constituido para escribir?
—Por muy básicamente que un hombre estuviese constituido para ser herrero —objetó ella riendo—, no creo que pudiera serlo sin aprendizaje.
—¿Qué me aconseja? —indagó Martin—. Y no olvide que siento en mí esa capacidad de escribir. No puedo explicarlo; sé que la tengo.
—Ante todo, es preciso que estudie —fue la respuesta— llegue o no a convertirse en escritor. Resulta indispensable para cualquier carrera que elija y lo ha de hacer a fondo. Debía ir al high school.
—Sí… —comenzó a decir Martin, pero ella le interrumpió:
—Y, naturalmente, podría seguir escribiendo.
—No tendré más remedio —aseguró Martin con gravedad.
—¿Por qué?

Ruth le contempló algo sorprendida. No le agradaba la decisión con la que él se aferraba a sus propósitos.

—Porque si no escribo, no habrá estudios. Debo vivir y comprarme libros y ropas.
—Lo había olvidado —dijo Ruth sonriendo—. ¿Por qué no nació usted con una renta?
—Prefiero tener buena salud e imaginación —respondió Eden—. Me caería al pelo una renta, pero lo otro… —Iba a decir «te» pero se corrigió a tiempo— nos lo han de hacer al pelo.
—No diga, «al pelo» —le corrigió ella con petulancia—. Es muy grosero.

Martin se ruborizó, añadiendo, con cierta vacilación:

—Se lo agradezco y le pido que me lo señale cada vez.
—Eso deseo —dijo Ruth, dudando a su vez—. Hay en usted tantas cosas buenas, que quiero que sea perfecto.

Martin se convirtió, al instante, en blando barro en sus manos, tan ansioso de que le reformasen como ella de convertirle en el hombre ideal. Cuando Ruth indicó que el momento era muy oportuno, pues los exámenes de ingreso comienzan el lunes siguiente, Martin convino en seguida en que iba a presentarse.

Luego, la muchacha cantó, acompañándose al piano, mientras el marino la escuchaba, con creciente pasión, maravillándose de que no hubiese allí centenares de admiradores que sintieran lo mismo que él sentía.


CAPÍTULO X

AQUELLA noche se quedó a cenar y, para satisfacción de Ruth, causó una impresión excelente en su padre. Hablaron del mar y de cuanto a éste se refería, algo que Martin dominaba muy bien y, más tarde, Mr. Morse comentó que se trataba de un joven muy despierto. Para no caer en vulgaridades y emplear sólo las palabras apropiadas, Eden habló sin prisas, lo que le permitió analizar mejor sus ideas. Se sentía más a sus anchas que un año atrás y su modestia y prudencia incluso le ganaron el afecto de Mrs. Morse, a la que satisfizo lo mucho que había mejorado.

—Es el primer hombre en quien Ruth se ha interesado. Eden es capaz de despertar su interés por los hombres en general, puede sernos muy útil.

Mr. Morse la miró con curiosidad.

—¿Es que vas a usar a ese marinero para que la despierte? —indagó.
—No voy a permitir que muera soltera, si está en mis manos —fue la respuesta—. Si el joven Eden es capaz de despertar su interés en los hombres en general, puede sernos muy útil.
—Mucho —reconoció el marido—. Pero supón, y alguna vez debemos suponerlo, querida, ¿supón que el interés que le despierta sólo le concierne a él?
—Imposible —dijo Mrs. Morse riendo—. Ruth tiene tres años más que ese chico y, lo que temes, es totalmente imposible. Nada va a pasar. Confía en mí.

Así que dispusieron el papel que Martin debía interpretar, mientras éste, animado por Norman y por Arthur, planeaba una extravagancia. Los dos hermanos preparaban una excursión en bicicleta a las colinas próximas, cosa que no interesó a Martin hasta enterarse de que Ruth también les acompañaría. No tenía bicicleta ni sabía montarla, pero decidió que, si Ruth iba, era cosa de conseguirla y de aprender. Por tanto, al despedirse, se dirigió a una tienda próxima a su casa y se gastó cuarenta dólares en comprarse una. Era más de lo que ganaba en un solo mes, lo que reducía mucho su reserva de dinero, pero, al añadir los cien dólares que iba a pagarle el Exominer y los cuatrocientos veinte que recibiría del Youth Companion, consideró que no era lógica la inquietud causada por el súbito desembolso. Tampoco le importó que, mientras, camino de su casa, aprendía a montar la bicicleta, se destrozase la ropa. Desde el almacén de Mr. Higginbotham, llamó al sastre y le encargó otro traje. Luego, cargó la bicicleta hasta su cuarto, apartó la cama de la pared, quedando el sitio justo para ambos. Había pensado dedicar el domingo a prepararse para los exámenes de ingreso en el high school, pero le distrajo el artículo sobre los pescadores de perlas, por lo que invirtió la jornada en dar forma a todo cuanto ardía en su interior. No le desanimó que el Examiner de aquella mañana tampoco publicase su trabajo sobre la búsqueda del tesoro. Era tan grande su entusiasmo, que, al no atender a dos llamadas consecutivas, se quedó sin la copiosa comida dominical con la que Mr. Higginbotham invariablemente adornaba su mesa. Para Mr. Higginbotham, era una propaganda de su prosperidad y de su posición en la vida y le hacía los honores soltando discursos, llenos de vulgaridades, acerca de las instituciones americanas y de las oportunidades que dichas instituciones ofrecían a los hombres laboriosos para ir elevándose; en este momento, señalaba siempre su ascenso, desde simple dependiente de un comercio a propietario de una tienda.

El lunes Martin Eden, con un suspiro, contempló su artículo inacabado, acerca de los pescadores de perlas y, luego, tomó el tranvía de Oakland, para ir al high school. Cuando, días más tarde, fue en busca de los resultados, se enteró de que le habían suspendido en todo menos en gramática.

—En eso es usted excelente —le informó el profesor Hilton, mientras le miraba a través de unos gruesos lentes—. Pero, en cambio, no sabe nada, absolutamente nada, de las otras materias, y su conocimiento de la historia de los Estados Unidos es abominable. No hay otra palabra, abominable. Le aconsejaría…

El profesor Hilton le miró con tan poca simpatía, como si fuese uno de sus tubos de ensayo. Enseñaba física en el high school, tenía una familia numerosa, un magro salario y una reserva de conocimientos aprendidos como un loro.

—Sí, señor —respondió Martin humildemente, al tiempo que deseaba que su amigo el bibliotecario estuviera en el lugar del profesor.
—Le aconsejaría que volviese a la primaria, por lo menos durante un par de años. Buenos días.

A Martin no le afectó mucho su fracaso, aunque quedó sorprendido por la expresión de asombro de Ruth cuando le comunicó el consejo del profesor Hilton. Se mostraba tan desengañada, que, entonces, lamentó haber suspendido.

—Como ve, yo tenía razón —dijo la muchacha—. Sabe usted muchísimo más que todos los estudiantes del high School, pero no ha conseguido aprobar en los exámenes. Se debe a que su educación es muy fragmentaria. Necesita usted la disciplina del estudio, que sólo un profesor experto puede darle. Debe tener una base firme. El profesor Hilton está en lo cierto y, en su lugar, me inscribiría en la escuela nocturna. En año y medio, se pondría usted al corriente. Además, así tendría todo el día para escribir, o, si es que no puede ganarse la vida con la pluma, para dedicarse a otra ocupación.

«Si trabajo durante el día y por las noches voy a la escuela, ¿cuándo podré verla?», fue lo primero que pensó Martin, pero se contuvo antes de decirlo. En su lugar comentó:

—Me parece muy infantil ir a la escuela nocturna. Sin embargo, no me importaría, de creerlo útil. Pero no es éste el caso. Puedo adelantar mucho más de lo que son capaces de enseñarme. No haría más que perder el tiempo —comentó pensando en ella y en su deseo de verla— y no puedo perderlo. En realidad, apenas me queda tiempo.
—Pero hay muchas cosas imprescindibles —Ruth le miró suavemente y a él le avergonzó oponerse a los deseos de la muchacha—. No se puede estudiar física y química sin un laboratorio. Y, sin alguien que le instruya, el álgebra y la geometría le resultarán ininteligibles. Necesita profesores expertos, especialistas en el arte de la enseñanza.

Martin guardó silencio, mientras buscaba el modo más sencillo de expresarse.

—No crea que presumo —dijo al fin—. No es ése mi propósito. Pero tengo la impresión de que soy lo que podríamos llamar un estudiante nato. Puedo hacerlo solo. Me adapto a todo como un pato al agua. Usted misma ha podido comprobarlo con la gramática. Y también he aprendido tantas otras cosas, que usted no puede ni llegar a imaginar. Y esto no es más que el principio. Deme tiempo. Ahora sólo empiezo a husmearlo.
—No diga eso —le interrumpió la muchacha.
—Pues a verlo claro —se corrigió Martin.
—En realidad, eso nada significa —objetó ella.

Martin meditó un instante, en busca de una forma más apropiada.

—Lo que quiero decir es que empiezo a ver el paisaje.

Ruth, compadecida, lo soportó, permitiéndole continuar:

—La cultura me parece a mí como el cuarto de cartas marinas. Lo pienso cada vez que entro en una biblioteca. El papel de los profesores es enseñar, de un modo sistemático, cuanto allí hay. Los profesores no son más que los guías, eso es todo. Aquello no es obra suya. No lo crearon ni lo inventaron. Todo está en la sala de mapas, ellos saben desenvolverse y su trabajo es acompañar a los visitantes que se pierden. Bien, pues yo no me pierdo fácilmente. Tengo sentido de la orientación. Casi siempre sé por dónde me ando… ¿Qué he dicho mal?
—«Por dónde me ando.»
—Es verdad —reconoció agradecido—. Por dónde voy. ¿Pero por dónde voy ahora? Ah, sí, en la sala de cartas marinas. Bien, algunos tipos…
—Gente —le corrigió la muchacha.
—Hay gente que necesita que la guíen; la mayoría en realidad. Pero creo que yo puedo prescindir. Me he pasado muchas horas en la sala de cartas marinas y ya conozco el derrotero, sé qué he de buscar y qué costas exploraré. Y, tal como lo veo, voy a conseguirlo mucho más de prisa si lo hago solo. La velocidad de una flota la señala el buque más lento y a los maestros les ocurre lo mismo. No pueden adelantarse a sus alumnos. Yo, en cambio, puedo señalarme un paso mucho más vivo.
—Viaja más de prisa aquel que va solo —recordó la muchacha.

«Iría muy de prisa si usted me acompañase», fue lo que quería decir Martin al imaginarse un universo infinito, de lugares bañados por el sol y de noches estrelladas, que recorría con la muchacha en brazos, mientras el cabello rubio le acariciaba la cara. En aquel preciso instante, Martin se dio cuenta de lo inadecuado que, desgraciadamente, resultaba el lenguaje. ¡Buen Dios! ¡Si pudiera construir una frase para que ella viese lo mismo que él estaba viendo! Y, de súbito, sintió, cual la punzada del dolor, el deseo de describir y de pintar aquellas visiones que le cruzaban por la mente. ¡Así era! Entonces, había dado con el secreto. Era eso lo que hacían los grandes maestros de la prosa y de la poesía. Por eso eran como gigantes. Sabían cómo expresar lo que pensaban, lo que sentían y cuanto veían. Los perros dormidos al sol gruñen y ladran con frecuencia, pero no son capaces de explicar lo que han visto para comportarse así. Martin se lo había preguntado con frecuencia. Y él no era más que un perro dormido al sol. Le acudían hermosas visiones, pero sólo podía gruñirle a Ruth. Sin embargo, esto iba a concluir pronto. Se pondría en pie, con los ojos muy abiertos, para esforzarse y trabajar y aprender, hasta que, con los ojos muy abiertos y la palabra ágil, pudiese compartir con ella todos sus ensueños. Otros hombres habían descubierto el modo de expresarse, de hacer de las palabras obedientes servidores y a combinarlas de modo que juntas tuvieran más significado que separadamente. Le impresionó mucho haber descubierto el secreto y, de nuevo, se sumió en el ensueño de lugares bañados por el sol y de noches estrelladas… hasta que se dio cuenta de que reinaba un gran silencio. Entonces, vio que Ruth le miraba sorprendida y sonriendo.

—Acabo de tener una gran visión —dijo y, al sonido de aquellas palabras, el corazón le brincó en el pecho.

¿De dónde procedía aquella voz? Había expresado muy adecuadamente la pausa que el ensueño impusiera en la conversación. Era como un milagro. Jamás había sabido exponer sus pensamientos de manera tan precisa. Allí estaba. Ésa era la explicación. No lo había intentado nunca. Por el contrario, lo intentaron Swinburne, Tennyson, Kipling y todos los demás poetas. Recordó su artículo sobre los pescadores de perlas. No pretendió sacar a flote el sentido de la belleza que ardía en él. Aquel artículo iba a ser muy distinto cuando lo concluyese. Se sentía abrumado por la infinita belleza que, por derecho, le pertenecía. Entonces, a impulsos de su imaginación, se preguntó por qué no podía cantar la belleza igual que los grandes poetas. Y, también, estaban la misteriosa delicia y la maravillosa espiritualidad de su amor por Ruth. ¿Por qué no podía también cantar eso, igual que los poetas? Ellos habían cantado el amor. También él. ¡Maldito si…!

La exclamación retumbó en sus propios oídos, asustándole. A impulsos del entusiasmo, lo había dicho en voz alta. La sangre le afluyó a la cara, hasta vencer el bronceado de la piel, hasta que el resplandor de la vergüenza le dominó desde el cuello a las raíces del pelo.

—Perdone… me —murmuró—. Estaba pensando.
—Me pareció que rezaba —repuso la muchacha, tranquila en apariencia, pero sintiéndose estremecer interiormente.

Era la primera vez que oía un juramento en boca de un amigo y estaba sobresaltada, no por cuestión de principio ni a consecuencia de su educación, sino a causa de la manera como aquel asomo de vida había irrumpido en el jardín de su cuidada doncellez.

Sin embargo, lo perdonó, sorprendiéndose del poco esfuerzo que le costaba. Por algún motivo, no le resultaba difícil perdonar a Martin. Éste no había tenido oportunidad de ser como otros hombres, pero lo intentaba con todas sus fuerzas y, además, lo estaba consiguiendo. Ni por un momento se le ocurrió a la muchacha que pudiese haber otra razón para mostrarse bondadosa con el marinero. Se sentía muy inclinada hacia él, pero lo ignoraba. Tampoco tenía medios de averiguarlo. La placidez de veinticuatro años sin un solo idilio no le permitían comprender sus propios sentimientos, y Ruth, que jamás se había abrasado de amor, no advertía que entonces se estaba encendiendo.

CAPÍTULO XI

MARTIN se dedicó de nuevo a su artículo sobre los pescadores de perlas, que hubiese concluido mucho antes de no interrumpirlo con sus intentos de escribir poesía. Todos sus poemas eran amorosos, inspirados en su pasión por Ruth, pero no terminó ninguno. En un solo día, no podía aprender a cantar en nobles versos. El ritmo, la métrica y la estructura eran de por sí difíciles, pero, además, Eden había percibido en la poesía algo intangible y sutil, que iba más allá y que no sabía inyectar en sus composiciones. Era el espíritu de la poesía que, pese a sentirlo y a buscarlo, no lograba alcanzar. Semejaba un vago espejismo, algo como un resplandor impreciso y fugaz, siempre fuera de su alcance, aunque, en ocasiones, Martin se hiciera con alguno de sus retazos, convirtiéndolos en frases que le resonaban en la mente o desfilaban rápidas por su imaginación. Resultaba desconcertante. Martin sufría ante la necesidad de expresarse y no podía hacer otra cosa más que balbucear, igual que todo el mundo. Solía leer sus composiciones en voz alta. La métrica era perfecta y el ritmo estaba bien marcado, pero faltaba la exaltación que en su interior sentía. No lograba comprenderlo y, una y otra vez, desesperado y deprimido, volvía a su artículo. La prosa era, indudablemente, un medio mucho más sencillo.

Después del de los pescadores de perlas, escribió uno acerca de la profesión de marinero, otro sobre la caza de tortugas y un tercero sobre los vientos alisios. Tras esto, decidió probar suerte con un relato breve y, antes de darse cuenta, había concluido seis, que envió a diversas revistas. Escribía sin descanso, intensamente, desde la mañana hasta bien entrada la noche, excepto cuando iba a la biblioteca o visitaba a Ruth. Se sentía feliz por completo. La vida tenía grandes alicientes. Le dominaba una fiebre que no amainaba nunca. Poseía entonces el goce de la creación, que sólo atribuían a los dioses. La vida que le rodeaba, el hedor de verduras rancias y de jabón barato, la deformada figura de su hermana y el semblante desdeñoso de Mr. Higginbotham, no constituían más que un sueño. El verdadero mundo se encontraba en su mente y, cuantos relatos escribía, eran otros tantos fragmentos de esa realidad.

Los días resultaban demasiado cortos. ¡Había tanto que estudiar! Redujo a cinco las horas de sueño, comprobando que podía resistirlo. Luego, intentó dejarlo en cuatro y media, pero no tuvo más remedio que volver a lo anterior. Con gusto hubiera dedicado toda la jornada a una sola de sus actividades. Lamentaba dejar de escribir para dedicarse al estudio y, a su vez, lamentaba tener que interrumpir éste para irse a la biblioteca, costándole un gran esfuerzo marcharse de la sala de cartas marinas del saber humano, donde se guardaban los secretos de aquellos autores que sabían vender sus obras. Lo mismo le ocurría, al llegar el momento de separarse de Ruth, pero, luego, se dirigía a casa por unas oscuras callejuelas para llegar antes a sus libros. Y lo que más le costaba era poner a un lado los textos de álgebra y de física, guardar el cuaderno y el lápiz y cerrar sus fatigados párpados para dormirse. Le resultaba intolerable decirse que dejaría de vivir, aunque fuese por un breve tiempo, y sólo le consolaba haber dispuesto el despertador para dentro de cinco horas. Al cabo de ese espacio, el timbre del reloj le sacaría, nuevamente, de la inconsciencia e iba a tener ante sí otro magnífico día de diecinueve horas.

Mientras, pasaban las semanas, se iba agotando el dinero y no tenía ingresos. Al mes de haberla enviado, del Youth Companion le devolvieron la narración. La nota en que se le informaba que la rechazaban, estaba redactada con tal amabilidad que Martin se sintió agradecido al director. No le ocurrió lo mismo con el San Francisco Examiner. Martin le había escrito al cabo de dos semanas de espera. Volvió a hacerlo a la siguiente. A fines de mes, se presentó en el edificio del periódico para ver al director. No obstante, no logró entrevistarse con tan alto personaje a causa de una especie de cancerbero que, en la persona de un botones, de pocos años y cabello rojo, guardaba el portal. A la quinta semana, recibió el manuscrito, sin comentarios. No había explicación alguna. El resto de sus artículos estaban repartidos por diversos periódicos de San Francisco. Al devolvérselos, Eden los enviaba a revistas del Este, que no tardaban en hacer lo mismo, con la consabida nota.

Idéntica suerte corrieron sus cuentos. Martin los fue releyendo y le gustaron tanto que no pudo explicarse la causa de que los rechazasen, hasta que se enteró de que los originales debían ir siempre a máquina. Ésa era la explicación. Los directores estaban tan ocupados que no podían perder tiempo y energías en leer manuscritos. Martin alquiló una máquina e invirtió todo un día en aprender a manejarla. A diario copiaba cuanto había escrito, así como sus primeros trabajos en cuanto se los devolvían. Se sorprendió de que le ocurriese lo mismo pese a estar a máquina. La mandíbula se le hizo más cuadrada, la barbilla más agresiva y empaquetó los originales para enviarlos a otros editores.

Al fin se dijo que quizá no fuese un buen juez de su propio trabajo. Hizo la prueba con Gertrude. Le leyó sus relatos en voz alta. Los ojos de su hermana brillaron y le contempló con orgullo al decirle:

—Es formidable que sepas escribir así.
—Bueno, bueno —indagó Martin impaciente—. ¿Qué te ha parecido el cuento?
—Formidable —le respondió—. Formidable y muy emocionante. Yo estaba sobre ascuas.

Martin se dio cuenta de que Gertrude no se había aclarado. En su bondadoso semblante se reflejaba la perplejidad. Por tanto, esperó.

—Dime una cosa, Martin, ¿cómo termina? ¿Se casa con ella ese chico tan bien hablado? —Una vez su hermano le hubo expuesto lo que imaginaba estar más que obvio, añadió—: Eso es lo que quería saber. ¿Por qué no lo escribiste así?

Una cosa aprendió Martin después de leerle algunos relatos; esto es, que a su hermana le agradaban los finales felices.

—El cuento me encanta —declaró Gertrude, con un suspiro de cansancio, mientras se enderezaba del lavadero y se secaba el sudor con una mano húmeda y enrojecida—, pero me ha dejado triste. Me dan ganas de llorar. Ya hay demasiadas cosas tristes en esta vida. Me anima el pensar en cosas alegres. Bueno, si el protagonista se hubiese casado con ella… ¿No te importa, Martin? —indagó con premura—. Yo lo siento así, quizá porque estoy muy cansada. Pero el cuento es formidable, sencillamente formidable. ¿A quién se lo vas a vender?
—Ésa es otra historia —comentó su hermano riendo.
—Si lo vendieras, ¿cuánto te iban a dar?
—Unos cien dólares, por lo menos, según están los precios.
—¡Vaya! Ojalá lo vendas.
—Dinero fácil, ¿eh? —Luego, añadió con orgullo—: Lo escribí en dos días.

Martin ansiaba leerle sus relatos a Ruth, pero no se atrevía. Decidió esperar a que le publicasen alguno y, entonces, la muchacha iba a comprender en qué se ocupaba.Mientras, seguía trabajando. Jamás había sentido con tanta fuerza la atracción de la aventura, como en esas exploraciones de su propia mente. Se compró libros de texto de álgebra, de física y de química, que estudiaba a conciencia, procurando resolver todos los problemas. Partiendo de las pruebas de laboratorio allí indicadas, su poderosa imaginación le permitía ver las reacciones de los cuerpos con más claridad que la mayoría de estudiantes en las prácticas. Martin se internaba en las páginas de aquellos volúmenes, abrumado por los numerosos datos que obtenía acerca de la naturaleza de las cosas. Había aceptado el mundo sin profundizar, pero ahora comprendía el juego interpuesto de la fuerza y de la materia. En su cerebro, brotaban espontáneamente continuas explicaciones acerca de asuntos muy conocidos. Le fascinaban las palancas y las grúas y no cesaba de pensar en los aparejos de los buques. Le resultó perfectamente clara la teoría de la navegación, que permite a las embarcaciones seguir, sin equivocarse de rumbo, su ruta por el mar. Se le aclararon los misterios de las tormentas, de la lluvia y de las mareas y la razón de que existiesen los vientos alisios, lo que le hizo preguntarse si no se habría apresurado al escribir su artículo sobre ellos. Ahora hubiese podido hacerlo mejor. Cierta tarde, acompañó a Arthur a la Universidad de California y, conteniendo la respiración en un recogimiento casi religioso, recorrió los laboratorios y asistió a las distintas pruebas, para, al fin, escuchar las explicaciones del profesor de física.

Pero no abandonaba el escribir. De su pluma, fluían continuos relatos y se lanzó a las formas más sencillas de la poesía, aquellas que veía impresas en las revistas, si bien perdió la cabeza dedicando tres semanas completas a una tragedia en verso blanco, llevándose la mayor sorpresa de su vida cuando la rechazaron media docena de editores. Luego, descubrió a Henley y escribió una serie de poemas acerca del mar, tomando por modelo sus Hospital Sketches. Eran muy sencillos, llenos de luz, de color y de aventuras. Los tituló Lírica marina, considerando que eran lo mejor que, hasta entonces, había hecho. Eran treinta en total y los compuso, en un mes, a razón de uno al día, tras concluir su trabajo habitual. De hecho, sus jornadas equivalían a toda una semana de esfuerzos de cualquier escritor consagrado. El esfuerzo nada le importaba a Martin. Para él, no lo era. Había descubierto el lenguaje y, cuantas maravillas y bellezas estuvieron durante años selladas tras sus inarticulados labios, pugnaban ahora por salir en un torrente impetuoso y viril.

A nadie mostró las Lírica marina, ni siquiera a los editores. Desconfiaba de ellos. Pero no era eso lo que le impidió ofrecérselos. Consideraba aquellos poemas tan hermosos, que quiso guardarlos para poderlos compartir con Ruth en algún lejano día en que, al fin, se atreviese a leerle cuanto había escrito. Hasta entonces, decidió conservarlos, releyéndolos con tanta frecuencia que llegó a saberlos de memoria.

Vivía intensamente cada minuto de las horas en que estaba despierto y no cesaba, durante las cinco de descanso, convirtiendo los pensamientos y sucesos del día en maravillas grotescas e imposibles. Sus visitas a Ruth se hacían más raras, pues se acercaba junio, en que la muchacha recibiría su título y abandonaría la Universidad. ¡Bachiller en artes! Al pensarlo, le parecía a Martin que ella se le escapaba mucho más de prisa de lo que la podía alcanzar.

Ruth le dedicaba una velada a la semana y, como llegaba tarde, solía quedarse a cenar. Luego, ella tocaba el piano. Ésos eran los únicos días de fiesta de Martin. La atmósfera de aquella casa, tan distinta a la suya, y el solo hecho de estar a su lado, le imprimía, en cada ocasión, mayor firmeza en su propósito de escalar las cumbres. Pese a toda la belleza que en Martin vivía y a su ansia de crear, era únicamente por Ruth por lo que se esforzaba. Era, en primer lugar y ante todo, un enamorado. El resto, lo subordinaba al amor. Mucho más intensa que su aventura en el campo de las ideas, lo era su aventura en el campo de los sentimientos. El mundo no era extraordinario a causa de las moléculas y de los átomos que lo componían, según las propulsiones de una fuerza irresistible. Lo que lo hacía más sorprendente era el hecho de que en él viviese Ruth. La muchacha era lo más extraordinario de cuanto él había conocido, soñado o imaginado.

No obstante, siempre turbaba a Martin el hecho de lo alejada que parecía de todo. Ni siquiera sabía cómo acercársele. Eden había tenido mucho éxito entre las chicas y las mujeres de su clase, pero no amó a ninguna de ellas, mientras que amaba a ésta, que no sólo pertenecía a otra clase. El propio amor de Eden la elevaba sobre todas las clases. Era un ser aparte, tanto que no sabía cómo aproximársele. Es cierto que, conforme Martin se educaba y mejoraba su léxico, se iban sintiendo más cerca, ya que hablaban el mismo idioma y descubrían y compartían ideas y satisfacciones. Pero esto no colmaba sus ansias de enamorado. Su imaginación la había sacralizado, espiritualizándola en exceso para que tuviesen relación carnal. Eran sus propios sentimientos los que la apartaban de él y le hacían creerla un imposible. El amor le negaba lo único que de veras deseaba.

Y, de súbito, sin previo aviso, un día salvaron el abismo durante un breve instante y, si bien luego volvió a abrirse, no era ya tan amplio. Habían estado comiendo cerezas, cerezas gordas y sabrosas, con un jugo del color del vino negro. Más tarde, la muchacha leyó en voz alta The Princess y Martin advirtió que ella tenía los labios manchados de aquella fruta. Por un momento, Ruth perdió toda su espiritualidad. Al fin y al cabo, no era más que barro, sujeta a las leyes del barro, lo mismo que él y lo mismo que todo el mundo. Sus labios eran de carne, igual que los suyos, y las cerezas los manchaban, como a los suyos. Y si eso ocurría con sus labios, lo mismo ocurría con todo. Era una mujer, nada más y nada menos que una mujer, igual que cualquier otra. A Martin se le ocurrió bruscamente. Fue como una revelación que le dejó estupefacto. Sintió lo mismo que si hubiese visto el sol caerse de los cielos.

Luego, Martin comprendió todo el significado de su descubrimiento y el corazón comenzó a latirle, impulsándole a comportarse como un enamorado ante esta mujer, que no era un espíritu de otro mundo, sino una simple mujer, cuyos labios manchaban las cerezas. Martin casi temblaba ante la audacia de sus pensamientos, pero el alma le cantaba, y la razón, con ánimo triunfal, le decía que estaba en lo cierto. Algo de lo que a Eden le ocurría debió alcanzar a la muchacha, ya que interrumpió su lectura y le miró sonriendo. La mirada del marino descendió desde sus ojos azules a sus labios y la mancha de cerezas casi le enloqueció. Sus brazos estuvieron a punto de enlazarla, como en los pasados días de su turbulencia. Ruth parecía inclinarse hacia él, igual que si lo esperase, y Martin necesitó de toda su fuerza de voluntad para contenerse.

—No ha entendido usted una sola palabra —dijo Ruth.

Entonces, rompió a reír, divertida por la confusión de Martin y, cuando éste la miró a los ojos, pudo comprobar que ella nada había adivinado de cuanto ocurría en su interior. Esto le humilló. Era cierto que sus pensamientos se hicieron demasiado audaces. Sin embargo, de cuantas mujeres conocía ninguna hubiese dejado de sentir lo que le ocurría, excepto aquélla. Ruth no supo adivinarlo. Ahí residía la diferencia. Ruth era distinta. Martin quedó anonadado por su grosería y por la gran inocencia de la muchacha y volvió a mirarla a través del abismo. El puente se había desplomado.

Sin embargo, el incidente no podía dejar de aproximarles. Su recuerdo se mantuvo y, en los instantes en que Martin se sentía más alejado de ella, lo recordaba con placer. El abismo ya nunca volvió a ser tan amplio. Martin había avanzado mucho más que de obtener un título de bachiller o una docena de títulos. Ruth era pura, ciertamente y mucho más de lo que él sabía de la pureza, pero las frutas le manchaban los labios. Estaba sujeta a las inexorables leyes de la Naturaleza, igual que todo el mundo. Necesitaba comer para sobrevivir y se resfriaba al mojarse los pies. Pero no se trataba de eso. Si Ruth sentía el hambre, la sed, el calor y el frío, asimismo podía sentir amor, amor por un hombre. Pues bien, él era un hombre. ¿Por qué no iba él a ser aquel hombre?

—Sólo de mí depende —solía murmurar—. Yo seré ese hombre. Yo conseguiré ser ese hombre. Voy a triunfar.

(Continuará)

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