Martin Eden (IV)

Jack London









CAPÍTULO VII

HABÍA transcurrido una semana de continuas lecturas desde la primera noche en que conoció a Ruth, y Martin aún no se atrevía a visitarla. Continuamente se proponía irla a ver, pero, ante las muchas dudas que le asaltaban, su decisión moría. Ignoraba el momento adecuado para presentarse en su casa y, como nadie se lo podía explicar, temía cometer una falta irremediable. Se había separado de sus antiguos compañeros y de sus antiguas costumbres, pero, como no había adquirido otros nuevos, nada le quedaba más que leer, y las muchas horas que a eso dedicaba hubiesen enfermado a una docena de ojos normales. Sin embargo, los suyos eran fuertes, apoyados por un cuerpo extraordinariamente musculoso. Además, su mente estaba limpia. Así se mantuvo durante toda su existencia en lo que se refería a los libros y, entonces, estaba madura para que la sembrasen. Jamás sufrió la fatiga del estudio y se aferraba al saber de los libros con fuertes dientes, que nunca soltaban la presa.

Al final de la semana, le parecía que habían pasado siglos, tan lejos quedaban sus antiguos hábitos y opiniones. Pero le desorientaba su incultura. Intentaba leer libros que requerían años de especialización. Un día se llevaba un libro de filosofía antigua y, al siguiente, otro ultramoderno, con lo que la cabeza comenzaba a darle vueltas a causa de las contradicciones. Lo mismo le ocurrió con los economistas. En una estantería de la biblioteca, encontró a Karl Marx, a Anderson, a Adam Smith y a Miller y las complicadas ideas de uno no daba indicación alguna de que las del resto estuvieran periclitadas. Se sentía desconcertado, pero, así y todo, quería seguir aprendiendo. En una misma jornada, se sintió interesado por la economía, la industria y la política. Cierta mañana, al pasar por el City Hall Park[6], vio un grupo de hombres, en el centro de los cuales se advertía a una media docena de rostros encendidos, que, a gritos, sostenían una discusión. Se unió a los curiosos y descubrió una nueva lengua en boca de los filósofos del pueblo. Uno de ellos era un vagabundo, otro un agitador y el tercero un estudiante de leyes. El resto se componía de trabajadores. Por primera vez oyó hablar de socialismo, de anarquismo y del impuesto único, enterándose de que había varias doctrinas sociales en pugna. Oyó centenares de palabras técnicas, que le resultaban totalmente nuevas, pertenecientes a campos del pensamiento que no alcanzaron sus lecturas. Por tal motivo, no pudo seguir bien la discusión, limitándose a suponer lo que se expresaba en aquellos términos desconocidos. Había un camarero de ojos negros que era teósofo, un panadero que era agnóstico, un viejo que les sorprendió a todos con la extraña filosofía de que lo que es, está bien y otro anciano que discurseaba incansablemente acerca del cosmos y de los átomos.

La cabeza le estallaba a Martin Eden cuando, al cabo de varias horas, se dirigió a la biblioteca en busca de la definición de una docena de palabras. Al salir de allí, llevaba bajo el brazo cuatro volúmenes: las obras de Madame Blavatsky tituladas Doctrina secreta, Progreso y pobreza, La quintaesencia del socialismo y Guerra entre la religión y la ciencia. Por desgracia, leyó primero Doctrina secreta. En cada línea encontró palabras de muchas sílabas que no comprendía. Sentado en la cama, debía consultar el diccionario mucho más que el libro. Encontró tal cantidad de términos nuevos que, cuando volvían a aparecer, había olvidado su significado y debía buscarlo una vez más. Decidió anotarlos en una libreta y llenó así página tras página. Y seguía sin comprender nada. Estuvo leyendo hasta las tres de la madrugada, hora en que la cabeza le daba vueltas, pero apenas había comprendido una sola idea. Al levantar la vista, le pareció que la habitación se agitaba igual que un barco en alta mar. Entonces, lanzó Doctrina secreta al otro lado del dormitorio, junto con varias maldiciones, apagó el gas y, procurando tranquilizarse, se dispuso a dormir. Con los otros tres volúmenes no tuvo más suerte. No es que su mente fuese débil o incapaz. Podía pensar en todo aquello, pero no la habían entrenado a pensar ni, tampoco, le dieron las herramientas precisas para hacerlo. Martin se daba cuenta de esto y estuvo pensando en no leer nada más que el diccionario hasta conocer cada una de las palabras que contenía.

Sin embargo, la poesía era su gran distracción, por lo que leyó mucha, gozando en extremo con los autores sencillos, que le resultaban más comprensibles. Amaba la belleza y la encontró en todos ellos. La poesía, lo mismo que la música, le emocionaban profundamente y, aunque lo ignorase, preparaba su cerebro para las otras tareas más importantes que iba a emprender. Las páginas de su mente estaban en blanco y, sin mucho esfuerzo, gran parte de lo que leía y apreciaba se iba imprimiendo en ellas, de modo que muy pronto pudo tener la satisfacción de repetirse, en voz alta o en susurros, la belleza de lo que había leído. Luego, descubrió Mitos clásicos de Gayley y La era de las fábulas de Bullfinch, que estaban juntos en la misma estantería. Fue como una gran luz sobre su ignorancia, por lo que leyó poesía con mayor avidez.

El bibliotecario había visto a Martin con tanta frecuencia que se mostraba muy amable, saludándole con una sonrisa y una inclinación de cabeza cada vez que entraba. Por eso, Martin pudo reunir el necesario valor. Dejó unos libros sobre la mesa y, mientras el otro sellaba las tarjetas, murmuró:

—Oiga, quisiera preguntarle una cosa.

El bibliotecario le prestó atención, sonriendo.

—Cuando conoces a una señorita, que te invita a ir a visitarla, ¿cuánto se ha de esperar?

Martin sintió que le oprimía la camisa y que se le pegaba a la piel a causa del sudor.

—Pues yo diría que el que se quiera —respondió el otro.
—Sí, pero esto es distinto —objetó Eden—. Ella… Yo… Verá, la cuestión es ésta: quizá no la encuentre en casa. Estudia en la Universidad.
—Pues vuelva otro día.
—No me he expresado bien —confesó Martin nervioso, decidido a ponerse a merced de su interlocutor—. Soy un tipo poco educado, que nunca frecuentó la sociedad. Esa chica es todo lo que yo no soy, y yo no soy nada de lo que ella es, No creerá usted que estoy haciendo el tonto, ¿verdad?
—En absoluto, se lo aseguro —protestó el otro—. Su pregunta nada tiene que ver con mi departamento, pero celebraré mucho poderle ayudar.

Martin le contempló admirado.

—Si pudiese garlar así, estaría más tranquilo —confesó.
—¿Cómo dice?
—Quiero decir que quisiera hablar tan fino y claro como usted.

El bibliotecario asintió, comprendiendo.

—¿Qué hora es la mejor? Al mediodía, ¿no muy cerca de la comida? ¿Por la tarde? ¿Un domingo?
—Mire —respondió el bibliotecario con una súbita inspiración—. Llámela por teléfono y pregúnteselo.
—Eso haré —repuso Martin recogiendo los libros. Antes de irse, indagó—: Cuando se habla con una señorita, por ejemplo, Miss Lizzie Smith, ¿hay que llamarla Miss Lizzie o Miss Smith?
Miss Smith —afirmó el bibliotecario con decisión—. Llámela siempre Miss Smith, hasta que se conozcan mejor.

Así se resolvió el gran problema de Martin Eden.

—Venga cuando quiera; no voy a salir en toda la tarde —fue la respuesta de Ruth a su balbuceante pregunta de cuándo podría devolverle los libros que le prestara.

Ella misma le recibió en la puerta y sus ojos de mujer advirtieron, en seguida, sus planchados pantalones, así como un ligero pero indefinible cambio en mejor. También le sorprendió su rostro. Su salud resultaba casi violenta, como si emanase de él para alcanzarla en oleadas de fuerza. La muchacha volvió a sentir el deseo de apoyarse en Eden, en busca de protección, maravillándose del efecto que su presencia le producía. Y Martin, a su vez, experimentó aquella extraña sensación de arrobo al estrecharle la mano. La diferencia entre ambos era que Ruth se mantenía fría y serena, mientras que él se ruborizaba hasta las raíces del cabello. La siguió con su antigua torpeza, balanceando los hombros con riesgo para cuanto estaba en su camino.

Una vez sentados en la sala, comenzó a sentirse más tranquilo, mucho más de lo que imaginaba. Ruth le facilitó enormemente las cosas y la gentileza con que lo hizo le obligó a amarla mucho más. Primero, hablaron de los libros que la muchacha le prestara, de Swinburne, que a él tanto le gustaba, y de Browning, al que no comprendía. Ruth condujo la conversación de un tema a otro, mientras meditaba acerca del problema de cómo le podía ayudar. Había pensado mucho en eso desde su primer encuentro. Deseaba ayudarle. Martin despertaba su piedad y su ternura, de un modo como nadie lo hiciera antes, pero en eso no había humillación, sino instinto maternal. Su piedad no podía ser de las corrientes, cuando el causante era tan hombre que la asustaba y le hacía experimentar unas inquietantes y desconocidas sensaciones. Seguía allí la antigua fascinación del cuello, y a Ruth le resultaba agradable pensar en acariciarlo. Aún le parecía un deseo descocado, pero se iba acostumbrando a sentirlo. No imaginaba que el amor se mostrase bajo ese disfraz. Tampoco imaginaba que fuese amor lo que él le inspiraba. Ruth creía que se interesaba en Martin únicamente porque era un tipo poco habitual, que poseía grandes cualidades en potencia. Incluso lo miraba como un acto de filantropía.

También ignoraba que le deseara. Sin embargo, en Martin resultaba todo distinto. Sabía que la amaba y que la deseaba, como no deseara nada en su vida. Le atraía la poesía a causa de su belleza, pero, desde que la conoció, sus conceptos se habían ampliado enormemente. Ella se lo había hecho comprender, mucho mejor que Bullfinch y que Gayley. Había un verso, que una semana antes no le hubiese llamado la atención: «Y el enamorado loco dispuesto a morir por un beso.» Sin embargo, ahora no lo podía olvidar. Le maravillaba cuán cierto era. Al mirar a Ruth, se dijo que también él moriría por un beso. Se sentía como el enamorado loco y ninguna acolada de caballero podía producirle mayor orgullo. Ya comprendía el significado de las palabras y con qué fin había él nacido.

Conforme la escuchaba y la iba mirando, se fue haciendo más osado. Revivió el delicioso contacto de su mano en la puerta y deseó sentirlo de nuevo. Su mirada se detenía con frecuencia en los labios de la muchacha y los ansiaba casi con dolor. Pero no había en ello nada grosero ni materialista. Le producía una grata sensación contemplarlos mientras se movían para articular palabras. No eran unos labios vulgares, como poseen todos los hombres y todas las mujeres. No estaban hechos de simple barro humano. Eran puro espíritu y su deseo por ellos semejaba muy distinto al que experimentó por los de otras mujeres. Quería besarlos, apoyar en ellos sus labios físicos, pero lo hubiese hecho con idéntico fervor con el que se besa el manto de Dios. No tenía consciencia del cambio de valores operado en su ánimo, por lo que no se daba cuenta de que la luz, que se encendía en sus ojos cuando la miraba, era la misma que en todos aquellos en quienes prende la llama del amor. Tampoco imaginaba lo ardiente y masculina que era su mirada ni el modo como su intensidad alteraba la alquimia del espíritu de Ruth. La frágil virginidad de la muchacha le exaltaba, disfrazando sus pensamientos, por lo que le hubiese sorprendido saber que el brillo de sus pupilas despertaba en ella idéntico calor.

Ruth se sentía ligeramente alterada y, en más de una ocasión, aunque ignorase la causa, tuvo que esforzarse para seguir el hilo de sus pensamientos. La muchacha tenía facilidad de palabra y tales interrupciones la hubiesen sorprendido de no decirse que se debía a que Martin era un tipo extraordinario. Se sabía muy sensible a toda clase de impresiones y nada tenía de particular que la afectase el aura emanada de aquel viajero de otro mundo.

Lo que inconscientemente más la preocupaba era cómo ayudarle, de modo que a ese fin dirigió la conversación. Sin embargo, fue Martin quien primero lo mencionó.

—Me pregunto si usted podría darme unos consejos —dijo y, al ver que ella asentía, el corazón le brincó en el pecho—. ¿Recuerda que la otra vez que estuve aquí dije que no podía hablar de libros y de cosas parecidas porque no sabía nada? Pues bien, desde entonces he estado pensando mucho. He pasado horas y horas en la biblioteca pública, pero la mayor parte de lo que he leído no me entraba. Quizá debí empezar por abajo. He tenido pocos estudios. Trabajé de firme desde que era un crío y al ir a la biblioteca, interesándome de modo distinto en los libros y leyendo libros distintos, he llegado a la conclusión de que no voy por buen camino. Verá, los que se encuentran en los campamentos ganaderos y a bordo de un buque, no son los mismos que, por ejemplo, hay en esta casa. Bien, pues a esa clase de lecturas me había acostumbrado. Sin embargo, y no es que presuma, soy algo distinto de la gente con la que trataba. No es que me crea superior a los marineros y a los vaqueros con los que he trabajado, pues también fui vaquero durante un tiempo, pero siempre me gustó leer y lo hacía en cuanto me era posible. Creo que tengo ideas distintas a las de ellos.
»Pero, al grano. Jamás había visitado una casa como ésta. Cuando vine hace una semana y la vi, junto con usted, su madre y sus hermanos, me gustó mucho. Algo había leído de eso en libros y, al darme cuenta de cómo vivían, me dije que en los libros no se mentía. Pero lo que quiero decir es que me gusta. Lo deseaba. Y sigo deseándolo. Deseo respirar el aire que hay en esta casa, un aire lleno de libros y de cuadros, donde la gente habla en voz baja, es limpia y tiene pensamientos limpios. El aire que yo siempre he respirado huele a comida, a alquileres, a riñas y a latigazos y, además, eso es de lo único que hablan. Cuando la vi a usted cruzando la habitación para besar a su madre, me dije que no había nada más hermoso. He visto bastante en este mundo y creo que incluso más que la mayoría de los que iban conmigo. Me gusta enterarme de las cosas y quiero saber más y verlo todo de modo distinto.
»Pero a lo que iba. Se trata de lo siguiente: Quiero entrar en la clase de vida que llevan en esta casa. En el mundo hay algo más que latigazos, trabajo e ir de un lado a otro. ¿Cómo voy a conseguirlo? ¿Por dónde empiezo? Estoy dispuesto a ganarme el pasaje y le aseguro que consigo vencer a la mayoría si hace falta arrimar el hombro. Cuando me pongo, no descanso ni de día ni de noche. Quizá le sorprenda que se lo pregunte. Sé que es usted la última persona a quien debía pedírselo, pero no conozco otra… excepto Arthur. Puede que debiese hablar con él…

Se le ahogó la voz. Sus firmes propósitos se vieron detenidos al comprender que debía dirigirse al hermano y que se estaba poniendo en ridículo. Ruth tardó en contestar. La absorbía el intento de reconciliar aquellas palabras, y su sentido elemental, con lo que estaba viendo en el rostro de Martin. No recordaba unos ojos que expresaran mayor fuerza. Lo que en ellos leyó, fue que había allí un hombre capaz de todo, cosa que compaginaba mal con cuanto acababa de oír. Por otra parte, la mente de la muchacha era tan rápida y compleja que no sabía apreciar la sencillez en su justo valor. No obstante, percibía el poder en su interlocutor. Le dio la impresión de un gigante que se debatiera con las ligaduras que le mantenían sujeto. Cuando habló, su expresión era de profunda simpatía.

—Usted mismo se ha dado cuenta de lo que necesita. Se limita a la educación. Debe volver al colegio, para acabar la primaria y, luego, seguir hasta la Universidad.
—Para eso hace falta dinero —la interrumpió Eden.
—Claro —exclamó ella—. No se me había ocurrido. ¿No tiene usted parientes o alguien que le pueda ayudar?

Martin negó con la cabeza.

—Mis padres murieron. Tengo dos hermanas, una está casada y supongo que la otra no tardará en estarlo. Tengo, también, una serie de hermanos, pues soy el menor, pero nunca ayudaron a nadie. No hacen más que ir de un lado a otro en busca de fortuna. El mayor murió en la India. Dos están en África del Sur, otro va en un ballenero y otro con un circo; es trapecista. Supongo que soy igual que ellos. Me las he compuesto solo desde que tenía once años, que es cuando murió mi madre. Con los estudios, también tendré que arreglármelas solo y lo que quiero saber es por dónde he de empezar.
—Pues yo diría que lo primero es conseguir una gramática. Su forma de expresarse es… —La muchacha iba a decir «horrible», pero se contuvo— no demasiado correcta.

Martin se ruborizó mientras comenzaba a sudar.

—Sé que hablo una especie de jerga que a usted le resultará incomprensible. Pero no conozco otras palabras. Bueno, algunas sí, por haberlas visto en los libros, pero no consigo pronunciarlas bien y por eso no las uso.
—No es lo que dice, sino el modo como lo dice. ¿Le importa que le hable con franqueza? No deseo ofenderle.
—¡No, no! —se apresuró a decir Martin mientras interiormente la bendecía por su bondad—. Dispare. Debo saberlo y prefiero que sea con usted que con cualquiera otro.

Ruth le dio algunas explicaciones, tras lo cual dijo:

—Lo que necesita es una gramática. Voy a buscarla y le explicaré por dónde debe empezar.

Mientras la muchacha se ponía en pie, Martin recordó algo que había leído en los tratados de urbanidad y, a su vez, se levantó, confiando en haber acertado y que ella no lo tomase como un signo de que se iba.

—Por cierto, Mr. Eden —exclamó Ruth cuando salía de la habitación—. ¿Qué son latigazos? Se lo he oído decir varias veces.
—¡Latigazos! —repitió él riendo—. Quiere decir whisky y cerveza, cualquier bebida que maree.
—Otra cosa —advirtió ella riendo—. No emplee nunca pronombres cuando hable de modo impersonal. De ese modo, no queda demasiado claro lo que se pretende.
—No lo comprendo.
—Pues lo que acaba usted de decirme: «whisky y cerveza, cualquier bebida que te maree». Es decir, que me marease a mí. ¿Se da cuenta?
—Pues la marearía, ¿no le parece?
—Desde luego —asintió ella sonriendo—. Pero sería más correcto que no me mezclase en ese asunto. Suprima el pronombre y verá que suena mucho mejor.

Cuando Ruth regresó con una gramática, acercó su silla a la de Martin, que se preguntó si debía ayudarla, y se sentó a su lado. Mientras leían, sus cabezas estaban muy juntas. Eden apenas escuchaba las explicaciones que ella le estaba dando acerca de cómo debía estudiar, impresionado por su proximidad. Sin embargo, lo olvidó todo cuando Ruth entró en materia. Había muchas cosas de las que nunca había oído hablar y se sintió fascinado al ir comprobando las interioridades del lenguaje. Se acercó más para ver la página, y un mechón de cabello le rozó la mejilla. En toda su vida no se había desmayado más que en una ocasión y le pareció que entonces iba a ocurrirle de nuevo. Apenas podía respirar y el corazón le latía con violencia. Jamás la muchacha le había parecido tan accesible como en aquel momento. Semejaba que hubiesen superado el profundo abismo que les separaba. Pero no había cambiado lo que por ella sentía. No fue Ruth la que descendió hasta él. Le parecía a Martin que, a través de las nubes, había podido ascender hasta encontrarla. Sus sentimientos por ella tenían el fervor de lo religioso. Con cuidado y lentamente, Martin apartó la cabeza del contacto que le electrizaba y que ella no había advertido.


CAPÍTULO VIII

PASARON varias semanas durante las que Martin Eden estudió la gramática, revisó los tratados de urbanidad y leyó cuantos libros le atraían. Las chicas del «Lotus Club» se preguntaban qué habría sido de él y abrumaban a Jim a preguntas. Los boxeadores aficionados que frecuentaban el gimnasio «Riley» se alegraban de que Martin tampoco fuese por allí. Éste había hecho otro descubrimiento en la biblioteca. Así como la gramática le había enseñado las interioridades del lenguaje, cierto libro hizo lo mismo con respecto a la poesía, por lo que estuvo aprendiendo métrica y construcción, enterándose del cómo y el porqué de aquella belleza que tanto amaba. En otro volumen, estudió la poesía como arte representativo, con numerosos ejemplos de los mejores autores. Nunca había leído novelas con tanto interés como esos libros. Y su mente ágil, que no conoció esfuerzos durante veinte años, impelida entonces por el deseo, asimilaba cuanto leía, con una firmeza poco común entre estudiantes.

Cuando, desde su nueva plataforma, Martin miraba atrás, le resultaba muy pequeño el mundo que había conocido, un mundo de tierras y de mares, de buques, marineros y arpías. Pero, no obstante, semejaba fundirse con el actual e irse ampliando. Su mente tendía a la unidad y le sorprendió mucho darse cuenta de los numerosos puntos de contacto que ambos tenían. Además, se sentía ennoblecido por los elevados pensamientos que de continuo aprendía en los libros. Esto le impulsó a creer, con mayor firmeza que nunca, que en las clases altas, como la de Ruth y su familia, los compartían todos, lo mismo hombres que mujeres, y que por ellos se guiaban. Aquí abajo, donde él vivía, estaba lo innoble y Martin quería purificarse de cuanto ensombreció su existencia, para elevarse hasta el reino sublime en que moraban las clases altas. Eden se había sentido presa de una vaga inquietud a lo largo de toda su infancia y de toda su adolescencia. Nunca supo lo que quería, pero quería algo que no le dejaba reposar, hasta que conoció a Ruth. Ahora, su inquietud casi resultaba aguda y dolorosa, pero, al fin, sabía con claridad que lo que quería era belleza, intelecto y amor.

Durante aquellas semanas, vio a Ruth una media docena de veces y en cada una de ellas se sentía más inspirado. La muchacha le ayudaba a pulir su manera de hablar y comenzó a enseñarle aritmética. Pero sus relaciones no se limitaban a los estudios elementales. Martin había vivido demasiado y su mente era demasiado madura para que se sintiera satisfecho con quebrados, raíces cuadradas y análisis. Por tanto, en ocasiones, la conversación se dirigía a otros temas, como el último libro por él descubierto o el poeta que estaba estudiando. Cuando Ruth le leía sus versos favoritos. Eden se sentía en el séptimo cielo de la dicha. Ninguna de las mujeres que trató tenían una voz como la suya. Su más leve sonido constituía un estímulo para su amor y se emocionaba con cualquiera de las palabras que pronunciaba. Era a causa de su calidad, de su decir pausado y de su modulación musical, consecuencia todo ello de una indefinible, suave y rica mezcla entre la cultura y un alma refinada. Mientras la escuchaba, no cesaban en sus oídos los gritos ásperos emitidos por bárbaras mujeres, por prostitutas y, en menor grado, por obreros y por muchachas de su clase. Luego, comenzaba el juego de las imágenes y todos desfilaban en su mente, como en una revista, multiplicando, por contraste, las cualidades de Ruth. También las aumentaba la certeza de que ella comprendía cuanto iba leyendo y que, a su vez, se exaltaba con la belleza de la palabra escrita. Una vez, la muchacha le leyó un largo poema y, en varias ocasiones, Martin pudo darse cuenta de que sus ojos se llenaban de lágrimas, hasta tal punto se excitaba su sentido estético. En aquellos momentos, las sensaciones de Ruth elevaban a Eden a sentirse casi como un dios y, cuando la miraba, mientras iba escuchándola, le parecía estar contemplando el rostro de la vida y leer sus más íntimos secretos. Entonces, al advertir la altura de sensibilidad alcanzada, comprendía que aquello era amor y que éste era lo mejor del mundo. Pasaba luego recuento, en los corredores de la memoria, a cuantas sensaciones había experimentado, borracheras, caricias de mujer, la violencia de las reyertas, y todas resultaban triviales comparadas con el sublime ardor que sentía. La situación era mucho más oscura para Ruth. La muchacha carecía de experiencia en asuntos sentimentales. Las únicas procedían de los libros, en que las cosas cotidianas se convertían en propias del reino de la fantasía. Poco sabía que aquel rudo marinero se le estaba clavando en el corazón y almacenando allí unas fuerzas que algún día iban a estallar, encendiéndola en llamas de fuego. Ruth desconocía el ardor de la pasión. Sus conocimientos eran puramente teóricos y concebía ese sentimiento como una centelleante llama, suave cual la caída del rocío o el murmullo del agua mansa, y tan serena como la oscuridad de las noches de verano. Su idea del amor era de un plácido efecto, al servicio de la persona amada, en una atmósfera en penumbra y perfumada por las flores, de calma etérea. Ni siquiera soñaba en las volcánicas convulsiones del amor, en su ardor lacerante y en sus amargas desilusiones. Tampoco conocía su propio potencial ni el del mundo, y las profundidades de la vida no eran para ella más que simples ilusiones. A juicio de Ruth, el afecto conyugal que existía entre sus padres constituía el mejor ejemplo de una afinidad amorosa y confiaba en que algún día, sin sobresaltos ni roces, iba a poder sumirse en una existencia igualmente plácida junto a la persona querida.

Por tanto, miraba a Martin Eden como a una novedad, a un ser extraño, y asociaba a esto los efectos que en su corazón producía. Simplemente, era lo natural. Experimentó sensaciones parecidas al contemplar a los animales salvajes en sus jaulas del zoológico o al presenciar una tormenta de nieve o la llamarada de un rayo. Había algo cósmico en todo eso y había algo cósmico en Martin. Llegaba hasta ella con el aliento de fuertes vientos y amplios espacios. En su semblante, relucía el resplandor del sol tropical y, en sus poderosos músculos, se advertía el vigor primario de la vida. Estaba marcado y cubierto de cicatrices del misterioso mundo de hombres y hechos violentos, cuyas fronteras comenzaban más allá del horizonte de Ruth. Era indomable y salvaje y, en lo más íntimo, la muchacha se sentía halagada en su vanidad por el hecho de que acudiese humildemente a ella. Asimismo, sentía el habitual impulso de domarle. Se trataba de algo inconsciente y Ruth estaba muy lejos de pensar que deseaba moldearle a semejanza de la imagen de su padre, que consideraba la mejor del mundo. A causa de su inexperiencia, la muchacha no tenía modo de saber que el sentimiento cósmico que Martin despertaba en ella era el más cósmicos de todos, el amor, cuya fuerza atrae a hombres y mujeres de todo el mundo, impulsa, a los machos a matarse en la época del celo e, incluso, une a los elementos de manera irresistible.

La rapidez con la que Martin aprendía era un motivo de sorpresa y de interés para Ruth. Había percibido grandes cualidades en él, que entonces iban brotando lentamente, como las flores en un jardín. Solía leerle a Browning en voz alta y que daba con frecuencia sorprendida por la interpretación que daba a ciertos párrafos. La muchacha no advertía que, a causa de su experiencia de los seres humanos y de la vida, estas conclusiones eran, muchas, veces, más correctas que las suyas, A Ruth, los juicios del marinero le parecían ingenuos, pero le sorprendía su enorme capacidad de comprensión, que, en ocasiones, tenía tal altura que no le podía seguir, limitándose a admirar su gran fuerza contenida. Luego, Ruth le entretenía, pero ya no se entretenía con él, tocando en el piano cosas que a ella le llegaban muy hondo. La naturaleza de Martin se abría a la música, cual una flor a los rayos del sol, y pronto saltó de las canciones populares a las piezas clásicas que la muchacha sabía casi de memoria. Sin embargo, demostró una democrática debilidad por Wagner y su obertura de Tanhäuser, una vez ella le hubo dado la clave, prefiriéndola a todas las demás. En cierto modo, personificaba su vida. Todo el pasado de Martin lo representaba el motivo de Venusberg, mientras que a ella la identificaba con el motivo del «Coro de Peregrinos». De la exaltación que esto le producía, Eden iba elevándose hasta el reino de las sombras, habitado por espíritus, donde el bien y el mal están en guerra perpetua.

A veces, Martin le hacía preguntas, provocando en la muchacha dudas temporales acerca de lo correcto de sus definiciones y concepciones de la música. Sin embargo, el marinero nunca enjuició su manera de cantar. Entonces, era íntegramente ella y Martin se sentaba para escuchar su melodiosa voz de soprano. No podía evitar compararla con las débiles y trémulas de las operarlas de las fábricas, mal alimentadas y peor educadas, o los roncos vagidos de las mujeres repletas de ginebra de las ciudades portuarias. A Ruth le gustaba tocar y cantar para él. En realidad, era la primera vez que lo hacía para alguien y le encantaba la elasticidad con que podía remoldearle. Ruth creía que le estaba remoldeando y sus intenciones eran buenas. Además, le agradaba estar a su lado. No la repelía. Aquella primera repulsión que sintió al conocerle, era, en realidad, miedo de sí misma, pero esto ya había desaparecido. Aunque lo ignoraba, Ruth tenía hacia él un instinto de propiedad. Martin la tonificaba. La muchacha estudiaba mucho en la Universidad y semejaba reforzarla el poder salir de entre los polvorientos libros para que la personalidad de Eden le causara el mismo efecto que la brisa marina. ¡Fuerza! Esto era lo que ella necesitaba y Martin semejaba dársela con toda generosidad. Reunirse con él en la misma habitación o esperarle a la puerta, era igual que aferrar el corazón de la vida. Una vez él se había marchado, la muchacha regresaba a sus libros, con mayor interés y más energía.

Ruth conocía muy bien a Browning, pero nunca se le ocurrió que pudiera resultar incómodo jugar con las almas ajenas. Conforme aumentaba su interés en Martin, remoldearle se fue convirtiendo en una pasión.

—Tomemos, por ejemplo, a Mr. Butler —le dijo a Martin cierta tarde, una vez hubieron concluido con la gramática, la poesía y la aritmética—. No tuvo educación de ninguna clase. Su padre había sido cajero de un Banco, pero no prosperó en absoluto y, al fin, murió tísico en Arizona. Cuando esto ocurrió, Mr. Butler, Charles Butler se llama, se encontró solo en el mundo. Su padre era australiano, por lo que no tenía parientes en California. Se puso a trabajar en una imprenta, según le he oído contar muchas veces, con un sueldo de tres dólares a la semana. Hoy gana, por lo menos, treinta mil anuales. ¿Cómo lo ha conseguido? Pues al ser honrado, leal, laborioso y ahorrativo. Renunció a la mayoría de cosas que agradan a los niños. Adoptó la norma de ahorrar una cantidad fija a la semana, sacrificando lo que fuese. Pronto ganó más de tres dólares y, conforme le subían el sueldo, pudo ahorrar más.
»Trabajaba de día, y por las noches iba a una escuela. Siempre pensaba en el futuro. Más adelante, asistió a una escuela superior, pero siempre nocturna. A los diecisiete años, ganaba un buen sueldo como cajista, pero era ambicioso. Quería tener una carrera y no sólo un oficio y no le importaba lo que tuviese que hacer. Se decidió por las leyes y entró en el bufete de papá, como ordenanza. No cobraba más que cuatro dólares a la semana. Pero tenía el sentido de la economía y siguió ahorrando.

Ruth se interrumpió para respirar y para ver el efecto que su relato producía en Martin. Éste mostraba un gran interés en las aventuras juveniles de Mr. Butler, pero fruncía el entrecejo.

—Lo debió pasar muy mal de chico —comentó Eden—. Cuatro dólares semanales. ¿Cómo puede vivirse con eso? Seguro que no tuvo la menor alegría. Yo pago cinco dólares de pensión y créame que no es nada extraordinario. Debió vivir como un perro. La comida…
—Se cocinaba él mismo —le interrumpió la muchacha— en una estufa de petróleo.
—Pues comería peor que un marinero en un buque de altura, en que la sirven mala y créame que hay pocas cosas peores.—Pero piense en él ahora —insistió Ruth con entusiasmo—. Piense en lo que le permiten sus ganancias. Ha visto recompensados sus sacrificios.

Martin la miró con fijeza.

—Le apuesto —exclamó luego— a que Mr. Butler no es hombre alegre. Se estuvo alimentando mal durante muchos años, mientras era sólo un chico, y seguro que ahora el estómago le da disgustos.

Ruth abatió las pupilas ante su firme mirada.

—¡Le apuesto a que tiene dispepsia! —insistió Martín.
—Sí, es cierto —reconoció ella—, pero…
—Y también apuesto —la interrumpió Martin— a que es más serio que un búho y que ni siquiera con sus treinta mil dólares procura pasarlo bien. Además, no debe hacerle gracia que los otros se diviertan. ¿Tengo razón?

La muchacha asintió, pero apresurándose a explicar:

—Pero no pertenece a esa clase de hombres. Simplemente, es que es serio y sobrio. Siempre fue así.
—No me cabe duda —convino Martin—. Tres o cuatro dólares de sueldo a la semana y, de niño, cocinándose en una estufa de petróleo para ahorrar. Trabajaba durante todo el día y estudiaba toda la noche, sin jugar ni divertirse y ni siquiera aprender a divertirse. Claro que los treinta mil le llegaron tarde.

Su ágil mente iba imaginando los más mínimos detalles de la vida de aquel muchacho y el modo como se desarrolló, de manera mezquina, hasta convertirse en un hombre que ganaba treinta mil dólares anuales. Rápidamente, con un simple esfuerzo, pudo suponer toda la vida de Charles Butler.

—¿Sabe una cosa? —añadió—. Me da mucha pena ese hombre. Con toda esa cantidad, no puede ahora conseguir el placer que de niño le hubiesen proporcionado diez centavos de caramelos o de cacahuetes o una entrada en el circo.

Eran estos puntos de vista los que sobresaltaban a Ruth. No es sólo que le resultasen nuevos y contrarios a todos sus conceptos, sino que, además, presentía que contenían tanta verdad como para desequilibrar o alterar sus convicciones. De haber contado catorce años, quizá la hubiesen hecho cambiar de ideas, pero tenía veinticuatro, era conservadora por temperamento y educación y había ya cristalizado dentro de la grieta de la vida en la que nació y la formaron. Cierto que las extrañas opiniones de Martin la desconcertaban, pero las atribuía a sus características personales y a la vida que había llevado, por lo que las olvidaba muy pronto. No obstante, si bien las desaprobaba, la fuerza con la que Martin las proclamaba, mientras le brillaban los ojos y el semblante se le encendía, la iban acercando a él. No podía imaginar que aquel hombre, venido del otro lado de sus horizontes, estaba, en aquellos momentos, ampliándoselos con unos conceptos más vastos y profundos. Los límites de Ruth eran los de sus propios horizontes, pero las mentes limitadas sólo reconocen limitaciones en los demás. Por tanto, Ruth consideraba los suyos muy amplios y que únicamente chocaban con los del marinero a causa de las limitaciones de éste. Soñaba con ayudarle a que viese las cosas tal como ella las veía y en ampliar sus horizontes hasta que coincidiesen con los suyos.

—Aún no he acabado la historia —le dijo—. Trabajaba, según dice mi padre, como ningún otro botones. Mr. Butler sólo deseaba trabajar. Nunca se retrasaba, sino que, por el contrario, solía llegar unos minutos antes de la hora indicada. Y, sin embargo, le sobraba tiempo. Dedicaba al estudio todos sus minutos libres. Estudió teneduría de libros y mecanografía y se pagó lecciones de taquigrafía, dictándole a un oficial de los juzgados, que necesitaba práctica. Pronto pasó a oficinista y se hizo insustituible. Mi padre le apreciaba mucho y comprendió que iría lejos. Fue él quien le aconsejó que estudiase leyes. Se hizo abogado y, poco después de volver al despacho, mi padre le asoció al bufete. Es un gran hombre. Varias veces ha rechazado un puesto en el Senado y mi padre dice que pertenecerá al Tribunal Supremo en cuanto haya una vacante, si lo desea. Una vida así constituye un ejemplo para todos nosotros. Demuestra que un hombre de voluntad puede elevarse muy por encima de su medio.

—Es un gran hombre —convino Martin sinceramente.

Sin embargo, le parecía que en aquella historia había algo que chocaba con su sentido de la belleza y de la vida. No hallaba un motivo adecuado que justificase la existencia de Mr. Butler, dedicada al sacrificio y al ahorro. De haberlo hecho por una mujer o para alcanzar la belleza, Martin lo hubiese comprendido. El amante loco debía hacer cualquier cosa por un beso, pero no por treinta mil dólares anuales. No le convencía la carrera de Mr. Butler. En el fondo, había algo mezquino. Treinta mil dólares anuales eran muy buenos de tener, pero la dispepsia y la incapacidad de ser humanamente feliz les restaban todo su valor.

Una buena parte de esto intentó explicárselo a Ruth, escandalizándola y convenciéndola de que era preciso remodelarle. La mente de la muchacha poseía esa tan extendida insularidad que hace creer a los seres humanos que su color, credo o ideas políticas son las mejores y las más justas y que los otros habitantes del mundo están en una posición equivocada. Fue esa misma insularidad mental la que hizo que un judío de la Antigüedad agradeciese a Dios el no haberle hecho nacer mujer y la que ha enviado a los modernos misioneros, sustitutos de Dios, a los confines de la Tierra. Entonces, impulsó a Ruth a conseguir que aquel hombre, de otras grietas de la vida, se asimilara a los hombres que vivían en la suya.

(Continuará…)

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